conoZe.com » bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » II.- Ilusión e imaginación

Realidad emergente

La posibilidad de la ilusión está condicionada por el carácter emergente de la realidad. Es lo que falta en la vida animal -en rigor, para el animal no hay «realidad», sino un «medio» o «ambiente» compuesto de estímulos a los cuales reacciona-. La emergencia -aunque no propiamente de realidad- se daría en ciertas situaciones muy precisas de la vida animal, por ejemplo en el acecho del animal predatorio, tenso ante la posible aparición de su presa.

Para el hombre, lo esencial es que el mundo no está dado -es el error incalculable de todas las doctrinas que lo reducen a «datos»-; el hombre está en el mundo, y los ingrediente de éste van «entrando en escena», van apareciendo en el horizonte de la vida. El caso del niño es particularmente claro: la infancia es un progresivo descubrimiento de la circunstancia en que el nacido está desde el primer momento. La emergencia es la condición misma del trato del niño con lo real. Esto viene reforzado todavía más por la inmovilidad y pasividad del niño durante el primer año de su vida. Está quieto, y las cosas van entrando en su círculo perceptivo, se le van manifestando, van haciendo acto de presencia, se le ofrecen, o tal vez irrumpen de modo amenazador u hostil (el susto, más aún que el miedo, tiene un importante papel en la vida del niño pequeño).

Se tiene ilusión por algunas realidades emergentes. Cuanto más se viven como tales, mayor es la probabilidad de la ilusión. Y por eso la atenuación de la emergencia es al mismo tiempo algo que debilita la actitud ilusionada. Cuando el hombre, a cierta altura de su vida, decide «dar por visto» el mundo, se instala en la vivencia del «ya sé», vive como si el mundo estuviera ya dado, y por consiguiente nada fuese nuevo, la ilusión se convierte en algo infrecuente e improbable. Y no digo imposible, porque, sea cualquiera la expectativa en que el hombre esté respecto a la realidad, esta es emergente, ya que se manifiesta en el ámbito dramático de mi vida. Por eso la vida da siempre sorpresas, hasta cuando se la considera vista y conclusa, e impone su condición sobre las interpretaciones de ella que su sujeto pueda hacer.

Por otra parte, el hecho de que sea frecuente esa singular oclusión del horizonte al llegar a una edad madura no quiere decir que forzosamente haya de ocurrir así. Más bien esa oclusión tiene un carácter voluntario, casi siempre defensivo, como intento de protección frente a la irrupción inesperada de la realidad -tal vez en forma de azar, como mostré en la Antropología metafísica-, por el afán de seguridad que algunos hombres sienten y que suele acentuarse tras la fatiga de una larga experiencia -sin que sea necesariamente penosa-. Pero como la inseguridad es la condición intrínseca de la vida, el intento de eliminarla exige la supresión simultánea de la emergencia de la realidad. En otras palabras, supone una doble violencia sobre la consistencia efectiva de lo real, y sofoca la normalidad de la actitud ilusionada.

Y ello significa un desplazamiento de la manera normal de proyección en la vida humana: el papel de la imaginación, que es decisivo y primario, queda preterido; ocupa el primer puesto la percepción -con lo cual la vida se reduce hacia la animal: otra cosa no es posible-; o, más frecuentemente, se congelan las interpretaciones, se dan por válidas sin más ciertas convicciones en que se está -o se finge estar-, y no se admite vitalmente la posibilidad de innovación, de que haya cosas nuevas o de que estas no sean lo que se daba por supuesto.

Cuando esto sucede, la ilusión deja de manar en el centro de la vida; pero como además se ha llegado a esa actitud mediante una retorsión de los proyectos y de la condición de la realidad, se introduce en la vida un elemento de inautenticidad que a su vez hace más difícil el florecimiento de la ilusión.

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