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Los falsificadores del Trastevere
Cuando Roma cayó en manos de los nazis, monseñor Umberto Dionisi era capellán militar y prestaba asistencia espiritual a más de tres mil quinientos aviadores. «Apenas comenzó la ocupación alemana - cuenta monseñor Dionisi- se creó en la zona del Trastevere el problema de los prófugos.» Las cada vez más constantes alarmas, el pánico de las personas, el temor ante un futuro que se presentaba cada vez más negro, motivaron a un grupo de trabajadores del barrio, con don Umberto a la cabeza, a excavar un lugar de refugio bajo los locales de Santa Cecilia: un amplio refugio antiaéreo en el que no faltaba nada, y entre una broma y otra, una oración y otra, se hacían menos tensas las horas que estaban marcando con sangre otros barrios de Roma, como el de San Lorenzo. Fueron momentos terribles. Cuando los alemanes se hicieron amos de la ciudad comenzó la caza de judíos. «Me preocupé -recuerda don Umberto- por salvar como pudiera a aquellas pobres criaturas. Me advertían de cuándo iba a tener lugar una nueva redada: la voz pasaba de boca en boca inmediatamente. Gracias a Dios estábamos muy unidos entonces en el Trastevere. Hacíamos rondas por turnos.» Y en la Via dei Salumi defendió abiertamente a algunos judíos contra una patrulla de alemanes armados de ametralladoras: amenazando con denunciarles al Vaticano. Ellos gritaron: «¡Siempre Faticano! ¡Siempre Faticano! Rausch.» Y no pudieron dispararle, dispararon contra las ventanas de las viviendas de los judíos, que, avisados, mientras los alemanes vigilaban la puerta de entrada, habían desaparecido en el edificio de atrás a través de una puerta secreta.
La acción de don Umberto se dirigió en aquel periodo a cuantos no quisieron servir a la República de Saló. Generales, altos oficiales de la Marina, embajadores y varios judíos pasaron por un dormitorio que don Umberto había preparado cerca de su vivienda en Santa Cecilia, precisamente en la buhardilla de las monjas. Se trataba de monjas de clausura estricta, pero los superiores le dieron permiso para derribar un muro, en cuya entrada, para hacerla irreconocible, había preparado un altar móvil con muchos candelabros y objetos sagrados. Al otro lado pasaron nueve meses de martirio una treintena de personas. El reclutamiento de los necesitados se hacía en el vicariato, donde muchos iban a pedir ayuda. Don Umberto había preparado dos refugios: uno en el convento y otro, de emergencia, en un estrecho rincón, entre una buhardilla y otra.
Al ingenio humano se unía, como siempre, una buena dosis de Providencia. El problema más grave para don Umberto fue la búsqueda de alimento. Todo estaba racionado y por este motivo se organizó en el Trastevere una fábrica de tarjetas falsas. Don Umberto se puso en contacto con los falsificadores y logró resolver el problema, multiplicando los documentos de identidad para judíos y apátridas. Miles de atestados fueron firmados y sellados con los tristes «certificados de arianidad». Cuenta don Umberto que esta actividad se desarrolló gracias a un cierto Schwartz, «un judío inteligentísimo, agregado en la Cruz Roja y que bajo esta identidad gestionaba una red muy amplia de relaciones y beneficencias». En la posguerra, Schwartz trabajó para la FAO.
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