conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte II.- Los mandamientos » CAPÍTULO XVI EL PRIMER MANDAMIENTO DE DIOS

Esperanza y caridad

«Mi papá lo arreglará; él puede hacerlo todo». «Se lo preguntaré a papá; él lo sabe todo».¡Cuántas veces los padres se conmueven ante la confianza absoluta del hijo en el poder y saber ilimitados de sus papás! Aunque, en ocasiones, esta confianza sea causa de apuro cuando no saben como estar a la altura de lo que de ellos se espera. Pero el padre que no se siente complacido interiormente ante los manifiestos actos de confianza absoluta de sus hijos es en verdad un padre muy extraño.

Así resulta muy fácil ver por qué un acto de esperanza es un acto de culto a Dios: expresa nuestra confianza total en El, como Padre amoroso, omnisciente y todopoderoso. Tanto si nuestro acto de esperanza es interior como si se exterioriza en palabras, con él alabamos el poder, la fidelidad y misericordia infinitos de Dios. Obramos un acto de verdadero culto. Cumplimos uno de los deberes del primer mandamiento.

Cuando hacemos un acto de esperanza afirmamos nuestra convicción en que el amor de Dios es tan grande que se ha obligado con promesa solemne a llevarnos al cielo (...«confiando en tu poder y misericordia infinitos y en tus promesas»). Afirmamos también nuestro convencimiento en que su misericordia sin límites sobrepasa las debilidades y extravíos humanos. («Con la ayuda de tu gracia, confío obtener el perdón de mis pecados y la vida eterna»). Para ello una sola condición es necesaria, condición que se presupone aunque no llegue a expresarse en un acto de fe formal: «siempre que, por mi parte, haga razonablemente todo lo que pueda». No tengo que hacer todo lo que pueda absolutamente, lo que muy pocos, si es que hay alguno, consiguen.

Pero sí es necesario que haga razonablemente todo lo que pueda.

En otras palabras, al hacer un acto de esperanza reconozco y me recuerdo que no perderé el cielo a no ser por culpa mía. Si voy al infierno, no será por «mala suerte», no será por accidente, no será porque Dios me falle. Si pierdo mi alma será porque he preferido mi voluntad a la de Dios. Si me veo separado de El por toda la eternidad será porque deliberadamente, aquí y ahora, me aparto de Dios con los ojos bien abiertos.

Con el conocimiento de qué es un acto de esperanza, resulta fácil deducir cuáles son los pecados contra esta virtud. Podemos pecar contra ella por omisión de la «cláusula silenciosa» del acto de esperanza, es decir, esperándolo todo de Dios, en vez de casi todo.

Dios da a cada uno las gracias que necesita para ir al cielo, pero espera que cooperemos con su gracia. Como el buen padre provee a sus hijos de alimento, cobijo y atención médica, pero espera que, al menos, se metan la cuchara en la boca y traguen, que lleven la ropa que les proporciona, que vengan a casa cuando llueva y que se mantengan lejos de sitios peligrosos, como una ciénaga profunda o un incendio, Dios igualmente espera de cada uno que utilice su gracia y se mantenga apartado de innecesarios peligros.

Si no hacemos lo que está en nuestra mano, si asumimos la cómoda postura de evitar esfuerzos pensando que, como Dios quiere que vayamos al cielo, es asunto suyo conducirnos allí, independientemente de cuál sea nuestra conducta, entonces somos culpables del pecado de presunción, uno de los dos pecados contra la esperanza.

Veamos unos ejemplos sencillos del pecado de presunción. Un hombre sabe que, cada vez que entra en cierto bar, acaba borracho; ese lugar es para él ocasión de pecado, y es consciente de que debe apartarse de allí. Pero, al pasar delante de él, se dice: «Entraré sólo un momento justo para saludar a los muchachos, y, si acaso, tomaré una copa nada más.

Esta vez no me emborracharé». Por el hecho mismo de ponerse innecesariamente en ocasión de pecado, trata de arrancar de Dios unas gracias a las que no tiene derecho: no hace lo que está de su parte. Incluso aunque en esta ocasión no acabe ebrio, es culpable de un pecado de presunción al exponerse imprudentemente al peligro. Otro ejemplo sería el de la joven que sabe que siempre que sale con cierto muchacho, peca. Pero piensa: «Bien, esta tarde saldré con él, pero haré que esta vez se porte bien». Otra vez un peligro innecesario, otra vez un pecado de presunción. Un último ejemplo podría ser el de la persona que, sometida a fuertes tentaciones, sabe que debe orar más y recibir los sacramentos con más frecuencia, puesto que éstas son las ayudas que Dios provee para vencer las tentaciones. Pero esa persona descuida culpablemente sus oraciones, y es muy irregular en la recepción de los sacramentos. De nuevo un pecado de presunción, presunción que podríamos llamar de defecto.

Además de la presunción hay otro tipo de pecados contra la virtud de la esperanza: la desesperación, que es lo opuesto a la presunción. Mientras ésta espera demasiado de Dios, aquélla es pera demasiado poco. El ejemplo clásico del pecado de desesperación es el del que dice: «He pecado excesivamente toda mi visa para pretender que Dios me perdone ahora.

No puede perdonar a los que son como yo. Es inútil pedírselo». La gravedad de este pecado estriba en el insulto que se hace a la infinita misericordia y al amor ilimitado de Dios. Judas Iscariote, balanceándose con una soga al cuello, es la imagen perfecta del pecador desesperado: del que tiene remordimiento pero no contrición.

Para la mayoría de nosotros la desesperación constituye un peligro remoto; nos es más fácil caer en el pecado de presunción. Pero, cada vez que pecamos para evitar un mal real o imaginario -decir una mentira para salir de una situación embarazosa, usar anticonceptivos para evitar tener otro hijo-, está implicado en ello cierta dosis de falta de esperanza. No acabamos de estar convencidos que, si hacemos lo que Dios quiere, todo será para bien, que podemos confiar en que El cuidará de las consecuencias.

Honramos a Dios con nuestra fe en El, le honramos con nuestra esperanza en El. Pero, por encima de todo, le honramos con nuestro amor. Hacemos un acto de amor a Dios cada vez que damos expresión -internamente con la mente y el corazón, o externamente con palabras u obras- al hecho que amamos a Dios sobre todas las cosas y por El mismo.

«Por El mismo» es una frase clave. La verdadera caridad o amor de Dios no está motivada por lo que El pueda hacer por nosotros. La caridad auténtica consiste en amar a Dios solamente (o, al menos, principalmente) porque El es bueno e infinitamente amable en Sí mismo. El genuino amor de Dios, como el amor de un hijo hacia sus padres, no es mercenario y egoísta.

Es cierto que un hijo debe mucho a sus padres y espera mucho de ellos. Pero el verdadero amor filial va más allá de estas razones interesadas.

Un hijo normal sigue amando a sus padres aunque éstos pierdan todos sus bienes y, materialmente hablando, no puedan hacer nada por él. De igual manera nuestro amor a Dios se eleva por encima de sus dádivas y mercedes (aunque sean éstas el punto de partida), y se dirige a la amabilidad infinita de Dios mismo.

Conviene hacer notar que el amor a Dios reside primariamente en la voluntad y no en las emociones. Es perfectamente natural que alguien se sienta frío hacia Dios en un nivel puramente emotivo, y, sin embargo, posea un amor profundo hacia El. Lo que constituye el verdadero amor a Dios es la fijeza de la voluntad. Si tenemos el deseo habitual de hacer todo lo que El nos pida (sencillamente porque El lo quiere), y la determinación de evitar todo lo que no quiere (sencillamente porque no lo quiere), tenemos entonces amor a Dios independientemente de cuál sea nuestro sentimiento. Si nuestro amor a Dios es sincero y verdadero, es natural entonces que amemos a todos los que El ama. Esto quiere decir que amamos a todas las almas que El ha creado y por las que Cristo ha muerto, con la sola excepción de los condenados.

Si amamos a nuestro prójimo (es decir, a todos) por amor a Dios, no tiene especial importancia que este prójimo sea naturalmente amable o no. Ayuda y mucho si lo es, pero, entonces, nuestro amor tiene menos mérito. Sea éste guapo o feo, mezquino o noble, atractivo o repulsivo, nuestro amor a Dios nos lleva a desear que todos alcancen el cielo, porque es esto lo que Dios quiere. Y nosotros tenemos que hacer todo lo que podamos para ayudarles a conseguirlo.

Es fácil ver que el amor sobrenatural al prójimo, igual que el amor a Dios, no reside en las emociones. A nivel natural podemos sentir una fuerte antipatía hacia una persona determinada, y, sin embargo, tener por ella un sincero amor sobrenatural. Este amor sobrenatural, o caridad, se pone de manifiesto al desearles el bien, especialmente su salvación eterna, al encomendarles en nuestras oraciones, al perdonar las injurias que puedan infligimos, al rehusar cualquier pensamiento de rencor o desquite hacia ellos.

Nadie disfruta cuando abusan de él, le engañan o le mienten, y Dios no pide eso. Pero sí que, siguiendo su ejemplo, deseemos la salvación del pecador, aunque acusemos el disgusto por sus pecados.

¿Cuáles son, pues, los pecados principales contra la caridad? Uno es omitir el acto de caridad

conscientemente cuando tengamos el deber de hacerlo. El deber de hacer actos de caridad nace, en primer lugar, cada vez que se nos plantea la obligación de amar a Dios por El mismo, y a nuestro prójimo por amor a Dios. Tenemos también el deber de hacer un acto de caridad en aquellas tentaciones que sólo pueden vencerse con un acto de caridad, por ejemplo, en las tentaciones de odio. Estamos obligados a hacer actos de caridad frecuentemente en nuestra vida (lo que es parte del culto debido a Dios), y, sobre todo, a la hora de nuestra muerte, cuando nos preparamos para ver a Dios cara a cara.

Veamos ahora algunos pecados concretos sobre la caridad, y, en primer lugar, el pecado de odio. El odio, como hemos visto, no es lo mismo que sentir disgusto hacia una persona; que sentir pena cuando abusan de nosotros de la forma que sea. El odio es un espíritu de rencor, de venganza. Odiar es desear mal a otro, es gozarse en la desgracia ajena.

La peor clase de odio es, claro está, el odio a Dios: el deseo (ciertamente absurdo) de causarle daño, la disposición para frustrar su voluntad, el gozo diabólico en el pecado por ser un insulto a Dios.

Los demonios y los condenados odian a Dios, pero, afortunadamente, no es éste un pecado corriente entre los hombres, ya que es el peor de todos los pecados, aunque, a veces, uno sospeche que ciertos ateos declarados más que no creer en El lo que hacen es odiarle.

El odio al prójimo es mucho más corriente. Es desear su daño y gozarse ante cualquier desgracia que caiga sobre él. Si llegáramos a desearle un mal grave, como la enfermedad o falta de trabajo, nuestro pecado sería mortal. Desearle un daño leve, como que pierda el autobús o que su mujer le grite, nuestro pecado sería venial. No es pecado, sin embargo, desear un mal al prójimo para obtener un bien mayor. Podemos rectamente desear que el vecino borracho tenga tal resaca que no vuelva más a beber, que el delincuente sea cogido para que cese de hacer el mal, que el tirano muera para que su pueblo viva en paz. Siempre, por supuesto, que nuestro deseo incluya el bien espiritual y la salvación eterna de esa persona.

Otro pecado contra la caridad es la envidia. Consiste en un resentimiento contra la buena fortuna del prójimo, como si ésta fuera una forma de robarnos. Más grave aún es el pecado de escándalo, por el que, con nuestras palabras o nuestro ejemplo, inducimos a otro a pecar o le ponemos en ocasión de pecado, aunque éste no siga necesariamente. Este es un pecado del que los padres, como modelos de sus hijos, deben guardarse especialmente.

Finalmente, tenemos el pecado de acidia, un pecado contra el amor sobrenatural que nos debemos a nosotros mismos. La acidia es una pereza espiritual por la que despreciamos los bienes espirituales (como la oración o los sacramentos) por el esfuerzo que comportan.

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