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Un poco de aire fresco
Quizás en un primer momento no hemos dado cuenta de las trampas de los gnósticos, pero en todo caso nos habremos percatado del absurdo al que conducen.
Rápidamente: aunque resulte cómodo creerlo, la Iglesia no ha reescrito la historia. Al contrario, gracias a la Iglesia podemos conocer nuestro pasado tal como nuestros antepasados lo fueron poniendo por escrito. Fue la Iglesia la que custodió en monasterios vibrantes de optimismo los libros profanos de filosofía y literatura anteriores al cristianismo. Como ya se ha dicho antes, y por zanjar el asunto en corto, la acusación concreta de que la Iglesia desfiguró deliberadamente las doctrinas gnósticas es radicalmente falsa, y así ha quedado patente al cotejar los libros de los apologistas cristianos con los documentos gnósticos. Además, los principales apologetas, como Tertuliano o Ireneo, vivieron en tiempos en los que el cristianismo era superstitio illicita, estaba fuera de la ley, y alternaba períodos de tolerancia con otros de furiosa persecución. Difícilmente podemosllamarlos «vencedores», si no es en sentido espiritual.
Pero dejando aparte esa acusación inconsistente, ahora nos interesa descubrir la perversa naturaleza de ese mito de la conspiración como parte fundamental del pensamiento gnóst-co, que hoy en día se extiende por el mundo.
El gnosticismo parte de un disgusto ante la vida. Como un niño caprichoso, el gnóstico no valora lo bueno que tiene la existencia, sino que se fija, irritado, en cualquier cosa que «no está en su sitio». Su atención se centra en lo que falta y no en lo que está. No acepta la vida tal como es, asumiendo su obligación de mejorarla pacientemente, sino que si la vida no encaja con sus ideas, entonces considera que no vale la pena y rechaza «las reglas del juego».
El gnóstico, efectivamente, es un eterno inmaduro. El hombre maduro es el que acepta que la vida es como es y se pone manos a la obra por mejorarla, recomenzando después de cada fracaso.
La vida nos precede. Estaba antes que nosotros nos asomáramos a ella. Es nuestro punto de partida. Tenemos inteligencia para comprenderla, pero comprenderla lleva trabajo, no siempre es fácil. Es más, es la tarea de toda la vida. Pero hasta que logramos comprenderla, hay que aceptarla, y desde esa aceptación primera hay que intentar hacernos mejores y así hacer la vida mejor, sabiendo que el fruto de nuestras acciones puede mejorar o empeorar la vida de los demás, del mismo modo en que las consecuencias de las acciones de los demás nos influyen a nosotros. Como dijo T.S. Eliot:
«Aquí en la tierra tenéis la recompensa del bien y el mal que se hizo por los que marcharon antes que vosotros. »Y todo lo que es malo lo podéis reparar si camináis juntos en humilde arrepentimiento, expiando los pecados de vuestros padres:
»Y todo lo que era bueno, debéis luchar por conservarlo con los corazones tan devotos como los de vuestros padres que lucharon por ganarlo»[5].
El gnóstico se escandaliza de esta interdependencia. No acepta que de la obra de sus manos pueda depender el bienestar o no de los demás. No soporta ser responsable. Quiere hacer o no hacer, cuando le apetezca, sin que nadie le pueda pedir cuentas, y tampoco quiere admitir que en gran parte los problemas de su vida, así como las ventajas, son fruto de decisiones libres de otras personas. El gnóstico quiere hacer el bien sin el sacrificio, quiere ser bueno, sin convertirse a Aquél que es bueno.
«Oh, Señor, líbrame del hombre de intención excelente y de corazón impuro; pues el corazón es más engañoso que todas las cosas, y desesperadamente perverso»[6].
La nuestra es una sociedad de la «asistencia», pero que se dispensa de guardar «el corazón puro». Como les sucede a tantos jóvenes que generosamente entregan su tiempo y su esfuerzo en miríadas de ONG, esforzándose en ayudar a otros sin detenerse a reflexionar sobre su propio significado, sin buscar tener «el corazón puro».
El único hogar para el que quiere vivir la vida tal como es, es la Iglesia. El único ámbito donde la verdad protege a la existencia, le da consuelo y la ampara. Eso, precisamente es lo más intolerable para el gnóstico:
«¿Por qué habrían los hombres de amar a la Iglesia? »¿Por qué habrían de amar sus leyes? »Ella les habla de Vida y Muerte, y de todo lo que ellos querrían olvidar.
»Ella es tierna cuando ellos quieren ser duros,
y dura cuando a ellos les gusta ser blandos.
»Ella les habla del Mal y del Pecado,
y otros hechos desagradables.
»Ellos tratan constantemente de escapar
de las tinieblas de fuera y de dentro
a fuerza de soñar sistemas tan perfectos
que nadie necesite ser bueno.
»Pero el hombre que es seguirá como una sombra
al hombre que finge ser»[7].
Porque el Mal existe, pero no es un mal abstracto, sino que tiene unas causas, contra las que hay que luchar, toda la vida. Y el pecado original, esa tendencia hacia lo bajo, lo fácil, lo cómodo, es una imperfección real, así que por más que la neguemos soñando «sistemas tan perfectos» que hagan innecesario ser bueno, «el hombre que es seguirá como una sombra al hombre que finge ser».
La fuerza de la gnosis es la complicidad con nuestra tendencia a desertar de nuestra dignidad, porque nuestra dignidad -no hace falta ser cristiano para darse cuenta- está en comprender la realidad y en obrar de acuerdo con ella. Sobre todo en preguntarnos por el significado de la vida y comprometer nuestras fuerzas en esa búsqueda.
La gnosis, también la gnosis anónima de hoy, apela a lo más mezquino de nuestro ser para presentarlo como un obstáculo insalvable y justificar así nuestra deserción. Es una justificación, no una exaltación, por la cual muchos están dispuestos a aceptar cualquier extraña teoría antes que la verdad:
«Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el gusto de oír novedades, apartando sus oídos de la verdad, y se volverán a las fábulas»[8].
Notas
[5] T.S. Eliot. Poesías reunidas 1909/1962. Madrid. Alianza Editorial. 1986, p. 174.
[6] Ibídem,p. 178.
[7] T.S. Eliot. Poesías reunidas. Op. cit., p. 180.
[8] Segunda Epístola de San Pablo a Timoteo, 4, 3-4.
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