conoZe.com » bibel » Otros » Julián Marías » Breve tratado de la ilusión » I.- Un secreto de la lengua española

Consecuencias reales

Sería excesivo decir que desde el Romanticismo los españoles viven ilusionados o que el temple de la vida es la ilusión; pero me parece evidente que cuentan con esa posibilidad, que la ilusión funciona en su horizonte vital como una promesa, muchas veces incumplida, lo cual significa una desilusión. La instalación vital de los españoles incluye una dimensión que antes, por lo menos, no estaba expresa; al nombrarse, aparece como algo accesible en principio, a lo cual se aspira, cuya frustración aparece como una derrota o un fracaso.

Esto significa que se hace más alta la pretensión de felicidad, y por tanto más improbable su cumplimiento, y con ello la impresión de infelicidad -tan característica de la literatura romántica en todos los países, pero que en España trasciende a la vida en general-.

No se piense que esto acontece igualmente en todos los países y en todas las épocas. Si se pudiera medir la pretensión de felicidad y compararla con su realización media, se llegaría a una visión de la historia de apasionante interés. Tengo la impresión de que esa pretensión es hoy muy baja en casi toda Europa, confundida con una pretensión de «bienestar» traducible en la posesión de objetos o en la elevación del nivel económico. Me pregunto si sería fácil explicar al europeo medio actual lo que el español entiende por 'ilusión' (y no estoy seguro de que, a pesar de la existencia de la palabra y de su uso todavía vivo, las últimas generaciones españolas lo entiendan inmediata y eficazmente).

Hay un hecho histórico que me parece sugestivo. El siglo XIX se inicia en España con una serie de calamidades: invasión francesa de 1808, guerra de la Independencia, increíblemente devastadora, ruptura de la concordia que había dominado todo el siglo XVIII, comienzo de la violencia interna, luchas políticas, con frecuencia sangrientas, opresiones y persecuciones, retraso y desnivel respecto de otros países europeos, pérdida de la España de ultramar. Y, sin embargo, en contraste con el despego que los intelectuales y escritores europeos habían mostrado hacia España durante todo su admirable siglo XVIII (desde Montesquieu y Voltaire hasta el abate Reynal y Masson de Morvilliers, y tantos otros), los románticos sienten un interés vivísimo por lo español, desde el territorio hasta el arte o la literatura, una atracción que no siempre va acompañada de conocimiento, incluso una fascinación que puede llevar a la deformación o a tomarel rábano por las hojas. Los Schlegel, Tieck, Heine, Borrow, Richard Ford, Stendhal, Gautier, hasta Edmundo de Amicis ya en la segunda mitad del siglo, se sienten inclinados a conocer lo español y encuentran en ello vida, pasión, entusiasmo, algo distinto del utilitarismo, de la ambición, sobre todo económica, del gris que creen percibir en otras porciones de nuestro continente, incluso en sus naciones propias. Puede haber desdén, condescendencia, prejuicios, lo que se quiera, pero nunca indiferencia o frialdad. Ninguno lo dice, ni en rigor lo piensa; pero nosotros podríamos formular su actitud diciendo que se encuentran con un pueblo ilusionado, y que algo así rastrean en la historia pretérita o en la literatura: Cervantes, Lope, Calderón; o en ciertas formas de arte, sobre todo en la arquitectura, especialmente en su realización global y viva en ciudades, en conjuntos urbanos. Es interesante contrastar el habitual entusiasmo de Théophile Gautier en su Voyage en Espagne con la excepción de incomprensión y rechazo que siente ante el Escorial.

Se dirá que la vida española durante el último siglo y medio ha solido aparecer cruzada por una ininterrumpida quejumbre; que la política, el costumbrismo, la literatura de ficción, la poesía se han lamentado más que en otras partes (o que en España en otras épocas); se dirá como explicación de ello, que las cosas «han ido mal», que han sido casi siempre lamentables. Pero si se analizan como ahora empieza a ser posible, se encuentra que no lo han sido tanto como parecía, que la quejumbre estaba inspirada muy principalmente por ese parecer. Es curioso ver cómo muchos autores que han mostrado su consternación por la realidad de España, al cabo de unos decenios la han encontrado mucho más aceptable y atractiva, han visto con otros ojos el mismo periodo que habían condenado o desdeñado. Es una constante la actitud desilusionada de los españoles recientes; pero hay que señalar que la desilusión supone la ilusión, como el absurdo se funda en el sentido, parte de él, se mueve en su elemento; o la falsedad adquiere su significación en el horizonte de la verdad.

Creo que España no es inteligible, especialmente en los últimos dos siglos, si no se la ve como distendida entre esa dualidad ilusión-desilusión. Si este supuesto falta, si no se cuenta con él, si no tiene sentido ni aplicación en la propia vida, ¿no ha de aparecer España como un país extraño, tan extraño que ni siquiera se ve en qué consiste últimamente la extrañeza? Desde esta perspectiva me parece más fácil comprender las formas de instalación de los españoles y la larga serie de equívocos en que ha consistido la relación con ellos de los demás europeos.

Pero, más allá de esa interpretación lingüística, de ese secreto de nuestra lengua que nos permite aprehender tan extraña realidad, hay que preguntarse en qué consiste la ilusión, esa original posibilidad antropológica.

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