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Función del tabú

La izquierda, incluso -y sobre todo- la no comunista, necesita cultivar la ficción de que existe un totalitarismo de derechas tan imponente como el de 1935 o de 1940, a escala mundial, con objeto de poder pasar la esponja sobre el totalitarismo comunista. Ciertamente, violaciones de los derechos del hombre, tiranías, represiones, exterminios e incluso genocidios pululan fuera del sector comunista del planeta. Es una evidencia, y pulularon mucho antes de que el comunismo hiciera su aparición en escena. Que sea preciso combatirlos y esforzarse en crear una especie de orden democrático mundial es algo de lo que todo hombre honrado está convencido. Pero esto es precisamente lo que nosotros no hacemos. Porque nos prohibimos a nosotros mismos comprender y, por consiguiente, tratar los males que pretendemos atacar, cuando asimilamos los unos a los otros y reducimos a la unidad supuesta de un totalitarismo de esencia nazi realidades tan dispares como el apartheid sudafricano, la dictadura del general Pinochet en Chile, la represión de manifestaciones estudiantiles por el gobierno de Seúl o, incluso, en una democracia, la expulsión a su país de origen de inmigrados clandestinos desprovistos de autorización de residencia. Es indispensable, por una parte, luchar contra todas las injusticias en el mundo, y, por otra, conocer bien el pasado nazi. Pero no queremos conocer el pasado nazi; queremos utilizarlo para proyectar un color uniforme sobre los atentados contemporáneos a la dignidad humana que, por esa misma confusión, no podemos conocer tampoco, ni explicarlos, ni extirparlos. Un doble rechazo de la información censura el pasado nazi y disfraza los atentados actuales a los derechos del hombre, sirviendo la primera operación de ejecución de la segunda. De ahí procede la aparente inconsecuencia que consiste en invocar, con o sin motivo, el monstruo nazi, mientras se protesta con vehemencia contra toda publicación o incluso reedición de un documento que arroje la luz sobre sus fuentes y sus mecanismos. Antes del caso Darquier, vi surgir ese miedo al conocimiento con ocasión de la reedición de La France juive de Édouard Drumont, en 1968, en la editorial Jean-Jacques Pauvert. Suponiendo erróneamente que esa reedición figuraba en una colección dirigida por mí (aunque, pecado frecuente en demasiados periodistas, no comprobó una «información» que le gustaba), Jean-Francis Held (al que, por otra parte, empleé más tarde en L'Express) me reprochó vivamente en Le Nouvel Observateur el portarme como un agente propagador de Drumont. Por mi parte, yo no veía más que ventajas en permitir a mis contemporáneos juzgar personalmente a Drumont, cuya nefasta influencia merecía una investigación. Yo había rehusado incluirlo en mi colección porque una Sociedad de Amigos de Drumont, jurídicamente habilitada para velar por las obras de ese autor, tenía la facultad de imponer al editor, a guisa de prólogo, una larga rehabilitación debida al historiador de extrema derecha Étienne Beau de Loménie. Tanto como encontraba útil hacer accesible el documento, reprobaba con todo mi corazón que se lo elogiara. En un artículo aparecido en L'Express del 8 de abril de 1968, exponía tal punto de vista, refutaba severamente la apología de Beau de Loménie e invitaba a los lectores a interrogarse sobre el misterio de la fortuna de que habían gozado las teorías abracadabrantes, pero asesinas de Drumont. Pero no por ello Le Nouvel Observateur desistió de su ataque contra mí, que publicó después de mi artículo, bastante claro, creo yo, aunque él fingió ignorarlo. Me vi, pues, obligado a replicar de nuevo, en el mismo Observateur, esta vez. La France juive había sido escrita en 1866: ¡debía de haber muy poderosos motivos para querer esconder a los franceses ese texto de 102 años atrás! ¿No habría valido más preguntarse por qué ese galimatías estúpido y vulgar había ejercido sobre nuestra cultura, hasta 1939, tal influencia ideológica, tan humillante para nuestro orgullo intelectual? ¿Se olvidaba que Georges Bernanos, profeta del cristianismo de izquierdas, había, él mismo, publicado en 1931 un panfleto antisemita, La Grande Peur des bien-pensants, dedicado a la memoria y consagrado a la gloria de Édouard Drumont, obra todavía en venta? Ahí se veía ya desplegarse los dos postigos del comportamiento que he intentado describir a propósito de Barbie y de Darquier: esgrimir sin tregua el espantajo de un peligro totalitario de derechas alrededor nuestro y, mientras tanto, cerrar el paso en lo posible a los documentos que puedan permitir al público saber lo que ha sido verdaderamente el totalitarismo de derechas.

«¿Por qué no reeditar Mein Kampf?», me objetaba Held.«¿Por qué no? -le respondí yo-. E incluso convendría absolutamente hacerlo.» Yo proseguía así: «Convendría absolutamente que el mayor número posible de gente tuviese un conocimiento profundo de un libro cuyo autor ha estado a punto de costar la vida a Europa, ha dado un regusto de sangre y de podredumbre a nuestra civilización, marcado la historia del mundo y sacudido toda nuestra época. ¿O es que hay que volver a empezar eternamente desde cero? ¿Hay que esperar siempre con la cabeza vacía y las manos desnudas los nuevos ataques de la derecha? ¿O más vale estar prevenidos de que no se trata de fenómenos inéditos?

Para mí, "desmitificar" no consiste en juzgar en el lugar de los lectores, sino ponerlos en situación de hacerlo por sus propios medios. No es juzgar por ellos, sino proporcionarles los elementos que les permitan juzgar.

Nuestra ilusión consiste en imaginarnos constantemente que la derecha bajo su forma virulenta es un monstruo sepultado, y ser siempre sorprendidos y pillados desprevenidos por sus resurgimientos. Peor todavía; consiste en no reconocer en sus manifestaciones actuales la repetición de sus actos y de sus doctrinas pasadas. A los veinte años, yo pensaba que después de las lecciones de la segunda guerra mundial ya nunca más se verían campos de concentración, y no han dejado de existir; que ya no se verían más genocidios, y se han sucedido sin interrupción; que no se vería ya más racismo, y no se ve más que eso; que nunca más se vería reprimir huelgas o manifestaciones pacíficas por la fuerza, y ello es el pan de cada día; que nunca más se vería contestar, suprimir o reducir la libertad de información, y los gobiernos no la toleran en la práctica en ninguna parte; que nunca más se asistiría a golpes de Estado militares, y raro es el año que no aporte uno; que nunca más habrían dictaduras, y mire por el lado que mire casi no veo más que dictaduras; que las garantías del individuo ante las policías y la justicia llegarían a ser intocables, y se pueden contar con los dedos de una mano los países en que son más o menos respetadas.

¿Es, pues, juicioso considerar las expresiones pasadas del pensamiento reaccionario como curiosidades prehistóricas, refutadas por los hechos, e indignas de ser mencionadas? ¿Es lógico añadir después que hay que impedir a la gente leerlas porque les perjudicaría? ¿No deseamos, más bien, silenciar un pasado que nos avergüenza?

Temo que haya mucho que perder en tratar así a nuestros conciudadanos como criaturas, incapaces de pensar por sí mismas y de pronunciarse basándose en documentos, y pienso que al querer describirles un pasado de agua de rosas les estamos preparando, una vez más, un futuro de vitriolo.»

Se observará que ya en esa época yo formulaba con cierta ingenuidad esta objeción: ¿cómo pretendéis enseñar a los jóvenes espíritus a identificar y rechazar la tentación nazi, hoy, si les prohibís adquirir conocimiento de las fuentes ideológicas del nazismo de ayer? Propagar el conocimiento exacto del nazismo no era, y no es, el objetivo buscado; yo no lo veía claramente entonces. El objetivo buscado es doble: por una parte, aplicar la etiqueta nazi sobre toda clase de comportamientos, que pueden ser muy condenables, pero que no tienen nada que ver con el nazismo histórico; por otra parte, impedir comprender que el nazismo auténtico no existe ya y que el principal peligro totalitario, global y planetario, desde la derrota del nazismo, viene del comunismo. Para obtener ese resultado es, pues, deseable mantener la mayor ignorancia posible sobre el pasado, de manera que facilite el mayor engaño posible en el presente.

Las referencias históricas que preceden pueden inducir a pensar que mi hipótesis se aplica sobre todo al caso francés y al de los países que fueron ocupados por los nazis o los fascistas. Esos países, en efecto, mantienen con su pasado una relación turbia, debida a su deseo de condenar y negar a la vez la colaboración con el ocupante totalitario. Esta relación con el recuerdo se hace aún más mórbida en los países que fueron, ellos mismos, cuna del nazismo y del fascismo. Sin embargo, hecho más desconcertante, la actual manía de ver al fascismo activo en todas partes, varios decenios después de su muerte, reina también en los países que no fueron ni fascistas ni ocupados. En los Estados Unidos, es más bien el maccarthysmo quien desempeña el papel de arma disuasiva ante toda crítica dirigida contra la izquierda e incluso contra el comunismo totalitario. La acusación de «resucitar el maccarthysmo» o de librarse a la «caza de brujas» acecha a todo intelectual que se inquieta por la vulnerabilidad ideológica de Occidente a los temas de la propaganda comunista. Colmo de la paradoja, en la misma Gran Bretaña, nación que ha merecido más que ninguna otra permanecer indemne de la neurosis obsesiva con respecto a la extrema derecha, se oye a veces calificar de «fascistas» a personas que simplemente cometen el error de votar conservador o de rechazar el desarme unilateral. Así, durante la campaña electoral de la primavera de 1987, el Guardian comparó a Margaret Thatcher a un «general nazi». Denis Healey, ex ministro de Defensa y ex ministro de Hacienda, gritó por su parte ante la multitud congregada para escucharle que el gobierno de la señora Thatcher estaba formado por «esclavos de esa dama, supervivientes silenciosos de su holocausto personal».[9] Dadas las resonancias que evoca el término «holocausto», hay que atribuir tales hipérboles a una malignidad indigna o a una completa inconsciencia. No obstante, la «banalización» del insulto supremo no sería admitida en el otro sentido; por ejemplo, las protestas hubieran arreciado si la señora Thatcher hubiera decidido llamar al señor Healey «chequista» o «amigo del Gulag», porque proclamaba su admiración por la Unión Soviética o recomendaba volver a nacionalizar las empresas que ella había privatizado.

La efervescencia electoral no explica, ella sola, esos excesos de lenguaje. Es cómodo para la izquierda asimilar al fascismo las ideas que difieran de las suyas y es imperioso hinchar el peligro fascista para desviar la atención pública del peligro comunista. Aquí, la luz que proyectan sobre el presente los recuerdos de la segunda guerra mundial sirve para aumentar fenómenos marginales y meter en el mismo molde actitudes heterogéneas. Así, con gran estupor, recibí, a principios de 1985, una invitación para ir, en calidad de «experto», a testificar ante el Parlamento Europeo de Bruselas sobre «el ascenso del fascismo y del racismo en Europa». Como las últimas dictaduras fascistas, la griega, la española y la portuguesa, habían precisamente desaparecido de Europa hacía diez años; como ningún partido con posibilidades de tomar el poder ya no invocaba sus doctrinas; como nada comparable a las poderosas «ligas» de la preguerra parecía tener talla para demoler a las democracias, habría podido creer en un retraso del correo e imaginarme ante una misiva enviada cincuenta años atrás. Pero en 1935 el Parlamento Europeo no existía, y me vi forzado a rendirme a la evidencia: era en septiembre de 1984 cuando, a propuesta del grupo socialista, el Parlamento Europeo había creado una comisión investigadora encargada de examinar el auge del fascismo y del racismo en Europa. Por otra parte, dicho Parlamento, sintiéndose investido de una misión universal, invitaba a la comisión a perseguir a la plaga fascista mucho más allá de las fronteras de la Comunidad, cabe preguntarse con qué título. Pero, para empezar, se iba a limpiar Europa. Así, en el momento en que el imperialismo soviético extendía cada vez más sobre nosotros y sobre el mundo entero las redes de su ingeniosa estrategia, en que el terrorismo de importación oriental se ensañaba contra las sociedades liberales, en que sufríamos de un crónico marasmo del empleo, en que nuestras economías y nuestras tecnologías atrasadas se encontraban embestidas por la competencia comercial de Japón y de los nuevos países industriales, en que el totalitarismo colonial se perpetuaba en Europa central, he aquí que la cuestión prioritaria para el Parlamento Europeo, a la cual decidía consagrar su tiempo y el dinero de los contribuyentes, era la ascensión del fascismo, precisamente en una de las escasas regiones del planeta en que la democracia parecía bastante sólida para excluir con certeza su retorno... por lo menos durante el lapso que puede cubrir la previsión política razonable. La cuestión del ascenso de los peligros fascistas fue igualmente considerada prioritaria por dieciocho de los veinticuatro «expertos» desplazados a Bruselas, con todos los gastos pagados, para declarar, de enero a marzo de 1985, ante la comisión. Yo figuré entre los seis de la minoría que consideró más bien residuales, comparados con el fascismo de masas de la anteguerra, los grupos extremistas de derecha actuales.[10]

El mismo enunciado del tema sometido a la encuesta de la comisión hacía temer que el objetivo perseguido no fuera la información, sino la construcción de un objeto ideológico. Una primera operación de alquimia verbal tendente a unificar elementos dispares fue llevada a cabo gracias al uso de la noción de fascismo. Se encuentran, efectivamente, esparcidos a través de Europa grupos o grupúsculos de extrema derecha, en primer lugar muy pequeños, luego muy heterogéneos, entre los cuales hay algunas decenas de plumíferos maníacos, nostálgicos de la imaginería nazi; fieles de la derecha nacionalista, eventualmente monárquicos o católicos integristas; sociedades de pensamiento sin actividad política, como la nueva derecha intelectual en Francia, a saber, los teóricos de las revistas Éléments y Nouvelle École, anticristianos, antiamericanos y anticapitalistas; grupos terroristas llamados «negros», cuyos verdaderos inspiradores y comanditarios son, por lo demás, muy difíciles de identificar: en la República Federal de Alemania escribe, en efecto, uno de los especialistas del terrorismo, «todos, digo todos los grupos neonazis verificados son o han sido suscitados, infiltrados y manipulados por Alemania del Este».[11] Ninguno de tales grupos ha reunido jamás bastantes electores para llevar a un solo diputado a un parlamento. La única formación neofascista que ha obtenido de manera seguida una representación parlamentaria es el MSI (Movimento Soziale Italiano) que, merced al sistema del escrutinio proporcional, consigue regularmente, con un 5 o 6 % de votos, algunos escaños. Pero, excluido de lo que los italianos llaman el «arco constitucional», es decir, tratado en la Cámara como si no existiera, este partido, sin periódicos ni acceso a las combinaciones ministeriales, no ejerce, en la práctica, ninguna influencia. Además, rompiendo en ese punto con la doctrina fascista de la anteguerra, se ha incorporado en teoría a los principios democráticos y se prohíbe a sí mismo la vía «putschista», en la que su debilidad no le permitiría, por otra parte, cosechar más que el ridículo y algunos meses de prisión.

Los redactores de la cuestión perpetraban, pues, una doble trampa: asimilación de los grupos esporádicos de hoy al fascismo de la anteguerra; unificación ficticia de esos grupos. Era la segunda fusión alquímica. Permitía decantar la poción mágica en estado puro: la urgencia prioritaria y urgente de ocuparse de un peligro fascista global. Comparar las capillas excéntricas y esqueléticas de la extrema derecha de fin de siglo con los poderosos partidos de masas que acaparaban la escena política entre las dos guerras y terminaron por ocuparla por entero, es algo que choca excesivamente con la verosimilitud. También hace falta, para que se pueda tomar en serio la asimilación, conferir a la extrema derecha contemporánea una cierta consistencia, introducir en ella la unidad, la coordinación, incluso la concertación. Aislado, cada uno de estos grupos es un mosquito; todos reunidos es un dispositivo de conjunto, pueden parecer un ejército de elefantes. De ahí la obsesión en demostrar que forman una organización internacional coherente. El 4 de junio de 1987, todavía, el semanario parisiense de izquierdas L'Événement du Jeudi cubría toda su primera plana con este título en caracteres enormes: «La Internacional neonazi.» ¡Siempre los grandes problemas de actualidad! Se observará de paso, también aquí, una inversión en la percepción de las amenazas. En una época en que existe una muy viva, muy real y verdaderamente gigantesca Internacional, la que anima Moscú, a la cual no se puede negar una cierta omnipresencia y el título de actor de primer rango en los asuntos del mundo, la imaginación de la izquierda se consume frenéticamente para reunir los fragmentos del derechismo paleontológico arrinconados en los intersticios de nuestras sociedades ampliamente democráticas para gritarnos: «¡Desengañaos! ¡No miréis más hacia el Este! ¡Mirad por aquí! ¡Ved la Internacional neonazi! ¡Éste es el verdadero peligro!» ¡Y un semanario cubre su primera plana en el mismo momento en que Gorbachov está a punto de vencer a Europa haciendo progresar cada día un poco más la ejecución de su plan de desnuclearización de nuestro continente, muy vieja ambición soviética, destinado a provocar la retirada estadounidense y la dislocación del dispositivo de seguridad instalado cuarenta años atrás, con ocasión de la firma del Pacto Atlántico. ¡Malditas pamplinas! Hablemos un poco de los peligros verdaderamente graves y, si hace falta, fabriquémoslos.

Podría interpretarse esta actitud como síntoma de secreta resignación de una civilización que, sabiéndose impotente para resistir a la fuerza, que, poco a poco, la domina, libra, por compensación, un combate teatral contra un mal ficticio o, por lo menos, desmesuradamente aumentado. Para hinchar la ficticia unidad de un nuevo fascismo internacional, pura construcción del espíritu, la receta bien conocida de la amalgama hecha a batiburrillo en la misma marmita a los excitados del neonazismo muscular, los criminales muy temibles del terrorismo que se ve negro, y exclusivamente negro, o aun los investigadores científicos que cometen el error de escoger por disciplina la sociobiología. El Guardian y el Times Literary Supplement, el más prestigioso semanario literario del Reino Unido, llegan incluso a confundir, o pretender confundir, a los neoliberales franceses, discípulos de Locke, Montesquieu y Tocqueville, con la nueva derecha, heredera de Gobineau y de Maurras. ¿Incompetencia? ¿Mala fe? A menudo ambas se ayudan la una a la otra.[12] La primera etapa consiste en hinchar y unificar artificialmente los efectivos del fascismo; la segunda en agregarle la derecha democrática, los conservadores, los partidarios del liberalismo económico, los adversarios de las nacionalizaciones y del colectivismo. Al final, todo el mundo es fascista..., salvo los socialistas y los comunistas, por supuesto. Peor aún: desaprobar una personalidad de izquierdas, incluso en un punto sin relación con la política, es, a veces, caer en el fascismo. Marek Halter, de ordinario más circunspecto, escribe en Paris-Match (1° de julio de 1988) a propósito de Marguerite Duras: «Algunos le reprochan el parisiensismo de su papel en el asunto Villemin. Son a menudo los mismos que perdonan a Céline haber construido una parte de su obra a costa de los judíos.» En 1984, se encontró un niño atado y ahogado en un río cercano a un pueblo del este de Francia. Producto de sombríos odios familiares, el crimen fue imputado al cuñado de los padres de la víctima (que a su vez fue asesinado por el padre) y luego a la propia madre del niño, Christine Villemin, aunque esto nunca pudo ser probado. Este caso apasionó a toda Francia y claro está incitó a los periódicos a consultar sobre el tema a intelectuales totalmente incompetentes, como Marguerite Duras, que manifestó su seguridad de que Christine Villemin era culpable. Fue atacada a causa de esta declaración desconsiderada. ¿Qué relación, ¡diantre!, puede existir entre reprobar su irresponsabilidad en un asunto de derecho común y aprobar el antisemitismo de Céline? Una sola: no seguir a Duras en sus divagaciones es hacerse cómplice del Holocausto.

A la ascensión del fascismo, los autores del tema de encuesta sometido a la perspicacia de la Asamblea Europea añadieron la ascensión del racismo. Debemos, pues, examinar la función política de esta noción en el tabú.

Notas

[9] Citado por Il Giornale, de Milán (22 de mayo de 1987).

[10] Los otros minoritarios fueron los profesores Raoul Girardet y Olivier Passelecq (ambos del Instituto de Estudios Políticos de París), el profesor Erwin Scheuch (de la República Federal de Alemania), André Glucksmann y el disidente soviético Mijaíl Voslensky. Las veinticuatro declaraciones son aquellas cuyo texto se reproduce íntegramente en los anexos del informe final, que tengo ante mis ojos. Pero fueron en número muy superior a esa cifra las personalidades de toda Europa -presidentes de asociaciones diversas, diputados, dirigentes sindicales- que fueron invitadas a ilustrar a la comisión.

[11] Xavier Raufer, Terrorisme, J. J. Pauvert, 1984. El autor cita algunos hechos en apoyo de su tesis: «La vigilia de Navidad de 1959, unas sinagogas son embadurnadas con cruces gamadas en grandes ciudades alemanas. Inmensa emoción en el mundo entero. El gobierno federal presenta sus excusas. Pravda, en particular, se ensaña con los "revanchistas". Son detenidos dos "embadurnadores", que designan a su jefe: Bernhard Schlottmann, agente de los servicios de información de Alemania del Este, actuando por órdenes de sus superiores.
«Entre cien casos idénticos, varios son especialmente reveladores.
»Un tal Herbert Bormann monta, en Essen, un "grupo de combate nacionalsocialista democrático", o KDNS. Investigación. Bormann es, en Alemania del Este, como "comunista perseguido por los nazis", poseedor de una carta oficial de... víctima del fascismo. Más aún: el 15 de enero de 1975, a las 15 horas, la radio de propaganda de Alemania del Este, Radio Libertad y Progreso, denuncia violentamente la creación, ese mismo día, de ese partido "anticomunista y nazi"... que sólo será fundado el día siguiente.»

[12] El 6 de febrero de 1986, el Guardian atacaba a la revista Commentaire, fundada por Raymond Aron y dirigida por uno de sus más fieles y notables herederos intelectuales, Jean-Claude Casanova, clasificándolo, junto a mí, por otra parte, en la «nueva derecha». Yo ya había tenido derecho al mismo tratamiento en el Times Literary Supplement a causa de mi libro El rechazo del Estado (1984). Se sabe que la nueva derecha francesa no tiene nada que ver con el liberalismo, al que odia.

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