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La verdad sobre El Código da Vinci (Parte Primera).- Introducción
La última página de El Código da Vinci
Cuando el lector llega al último párrafo de El Código da Vinci, todavía pasan unos instantes antes de cerrar el libro. Se han acumulado muchas sensaciones. A lo largo de las páginas de la novela han ido apareciendo sorprendentes revelaciones al hilo de una trama trepidante. Los acontecimientos que narra El Código da Vinci tienen lugar en veinticuatro frenéticas horas. En ese arco de tiempo se sugiere una gran cantidad de ideas pero lógicamente no hay lugar para profundizar en ellas. Los atrevidos argumentos quedan en suspenso, como pendientes de posteriores indagaciones y aclaraciones. La velocidad a la que se suceden y narran los hechos contribuye a crear una experiencia vertiginosa, y el vértigo es una sensación en la que se mezcla la atracción y el temor.
Ese instante que transcurre entre la lectura de la última línea -que concluye en un final que queda abierto- y el gesto de cerrar el libro para colocarlo en el estante es muy especial. En esos momentos ya no estamos inmersos en el curso de la novela, la tensión se ha acabado, pero aún no hemos regresado a las preocupaciones cotidianas. Es como una tierra de nadie. Seguimos envueltos en la vorágine de El Código y en esos instantes se va a decidir, un poco instintivamente, la valoración que se ha ido fraguando durante la lectura de las páginas precedentes y que en la mente del lector quedará a partir de ahora asociada al título. Pero con independencia del aroma con que esa lectura impregne a cada cual, El Código da Vinci ha abierto muchos interrogantes y ha suscitado demasiados enigmas que rondan por la cabeza del lector. Son enigmas que tratan sobre temas muy profundos y que por eso mismo reclaman una aclaración.
El Código da Vinci es una novela de intriga en la que hay buenas dosis de amor, persecuciones, crímenes y continuas sorpresas. Un ingrediente nada desdeñable de esa exitosa receta lo forman las frecuentes afirmaciones relacionadas con la historia de Jesucristo, de María Magdalena, de la Iglesia católica, los merovingios y una entidad llamada "Priorato de Sión", siempre desde una perspectiva que contrasta con las ideas comúnmente aceptadas.
Una novela puede servir para abrir interrogantes -y ésta los abre-, pero para darles respuesta hace falta otro tipo de libro. Un libro que, tomándose en serio El Código da Vinci dentro de su género, se tome con la misma seriedad a sus lectores y sus inquietudes. Se trata, por tanto, de recorrer las páginas de El Código y de valorar las afirmaciones que se reflejan en ellas. De recoger el reto que plantean. ¿Qué hay de realidad y qué hay de ficción? Pero también interesa saber cuál fue la intención -declarada- del autor y el rigor con que la lleva adelante.
El objetivo de estas páginas no es, pues, analizar el libro de Dan Brown como si se tratara de un libro de historia de las religiones o de un texto dogmático. Ese exitoso y controvertido libro pertenece inequívocamente al género de ficción, pero la controversia que ha generado no se ha encendido por lo que tiene de fantasía, sino por las revolucionarias afirmaciones que en materia de religión, y en menor grado de arte e historia, realizan los personajes de la novela.
El autor ha declarado abiertamente que El Código da Vinci no es sólo una novela. Es una novela que sirve para transmitir un determinado pensamiento en materia de religión y una actitud ante la vida. Eso resulta evidente con sólo escuchar a quienes la han leído. El efecto que en ellos ha tenido la lectura de El Código da Vinci ha excedido en todos los casos la mera experiencia literaria y estética. Muchos se han sentido tan conmocionados por las "revelaciones" del libro, que en ocasiones ha trastocado su forma de pensar respecto de la religión. De las numerosas opiniones de los lectores que recoge el gigante de la venta por Internet Amazon.com, hay una que sintetiza perfectamente ese impactante efecto, algo exagerado para tratarse "sólo de una novela": "La lectura de este libro me hizo cambiar completamente mi opinión sobre la Biblia y sobre la Iglesia católica"[1]. A muchos otros, sin llegar a producirles un efecto tan radical, les sembró la duda sobre creencias que para ellos formaban un cierto trasfondo cultural y religioso. Incluso muchos lectores de firmes convicciones religiosas, después de leer la novela, se han sentido incómodos y en cierta medida preocupados.
El propio autor confirma estas observaciones respecto del alcance de los planteamientos de su novela y expone abiertamente su intención al dar forma a su obra. Durante una entrevista concedida a la cadena de televisión norteamericana ABC (Good morning America, 3 de diciembre de 2003) el presentador le preguntó: "Si en lugar de escribir una novela usted hubiera escrito un libro que no fuera de ficción, ¿hubiera sido diferente?". A lo que el autor respondió: "No lo creo. Cuando comencé la investigación para escribir El Código da Vinci yo era escéptico. Estaba completamente convencido de que probaría la falsedad de esta teoría sobre María Magdalena y todo eso.
Pero después de varios viajes a Europa y dos años de investigación me convencí de que era cierto; soy un creyente".
La verdad sobre El Código da Vinci no pretende hacer una crítica desde el punto de vista literario de la obra de Dan Brown. Los críticos profesionales, en su mayor parte, han sido despiadados con esta obra, pero millones de lectores en todo el mundo han contenido la respiración mientras devoraban los diálogos de la novela. Ése es el drama de la crítica, que suele valorar como género desdeñable aquellas obras que tienen un irresistible tirón para el público y sin embargo aprecia y ensalza productos a los que sus destinatarios dan más o menos la espalda. Las objeciones de los críticos se han centrado en dos temas: la calidad literaria de la novela, y en menor grado en las inexactitudes en los hechos reales que se describen.
La verdad sobre El Código da Vinci está escrito pensando en esa gran parte de los lectores de El Código da Vinci que han quedado perplejos, asombrados, entusiasmados, o profundamente enfadados por lo que en unos casos sugiere y en otros abiertamente afirma el libro, en relación con cuestiones muy relevantes. No es un ejercicio de crítica literaria sino un examen lo más riguroso posible de:
- los sensacionales datos que Brown revela a lo largo del libro y que provocan en el lector la duda respecto de ciertos datos sobre religión o historia, que hasta entonces tenía por indudables; es muy importante el análisis de estos datos que en forma de objeciones aporta el autor, puesto que son su principal argumento para probar su...
- ...tesis de fondo respecto del culto a la diosa y sobre la Iglesia católica.
La literatura no es neutral
El hecho de que El Código da Vinci sea una obra de ficción no sitúa las doctrinas que expone fuera del alcance de la crítica.
Muchos lectores no lo advierten y no quieren tomarse la molestia de averiguar si lo que dice Dan Brown es verdad o no. "Es una novela, no hay que tomársela demasiado en serio". Más arriba se ha señalado cómo el mismo autor no la tiene por "sólo una novela" y cómo dice claramente que si hubiera tenido que escribir un libro que no fuera de ficción y que tratara sobre el mismo asunto no hubiese defendido ideas distintas. También se ha apuntado cómo, de hecho, el efecto de la lectura del libro en el público es mucho más profundo que lo que se podía esperar de una historia irreal. Es más, aunque lo estrictamente novelesco sirve de atracción para mantener en vilo la atención a lo largo de la novela, lo que perdura como un recuerdo muchas veces inquietante no son las aventuras de Robert Langdon, Sophie Neveu o Leigh Teabing, sino las bombas de profundidad que esos personajes sueltan página tras página. A nadie le inquieta especialmente la huida en jet privado a Inglaterra o la muerte de Aringarosa, pero muchos retenemos con relativa claridad, aún mucho tiempo después de leer el libro, las acusaciones que se lanzan contra la Iglesia católica o las impactantes suposiciones de que Jesús estuviera unido sentimentalmente con María Magdalena y que ésta hubiera quedado embarazada y que su descendencia sobreviviera hasta hoy.
Mientras que aquellas vicisitudes de los personajes pertenecen a lo estrictamente neutro, las afirmaciones doctrinales tienen un alcance enorme y merecen una investigación seria.
Se da la paradoja de que muchas veces las lecturas que se hacen por mero entretenimiento van forjando más nuestro pensamiento que aquéllas que tienen la pretensión de ser formativas. "Las lecturas que se hacen para saber no son, en realidad, lecturas. Las buenas, las fecundas, las placenteras son las que se hacen sin pensar que vamos a instruirnos", decía Azorín y su frase tiene un alcance que excede su propia intención. Precisamente porque cuando leemos una obra en la que el autor de manera explícita quiere exhibir argumentos y convencernos, adoptamos una actitud más crítica y exigente. Eso no sucede cuando nos relajamos, dispuestos a zambullirnos en la lectura de un libro sin más pretensión que la de hacernos pasar un buen rato. En ese caso nuestra vigilancia, como es lógico, se reduce y paradójicamente es entonces cuando somos más receptivos. Se trata de un fenómeno del todo normal que muestra con claridad que si bien hay que distinguir calidad literaria de contenido doctrinal, no hay que descuidar la valoración de ninguno de los dos aspectos.
Las lecturas ocasionales, elegidas al azar, tienen más trascendencia que la que puede parecer a simple vista. Contribuyen a fijar criterios de forma inconsciente. Como dice el norteamericano Paxton Hood, "ten todo el cuidado que puedas con los libros que lees, lo mismo que con las compañías que tienes, pues tanto unos como los otros influirán en tus hábitos y en tu carácter". Puede parecer exagerado, pero un ejemplo concreto servirá para ilustrarlo. Los personajes de El Código da Vinci intercambian frases que, de resultar ciertas, tendrían gravísimas consecuencias. Pero eso no parece preocuparles lo más mínimo, no les afecta. El esquema que se repite a lo largo de la novela es el siguiente: Langdon (el profesor) y Teabing (el millonario excéntrico obsesionado con el Grial), que representan la mente del autor, van iniciando a Sophie (que vendría a ejemplificar al lector) haciéndole consciente progresivamente de que la versión de los hechos que ofrece la historiografía oficial, así como la doctrina de la Iglesia católica forman "el mayor encubrimiento de toda la historia". Sophie suele vacilar un poco y tras una súbita sorpresa acepta las explicaciones de sus amigos, pero en ella no descubrimos ninguna reacción más.
A lo largo de las páginas del libro se recogen numerosas afirmaciones sorprendentes y de enorme envergadura. Sophie las va asumiendo como ciertas, una por una. El lector contempla cómo se suceden, una tras otra, escenas que, tomada cada una en sí misma, exigirían un detenido examen, pues son de incalculables consecuencias. Sin embargo, esas afirmaciones quedan como suspendidas en el aire. No tienen consecuencias para los personajes. Sophie sencillamente las acepta. Tan es así que llegamos al final del libro habiendo visto cómo las ideas de Sophie cambian radicalmente en el curso de veinticuatro horas, mientras que en ella no se advierte ninguna crisis vital. En lugar de eso, los prolegómenos del romance entre ella y Langdon ocupan las escenas conclusivas y la atención del lector que se despide con ese regusto en el paladar.
Mientras acompaña a los personajes de la novela, el lector, al igual que Sophie, hace una cosa mucho más dramática que tomar por buenas las teorías revolucionarias de Teabing y Langdon. Como en un juego de prestidigitación, tiene fija la atención en las conjeturas y aventuras que discurren ante sus ojos mientras, ocultamente, se le empuja a que violente el mecanismo natural de su razón, según el cual, por lo menos tendría que darse cuenta de que decir que Jesús estuvo casado es lo mismo que afirmar que toda la doctrina católica es mentira y la Iglesia una farsa.
En otro contexto, sin la presencia de factores novelescos que absorban nuestra atención, si alguien en el curso de una conversación banal dejara caer, por ejemplo, que nuestro padre no es nuestro padre, y siguiera con otras consideraciones, de manera instintiva rechazaríamos la insinuación como infamante y se lo haríamos notar a nuestro interlocutor, probablemente sin demasiada diplomacia. Pero antes, durante una fracción de segundo, se habría asomado a nuestro pensamiento el atisbo de las terribles consecuencias que, de ser cierta, esa insinuación traería a nuestra vida. Durante esa fracción de segundo hubiéramos experimentado un vértigo terrible e indignante. Nos hubiéramos dado perfecta cuenta de que estábamos ante una "enmienda a la totalidad" a los cimientos de nuestra vida. No podríamos aceptar la idea ni aun siquiera como hipótesis. Si, a pesar de todo, la persona que tuviéramos delante nos hubiera persuadido de esa siniestra idea, aquella visión fulgurante de las implicaciones que esa idea iba a traer a nuestra vida ocuparía toda nuestra atención, y quedaríamos desconcertados.
Compruebe el lector de El Código da Vinci si después de resbalar sus ojos sobre las continuas "enmiendas a la totalidad" que van planteando Teabing y Langdon, no llega un momento en que las "procesa" sin otorgarles la importancia que tienen. Éste es el mayor influjo que produce El Código: que el lector se ve considerando, aun en el caso de que los desdeñe como "ficción", argumentos que implican la falsedad de la Iglesia y de la fe, sin atender a la importancia que tienen.
Por tanto, el primer objetivo de estas páginas es insistir en la importancia que tiene la palabra y particularmente la letra impresa como vehículos para transmitir un mensaje. Todo lo escrito tiene una cierta unción y, a priori, tendemos a prestarle credibilidad. O por lo menos consideración. Un crítico de la obra de Brown relata cómo una mujer anciana quedó confundida después de leer el libro y cuando le intentaba dar razones para tranquilizarla, ella le respondía que "si lo que decía el libro no fuera cierto no hubieran dejado que se imprimiera". Lo cual no deja de tener su lógica, porque nuestra mente está hecha para creer y no para desconfiar. Lo primero que le surge es la confianza, y la misma estabilidad del papel parece que confiere una autoridad a lo que leemos. El género -ficción, en este caso- no tiene gran importancia. La palabra tiene una fuerza evocadora impresionante, con independencia de la clave en que sea dicha. Basta con pensar como en el ejemplo antes citado, cómo en nuestra vida diaria no consentimos que se bromee con ciertas cosas. ¿Por qué? Pues porque es suficiente con insinuar una conducta infamante para que, sin afirmarlo explícitamente, en la mente del que escucha se forje la imagen de que atribuir esa conducta a una persona determinada "es posible". Ponga cada cual los ejemplos que quiera.
Llegados a este punto también es interesante llamar la atención sobre la importancia que tiene la imitación en la formación del carácter y del pensamiento humanos, desde el punto de vista de la Antropología contemporánea. Como señala Rene Girard, los seres humanos no nacemos con deseos fijados de antemano, como les sucede a los animales con su instinto. Si así fuera, como les pasa "a las vacas en un prado, los hombres no podrían cambiar de deseo nunca"[2]. El hombre tiene deseos desde que nace, pero en gran parte aprende a desear imitando a otros. El hecho de que algo sea aprobado por el prójimo desencadena en mí un mecanismo imitativo natural, que puedo seguir o no, pero que es tan fuerte que en ocasiones resulta eficaz de un modo inconsciente. El ser humano puede elegir a quién imita, pero no puede evitar sentir el influjo que las elecciones de los demás producen en él. No somos islotes indiferentes a las acciones de los que nos rodean. Este mecanismo facilita tremendamente la supervivencia, y no es malo, pero tiene sus peligros, como descarnadamente denuncia el refrán: ¿dónde va Vicente? Donde va la gente. Es importante elegir los modelos a los que imitar. De lo contrario, imitaremos los más atractivos en cada momento, sabiendo que la atracción de un modelo depende de la relevancia social de quien lo encarna. La peor manera de dejarse determinar por modelos de pensamiento o de acción ajenos de forma acrítica e inconsciente es pensar con ingenuidad que nosotros nos dotamos espontáneamente de esos criterios sin que nadie nos influya y que sólo después de autodeterminarnos nos juntamos con nuestros afines. "El hombre es una criatura que ha perdido parte de su instinto animal a cambio de obtener eso que se llama deseo. Saciadas sus necesidades naturales, los hombres desean intensamente, pero sin saber con certeza qué, pues carecen de un instinto que los guíe. No tienen deseo propio. Lo propio del deseo es que no sea propio. Para desear verdaderamente, tenemos que recurrir a los hombres que nos rodean, tenemos que recibir prestados sus deseos. Un préstamo éste que suele hacerse sin que el prestamista ni el prestatario se den cuenta de ello. No es sólo el deseo lo que uno recibe de aquéllos a quienes ha tomado como modelos, sino multitud de comportamientos, actitudes, saberes, prejuicios, preferencias, etcétera"[3], comenta Girard. Si no estamos vigilantes, el mecanismo de la imitación nos hace adoptar conductas y pensamientos sin detenernos a valorarlos. Es el mecanismo por el que se difunde, por ejemplo, la moda.
En el caso de la novela pedagógica que encierra El Código da Vinci, un personaje inteligente, despierto y atractivo, con el que el lector simpatiza, como es Sophie Neveu, está llamado a representar las reacciones de un lector que da un salto hacia delante y abre sus ojos a un conocimiento superior: irá primero albergando la sospecha de que hasta ahora ha vivido bajo el engaño de la versión de la historia fabricada por la Iglesia, y después será iniciada en la religiosidad feminista, tolerante y armónica. La misma simpatía que el personaje despierta, lo mismo que el aura de autoridad que Brown otorga a los iniciadores, Teabing y Langdon, les convierte en poderosos modelos de imitación inconsciente. El lector puede rechazar, ofendido, la insinuación de que la lectura de El Código pueda influirle lo más mínimo, pero esa negación sólo le hará más vulnerable a su influencia. Lo más razonable es conocerse a uno mismo y saber cómo funciona nuestra psicología, sin escandalizarnos por lo influenciables que podemos ser. Sabiéndolo, elegiremos las lecturas y las compañías según criterios racionales, otorgando tiempo y espacio a frecuentar lo que nos forma y quitándoselo a lo que nos debilita o nos perjudica. Somos seres que imitan, pero también somos seres racionales. El lector probablemente ya se habrá formado un juicio sobre qué tipo de influencia ha despertado en él El Código, y en las páginas que siguen se avanzará en ese discernimiento.
La doctrina de El Código da Vinci
Entonces, ¿es cierto que las ideas de los personajes de El Código son tan graves como para tomarse la molestia de examinarlas, aunque estén recogidas en una novela? El lector puede insistir en que El Código da Vinci es una novela y sólo una novela. Eso no impedirá que las cosas sigan su naturaleza. Las ideas no son inocuas, y tienen consecuencias. Así que si les dejo que transiten por mi pensamiento sin tomarme la molestia de examinarlas, una vez instaladas me forzarán a sacar sus consecuencias. No puedo creer que Jesucristo es Dios y es hombre, y que fundó la Iglesia, y a la vez sentir indiferencia cuando en medio de la trama de una novela se da por sentado que es sólo un hombre, que nunca quiso fundar una Iglesia y más aún, que esa Iglesia es una vasta conspiración para ocultar el auténtico mensaje de Jesús. O una cosa o la otra.
Las ideas que refleja El Código tienen importantes consecuencias y eso las hace merecedoras de un estudio detenido. Además, para los que quedaron fascinados, sorprendidos o perplejos por la lectura de El Código da Vinci, este pequeño libro que el lector tiene en sus manos es un desafío, un reto.
Dan Brown tiene un sistema de pensamiento del todo opuesto al cristiano. No cree que Dios se haya manifestado en Jesucristo ni que el evangelio sea de origen divino. No cree en un Dios personal que pueda entrar en comunicación con sus criaturas. Según él la religiosidad originaria y primitiva del ser humano es el culto "a la diosa". Él explica que en un principio todas las culturas adoraron un principio femenino y que sólo después irrumpieron las divinidades masculinas que, exaltando la violencia, extinguieron poco a poco las pacíficas religiones femeninas. Brown opina que las religiones de tipo varonil exaltan la ascesis, la represión, el sacrificio, mientras que los cultos femeninos fomentan la armonía entre los sexos, el goce -particularmente el sexual, dotado de trascendencia religiosa- y la tolerancia. Con estas premisas, lógicamente, Brown (Teabing y Langdon) entiende que Jesús fue un hombre, adorador de la diosa, que se unió carnalmente a María Magdalena. Los dos serían de ascendencia real, por lo que el supuesto fruto de su unión (Sara, según Brown) era portador de la legitimidad de la monarquía israelita. María Magdalena no sólo habría sido la esposa de Jesús, sino que éste la habría designado como jefa del grupo para cuando él faltase. Pero a la muerte de Jesús, Pedro, dominado por ancestrales prejuicios machistas, tuvo celos de María Magdalena y comenzó la conspiración para ocultar el verdadero mensaje de Jesús, presentándolo como Dios y exaltando la masculinidad sobre la condición femenina. Pedro habría puesto los pilares de una Iglesia en la que las mujeres estarían sometidas a los varones; organización que a la vez se encargaría de perseguir y exterminar a los testigos de la auténtica enseñanza "jesusista".
Según Brown, al principio la mayoría de los cristianos veían en Jesús sólo a un hombre y eso fue así hasta el primer Concilio de Nicea, en el año 325. En aquella ocasión el emperador Constantino, que había visto en el cristianismo petrino un vehículo inmejorable para dar cohesión al Imperio, dio el espaldarazo a la versión católica del cristianismo y mandó confeccionar una Biblia al efecto, al tiempo que ordenaba destruir todo vestigio de cualquier otra versión "humanizada" del cristianismo. En palabras de Brown, en Nicea a Jesús "se le subió de categoría", se le hizo Dios, cosa que en realidad él nunca pensó ser. A partir de ese momento los seguidores del Jesús feminista viven en la clandestinidad, siempre acechados por secuaces de la Iglesia que intentan exterminarlos, de edad en edad.
A pesar de todo, la posteridad carnal de Jesús y María Magdalena habría continuado en la Galia, adonde había llegado la Magdalena tras la muerte de Jesús. Allí la estirpe de la Casa del rey David y de Jesús y de María Magdalena se conservó y en un momento indeterminado entroncó con la realeza merovingia, quienes no pudieron escapar a la conjura del poder eclesiástico con la ambición de los mayordomos de palacio. De este modo, Dagoberto II fue asesinado por Pipino de Heristal siguiendo órdenes del Vaticano. El Heristal creyó matar a todos los descendientes de Dagoberto y poner así fin a la estirpe, pero de forma milagrosa un hijo de Dagoberto, Segisberto, habría sobrevivido y aunque ya no pudo recuperar el trono logró continuar la posteridad de la estirpe y del secreto. De hecho, un descendiente de Segisberto, el conde Godofredo de Bouillon, fundó en 1099, en Jerusalén, una organización secreta dedicada a preservar y difundir la verdad sobre el culto a la diosa y la descendencia de Jesús: el Priorato de Sión. Desde la fundación del priorato, de forma reservada y con férrea disciplina, éste ha ido custodiando de siglo en siglo los documentos secretos que prueban la verdad sobre Jesús y que hallaron los templarios excavando en los cimientos del Templo de Salomón. El priorato espera el momento preciso para hacer públicos esos documentos ante todo el mundo, asestando así un golpe mortal a la conspiración católica y devolviendo a la diosa su honor perdido. Al frente del priorato se han situado grandes personalidades del arte y de la cultura, como Leonardo da Vinci, Botticelli, Goethe o Víctor Hugo. El Gran Maestre Leonardo dejó muestra patente de sus creencias en muchas de sus obras pictóricas y cualquier ojo educado puede percibir las claves ocultas de sus cuadros y el mensaje que nos envía a través de los siglos: el culto a la diosa y la primacía de María Magdalena.
Dan Brown confiesa sentirse "cristiano" pero en un sentido muy diferente al habitual. Según él, Jesús no es más que otro testigo del culto primigenio a la diosa, y en esa medida él es seguidor suyo. Por lo tanto, el objeto principal de los ataques verbales de los personajes que encarnan su visión del mundo, Langdon y Teabing, es uno solo: poner de manifiesto la "mayor conspiración de toda la historia", la Iglesia católica. Para eso no dejan de poner todo su empeño en evidenciar su turbio origen y su oscuro pasado.
Ésta es, en resumen, la doctrina del autor y por respeto a él y sobre todo a quienes han leído su obra es justo examinarla para ver hasta qué punto es fundada y resulta digna de crédito. Es un reto que ningún amante de la verdad debería eludir.
El Código da Vinci a examen
Tenemos, pues, una novela, una obra de fantasía, que encierra una doctrina. Esta doctrina es tal que, si resulta verdadera, haría que se resquebrajasen los fundamentos de la Iglesia católica. El autor nos da argumentos para defender su pensamiento. Hace que los protagonistas revelen gradualmente datos que:
- a) serían pruebas de la falsedad y de la perversa historia de crímenes de la Iglesia (demostración de la mentira de la Iglesia);
- b) dejarían claro que el culto a la diosa ha existido desde el comienzo de los tiempos y que, a pesar de haber sido perseguido, ha sobrevivido de forma subterránea pero no del todo invisible. El ojo adecuadamente educado puede detectar la continua presencia de los adoradores femeninos en el curso de la historia (demostración de la verdad del culto a la diosa).
- c) sacarían a la luz la magna conspiración de la Iglesia para encubrir el auténtico culto de la diosa.
Las páginas que siguen están dedicadas en primer lugar a examinar hasta qué punto son exactas las afirmaciones de El Código da Vinci en materia de religión, de historia y hasta de ciencia. No se debe olvidar que Brown declara que los datos que ofrece, relativos a historia, simbolismo, arte y religión son rigurosos. De hecho, muchos lectores se preguntan si las lapidarias afirmaciones de los personajes de Brown son auténticas, ya que él las sitúa siempre en un contexto en el que sirven de prueba para la doctrina del culto femenino, de la falsedad de la Iglesia y de la conspiración católica contra los seguidores de la diosa. Hablando en términos clásicos, los datos que exhibe Brown son los "signos de credibilidad" de su teoría. Ahí radica el interés de examinar, con algún detenimiento las palabras de los personajes de El Código da Vinci. Además, para aquéllos a los que les siga pareciendo que estamos "sólo ante una novela", tampoco vendrá mal delimitar dónde empieza la ficción y dónde acaba la realidad.
En la tercera parte se analizarán las propias doctrinas de Brown: el culto de la diosa, la figura de Jesús, de la Magdalena, de Leonardo o de Constantino; la naturaleza de la Iglesia, del Priorato de Sión y la teoría de una vasta conspiración mundial para acallar la verdad sobre Jesús y María Magdalena. Muchos lectores se sorprenderán del trasfondo de pensamiento que hay detrás del libro y de cómo El Código da Vinci es la punta de lanza de todo un movimiento espiritual contemporáneo, de considerables dimensiones.
La verdad sobre El Código da Vinci concluye con una cuarta parte en que se analizan algunas de las causas del fulgurante éxito de la novela y se interpreta la reacción de los lectores.
Notas
[0] [1]"Cornplelely turned my opinion of the Bible and the Catholic Church upside down"
[0] [2] Rene Girard. Veo a Satán caer como el relámpago Barcelona. Editorial Anagrama. 1999, p. 33.
[0] [3] Rene Girard. Op. cit., p. 33.
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