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Capítulo 10.- El código católico

Al terminar la lectura de El Código Da Vinci, te quedas con una imagen concreta, y no muy halagadora, de la Iglesia Católica Romana.

De vez en cuando, la novela trata de cubrirse las espal­das afirmando que la Iglesia católica moderna no se im­plicaría en hechos tan viles, porque, ¡caramba!, ha hecho mucho bien, a pesar de que ha hecho mucho mal. Y, ade­más, al final se demuestra que los malos chicos católicos no eran tan malos chicos después de todo (excepto por los asesinatos), sino víctimas de las estratagemas de Teabing, al que descubrimos como el misterioso «Maestro» que po­ne a todo el mundo contra las cuerdas.

Sin embargo, nada de todo ello puede rebajar el resul­tado global de la novela, en la que la Iglesia católica apa­rece como una institución monolítica y férreamente con­trolada, dedicada a propagar una ficción a un mundo que anhela ser libre.

Esta imagen de la Iglesia católica no está ausente en la cultura popular ni se limita a la historia reciente. No hay más que acudir a la rica propaganda anticatólica, gráfica y verbal, del siglo XIX en América. Las mismas cosas, solo que en un lenguaje más florido y con una dureza más des­carada cuando se dirigen contra el odiado clero.

Esta es la imagen que recorre El Código Da Vinci, y más vívidamente en su descripción del Opus Dei.

El Opus Dei

Parece como si el Opus Dei hubiera sido elegido en estos días para desempeñar en la cultura contemporánea el pa­pel que la Compañía de Jesús representó durante siglos: el de un grupo férreamente organizado, controlado directa­mente por el Vaticano, que se ha infiltrado en las instituciones civiles con objeto de obtener poder y hacer... algo.

Los jesuitas, fundados por san Ignacio de Loyola en 1534 como una orden misionera y de enseñanza, se hicieron tan enormemente sospechosos que fueron expulsados de distintos países de Europa a finales del siglo XVIII, e incluso disueltos por el Papa en ciertas zonas desde 1773 a 1814. Sus supuestos hechos tenebrosos fueron destacados en la li­teratura anticatólica por fuentes seculares y protestantes, e incluso hoy, el término «jesuítico» puede parecer peyorativo.

En ese sentido, el Opus Dei, cierta y desgraciadamen­te, ha reemplazado a la orden jesuita en sectores descreí­dos de la imaginación popular como un símbolo de secre­teo y ocultación.

Ahora bien, ciertas personas manifiestan haber tenido una experiencia negativa con el Opus Dei. Hablan de sen­tirse manipuladas y excesivamente controladas desde el primer momento. Para obtener un cuadro completo del Opus Dei quizá podría ser importante escuchar a esas personas y tomar en serio sus relatos. Pero lo sorprenden­te es que las únicas fuentes que Brown emplea para des­cribir al Opus Dei en El Código Da Vinci procedan de de­claraciones negativas y decepcionadas. Este es solamente un aspecto de la historia, un aspecto que podría ser im­portante, pero solamente uno.

En El Código Da Vinci, Brown ofrece algunos datos reales sobre el Opus Dei. Sí; tiene una amplia y relativa­mente nueva sede en la ciudad de Nueva York. Sí; sus miembros viven una vida de piedad tradicional. Sí; es una prelatura personal (enseguida lo explicaremos).

Y sí; algunos miembros practican la mortificación corporal.

Y eso es todo.

Antes de continuar, aclaremos un grave error. Silas, nuestro enorme albino asesino, aparece descrito como un «monje», y para demostrarlo viste hábito.

En el Opus Dei no hay «monjes».

En primer lugar, no es una orden religiosa como los dominicos, benedictinos o los jesuitas. Cualquier monje que te encuentres por las calles de Roma pertenece a una orden religiosa y vive en monasterios o ermitas.

Un «monje» es un hombre que se retira de la socie­dad con objeto de entregarse a Dios a través de la oración. Las mujeres que adoptan el tipo de vida monástica se llaman «monjas».

El Opus Dei es una prelatura personal compuesta por laicos y sacerdotes. En el Opus Dei hay muchos más miembros seculares que clérigos, de acuerdo con el desig­nio divino de su fundación en 1928. Solamente quince años después, se creó la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que permitió la ordenación de sacerdotes en el Opus Dei.

El fundador del Opus Dei fue Josemaría Escrivá de Balaguer, un sacerdote español. Fundó esta institución como medio de que los fieles vivieran su personal lla­mada a la santidad en medio del mundo, creciendo en amor a Dios y a los demás. El libro más conocido de Jo­semaría Escrivá, en el que se pueden encontrar algunos aspectos del espíritu del Opus Dei, se titula Camino. Existen también otras obras del fundador del Opus Dei, como Es Cristo que pasa, de la que incluimos el párrafo siguiente:

«Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer co­rriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos lle­narnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo».

Este pasaje resume acertadamente el espíritu del Opus Dei y sirve también para aclarar las ideas de aque­llos a los que Brown ha convencido de que el cristianismo tradicional ignoraba la naturaleza humana de Jesús y las realidades de la vida humana.

Monseñor Escrivá murió en 1975 y fue canonizado el 6 de octubre de 2002.

En realidad, lo que puede intrigar a la gente, o incluso la sorprende, son unos aspectos de la vida de sus miem­bros, aspectos que Brown destaca en El Código Da Vinci.

En el Opus Dei hay diferentes tipos de miembros, lo que simplemente refleja los diferentes modos de disponi­bilidad y distintas circunstancias personales, con un idéntico fenómeno vocacional. Todos ellos viven el mismo «plan de vida»; que incluye el Rosario, la Misa diaria, la lectura espiritual y la oración mental. Los hay -la mayoría- que lo viven en el contexto de su vida matrimonial: los super­numerarios. Los numerarios trabajan en medio del mun­do y se comprometen al celibato, entregan sus sueldos al Opus Dei y suelen vivir juntos en casas de la Obra. Hay otros miembros, todos los cuales tienen un papel específi­co en ella.

Y ¿qué es la Obra? Es simplemente una manera de vivir la llamada de Dios en el mundo buscando la santidad y el compromiso apostólico. Esto implica un trabajo profesio­nal intenso y una acción apostólica personal; además, los fieles de la prelatura junto con otras personas promueven iniciativas apostólicas por todo el mundo: escuelas de todo tipo, programas de formación agro-cultural en países sub­desarrollados, clínicas, y otras instituciones.

El Opus Dei es una «prelatura personal», lo que sig­nifica que las actuaciones de sus miembros en lo que respecta a los aspectos relacionados con su vo­cación al Opus Dei dependen de la autoridad de su propio prelado. En los demás aspectos, como cual­quier otro fiel cristiano, dependen del obispo de su diócesis.

Uno de los aspectos cristianos menos entendidos del Opus Dei es el que destaca El Código Da Vinci: la mortifi­cación corporal por medio del cilicio, una especie de ca­dena claveteada que rodea el muslo, y el uso de las disci­plinas, una cuerda de nudos para usarla como azote.

Ciertamente, esta práctica parece extraña entre la gen­te moderna, pero es importante hacer ver que la mortifi­cación corporal, como medio ascético cristiano, aparece en todas las religiones del mundo de un modo u otro: el ayuno, en ocasiones hasta niveles extremos, la oración o la meditación en posturas incómodas, e incluso el propó­sito de vestir ropas incómodas o de andar descalzo.

La mortificación corporal, incluido el uso de esos ar­tículos especiales, no ha sido un invento del Opus Dei. Si lees las vidas de los santos, encontrarás que muchos de ellos se sentían llamados a vivirla. ¿Por qué?

Para quien ama, al compartir sus dolores, se acerca más a Cristo. Otros los emplean como penitencia por sus propios pecados o por los ajenos. Los hay que ven en ello un medio eficaz para crecer en el dominio propio, bus­cando alcanzar un momento en el que, a pesar de las con­tradicciones que pueda sufrir en la vida diaria, el alma se concentre en Dios y se conforme con saberse en Su pre­sencia.

No es lo habitual, pero para adquirir cierta perspecti­va, se puede comparar con las «mortificaciones corpora­les» a las que se someten tantas personas con tal de mejo­rar su apariencia física: regímenes, soportar el dolor del ejercicio, e incluso acudir a procedimientos -cirugía- que producen sangre y causan dolor. Y todo ello solamente por la apariencia, que significa en esencia lo que los demás ven cuando nos observan.

Los que han experimentado un avance en su vida inte­rior podrían argüir que «sin dolor no hay fruto», y lo apli­can a la vida espiritual, al menos en su caso.

Algunos han creado en tomo al Opus Dei un ambiente de secretismo, estimulando las especulaciones. Por ejem­plo, el Opus Dei no publica la lista de sus miembros ni suelen ir exhibiendo su pertenencia a la Obra.

La razón, podrían decirte, no es porque haya algo ma­lo en ello, sino por un sentido de naturalidad y sencillez junto con la obediencia al Evangelio. Jesús, en el Evange­lio de Mateo instruye a sus seguidores para que vivan la santidad, pero que lo hagan en secreto. «Si das limosna, no dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace tu derecha». Cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta, y ora. Cuando ayunes, no parezcas triste (¡y podríamos añadir, hambriento!). Lava tu cara, dice Je­sús, unge tu cabeza y así nadie verá que estás ayunando.

Este es el motivo de que los miembros del Opus Dei no vayan exhibiendo su pertenencia y sus prácticas de piedad. Consideran que están llamados a ser levadura y luz del mundo, y que viviendo sencillamente, realizan la obra de Dios en su vida diaria.

¿Los únicos cristianos?

En todo caso, los católicos romanos que lean El Código Da Vinci tendrían que sentirse halagados. Según el con­cepto de Brown sobre el pasado y el futuro, el cristianis­mo se ha encarnado exclusivamente en la Iglesia Católica Romana.

En realidad, este no es el caso. Por ejemplo, la mayo­ría de los datos teológicos que hemos empleado en este li­bro -la formación del Canon, las discusiones sobre las na­turalezas divina y humana de Jesús- están contenidos en Oriente y no en Occidente, e incluyen principalmente a obispos orientales. Las Iglesias Católica Oriental y Orto­doxa Oriental encarnan la antigua tradición con la misma profundidad que la Iglesia Católica Romana.

Además, existen Iglesias cristianas que surgieron a raíz de la Reforma, y que (a pesar de las diferencias con el catolicismo y la ortodoxia sobre temas que varían desde la justificación y la salvación, hasta los sacramentos) si­guen exponiendo la doctrina tradicional sobre las natura­lezas divina y humana de Jesús -como aparece en sus cre­dos primeros-, incluyendo las interpretaciones que, según se afirma en la novela, violaron la «historia original» de Jesús. Y algunas de ellas estuvieron tan involucradas en la caza de brujas y de herejes como la Iglesia Católica Ro­mana. (Por ejemplo, los obispos católicos no fueron quie­nes presidieron los juicios de Salem, Massachussets, en el siglo XVII).

Por alguna curiosa razón, Brown no identifica al cris­tianismo como el enemigo de los auténticos proyectos de Jesús, sino solamente a la Iglesia católica, en bloque y sin excepción. Las Iglesias ortodoxa y protestante, aparte del hecho de que proclaman la divinidad de Cristo definida en Nicea y en los primeros concilios, aceptan aproxima­damente el mismo Canon para la Escritura, y que, en el caso de las segundas, han minimizado el papel de María, la Madre de Jesús, en su teología y en su piedad, merece­rían cnticas, en mucha mayor medida que el catolicismo, por haber desterrado de su espiritualidad lo «sagrado fe­menino».

Por esta razón, podríamos dar a El Código Da Vinci el calificativo de anticatólico. No solo es injusto que Brown haga afirmaciones falsas (muchas de ellas) sobre el catoli­cismo, sino que, además, culpabilice a la Iglesia católica de unos delitos -la tergiversación de la figura de Jesús, la re­presión de lo «sagrado femenino» y el rechazo del papel de líder de María Magdalena- por los cuales, siguiendo su ló­gica, sería preciso declarar culpable a toda la cristiandad.

¿Por qué ha hecho esto? Me figuro que porque es más sencillo; por eso. Esa es la suposición más caritativa. Es más fácil escribir eso y es más fácil leerlo. Mucho más que acudir a escritos más veraces o más fieles a la com­plejidad de la vida real y de la historia real. Y es que eso sería más difícil que sacar un montón de seres malvados vestidos con ropas sueltas y curiosos sombreros, cargados con maletines llenos de dinero.

Entonces, según El Código Da Vinci ¿los católicos son los únicos cristianos?

Pues bien, quizá, como dije, los católicos tendrían que sentirse halagados. Seguramente comprenderemos que no lo estén.

Ahora en...

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