conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte 1.- El credo » CAPÍTULO IX EL ESPIRITU SANTO Y LA GRACIA

¿Qué es el mérito?

Una vez leí en la sección de sucesos de un periódico que un hombre había construido una casa para su familia. Casi todas las obras las había hecho él mismo, invirtiendo todos sus ahorros en los materiales. Cuando la remató, se dio cuenta con horror que se había equivocado de solar y la había construido en el terreno de un vecino. Este, tranquilamente, se posesionó de la casa, mientras el constructor no podía hacer otra cosa que llorar por el dinero y el tiempo perdidos.

Por lamentable que nos parezca la pérdida de ese hombre, carece de importancia si la comparamos con la de la persona que vive sin gracia santificante. Por nobles o heroicas que sean sus acciones, no tienen valor ante los ojos de Dios, Si está sin bautizar o en pecado mortal, esa alma separada de Dios vive sus días en vano. Sus dolores y tristezas, sus sacrificios, sus bondades, todo, carece de valor eterno, se desperdicia ante Dios. No hay mérito en lo que hace. Luego, ¿qué es el mérito?

El mérito se ha definido como aquella propiedad de una obra buena que capacita al que la realiza para recibir una recompensa. Todos, estoy seguro, coincidimos en afirmar que, en general, obrar bien exige un esfuerzo. Es fácil ver que alimentar al hambriento, cuidar un enfermo o hacer un favor al prójimo requiere cierto sacrificio personal. Se ve fácilmente que estas acciones tienen un valor, y que, por ello, merecen, al menos potencialmente, un reconocimiento, una recompensa. Pero esta recompensa no se puede pedir a Dios si El no ha tenido parte en esas acciones, si no hay comunicación entre Dios y el que las hace.

Si un obrero no quiere que le incluyan en la nómina, por duro que trabaje no podrá reclamar su salario.

Por ello, sólo el alma que está en gracia santificante puede adquirir mérito por sus acciones. Es ese estado el que da valor de eternidad a una acción. Las acciones humanas, si son puramente humanas, no tienen en absoluto significación sobrenatural.

Sólo cuando se hacen obras del mismo Dios adquieren valor divino. Y nuestras acciones son en cierto sentido obra de Dios cuando El está presente en un alma, cuando ésta vive la vida sobrenatural que llamamos gracia santificante.

Y esto es tan verdadero que la menor de nuestras acciones adquiere valor sobrenatural cuando la lacemos en unión con Dios. Todo lo que Dios hace, aunque lo haga a través de instrumentos libres, tiene valor divino. Esto permite que la menor de nuestras obras, siempre que sea moralmente buena, sea meritoria mientras tengamos la intención, al menos habitual, de hacerlo todo por Dios.

Si el mérito es «la propiedad de una obra buena que capacita al que la realiza para recibir una recompensa», la pregunta inmediata y lógica será: ¿Qué recompensa? Nuestras acciones sobrenaturalmente buenas merecen, pero ¿qué merecen? La recompensa es triple: un aumento de la gracia santificante, la vida eterna y mayor gloria en el cielo. Sobre la segunda fase de esta recompensa -la vida eterna- es interesante resaltar un aspecto: para el niño bautizado el cielo es su herencia por la adopción como hijo de Dios al ser incorporado en Cristo, pero para el cristiano con uso de razón el cielo es tanto herencia como recompensa, la recompensa que Dios ha prometido a los que le sirven.

En cuanto al tercer elemento del premio -una mayor gloria en el cielo-, vemos que es consecuencia del primero. Nuestro grado de gloria dependerá del grado de unión con Dios, de la medida en que la gracia santificante empape nuestra alma. Tanto como la gracia crezca lo hará nuestra gloria potencial en el cielo.

Sin embargo, para alcanzar la vida eterna y el grado de gloria que hayamos merecido, debemos, claro está, morir en estado de gracia. El pecado mortal arrebata todos nuestros méritos como la quiebra de un banco los ahorros de toda una vida.

Y no hay modo de adquirir méritos después de la muerte, ni en el purgatorio, ni en el infierno, ni siquiera en el cielo. Esta vida -y sólo esta vida- es el tiempo de prueba, el tiempo de merecer.

Pero resulta consolador saber que los méritos que podemos perder por el pecado mortal se restauran tan pronto como el alma se reconcilia con Dios por un acto de contrición perfecta o una confesión bien hecha. Los méritos reviven en el momento en que la gracia santificante vuelve al alma. En otras palabras, el pecador contrito no tiene que empezar de nuevo: su anterior tesoro de méritos no se pierde del todo.

Para ti y para mí, en la práctica, ¿qué significa vivir en estado de gracia santificante? Para responder a la cuestión, veamos dos hombres que trabajan juntos en la misma oficina (en la misma fábrica, tienda o granja). Para el que los observe casualmente, los dos hombres son muy parecidos. Tienen la misma clase de trabajo, los dos están casados y tienen familia, los dos llevan esa vida que podríamos calificar como «respetable». Uno de ellos, sin embargo, es lo que podríamos llamar «laicista». No practica ninguna religión, y pocas veces, si alguna lo hace, piensa en Dios. Su filosofía es que la felicidad de cada cual depende de él mismo, y por ello hay que procurar sacar de la vida todo lo que ésta pueda ofrecer: «Si tú no lo consigues -dice-, nadie lo hará por ti.»

No es un mal hombre. Al contrario, en muchas cosas resulta admirable. Trabaja como un esclavo porque quiere triunfar en la vida y dar a su familia todo lo mejor. Se dedica sinceramente a los suyos: orgulloso de su mujer, a quien considera una compañera encantadora y generosa, volcado en sus hijos, a quienes ve como una prolongación de sí mismo. «Ellos son la única inmortalidad que me importa», dice a sus amigos. Es un buen amigo, apreciado por todos .los que le conocen, razonablemente generoso y consciente de sus deberes cívicos. Su laboriosidad, sinceridad, honradez y delicadeza no se fundan en principios religiosos: «Eso es lo decente -explica-; tengo que hacerlo por respeto a mí mismo y a los demás.»

En resumen somero, he aquí el retrato del hombre bueno «natural». Todos nos hemos tropezado con él en alguna ocasión y, al menos externamente, nos ha hecho avergonzarnos pensando en más de uno que se llama cristiano. Y, no obstante, sabemos que falla en lo más importante. No hace lo decente, no actúa con respeto a sí mismo y a los demás mientras ignore la única cosa realmente necesaria, el fin para el que fue creado: amar a Dios y probar ese amor cumpliendo su voluntad por Dios. Precisamente porque es tan bueno en cosas menos trascendentes nuestra pena es mayor, nuestra oración por él más compasiva.

Ahora dirijamos nuestra atención al otro hombre, el que trabaja en la mesa, la máquina o el mostrador contiguo. A primera vista parece una copia del primero: en posición, familia, trabajo y personalidad no hay diferencia. Pero existe una diferencia incalculable que el ojo no puede apreciar fácilmente, porque estriba en la intención. La vida del segundo no se basa en «lo decente» o en «el respeto a sí mismo», o, por lo menos, no principalmente.

Los afectos y anhelos naturales, que comparte con todo el género humano, en él se han transformado en afectos y anhelos más altos: el amor a Dios y el deseo de cumplir su voluntad.

Su esposa no es sólo la compañera en el hogar. Es también compañera en el altar. El y ella están asociados con Dios y se ayudan mutuamente en el camino a la santidad, cooperan con El en la creación de nuevos seres humanos destinados a la gloria. Su amor a los hijos no es la mera extensión del ' amor a sí mismos; los ve como una solemne prueba de confianza que Dios le da; se considera como el administrador que un día tendrá que rendir cuentas de sus almas. Su amor por ellos, como el amor a su mujer, es parte de su amor a Dios.

Su trabajo es más que una oportunidad de ganarse la vida y mejorar. Es parte de su paternidad sacerdotal, es medio para atender las necesidades materiales de su familia y parte del plan querido por Dios para él. Por ello cumple con su trabajo lo mejor que puede, porque comprende que es un instrumento en las manos de Dios para completar su obra de creación en el mundo. A Dios sólo se puede ofrecer lo mejor, y este pensamiento le acompaña a lo largo del día. Su cordialidad natural está empapada por el espíritu de caridad. Su generosidad, perfeccionada por el desprendimiento. Su delicadeza se imbuye de la compasión de Cristo. Quizá no piense frecuentemente en estas cosas, pero tampoco pasa el día pendiente de sí mismo y sus virtudes. Ha comenzado la jornada con el punto de mira bien centrado: en Dios y lejos de sí. «Dios mío -ha dicho-, te ofrezco todos mis pensamientos, palabras y acciones y las contrariedades de hoy... » Quizá ha dado a su día el mejor de los comienzos asistiendo a la Santa Misa.

Pero hay otra cosa que resulta imprescindible para hacer de este hombre un hombre auténticamente sobrenatural. La recta intención es necesaria, pero no basta. Su día no sólo debe dirigirse a Dios, debe ser vivido en unión con El para que tenga valor eterno. En otras palabras, debe vivir en estado de gracia santificante.

En Cristo, la más insignificante de las acciones tenía valor infinito, porque su naturaleza humana estaba unida a su naturaleza divina. Todo lo que hacía Jesús, lo hacía Dios. De modo parecido -pero sólo parecido- lo mismo ocurre con nosotros. Cuando estamos en gracia no poseemos la naturaleza divina, pero sí participamos de la naturaleza de Dios, compartimos la vida divina de una manera especial. En consecuencia, cualquier cosa que hacemos -excepto el pecado- lo hace Dios y por nosotros. Dios, presente en nuestra alma, va dando valor eterno a todo lo que hacemos. Aun la más doméstica de las acciones -limpiar la nariz al niño o reparar un enchufe- merece un aumento de gracia santificante y un grado más alto de gloria en el cielo si nuestra vida está centrada en Dios.

He aquí lo que significa vivir en estado de gracia santificante, esto es lo que quiere decir ser hombre sobrenatural.

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