conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte 1.- El credo » CAPÍTULO IX EL ESPIRITU SANTO Y LA GRACIA

Fuentes de vida

Sabemos bien que hay dos fuentes de gracia divina: la oración y los sacramentos. Una vez recibida la gracia santificante por el Bautismo, crece en el alma con la oración y los otros seis sacramentos. Si la perdiéramos por el pecado mortal, la recuperaríamos por medio de la oración (que nos dispone al perdón) y el sacramento de la Penitencia.

La oración se define como «una elevación de la mente y el corazón a Dios para adorarle, darle gracias y pedirle lo que necesitamos». Podemos elevar nuestra mente y corazón mediante el uso de palabras y decir: «Dios mío, me arrepiento de mis pecados», o «Dios mío, te amo», hablando con Dios con toda naturalidad, en nuestras propias palabras. O podemos elevarlos utilizando palabras escritas por otro, poniendo nuestra intención en lo que decimos.

Estas «fórmulas establecidas» pueden ser oraciones compuestas privadamente (aunque con aprobación oficial), como las que encontramos en un devocionario o estampa; o pueden ser litúrgicas, es decir, oraciones oficiales de la Iglesia, del Cuerpo Místico de Cristo. De éstas son las oraciones de la Misa, del Breviario o de varias funciones sagradas.

La mayoría de estas oraciones, como los Salmos y los Cánticos, se han tomado de la Biblia, y por ello son palabras inspiradas por Dios mismo.

Podemos rezar, pues, con nuestras propias palabras o las de otro. Podemos usar oraciones privadas o litúrgicas. Sea cual sea el origen de las palabras que utilizamos, mientras éstas sean predominantes en nuestra oración, será oración vocal. Y será oración vocal aunque no las pronunciemos en voz alta, aunque las digamos silenciosamente para nosotros mismos. No es el tono de la voz, sino el uso de palabras lo que define la oración vocal. Este es un tipo de oración utilizada universalmente tanto por los muy santos como por los que no lo son tanto.

Pero hay otro tipo de oración que se llama mental. En esta oración, la mente y el corazón hacen todo el trabajo sin el recurso de las palabras. Casi todo el mundo, en una ocasión u otra, hace oración de este tipo, a menudo sin darse cuenta. Si ves un crucifijo y te viene al pensamiento lo mucho que Jesús sufrió por ti, o lo pequeñas que son tus contrariedades en comparación, y resuelves tener más paciencia en adelante, estás haciendo oración mental.

Esta oración mental, en que la mente considera alguna verdad divina -quizá algunas palabras o acciones de Cristo- y, como consecuencia, el corazón (en realidad, la voluntad) es movido a un mayor amor y fidelidad a Dios, también se llama ordinariamente meditación. Aunque es verdad que casi todos los católicos practicantes hacen alguna oración mental, al menos intermitentemente, conviene resaltar que normalmente no podrá haber un crecimiento espiritual apreciable si no se dedica parte del tiempo de oración a hacer una oración mental regular. Tanto es así que el Derecho Canónico de la Iglesia requiere de todo sacerdote que dedique todos los días cierto tiempo a la oración mental.

La mayoría de las órdenes religiosas prescriben para sus miembros por lo menos una hora diaria de oración mental. . Para un fiel corriente una manera muy sencilla y fructífera de hacer oración mental será leer un capítulo de los Evangelios todos los días. Tendría que encontrar la hora y el lugar libres de ruidos y distracciones y dedicarse a leerlo con pausada meditación. Luego dedicaría unos minutos a ponderar en su mente lo que ha leído, haciendo que cale y aplicándolo a su vida personal, lo que le llevará ordinariamente a formular algún propósito.

Además de la meditación que hemos considerado hay otra forma de oración mental -una forma más elevada de oración- que se llama contemplación. Estamos acostumbrados a oír que los santos fueron «contemplativos», y lo más seguro es que pensemos que la contemplación es algo reservado a conventos ' y monasterios. Sin embargo, la contemplación es algo a lo que todo cristiano debería tender. Es una forma de oración a la que nuestra meditación nos conducirá gradualmente si nos aplicamos a ella regularmente.

Es difícil describir la oración contemplativa porque hay muy poco que describir. Podríamos decir que es el tipo de oración en que la mente y el corazón son elevados a Dios, punto final. La mente y el corazón son elevados a Dios y descansan en El. La mente al menos está inactiva. Las mociones que pueda haber son sólo del corazón (o voluntad) hacia Dios. Si hay «trabajo», es hecho por Dios mismo, quien puede operar ahora con toda libertad en el corazón que tan firmemente se le ha adherido.

Antes que nadie exclame «¡Yo nunca podré contemplar!», dejad que os pregunte: «¿Os habéis arrodillado (o sentado) alguna vez en una iglesia recogida, quizá después de Misa o al salir de vuestro trabajo, y permanecido allí unos pocos minutos, sin pensamientos conscientes, quizá nada más mirando al sagrario, sin meditar, tan sólo con una especie de anhelo; y salido de la iglesia con una sensación desacostumbrada de fortaleza, decisión y paz?» Si es así, habéis practicado oración de contemplación, tanto si lo sabíais como si no. Así, pues, no digamos que la oración de contemplación está fuera de nuestras posibilidades. Es el tipo de oración que Dios quiere que todos alcancemos; es el tipo de oración al que las demás -vocal (tanto privada como litúrgica) y mental- tienden a conducirnos. Es el tipo de oración que más contribuye a nuestro crecimiento en gracia.

Esta maravillosa vida interior nuestra -esta participación de la propia vida de Dios que es la gracia santificante- crece con la oración. Crece también con los sacramentos que siguen al Bautismo. La vida de un bebé se acrecienta con cada inspiración que hace, con cada gramo de alimento que toma, con cada movimiento de sus informes músculos. Así también los otros seis sacramentos edifican sobre la primera gracia que el Bautismo infundió en el alma.

Y esto también es verdad del sacramento de la Penitencia. Ordinariamente pensamos que es el sacramento del perdón el que devuelve la vida cuando se ha perdido la gracia santificante por el pecado mortal. Y éste es, ciertamente, el fin primario del sacramento de la Penitencia. Pero, además de ser medicina que devuelve la vida, es medicina que la vigoriza. Suponer que este sacramento está exclusivamente reservado para el perdón de los pecados mortales sería un error sumamente desgraciado. Tiene un fin secundario: para el alma que ya está en estado de gracia, la Penitencia es un sacramento tan dador de vida como es la Sagrada Eucaristía. Por este motivo, los que no quieren conformarse con una vida espiritual mediocre, reciben frecuentemente este sacramento.

Sin embargo, el sacramento dador de vida por excelencia es la Sagrada Eucaristía. Más que ningún otro, enriquece e intensifica la vida de la gracia en nosotros. La misma forma del sacramento nos lo dice. En la Sagrada Eucaristía, Dios viene a nosotros no por la limpieza de un lavado con agua, no por una confortadora unción con aceite, no por una imposición de manos transmisora de poder, sino como alimento y bebida bajo las apariencias de pan y de vino.

Esta vida dinámica que nos arrebata hacia arriba y que llamamos gracia santificante es el resultado de la unión del alma con Dios, de la personal inhabitación de Dios en nuestra alma. No hay sacramento que nos una tan directa e íntimamente con Dios como la Sagrada Eucaristía. Y esto es cierto tanto si pensamos en ella en términos de la Santa Misa como de la Comunión. En la Misa, nuestra alma se yergue, como el niño que busca el pecho de su madre, hasta el seno mismo de la Santísima Trinidad. Al unirnos con Cristo en la Misa, El junta nuestro amor a Dios con el suyo infinito. Nos hacemos parte del don de Sí mismo que Cristo ofrenda al Dios Uno y Trino en este Calvario perenne. El, podríamos decir, nos toma consigo y nos introduce en esa profundidad misteriosa que es la vida eterna de Dios. La Misa nos lleva tan cerca de Dios que no sorprende sea para nosotros fuente y multiplicador eficacísimos de gracia santificante.

Pero el flujo de vida no para ahí, pues en la Consagración tocamos la divinidad. El proceso se hace reversible, y nosotros, que con Cristo y en Cristo habíamos alcanzado a Dios, le recibimos cuando, a su vez, en Cristo y por Cristo baja a nosotros. En una unión misteriosa que hasta a los ángeles debe dejar atónitos, Dios viene a nosotros. Ahora no usa agua u óleo, gestos o palabras como vehículo de su gracia. Ahora es Jesucristo mismo, el Hijo de Dios real y personalmente presente bajo las apariencias de pan, quien hace subir vertiginosamente el nivel de la gracia santificante en nosotros.

Sólo la Misa, incluso sin Comunión, es una fuente de gracia sin límite para el miembro del Cuerpo Místico de Cristo vivo espiritualmente. En cada uno de nosotros las gracias de la Misa crecen en la medida en que consciente y activamente nos unamos al ofrecimiento que Cristo hace de Sí mismo. Cuando las circunstancias hagan imposible ir a comulgar, una comunión espiritual sincera y ferviente hará crecer más aún la gracia que la Misa nos obtiene. Cristo puede salvar perfectamente los obstáculos que no hayamos puesto voluntariamente.

Pero es de todo punto evidente que el católico sinceramente interesado en el crecimiento de su vida interior deberá completar el ciclo de la gracia recibiendo la Sagrada Eucaristía.

«Cada Misa, una Misa de comunión», debería ser el lema de todos. Hay un triste desperdiciar la gracia en las Misas de aquel que por indiferencia o apatía no abre su corazón al don de Sí mismo que Dios le ofrece. Y es una equivocación, que raya en la estupidez, considerar la Sagrada Comunión como un «deber» periódico que hay que cumplir una vez al mes o cada año.

En el poder de dar vida que poseen la oración y los sacramentos hay un punto que merece ser destacado. Se ha hecho hincapié en la afirmación de que la gracia, en todas sus formas, es un don gratuito de Dios. Tanto si es el comienzo de la santidad en el Bautismo como su crecimiento por la oración y los demás sacramentos, hasta la partecilla más pequeña de gracia es obra de Dios. Por muy heroicas que sean las acciones que realice, sin la gracia nunca podría salvarme.

Y, sin embargo, esto no debe llevarme a pensar que la oración y los sacramentos son fórmulas mágicas que pueden salvarme y santificarme a pesar mío. Si lo pensara, sería culpable de ese «formalismo» religioso del que tantas veces se acusa a los católicos. El formalismo religioso aparece cuando una persona piensa que se hace «santa» simplemente por hacer ciertos gestos, recitar ciertas oraciones o asistir a ciertas ceremonias.

Esta acusación, cuando se hace contra los católicos en general, es sumamente injusta, pero, a veces, sí está justificada aplicada a determinados católicos cuya vida espiritual se limita a una recitación maquinal y rutinaria de oraciones fijas, sin cuidarse de elevar la mente y el corazón a Dios; a una recepción de los sacramentos por costumbre o falso sentido del deber, sin lucha consciente por unirse más a Dios. En resumen: Dios solamente puede penetrar en nuestra alma hasta donde nuestro yo le deje.

Ahora en...

About Us (Quienes somos) | Contacta con nosotros | Site Map | RSS | Buscar | Privacidad | Blogs | Access Keys
última actualización del documento http://www.conoze.com/doc.php?doc=3379 el 2007-05-02 22:03:02