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La traición de los profes

Como todos los fabricantes de cabezas de turco, consideran culpables a sus víctimas. No hay, pues, para ellos, cabezas de turco.

RENE GIRARD

La civilización occidental gira alrededor del conocimiento, y todas las demás civilizaciones giran alrededor de la civilización occidental. Enunciar esta proposición no es caer en el etnocentrismo, pues no es cierta, por otra parte, más que en la medida en que afecta al conocimiento, y tal vez también a los derechos del hombre y a la democracia. Existe en todas partes una demanda de desarrollo, y existe, pues, igualmente en todas partes una demanda implícita o explícita de la condición del desarrollo, que consiste en aplicar el conocimiento a la actividad. La reivindicación de la «identidad cultural» no es, a menudo, nada más que una manera de negar esta exigencia sin renunciar por ello a los beneficios del desarrollo. Equivale a decir: dadnos el desarrollo bajo forma de subvenciones, para ahorrarnos el esfuerzo de establecer una relación de eficacia con lo real. Pues de esto es de lo que se trata en el tercermundismo, si no en el Tercer Mundo, es decir, en la ficción, si no en la realidad. Porque el tercermundismo es una filosofía, no del desarrollo, sino de la transferencia de recursos destinada a perpetuar el subdesarrollo mientras se atenúa la pobreza y, sobre todo, se palian las dificultades de tesorería de los dirigentes de la pobreza. Por «defensa de la identidad cultural», los tercermundistas entienden menos la defensa de la cultura propiamente dicha que la preservación del derecho a la ineficacia en la producción y del derecho a la corrupción en la dirección. Porque no se ve la razón por la cual los valores estéticos, las creaciones del arte y la literatura, que son, cuando todo se ha consumado, la única marca distintiva de la originalidad cultural de las civilizaciones; por qué esos valores y esas creaciones no podrían conservar su identidad, porque una sociedad hiciera todo lo racional y universalmente necesario, en los terrenos económico, técnico y político, para salir de la pobreza. Y compruebo que ninguna sociedad, hoy en día, rechaza a priori el objetivo del desarrollo y, en consecuencia, todas se aceptan, de buen grado o no, sobre el axioma del papel central del conocimiento.

Pero, ¿ese papel teóricamente central, lo es, realmente, en la práctica? Y, sobre todo, ¿lo es en la práctica del prototipo cultural en el corazón del cual se encuentra alojado como su definición, y su condición de funcionamiento, a saber la civilización occidental? Yo diría que así es, en cierto modo, a pesar de ella, o, más exactamente, a causa de ella pero a pesar nuestro. Si hubiera que tranquilizar a los celosos guardianes de la identidad espiritual y estética de las culturas, entre los que me encuentro, bastaría con llamar su atención sobre la fuerza de la resistencia a lo racional que se despliega en la misma civilización que se ha construido sobre lo racional. Sin embargo, el más radical antagonismo interno no se sitúa aún ahí. Las civilizaciones más enfermas, por ejemplo, las civilizaciones precolombinas, enteramente construidas y organizadas para establecer un delirio astrológico tan sanguinario como totalitario, sin que nada ni nadie pudiera sustraerse a sus estragos, ¿acaso no han producido una de las artes más grandes y más originales de toda la historia de la humanidad? El verdadero antagonismo es, pues, el que introduce la división, la contradicción y la incompatibilidad no entre la «identidad cultural» y la racionalidad, sino en el seno de la racionalidad misma, es decir, el antagonismo que, en un sistema cultural edificado sobre, por y para el conocimiento, tiene en jaque al conocimiento, en el interior de la esfera misma que es de su incumbencia. Esa esfera no es ciertamente la única que hace que la vida valga la pena de ser vivida, pero como marco de acción no podría, sin daño, ser planteado y negado a la vez. En su pertinente ensayo La défaite de la pensée (La derrota del pensamiento), Alain Finkielkraut ha descrito muy bien un aspecto capital de esta alienación. Pero, en mi opinión, la contradicción interna con la que tropieza actualmente la civilización del conocimiento, y que la paraliza, es mucho más profunda que las zonas donde afluyen ciertos efectos de futilidad de los medios de comunicación de masa y del rebajamiento de los valores por el rechace de toda jerarquía entre las culturas. La fuente del saber está corrompida mucho más arriba del punto de agua a ras de tierra que son la prensa y los medios de comunicación.

¿Qué representan, en la civilización del conocimiento, los que son sus responsables: los intelectuales? Con ese sustantivo se entiende los pensadores, los escritores, los artistas y también los sabios en la medida en que se expresan sobre cuestiones políticas o morales, tal como más arriba y en diversas ocasiones he evocado. Pero por intelectuales se entiende mucho menos frecuentemente a los profesores. Sin embargo, son ellos quienes transmiten el conocimiento, o lo que ocupa su lugar, quienes moldean la cultura en su raíz y tienen en su mano la llave que abre a cada generación el acceso a una representación del universo, desde los más humildes maestros de las escuelas elementales hasta los más esplendorosos y célebres profesores de universidad, pasando por los que son, tal vez, los más influyentes en la visión del mundo de una sociedad: los maestros de segundo grado, que forman a los niños y a los adolescentes de diez a dieciocho años. Su influencia es todavía más decisiva en estos finales del siglo XX que lo fue en el pasado, porque el progreso de la igualdad económica en las sociedades modernas implica una proporción cada vez más elevada de jóvenes que reciben sus enseñanzas.

Todos los maestros, ciertamente, no son «intelectuales». Sólo una parte de ellos participa o es considerada como participante en la elaboración de la cultura. Muy pocos, incluso, mantienen con esa cultura la relación personal de juicio y de gusto que hace, para bien y para mal, al intelectual; digamos, con menos pedantería, el hombre cultivado. No es, de ninguna manera, menospreciar a los maestros definirlos como repetidores de la cultura, y, mucho más aún, como los que reconstruyen o recomponen su imagen, simplificándola para uso de la infancia y la juventud. En todas las épocas, pero sobre todo desde que ha penetrado en todas las capas sociales la instrucción obligatoria, el pedagogo ha cumplido esa función de intérprete que proporciona a cada generación la traducción condensada del estado de los conocimientos y de los valores en un momento dado. Pero todo traductor, como se sabe, puede mostrarse infiel al texto original, y los pedagogos no se han privado nunca de modificarlo en función de sus prejuicios y de la misión educadora que se conferían a sí mismos. Sin duda no son ellos solos: ellos siguen circulares ministeriales, directrices de sus superiores, de oficinas y comisiones de todas clases, de programas, que les imponen las orientaciones generales y, a veces, el contenido preciso de la información. No obstante, en los países libres, el «cuerpo» docente, como dicen los franceses, ejerce sobre las autoridades que se supone le dirigen, sobre todo a través de sus poderosos sindicatos, un irresistible ascendiente. Los dirigentes administrativos y pedagógicos, reclutados además, como es natural, entre los profesores y maestros, no podrían lanzarse impunemente al asalto contra la «fortaleza docente», para emplear el título de un libro sobre la Federación de la Educación Nacional.[140] La cuestión dominante se reduce, pues, a la del estado de espíritu de un grupo social y de una categoría particular de intelectuales, los profesores, de su relación con el conocimiento, de su sentido de la responsabilidad pedagógica y de su ética profesional.

Observemos, para empezar, que la enseñanza, bajo la bandera de una ideología de la transmisión imparcial del saber, ha querido ser siempre al mismo tiempo, con una deliciosa ingenuidad en la contradicción, un instrumento de combate. Incluso antes del siglo XIX, cuando un grupo de sociedades empezaron a sentir como un deber y a poner en marcha la erradicación del analfabetismo y la instrucción generalizada, percibimos desde el origen, en el comportamiento pedagógico, una dimensión más normativa que descriptiva. Luego, igual que la libertad de prensa, la instrucción popular crece con la democracia moderna y constituye uno de sus componentes orgánicos.

La democracia no podría prescindir de la información y, junto a la prensa, la enseñanza no es, después de todo, más que otro aspecto de la información. Sin embargo, o más bien desde entonces, adolece de una ambigüedad, de la que nunca ha podido deshacerse por completo, entre la educación-información y la educación-formación. Pienso, además, que convendría volver, para designar a la primera, al hermoso vocablo de instrucción, que es la transmisión del simple conocimiento, y reservar el de educación para el segundo trabajo, que tiene por objetivo incorporar a la personalidad una concepción de la realidad y un estilo de comportamiento.

Además, el profesor puede enseñar o adoctrinar. Cuando la enseñanza prima sobre el adoctrinamiento, la educación cumple su función principal, en el interés de los que la reciben y en el interés de la democracia bien entendida. En cambio, cuando es el adoctrinamiento el que se impone, se convierte en nefasta, abusa de la infancia y sustituye la cultura por la impostura.

Un signo muy seguro de que la educación-formación, en la medida en que afecta al conocimiento (pues, por lo demás, tiene licencia de funcionar a merced de la costumbre y al azar de la moda), un signo infalible de que el adoctrinamiento, para ser exactos, es el genio malo de la instrucción, es que las sociedades totalitarias le han consagrado lo esencial de su sistema educativo. Todo lo que, de cerca o de lejos, afecta a la esfera ideológica, es objeto de la censura y de la mentira. Afortunadamente, ciertos conocimientos elementales, ciertas ciencias fundamentales, ciertas técnicas pueden enseñarse en su autenticidad sin molestar a la ideología y sin ser molestadas por ella. Esto permite a esas sociedades mantenerse en pie, desde un punto de vista puramente práctico, aunque numerosas actividades intelectuales primordiales vegeten en ellas en una semiasfixia, a causa de la prohibición que sufren de desplegarse según su lógica propia, cuyo desarrollo constituiría una refutación viva de la ideología. No obstante, en el curso de ciertos períodos, la ideología devora todas las disciplinas y todas las prácticas; sale de su cauce natural para invadir áreas habitualmente reservadas al saber y al aprendizaje puros, a condición de que éstos permanezcan políticamente inofensivos. Un cataclismo tal se produjo en la Unión Soviética en la época en que Stalin, y luego Jruschov, impusieron la «biología» de Lyssenko, como ya hemos visto. O en China, donde el desastre ocurrió en la época de la revolución cultural -el gran acontecimiento mundano de Occidente- en que no se podía plantar una lechuga ni clavar un clavo sin seguir el «método» expuesto en el Pequeño libro rojo, el cual, al no ser más que un compendio de vacías estupideces, volvió a hundir al país en la noche prehistórica. Los escolares cubanos, mientras se trate de ideas generales, casi no tienen acceso más que a los vaticinios del «líder máximo», como los escolares albaneses se tragaban a la fuerza las obras pletóricas de Enver Hodja y los pequeños alemanes de 1935 los rudimentos de la ideología nazi. Todos los dictadores han sido -y esto es casi un pleonasmo-, raptores de la educación, así como de la prensa, y por la misma razón. «Que la escuela, en todos sus grados y en todas sus enseñanzas -proclamó Benito Mussolini en 1925-, eduque a la juventud italiana para hacerle comprender el clima histórico de la Revolución.» Se trata de la Revolución fascista, por supuesto, porque fue una revolución.[141] En nombre de otra revolución, un pedagogo del partido comunista italiano decía exactamente lo mismo en 1972: «Hay en el mundo y en nuestro país un conjunto de ideas que representan lo más avanzado que el movimiento progresista y revolucionario ha producido desde hace medio siglo: queremos que estas ideas se afirmen en la escuela.»[142]

¡Y, en efecto, son afirmadas! A decir verdad, el hecho de que, desde los principios de las instituciones democráticas, exista tanto en Italia como en Francia una enseñanza confesional y una enseñanza laica separadas demuestra que la enseñanza no ha sido nunca neutral ni ha consistido nunca, simplemente, en poner a la disposición de la juventud informaciones, dejándola en libertad de juzgarlas. Los alumnos de los establecimientos religiosos y los de las escuelas públicas utilizaban manuales distintos, incluidas las antologías de textos literarios, constituyendo dos series paralelas e independientes, redactadas por autores diferentes, de índoles diferentes, acentuando acontecimientos y conceptos diferentes, publicados por editores diferentes... ¡incluso las gramáticas latinas! Eran dos mundos aparte, y está claro que ninguno de los dos podía ser objetivo. Los padres que mandaban, a principios de nuestro siglo, a sus hijos a la escuela confesional querían, ante todo, que allí encontrasen una «educación cristiana», incluso en las materias en que la religión no tenía o no hubiera debido tener nada que ver. En cuanto a la escuela pública, y laica, tendía a inculcar a los niños los valores «republicanos», como se decía en Francia. Volvía a escribir la historia y jerarquizaba la literatura en función de ese objetivo. Estudiando los manuales de historia de Ernest Lavisse que, a finales del siglo pasado y principios del nuestro, hasta 1914, dieron tono a la enseñanza pública francesa, Pierre Nora aclara el objetivo de edificación republicana que sirve de hilo conductor a estos manuales escolares.[143] El desarrollo de la historia en tales manuales se basa enteramente en el principio de la explicación por las causas finales (que, por otra parte, condenaba vigorosamente el espíritu científico de la época). Porque la historia de Francia se escinde, en ellos, en dos períodos: antes y después de 1789. El primer período, que nace, con Francia, en el año 987, no es más que la lenta gestación de una Revolución francesa que se busca y de una Tercera República cuyo advenimiento es ligeramente retardado por los complots medievales del absolutismo clerical. Inversamente, en las escuelas religiosas se enseñaba que la decadencia había comenzado en 1789. Esta manera de utilizar la escuela para llevar allí las luchas ideológicas de los adultos y entrenar a las tropas que tomarán el relevo en cada uno de los dos campos enemigos constituye una felonía pedagógica bastante extendida, como lo demuestran los esfuerzos, afortunadamente vanos, desplegados en los Estados Unidos en ciertos estados por asociaciones religiosas para hacer prohibir la enseñanza del evolucionismo darwinista. Pero aunque la coexistencia y la competencia de la educación-formación y de la educación-información subsisten y persisten en las sociedades libres, y aunque la única consideración de la verdad no guíe a la pedagogía, todo es cuestión de dosificación y de buen juicio. Si el adoctrinamiento se vuelve demasiado opresivo, la sociedad reacciona, a condición de que continúe siendo democrática y pueda, pues, hacerlo. Rechaza la tentativa de anexión de la enseñanza por una sola ideología. Es lo que ocurrió en Francia contra el clericalismo en el siglo XIX, y, en la primavera de 1984, contra el socialismo, cuando las manifestaciones, las más gigantescas que habían tenido lugar desde hacía cuarenta años, obligaron a Mitterrand a retirar su proyecto de servicio público «unificado» de la Educación Nacional, que habría decretado la muerte de la escuela privada. No vayamos a creer que los millones de ciudadanos que desfilaron entonces en París y en varias grandes ciudades de Francia eran, todos, católicos fervientes, inspirados sólo por su fe, hipótesis poco plausible en tiempos en que la práctica religiosa no cesaba de retroceder. La mayoría de manifestantes no se componía siquiera de padres cuyos hijos iban a la escuela privada, la cual, por otra parte, casi ya no llevaba la marca del confesionalismo militante y utilizaba desde hacía mucho tiempo los mismos manuales escolares que la escuela pública. Incluso prescindiendo de la parte de manifestantes que, por motivos políticos, se limitaban a aprovechar esta ocasión para protestar contra el gobierno, el móvil más importante, el presentimiento que había congregado a aquellas multitudes inmensas, era la percepción de una amenaza de monopolio ideológico. El verdadero sectarismo confesional, el verdadero clericalismo ya no era cristiano, como en el siglo XIX: era marxista. Marx era grande y la Federación de la Educación Nacional era su profeta. Como observó muy justamente entonces Emmanuel Le Roy Ladurie, era un contrasentido invocar el ideal laico para reivindicar el dominio ideológico sobre la totalidad de la juventud. Se había forjado, en el siglo pasado, el concepto de laicismo precisamente para combatir la ideología en la enseñanza y afirmar el principio de la neutralidad del conocimiento. ¡Hoy se enarbolaba ese principio para exigir exactamente lo contrario de lo que significaba! La sociedad tolera alguna desviación tendenciosa en la escuela a condición de que el bloque principal y central de la enseñanza sea serio y profesional. Habiendo hecho mis estudios primarios y secundarios en los jesuitas, de 1929 a 1941, puedo decir que tal era ya el caso en la enseñanza privada justo antes de la guerra, pues, de lo contrario, habría desaparecido por falta de alumnos. Paradoja curiosa, fue cuando llegué a un instituto del Estado para preparar, después de mi bachillerato, el concurso de entrada a la Escuela Normal Superior, cuando más oí hablar de religión en las clases, por ciertos profesores de la enseñanza pública que eran católicos convencidos, de izquierda o de derecha, y mezclaban mucho más su fe en sus cursos que los padres jesuitas de los que yo había sido anteriormente alumno. Pero, en suma, existía una zona común a ambas enseñanzas. En esa zona se estudiaba lo que se había de estudiar y como debía ser estudiado, en función de criterios definidos por las banales reglas de la transmisión de conocimientos.

Es ese pacto de moderación lo que la falta de mesura de los maestros rompió, en el curso de los últimos decenios del siglo XX.

Por una punzante inconsecuencia, es, en 1953, año de la muerte de Stalin, cuando los manuales franceses de historia y de geografía se convierten en estalinistas. Volvemos a encontrarnos con esa tendencia de los marxistas occidentales a adoptar las tesis oficiales de los países comunistas en el mismo momento en que éstos las abandonan o las revisan. Tomando la palabra en un coloquio sobre la «Percepción de la URSS a través de los manuales escolares franceses», en 1987, el historiador y demógrafo Jacques Dupâquier, en un análisis de los manuales de geografía, nota que la economía soviética es descrita en términos puramente ideológicos, sin más soporte que las estadísticas oficiales. La ilustración consiste en documentos procedentes todos ellos de fuentes soviéticas: «Respiran el éxito, la salud, la confianza en el porvenir.» ¡Los autores de los manuales describen los koljoses con colores idílicos y alaban su productividad! ¡Alaban el «Plan Davydov de desviación de los ríos siberianos» y los «soberbios resultados» obtenidos por los discípulos de Mitchurine y los discípulos de Lyssenko! Aprobar las burradas científicas de Lyssenko engendraba un engaño más bufo aún que el exceso de credulidad en la acogida dispensada a las estadísticas oficiales. No olvidemos, en efecto, que ese aval concedido al oscurantismo lyssenkiano se encontraba, no en periódicos sectarios, cuya lectura es facultativa y que, en todo caso, se contradicen entre sí, sino en manuales escolares impuestos a los niños como única fuente de información en la materia, y esto bajo la autoridad del Ministerio de Educación Nacional y de la Inspección General de la Instrucción Pública. El abuso de confianza y la traición al deber moral del maestro aparecen aquí de manera ignominiosa. Para colmo, el informe de Jruschov de 1956 no alteró nada ese celo en la impostura y la incapacidad. Hasta 1967, todos los manuales dan de la Unión Soviética una visión única y conforme a los clichés de la propaganda más optimista. Las imágenes continúan procediendo de las agencias Tass y Novosti. El déficit demográfico se explica, según los autores, por la herencia zarista y por la invasión hitleriana, nunca por las purgas estalinistas. Evidentemente, sólo una minoría de maestros y de autores de manuales pertenecía al partido comunista o votaban comunista. Pero esta comprobación no hace más que ilustrar un fenómeno cuya amplitud debe ser medida si se quiere comprender la historia cultural y política de nuestra época: es el desbordamiento de la ideología comunista y de la visión marxista del mundo sobre vastas capas de la izquierda llamada no comunista. Es difícil imaginar el clima de intolerancia de esos años en la enseñanza francesa. La expresión «caza de brujas» sirve, en general, para designar los actos de intolerancia de la derecha contra la izquierda, raramente a la inversa. Por lo demás, la caza de brujas se produjo entonces, en el cuerpo docente, no contra la derecha, sino contra la probidad científica y pedagógica. Dupâquier tuvo, sobre ello, una penosa experiencia. En 1969 había conseguido hacer publicar en Bordas un manual basado en una documentación un poco más seria, en lo que concernía a la Unión Soviética, que las estadísticas, la propaganda y las fotos oficiales piadosamente avaladas por los otros autores. Nos cuenta: «Tal como se podía esperar, se produjo un clamor de indignación. Fuimos denunciados por L'École et la Nation y recibimos, en Éditions Bordas, unas cuarenta cartas de protesta, en las que se exponía todo el abanico de los sentimientos, desde la tristeza hasta la cólera. La indignación de uno de nuestros colegas era tal que sólo pudo expresarse en caracteres de imprenta: "ES DE UNA ESPANTOSA ESTUPIDEZ Y MALA FE." Otro tuvo la delicadeza de escribir al mismo señor Pierre Bordas para decirle que siempre se había fiado de él, que sus manuales figuraban en todas las materias y en todas las clases de su liceo, pero que, después de aquel golpe, sus colegas y él iban a reconsiderar todo el asunto. Efectivamente, las ventas acusaron el golpe: las ventas anuales del manual sospechoso no sobrepasaron nunca la cifra de 20 000, mientras que su homólogo de la clase de tercero alcanzó alegremente la cifra de 50 000.»

El éxito comercial de un manual escolar depende de la decisión soberana de cada profesor, que lo escoge o no como libro de clase para sus alumnos. Se comprende, pues, que los editores duden en proponer obras que chocan de frente con los prejuicios del cuerpo docente.

Entre 1980 y 1985 se produjo un deshielo y se pudo hablar de una desestalinización tardía y parcial de los manuales de historia y de geografía en Francia. Sin duda hay que atribuirlo a la «desmarxisación» generalizada de la intelligentsia francesa. En 1983, sin embargo, todavía se encuentran libros fíeles al evangelio estalinista, como el de la colección Gauthier (en las ediciones ABC), en donde se puede leer, entre otras cosas, que «varios elementos inducen a pensar que Yuri Andrópov, que ha sucedido a Leonid Brézhnev al frente del partido comunista de la Unión Soviética, el 12 de noviembre de 1982, proseguirá la política de apertura practicada por su predecesor».

Un editorialista intrépido es muy libre de entregarse a vaticinios gratuitos de esta índole, de juzgar a Brézhnev «abierto» y al antiguo jefe de la KGB más abierto todavía. Los lectores están acostumbrados a todo y el periodista está a tiempo de rectificar... Pero, ¡infligir a pobres muchachos, en un manual escolar, bajo el pabellón del «servicio público», estas ineptas pero no inocentes profecías! ¡Pobre escuela pública!

Examinando la historia de la Unión Soviética en los manuales de historia franceses, desde 1931, Maurice Decrop, en el mismo coloquio, pone de relieve que, de los 24 manuales que él clasifica como probolcheviques (contra 21 antibolcheviques y 10 mitigados), 23 aparecieron entre 1946 y 1982, lo que confirma el proceso de estalinización de la enseñanza francesa en la posguerra. Subrayemos, pues éste es el criterio, que las falsificaciones se refieren, no a las opiniones, sino a los acontecimientos: por ejemplo, hay manuales que silencian la revuelta del Cronstadt o que atribuyen la construcción del muro de Berlín... ¡a la República Federal de Alemania![144] Decrop juzga con razón que tan groseras censuras y deformaciones parecen ser debidas «más a un rechazo de la información que a una falta de información». Y concluye: «Cabe preguntarse qué hay de verdad en la neutralidad de la enseñanza pública. Sobre este tema es divertido mencionar el estudio de Jacqueline Freyssinet-Dominjon sobre Les manuels d'histoire de l'École libre, 1882-1949 (A. Colin, 1969). La autora presenta la escuela pública como modelo de la objetividad del que la escuela libre estaría muy alejada. Las profundas divergencias de los manuales en la presentación de la historia de la Unión Soviética inducen a preguntarse si esta opinión no estará reeditando la parábola de la paja y la viga.»

Todo sucede como si, en un momento dado, que se puede situar en los años sesenta, los profesores, no contentos con encontrarse, como todos nosotros, inconscientemente bajo el influjo de su ideología, hubieran conscientemente decidido utilizar su posición privilegiada ante la juventud para combatir la civilización liberal y, a tal efecto, para volver a escribir la historia en lugar de enseñarla, en cierto modo como, en el mismo momento, los magistrados de izquierda se concedían a sí mismos licencia para rechazar la ley en vez de aplicarla. La enseñanza cede su lugar a la predicación militante: así, en un libro del maestro (es decir, un manual destinado a guiar al maestro en su enseñanza), el autor (Vincent, Éditions Bordas, 1980), da a los profesores las siguientes consignas: «Se dirá que existen en el mundo dos campos:

  • uno, imperialista y antidemocrático (EE.UU.);
  • otro, antiimperialista y democrático (URSS);

precisando sus objetivos;

  • dominio mundial por el aplastamiento del campo antiimperialista (EE.UU.),
  • lucha contra el imperialismo y el fascismo, refuerzo de la democracia (URSS).»

Todo está muy claro: la misión de los maestros ya no es enseñar, sino acabar con el capitalismo e impedir el paso al imperialismo. Cumplen con esta tarea incluso en los libros de lenguas y literaturas extranjeras. Así, el manual español Sol y Sombra, para uso de las últimas clases (preparación para el bachillerato, Bordas, 1985) de Pierre y Jean-Paul Duviols, ambos catedráticos de la universidad, comprende todo un capítulo consagrado a la celebración de los méritos de Fidel Castro y otro en que se ratifica la versión mítica de las razones de la caída de Allende. Los autores modernos citados en Sol y Sombra, latinoamericanos o españoles, son casi todos comunistas o compañeros de viaje. Con la pretensión de ofrecer un panorama representativo de la cultura hispánica del siglo XX, desde sus principios hasta nuestros días, los autores se las arreglan para confeccionar un compendio en el que no figuran, por España, ni Ortega y Gasset, ni Azorín, ni Menéndez y Pelayo, ni Pérez Galdós, ni Gómez de la Serna, ni Pérez de Ayala, ni Maeztu, ni Salvador de Madariaga, ni, entre los poetas anteriores a 1936, Gerardo Diego, Salinas y Jorge Guillen. No quedan más que el «mártir» García Lorca -asesinado, pese a la leyenda, por razones más personales que políticas- y los comunistas Alberti y Hernández. De uno de los más grandes poetas de lengua española de nuestro tiempo y de todos los tiempos, el nicaragüense Rubén Darío, encontramos citado el único poema político (y uno de los pocos mediocres) que compuso, poema dirigido en 1905 al presidente de los Estados Unidos Theodore Roosevelt. Lo que da valor a ese texto a los ojos de los hermanos Duviols es, manifiestamente, que se trata de una diatriba contra los «yanquis». Lo que los hermanos olvidan mencionar, si es que lo saben, es que Rubén Darío ataca a los Estados Unidos... para defender el colonialismo español, en el momento en que Theodore Roosevelt[145] interviene en Cuba con objeto de expulsar a los españoles. El poeta se aferra a un mundo antiguo, antidemocrático y reaccionario, por razones sentimentales, por nostalgia de una sociedad colonial exangüe. ¡He aquí su poema presentado como un manifiesto precursor de la izquierda revolucionaria de los años sesenta!

En cuanto a la sociedad capitalista, si hay que creer al cuerpo docente francés, tiene tan poco derecho a vivir como el imperialismo que secreta. El manual Initiation économique et sociale, destinado a la clase de segundo grado (el año que precede al bachillerato[146]), escoge, para ilustrar su «Dossier» sobre «El capital en la empresa», el cartel de la película La Banquière, inspirado por la vida de Marthe Hanau, una de las vedettes de los anales de la estafa, en el período de la entreguerra. ¿Por qué no Stavisky? La página inicial del «Dossier» titulada «¿Qué es una empresa?» se adorna, del mismo modo, con una reproducción del cartel de la película inspirada en la novela de René-Victor Pilhes, L'Imprécateur, requisitoria simplista de un autor de extrema izquierda, calumniando a ultranza a una imaginaria sociedad multinacional. Más adelante, otra ilustración: los cuatro hermanos Willot, dudosos hombres de negocios que varios procesos escandalosos acababan de colocar, cuando salió el libro, en el primer plano de la actualidad. Esto es lo que llaman objetividad. ¿Por qué no Al Capone? Así, en una obra destinada a iniciar a los jóvenes en la economía, no se encuentra, para grabar en su memoria, para tratar de dos instituciones, la banca y la empresa, que, desde el siglo XIV hasta el siglo XX han contribuido a la prosperidad de Occidente, más que los nombres de media docena de delincuentes.

Los niños muy jóvenes se benefician igualmente de la vigilancia anticapitalista del cuerpo docente. En L'Éveil a l'histoire del ciclo elemental,[147] que, en 1985, está en sus 957 000 ejemplares (¡qué desastre, santo cielo!), obrita que, en 100 páginas, va de la prehistoria hasta nuestros días, se lee, en la 59ª y última lección, titulada «Desde 1945, graves peligros», lo que sigue: «En las ciudades, sobre todo, la vida cada vez es más penosa y malsana. ¡Cuántas viviendas demasiado pequeñas, ruidosas e incómodas! ¡Cuántas gentes que, para ir y volver de su trabajo, efectúan dos y tres horas de trayecto en tropel! El aire que se respira está lleno de polvo, de humo, de vapores de gasolina, de gases de combustión; cada vez es más tóxico. No hay silencio, ni siquiera durante la noche; todo ello trae como consecuencia muchas enfermedades.

Notas

[140] Fundación Saint-Simón, París, Fayard, 1985.

[141] «La scuola in tutti i suoi gradi e in tutti i suoi insegnamenti educhi la gioventù italiana a comprendere il clima storico della rivoluzione», Benito Mussolini (5 de diciembre de 1925).

[142] «Vi sono nel mondo e nel nostro paese un complesso di idee che rappresentano quanto di più avanzato il movimento progressista e rivoluzionario ha prodotto da mezzo secólo: abbiamo interesse che esse si affermino nella scuola», Giorgio Bini.

[143] Les lieux de mémoire, 4 volúmenes bajo la dirección de Pierre Nora, París, Gallimard. En el tomo I (1984), Pierre Nora, Lavisse, instituteur national; le petit Lavisse, évangile de la République. En Lavisse, escribe Nora, «el deber patriótico es el corolario de la libertad republicana. La historia de Francia no es, en muchos aspectos, más que un repertorio de ejemplos para el manual de instrucción cívica». En otras palabras, es lo contrario de una iniciación al conocimiento histórico. Por digno de alabanza que sea inculcar a los niños el culto a la patria y a la libertad, hacerlo enseñando la historia o la literatura es internarse en un mal camino, pues equivale a legitimar el principio de que el maestro tiene derecho a servirse de la ciencia para adoctrinar, principio susceptible luego a prestarse a otras utilizaciones mucho más nefastas. O se enseña o se predica, pero no se pueden hacer ambas cosas a la vez.

[144] Dejo contar a Michel Heller lo que fue la revuelta del Cronstadt (Michel Heller, Soixante-dix ans qui ébranlèrent le monde, 1988, Calmann-Lévy): «Los disturbios obreros de Petrogrado causan una profunda impresión a los marineros de la Flota del Báltico, "orgullo y florón de la Revolución". El movimiento llega pronto a los acorazados Petropavlosk y Sebastopol que, en 1917, eran los grandes focos del bolchevismo en la marina. El 28 de febrero, la tripulación del Petropavlosk redacta una resolución, formulando las nuevas reivindicaciones de los marinos del Báltico. El 1 ° de marzo, es adoptada en una reunión que agrupa a toda la guarnición de Cronstadt.
»Los marineros del Báltico exigen, en primer lugar, la reelección de los soviets, la libertad de palabra y de prensa para los obreros y campesinos, la libertad de reunión, el derecho a fundar sindicatos y asociaciones campesinas. Reivindican para los campesinos el "derecho absoluto a trabajar la tierra, como quieran, y a poseer ganado... sin estar obligados a arrendarse". En su resolución-programa, titulado Por qué luchamos, los marineros de Cronstadt escriben: "Al efectuar la revolución de octubre, la clase obrera esperaba obtener su libertad. Pero el resultado es un avasallamiento mayor de la persona humana... Cada vez ha ido resultando más claro -y ello es hoy una evidencia- que el partido comunista ruso no es el defensor de los trabajadores que pretende ser, que sus intereses le son ajenos y que, una vez llegado al poder, no piensa más que en conservarlo."
»La consigna de los marineros: "Soviets sin comunistas" no permite ninguna duda: no se sublevan contra el poder soviético, sino contra el dominio del partido comunista. Esto es lo que hace que la revuelta de Cronstadt sea tan peligrosa para los bolcheviques. La revuelta de Cronstadt, declara Lenin en el X Congreso del partido en marzo de 1921, es más peligrosa para nosotros que Denikin, Yudenitch y Koltchak juntos.
»E1 2 de marzo, Lenin y Trotski firman una orden denunciando el movimiento de Cronstadt como una "conspiración blanca". 50 000 hombres son destinados para aplastar la revuelta, bajo el mando de Tukhatchevski. En la noche del 17 al 18 de marzo, las unidades rojas irrumpen en la fortaleza, defendida por 5 000 marinos. El 18 de marzo, todos los periódicos soviéticos consagran su primera página al quincuagésimo aniversario de la Comuna de París y fustigan a coro a "los verdugos sanguinarios, Thiers y Gallifet". En la rendida fortaleza, se fusila a los marinos insurgentes. Los supervivientes son llevados al continente y enviados a campos de concentración en Arkhangelsk y Kholmogory.»

[145] En el original, el poema se titulaba, por otra parte, Teodoro. Pero los Duviols cambiaron el título por A Roosevelt para que todo estuviera más claro.

[146] Por J.-P. Cendron, C.-D. Echaudemaison y M.-C. Lagrange, Fernand Nathan, 1981

[147] Por M. y S. Chaulanges, Librairie Delagrave, 1975.

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