conoZe.com » Leyendas Negras » Código Da Vinci » La verdad sobre El Código da Vinci. » La verdad sobre El Código da Vinci (Parte Tercera).- Lo que hay detrás (del velo de la diosa)

La espiritualidad creativa y la novela de Brown

La adhesión de Dan Brown a esta «espiritualidad» no se limita sólo a compartir las creencias feministas, tal como las expresan sus personajes. Muchos lectores se habrán quedado sorprendidos mientras iban leyendo El Código al ir descubriendo cómo el autor ponía en boca de Teabing o de Langdon falsedades descomunales, dichas con el mayor aplomo, algunas de las cuales han quedado expuestas en la segunda parte de este libro. La pregunta que surge inmediatamente en esos casos es ¿por qué, si Brown afirma haber investigado rigurosamente durante dos años, incluye mentiras tan manifiestas? La respuesta a esta pregunta desvela cómo la identificación de Brown con la espiritualidad de la diosa es más profunda de lo que él mismo quiere reconocer.

Los ecofeministas nos aclaran que la «obsesión por el dato concreto», por la verdad entendida como correspondencia «entre la inteligencia y la cosa conocida», es fruto de la creencia en una divinidad trascendente. Es decir, si Dios no se identifica con nosotros, tanto el mundo como los hombres tienen una consistencia diferente a Dios y entonces el ser humano, por su inteligencia, tiene que remontarse desde el conocimiento de lo creado hasta su Creador. No les falta razón a los teóricos feministas: Si Dios es trascendente -es distinto a mí-, entonces el ser humano puede conocer la verdad, el rastro de Dios en todo lo creado y, por lo tanto, en tal caso la exactitud es primordial, la fidelidad a las cosas tal como son. Del mismo modo si ese Dios trascendente se revela, también es vital la observancia fiel de sus mandatos.

Para los seguidores de la diosa, la «obsesión» histórica, lo mismo que la «obsesión» dogmática, es una dependencia que provoca sufrimiento. Hija como es del romanticismo, la espiritualidad feminista libera de esas «obsesiones» y, mediante una intuición sensitiva, sin dogmas, nos permite reinventar, recrear la realidad para abolir las tensiones de la búsqueda.

En 1971, todavía en los comienzos del movimiento del feminismo espiritual, una erudita bibliotecaria estadounidense, Elisabeth Gould Davis, publicó un libro revolucionario: The First Sex («El primer sexo»). El libro se presentaba como una historia de las sociedades y de la cultura y en él ponía de manifiesto la superioridad de los matriarcados sobre los patriarcados. Con una impresionante acumulación de información, Davis sostenía, por ejemplo, que la abundancia de figuritas que representaban a mujeres en las culturas primitivas era un indicador claro de que la religión primera de la humanidad era el culto a las diosas. Pero el objetivo primordial del trabajo de Davis era argumentar lo que indicaba el título. Sostenía que al principio la raza humana estaba compuesta sólo por mujeres. No existía el sexo masculino, y el cromosoma Y apareció como una mutación del genuino cromosoma X. «Los primeros varones fueron mutantes, accidentes producidos por daños genéticos. [...] El sexo masculino representa una degeneración y una deformidad del femenino»[3].

«Para cuando aparecieron los hombres, las mujeres ya habían creado todos los actos importantes de la civilización, y siguieron teniendo el control durante varios milenios. Los hombres eran criados selectivamente para el disfrute de las mujeres, y aquéllos que no lograban prestar los servicios requeridos eran expulsados a los desiertos. En un momento dado, el resentimiento de los hombres por el trato que recibían explotó de forma violenta. En las zonas desérticas, los indoeuropeos (los antiguos "arios") desarrollaron sistemas sociales patriarcales y comenzaron a imponerlos por la fuerza al resto del mundo. A estos sucesos les siguieron toda una serie de problemas, desde la opresión a las mujeres a la destrucción de la naturaleza»[4]. Según E.G. Davis, el único remedio a estos desastres es «una contrarrevolución matriarcal». «El único obstáculo en el camino hacia una sociedad decente es el ego masculino»[5], afirma Davis.

El primer sexo fue un fulgurante éxito de ventas, y aunque los investigadores serios despreciaron e ignoraron el libro, éste pasó de inmediato a convertirse en texto de referencia dentro de los ambientes neopaganos y de la naciente espiritualidad de la diosa, en los que aún hoy siguen teniéndolo en alta estima.

A este libro le siguieron muchos otros en los cuales se enseñaba abiertamente que las civilizaciones primordiales nunca conocieron el culto a dioses masculinos y que la más antigua y armónica forma de religiosidad era la adoración a la diosa o a las diosas, cultos que originaron formas idílicas de sociedades pacíficas y felices hasta que fueron violentamente reprimidas por bárbaros adoradores de dioses masculinos y patriarcales.

El Código da Vinci, lo mismo que El primer sexo, no siente las ataduras de la verdad histórica, pero en ambos casos esta liberación es el resultado de una decisión consciente. Los dos eligen la creatividad frente a la fidelidad a los hechos como una forma de desvincularse de la ley opresora de la razón. Es un acto de rebeldía y de anarquía: frente a una realidad dada y estrecha, la inteligencia puede romper los límites asfixiantes de lo real mediante el recurso a la imaginación. No sólo eso. Como el seguidor de la diosa está instalado en una intimidad intuitiva y no racional con el universo, puede afirmar en un sentido «místico» que su fantasía es la verdad y que los hechos, pesados y objetivos, son el error, o si se quiere, forman parte de «la mayor conspiración de la historia para ocultar la verdad», como diría Tea-bing. Porque los hechos son lo exterior, y el significado no hay que buscarlo en el exterior. El significado es espiritual y es totalmente libre. Tanto, que al contradecir los hechos mostrencos reivindica su absoluta e infinita libertad. En la intuición creativa, mística, que supera el dualismo yo-reali-dad, encontramos el significado.

Hemos llegado a la subversión total: la mentira es la verdad y la verdad es la mentira. La mentira es llamada creatividad, imaginación o fantasía, pero eso es secundario.

Los cataros, lejanos parientes gnósticos[6] de los modernos neopaganos ecofeministas, lo tenían muy claro: por su iniciación superior estaban liberados de la carga de la verdad, preocupación propia del hombre «exterior». De este modo enseñaban a sus adeptos que podían mentir abiertamente a los extraños a la secta, y que esa mentira les ayudaba a progresar en la emancipación de las ataduras de este mundo carnal y malvado[7]. Del mismo modo unos antepasados del siglo iv, los gnósticos priscilianistas, aconsejaban ya la misma conducta: «Jura, perjura, pero no reveles el secreto»[8].

En este sentido, Brown sigue un procedimiento sencillo. En primer lugar siembra su novela de acusaciones abiertas y de veladas insinuaciones contra la «verdad oficial», logrando primeramente suscitar un sentimiento difuso y vago de recelo en el lector: «No te fíes de lo que te han contado, porque ¿quién te dice que no es todo una enorme fábula bien urdida?». Resulta paradójico que, para lograr este comienzo de escepticismo, el autor se apoye precisamente en la inclinación natural que tiene el lector a creer, a fiarse. Se apoya en la naturaleza humana para inocular el germen de la duda permanente, duda que mina la misma naturaleza racional del hombre. Del mismo modo que el germen patógeno se aprovecha de la vitalidad de un organismo para debilitarlo, y una vez exangüe, se apodera de él, un virus intelectual, como lo son la duda y el recelo, se instala en la inteligencia del lector a través de su propia vitalidad (inclinación a creer) y desde dentro destruye los mecanismos defensivos de la razón, de modo que luego resulta extremadamente receptivo ante cualquier fantasía.

Brown quiere que sospechemos de todo lo que hemos recibido como verdadero y logra así que estemos predispuestos a aceptar la «verdad» extravagante que nos propone. Una frase atribuida a Gilbert K. Chesterton, y que en lo sustancial refleja su vigoroso y sano pensamiento, es un perfecto resumen de esta situación perversa: «Cuando la gente deja de creer en Dios no es que no crea en nada, es que cree en cualquier cosa». Porque estamos hechos para creer, para conocer, para aceptar la realidad, y a la vez estamos dotados de capacidad crítica. Si instilamos el virus de la sospecha en nuestras mentes podemos anular nuestra capacidad crítica, ¡pero no la inclinación a creer! El resultado es que creeremos cualquier cosa con una obstinación y una violencia impropias de la pacífica posesión de la fe.

Como dice el antropólogo René Girard: «El rechazo de lo real es el dogma número uno de nuestro tiempo. Es la prolongación y perpetuación de la ilusión mítica original»[9]. Debajo de ese rechazo a lo real subyace un profundo disgusto ante la existencia.

Hay dos formas básicas de enfocar el problema del significado de la vida, el problema religioso:

  • La primera es el agradecimiento, lo que significa que ante todo percibimos la inmensa suerte de estar vivos, la posibilidad de comprender las cosas, de detectar su idea y la bondad de todo lo real, bondad no eclipsada por la presencia del mal. De ese agradecimiento nace una actitud afirmativa, de búsqueda del significado y de respeto de lo creado. Libremente podemos llamar a esta disposición natural «actitud ortodoxa» y describirla con Francis Beauchesne Thornton como «un principio de autoridad y de inteligibilidad, una estructura estable de referencia de valores y de acciones»[10]. Es decir, para el hombre que no se rebela contra su naturaleza, la realidad se muestra inteligible y buena, y en cuanto tal hay que respetarla y obedecerla. Eso no impide que también sea consciente de que la realidad puede haber mal y de que no da razón de sí misma, que reclama un significado. Un ser humano así no percibe la jerarquía, social o natural, como un atentado contra su independencia, sino como la forma de alcanzar su propio fin. Maritain hace un retrato de este ser humano: «Un animal dotado de razón, cuya suprema dignidad está en su intelecto [...] un individuo libre en sus relación personal con Dios, cuya suprema honradez consiste en obedecer voluntariamente la ley de Dios [...] y una criatura pecadora llamada a la vida divina y a la libertad de la gracia, cuya suprema perfección consiste en el amor»[11].
  • La segunda manera de abordar el problema de la existencia es partir del escándalo, del sufrimiento, de la insatisfacción que produce la insuficiencia y el dolor de la realidad. Es la actitud gnóstica que no soporta -como Nietzsche- no ser Dios. Este disgusto ante la vida se traduce en una rebeldía ante toda jerarquía y la sensación de que toda norma es opresiva, de que es un atentado contra la soberanía del yo. Todo lo que me obliga es insoportable: desde las normas éticas hasta el gobierno de la sociedad, pasando por la inalterable fijeza de la ciencia y de la historia. Un ser así reivindica una radical creatividad en todos los terrenos. Reconocemos esta actitud en la señorita Davis, para la que los datos de la ciencia son una insolencia y ante los que prefiere soñar un tiempo en que el cromosoma Y no había introducido el desequilibrio en un mundo 100% femenino; y reconocemos también este talante en Brown, para el que los datos de la historia no son más que una vasta conspiración para ocultar una «verdad» secreta y revolucionaria. No aceptan la objetividad de lo real porque para ellos sería como aceptar una cadena que no deja espacio para respirar. Del mismo modo, no reconocen que las cosas tengan una naturaleza, fuera de la cual se pervierten. Eso sería reconocer que las cosas son buenas y respetables, y que obedecen a un designio superior. Para ellos, negar toda norma ética es la máxima libertad. Sobre todo en la sexualidad. El cuerpo humano, como todo lo que existe, les produce el desasosiego de una habitación cerrada y sin ventilación. Necesitan abrir las ventanas de la trasgresión. Por eso exaltan una sexualidad sin límites, sin ataduras éticas, sin responsabilidad ni consecuencias. Sin cargas irritantes. Pero su libertad absoluta parte de un desprecio. Si el cuerpo fuera algo valioso, nos veríamos obligados a obedecer su naturaleza, a tratarlo con respeto, y eso nos impondría límites rigurosos que el gnóstico no está dispuesto a aceptar en su infinita revuelta contra toda imposición. Es pura voluntad de afirmación que se autodestruye.

El reverso de la rebelión gnóstica ante toda jerarquía es la queja. Lejos de liberarse, en la práctica, el rebelde manifiesta su disgusto ante la vida quejándose, demostrando una insatisfacción irritada y caprichosa.

El Código da Vinci es un exponente de esta visión rebelde ante la existencia. En su banalidad resulta peligroso porque para el ser humano, sometido a la huella del pecado original, siempre será una tentación cualquier llamada al goce irresponsable e inmediato. La tentación de abdicar de la tarea de la vida. Por eso es importante desenmascarar la auténtica realidad de esta «espontaneidad vital» de la espiritualidad de cafetería, aparentemente llena de placeres sin consecuencia. Debajo del oropel chispeante se esconde el profundo desprecio por la realidad, la negación de toda responsabilidad, la necesidad de huir de los límites de lo real, la soledad del sinsentido. La queja absoluta y en última instancia violenta no aspira más que a la sucesión de efímeros momentos de placer fugaz.

Notas

[3] Elizabeth Gould Davis. The First Sex. Nueva York. Penguin Books. 1975, p. 35 (cit. Philip G. Davies. Goddes Unmasked. Dallas. Spence Publishing. 1998, p. 42).

[4] Philip G. Davies. Op. cit, p. 42.

[5] Elizabeth Gould Davis. Op. cit., p. 336.

[6] La palabra gnosticismo proviene del griego gnosis, «sabiduría». En sentido amplio, gnósti-cas son todas aquellas doctrinas que ofrecen un camino de perfección que consiste en el conocimiento de realidades secretas y superiores. En su relación con el cristianismo se suele ver en la gnosis una reinterpretación de la doctrina cristiana a la luz de filosofías y cosmogonías, fundamentalmente de origen griego. En la práctica, el gnóstico considera que lo propio de los seres superiores es la sabiduría, frente a la fe, que corresponde a un estadio inferior. Los gnósticos creen que la adquisición de una iluminación espiritual superior les libera de las ataduras de la vida carnal. Consideran también que el mundo material es malo y que procede de un principio maligno, por lo que adoptan una «moral» que reniega de las ataduras de la materia: puede ser un ascetismo extremo, una indiferencia ética, o una promiscuidad total.

[7] Los cataros adoptaron «otra posición gnóstica antigua al considerar permitido el perjurio ante una instancia judicial humana compuesta de pecadores». H. Cornelis y A. Léonard. La gnosis eterna. Andorra. Editorial Casal i Vall. 1961, p. 51.

[8] «Iura, periura, secretum prodere noli» (San Agustín, Carta CCXXXVII). La secta filosófica de los epicúreos también menospreciaba la verdad «exterior». Para ellos la verdad era un hecho interior, y tenía una total desconexión con las palabras que se decían. La descone xión entre la mente y la palabra era tal, que tranquilizaban a sus adeptos diciéndoles que practicaran aquello de «iuravi lingua, mentem iniuratam gero», es decir, que no se cuidaran de las cosas que decían, pues no manchaban su espíritu.

[9] Rene Girard. Veo a Satán caer como el relámpago. Op. cit.

[10] Francis Beauchesne Thornton. Return to Tradition. Milwakee. Bruce Publishing Company. 1948, p. VIII.

[11] Ibidem.

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