conoZe.com » bibel » Otros » La fe explicada » Parte II.- Los mandamientos » CAPÍTULO XVI EL PRIMER MANDAMIENTO DE DIOS

Sacrilegio y superstición

No es fácil perder la fe. Si apreciamos y cultivamos el don de la fe que Dios nos ha dado, no caeremos en la apostasía o la herejía. Apreciarlo y cultivarlo significa, entre otras cosas, hacer frecuentes actos de fe, que es el agradecido reconocimiento a Dios porque creemos en El y en todo lo que El ha revelado. Deberíamos incluir un acto de fe en nuestras oraciones diarias.

Apreciar y cultivar nuestra fe significa además no cesar nunca en formarnos doctrinalmente, de modo que tengamos una mejor comprensión de lo que creemos, y, consecuentemente, prestar atención a pláticas e instrucciones, leer libros y revistas de sana doctrina para incrementar el conocimiento de nuestra fe. Cuando la oportunidad se presente, deberíamos formar parte de algún círculo de estudios sobre temas religiosos.

Estimar y cultivar nuestra fe significa, sobre todo, vivirla, es decir, que nuestra vida esté de acuerdo con los principios que profesamos. Un acto de fe se hace mero ruido de palabras sin sentido en la boca del que proclama con su conducta diaria: «No hay Dios; o, si lo hay, me tiene sin cuidado».

Y consecuentemente, en su aspecto negativo, apreciar y cultivar nuestra fe exige que evitemos las compañías que constituyan un peligro para ella. No es el anticatólico declarado a quien hay que temer, por agrios que sean sus ataques a la fe. El peligro mayor proviene más bien del descreído culto y refinado, de su condescendencia amable hacia nuestras «ingenuas» creencias, de sus ironías sonrientes. Nos da tanto reparo que la gente nos tome por anticuados, que sus alusiones pueden acobardarnos.

El aprecio que tenemos a nuestra fe nos llevará también a alejarnos de la literatura que pueda amenazarla. Por mucho que alaben una obra los críticos, por muy culta que una revista nos parezca, si se oponen a la fe católica, no son para nosotros. Para una conciencia bien formada no es imprescindible un Índice de Libros Prohibidos como guía de sus lecturas. Nuestra conciencia nos advertirá y mantendrá alejados de muchas publicaciones aunque los censores oficiales de la Iglesia jamás hayan puesto en ellas los ojos.

Algunos que se creen intelectuales pueden resentir estas restricciones que los católicos ponemos en las lecturas. «¿Por qué tenéis miedo?», dicen. «¿Teméis acaso que os hagan ver que estabais equivocados? No tengáis una mente tan estrecha. Hay que ver siempre los dos lados de una cuestión. Si vuestra fe es firme, podéis leerlo todo sin miedo a que os perjudique».

A estas objeciones hay que responder, con toda sinceridad, que sí, que tenemos miedo. No es un miedo a que nos demuestren que nuestra fe es errónea, es miedo a nuestra debilidad. El pecado original ha oscurecido nuestra razón y debilitado nuestra voluntad. Vivir nuestra fe implica sacrificio, a veces heroico. A menudo lo que Dios quiere es algo que, humanamente, nosotros no queremos, que nos cuesta. El diablillo del amor propio susurra que la vida sería más agradable si no tuviéramos fe. Sí, con toda sinceridad, tenemos miedo de tropezar con algún escritor de ingenio que hinche nuestro yo hasta el punto en que, como Adán, decidamos ser nuestros dioses. Y sabemos que, tanto si la censura viene de la Iglesia como de nuestra conciencia, no niega la libertad. Rechazar el veneno de la mente no es una limitación, exactamente igual que no lo es rechazar el veneno del estómago. Para probar que nuestro aparato digestivo es bueno no hace falta beberse un vaso de ácido sulfúrico.

Si nuestra fe es profunda, viva y cultivada, no hay peligro de que caigamos en otro pecado contra el primer mandamiento que emana de la falta de fe: el pecado de sacrilegio. Es sacrilegio maltratar a personas, lugares o cosas sagradas. En su forma más leve proviene de una falta de reverencia hacia lo que es de Dios. En su máxima gravedad, viene del odio a Dios y a todo lo suyo. Nuestro tiempo ha visto desoladores ejemplos de los peores sacrilegios en la conducta de los comunistas: ganado estabulado en iglesias, religiosos y sacerdotes encarcelados y torturados, la Sagrada Eucaristía pisoteada. Estos ejemplos, de paso diremos, son los tres tipos de sacrilegio que los teólogos distinguen. El mal trato a una persona consagrada a Dios por pertenecer al estado clerical o religioso se llama sacrilegio personal Profanar o envilecer un lugar dedicado al culto divino por la Iglesia es un sacrilegio local (del latín «locus», que significa «lugar»»). El mal uso de cosas consagradas, como los sacramentos, la Biblia, los vasos y ornamentos sagrados, en fin, de todo lo consagrado o bendecido para el culto divino o la devoción religiosa, es un sacrilegio real (del latín «realis», que significa «perteneciente a las cosas»).

Si el acto sacrílego fuera plenamente deliberado y en materia grave, como recibir un sacramento indignamente, es pecado mortal. Hacer, por ejemplo, una mala confesión o recibir la Eucaristía en pecado mortal es un sacrilegio de naturaleza grave. Este sacrilegio, sin embargo, es sólo venial si carece de consentimiento o deliberación plenos. Un sacrilegio puede ser también pecado venial por la irreverencia que implica, como sería el caso del laico que, llevado de la curiosidad, coge un cáliz consagrado.

Sin embargo, si nuestra fe es sana, el pecado de sacrilegio no nos causará problemas. Para la mayoría de nosotros lo que más nos afecta es mostrar la reverencia debida a los objetos religiosos que usemos corrientemente: guardar el agua bendita en un recipiente limpio y lugar apropiado; manejar los evangelios con reverencia y tenerlos en sitio de honor en la casa; quemar los escapularios y rosarios rotos, en vez de arrojarlos al cubo de la basura; pasar por alto las debilidades y defectos de los sacerdotes y religiosos que nos desagraden, y hablar de ellos con respeto por ver en ellos su pertenencia a Dios; conducirnos con respeto en la iglesia, especialmente en bodas y bautizos, cuando el aspecto social puede llevarnos a descuidarlo. Esta reverencia es el ropaje exterior de la fe.

¿Llevas un amuleto en el bolsillo? ¿Tratas de tocar madera cuando ocurre algo que «da» mala suerte? ¿Te encuentras incómodo cuando sois trece a la mesa? Si te cruzas con un gato negro en tu camino, ¿andas después con más precauciones que de ordinario? Si puedes responder «no» a estas preguntas y tampoco haces caso a parecidas supersticiones populares, entonces puedes tener la seguridad de ser una persona bien equilibrada, con la fe y la razón en firme control de tus emociones.

La superstición es un pecado contra el primer mandamiento porque atribuye a personas o cosas creadas unos poderes que sólo pertenecen a Dios.El honor que debía dirigirse a El se desvía a una de sus criaturas. Por ejemplo, todo lo bueno nos viene de Dios; no de una pata de conejo o una herradura. Y nada malo sucede si Dios no lo permite, y siempre que de algún modo contribuya a nuestro último fin; ni derramar sal, ni romper un espejo, ni un número trece atraerá la mala suerte sobre nuestra cabeza. Dios no duerme ni deja el campo libre al demonio.

De igual modo, solamente Dios conoce de modo absoluto el futuro contingente, sin peros ni acasos.

Todos somos capaces de predecir acontecimientos por los datos que conocemos. Sabemos a qué hora nos levantaremos mañana (siempre que no olvidemos poner el despertador); sabemos qué haremos el domingo (si no ocurre nada imprevisto); los astrónomos pueden precedir la hora exacta en que saldrá y se pondrá el sol el 15 de febrero de 1987 (si el mundo no acaba antes). Pero sólo Dios puede conocer el futuro con certeza absoluta, tanto en los eventos que dependen de sus decretos eternos como los que proceden de la libre voluntad de los hombres.

Por esta razón, creer en adivinos o espiritistas es un pecado contra el primer mandamiento porque es un deshonor a Dios. Los adivinos saben combinar la psicología con la ley de probabilidades y quizá con algo de «cuento», y son capaces de confundir a personas incluso inteligentes. Los mediums espiritistas combinan su anormalidad (histeria autoinducida) con la humana sugestibilidad y, a menudo, con engaño declarado, y pueden preparar escenas capaces de impresionar a muchos que se las dan de ilustrados. La cuestión de si algunos adivinos o mediums están o no en contacto con el diablo no ha sido resuelta satisfactoriamente. El gran ilusionista Houdini se jactaba de que no existe sesión de espiritismo que no fuera capaz de reproducir por medios naturales - trucos -, y así lo probó en muchas ocasiones.

Por su naturaleza, la superstición es pecado mortal. Sin embargo, en la práctica, muchos de estos pecados son veniales por carecer de plena deliberación, especialmente en los casos de arraigadas supersticiones populares que tanto abundan en nuestra sociedad materialista: días nefastos y números afortunados, tocar madera y muchos así. Pero, en materia declaradamente grave, es pecado mortal creer en poderes sobrenaturales, adivinos y espiritistas. Incluso sin creer en ellos es pecado consultarles profesionalmente. Aun cuando nos mueva sólo la curiosidad es pecado, porque damos mal ejemplo y cooperamos en su pecado. Decir la buenaventura echando las cartas o leer la palma de la mano en una fiesta, cuando todo el mundo sabe que es juego para divertirse que nadie toma en serio, no es pecado. La consulta a adivinos profesionales es otra cosa bien distinta.

A veces nuestros amigos no católicos sospechan que pecamos contra el primer mandamiento por el culto que rendimos a los santos. Esta acusación sería fundada si les diéramos el culto de latría que se debe a Dios, y a Dios sólo. Pero no es así, no estamos tan locos. Incluso el culto que rendimos a María, la Santísima Madre de Dios, un culto que sobrepasa al de los ángeles y santos canonizados, es de naturaleza muy distinta al culto de adoración que damos -y sólo se puede dar a Dios.

Cuando rezamos a nuestra Madre y a los santos del cielo (como tenemos que hacer) y pedimos su ayuda, sabemos que lo que hagan por nosotros no lo hacen por su propio poder, como si fueran divinos. Lo que hagan por nosotros es Dios quien lo hace por su intercesión. Si valuamos las oraciones de nuestros amigos de la tierra por la seguridad de que nos ayudan, está claro que resulta muy lógico pensar que las oraciones de nuestros amigos del cielo serán más eficaces. Los santos son los amigos selectos de Dios, sus héroes en la lid espiritual. Agrada a Dios que fomentemos su imitación y le gusta mostrar su amor dispensando sus gracias por medio de ellos. Tampoco el honor que mostramos a los santos detrae el honor debido a Dios. Los santos son las obras maestras de la gracia. Cuando los honramos, es a Dios -quien les dio esa perfección- a quien honramos. El mayor honor que puede darse a un artista es alabar la obra de sus manos.

Es verdad que honramos las estatuas y pinturas de los santos y veneramos sus reliquias. Pero no adoramos estas representaciones y reliquias, como el profesional maduro que cada mañana coloca flores frescas ante la fotografía de su buena madre no adora ese retrato. Si rezamos ante un crucifijo o la imagen de un santo, es para que nos ayuden a fijar la mente en lo que estamos haciendo. No somos tan estúpidos (así lo espero) como para suponer que una imagen de madera o escayola tenga en sí poder alguno para ayudarnos. Creer eso sería un pecado contra el primer mandamiento que prohíbe fabricar imágenes para adorarlas, cosa que, evidentemente, no hacemos.

Ahora en...

About Us (Quienes somos) | Contacta con nosotros | Site Map | RSS | Buscar | Privacidad | Blogs | Access Keys
última actualización del documento http://www.conoze.com/doc.php?doc=3410 el 2007-05-02 22:03:02