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Un tesoro en vasijas de barro

Hasta aquí, en estas páginas, se trataba de demostrar que las doctrinas y los comportamientos gnósticos no resultan racionales: que son contrarios a la vida humana. En particular, que la moderna gnosis ecofeminista de la que está empapado El Código da Vinci es falsa en sus teorías y falsa en las acusaciones que hace contra la Iglesia. Del mismo modo sucede con una gnosis más difusa, más vaga aún, que se refugia en un neblinoso agnosticismo relativista.

Ahora es el momento de dar sólo un paso más. Nos quedaremos en el umbral de otro mayor que exigirá la decisión personal del lector, y de un buen catecismo.

De lo que se trata ahora es de caer en la cuenta de lo importante que es -de lo vital que es- para cada uno escuchar lo que Jesucristo vino a decirnos y de ponerlo en práctica.

Lo primero que hay que hacer es recuperar la fuerza de la verdad en nuestras vidas. Hasta tal punto la verdad ha desaparecido de nuestras conciencias, que no es más que otro nombre para llamar a la opinión. Ha sido relegada a un asunto de opción. Tu verdad, mi verdad. «Los documentos del Sangreal nos cuentan, simplemente, el otro lado de la historia de Cristo. Y al final, escoger con qué lado de la historia nos quedamos se convierte en una cuestión de fe y de exploración personal, pero al menos la información ha sobrevivido»[9]. La verdad no es cuestión de escoger lo que más nos apetezca, sino de obedecer la realidad. Es así en todos los terrenos de la vida. Si una casa cuesta x y nosotros disponemos de x/2, no es cuestión de tu verdad o de mi verdad. Me quedo sin casa.

Si Dios existe, nosotros somos sus criaturas, y pretender comprendernos, vivir la vida, hasta las cosas más banales, como si Dios no existiese es tan absurdo como jugar un partido de fútbol sin pelota.

No tenemos más que una vida y todo en ella reclama a gritos un sentido. Sin embargo con facilidad nos hacemos aliados de la comodidad, conscientes de que ese sentido que reclama nuestra inteligencia nos desplazaría como dueños de nuestra vida. Si la existencia tiene sentido es porque se lo da, y entonces vivir la vida es sobre todo conocerle y amarle: obedecerle. Ante esta perspectiva presentida, nos entregamos a la triquiñuela: «Hombre, sí, ya me gustaría a mí tener fe, pero no tengo esa suerte» o «la fe es un don y a mí Dios no me la ha concedido», como si tener una excusa -una coartada, más bien- para no tener el dinero que cuesta aquella casa nos tranquilizase, haciéndonos más llevadero el hecho de que estamos a la intemperie.

Hay una patente falta de honradez en esos planteamientos. ¡Qué diferentes las palabras del atribulado Franz Kafka cuando escribía en sus Diarios, en la entrada correspondiente al día 25 de febrero de 1912 esta frase estremecedora: «¡No te rindas! Aunque la salvación no llegara, yo quiero ser digno de ella en todo momento». Una actitud así demuestra una vida tomada en serio, que no está dispuesta a pasar como un episodio olvidado de una teleserie. Ésa es la verdadera medida del ser humano... y Dios no se deja ganar en honradez.

Dios no juega al escondite, pero somos nosotros los que tenemos que, dócilmente, ponernos «a tiro». Es ridículo citar a Dios en «nuestro» terreno y ponerle a prueba, para luego concluir que Dios no existe porque no responde a nuestras exigencias caprichosas. Conviene, sin embargo, desmontar el argumento. Solemos ignorar el funcionamiento de nuestras potencias fundamentales: de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad. Queremos que Dios, o «los cristianos», nos «demuestren», ante el tribunal soberano de nuestra inteligencia, que Él existe. Mientras tanto, los que así actúan, no cambian un ápice su conducta de vida. Como si la voluntad, los afectos y las acciones de las personas no condicionaran la comprensión de la inteligencia. Ni somos una inteligencia infinita (sino más bien limitada, aunque inteligencia), ni somos omnipotentes. Tenemos una energía vital limitada, tasada. Si con nuestra conducta cegamos nuestra inteligencia es lógico que perdamos agudeza. Y Dios suele hablar quedo, como hablan los amantes.

Si nos ponemos el antebrazo ante los ojos no tiene sentido que gritemos: «¡No veo nada!». Si nuestra atención está copada por las preocupaciones cotidianas, el trabajo, la familia, el ocio, la sensualidad de fondo, no me queda literalmente energía para atender a nada más. Y Dios no es «nada más». Es, en palabras del sufriente Kafka, esa salvación de la cual quiero ser digno en todo momento.

«Defendemos nuestros vicios porque los amamos, y preferimos excusarlos antes que examinarlos»[10], concluía el viejo Séneca.

La próxima vez que alguien nos hable de religión, parémonos a pensar si estamos dispuestos a apartarnos «de nuestros vicios» para deshollinar nuestra inteligencia.

«Un error pequeño al principio es grande al final»[11]. Cada uno debe preocuparse de enfocar bien el problema de la vida y de no perder el tiempo con excusas o con brindis al sol fuera de lugar. Enfocarlo bien «al principio», como dice Santo Tomás, porque si adoptamos actitudes erradas y consumimos nuestras energías en los miles de pequeños ingredientes que forman la vida cotidiana, puede que «al final» nos hayamos puesto a nosotros mismos en una situación que haga imposible escuchar la voz de Dios.

Dios, por su parte ha hablado claro. Nos ha dado su Palabra, y no tiene otra. Es Jesucristo. Él ha venido para que tengamos vida y vida plena. Para dar vida a nuestra vida. Si nosotros somos infieles, Él es fiel. Si nosotros hemos dilapidado la energía con la que nacimos y que Él nos dio para que libremente le amáramos, Él tiene paciencia. Pero es veraz y no consentirá que la mentira pase por verdad. Para conocerle hace falta huir de la mentira. El verdadero triunfo del gnosticismo no está en que cada vez más gente crea en sus grotescas fantasías respecto a dioses buenos y malos que luchan entre sí, o diosas sensuales. Su terrible triunfo está en que las consecuencias de esas teorías se hayan aceptado masivamente. «La realidad no tiene sentido, la vida no tiene sentido, mi cuerpo no tiene sentido, así que cada cual haga con la realidad, la vida o su cuerpo como le venga bien. Si hay un dios, pues como será bondadoso, todos iremos al cielo, y si no, pues nada...». Así la vida no sólo se vuelve banal, sino que se vuelve sorda frente a las constantes y amorosas llamadas de Dios: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os haré reposar. Aceptad mi yugo: haceos discípulos míos que soy benévolo y humilde de corazón y encontrareis el reposo, porque mi yugo es suave, y mi carga, ligera»[12]. Como se ha dicho, esa energía vital es limitada. Tasada. Conforme va pasando la vida, las ilusiones de la adolescencia que nos hacen pensar que en cualquier momento podemos cambiar de dirección a nuestra vida (aunque nunca lo hagamos) se vuelven amargo escepticismo que se conforma con ir tirando, sin esperar que nada cambie. Pero puede cambiar. «Aceptad mi yugo suave y mi carga ligera». Como decía Santo Tomás, cuando su hermana le preguntó qué tenía que hacer para ser santa: «Quiere». Dios siempre da su gracia. A nosotros nos toca querer. No sólo desear lánguidamente, sin estar dispuestos a empeñar nuestras energías y sufrimientos. Querer es determinarse.

Dios nos ha prometido que estará con su Iglesia. También hoy, cuando hasta dentro de la Iglesia encontramos tanta desorientación. El quiso quedarse en la fe y en los sacramentos. Es, como diría el padre Faber, estremecedoramente fácil.

Él es fiel y no pacta con la mentira: «Dijo Jesús a sus discípulos: "No todo el que me diga 'Señor, Señor', entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre que está en los cielos"»[13].

Recordad la fe que sacó a los hombres de casa
a la llamada de un predicador errante.
La nuestra es una época de virtud moderada
y de vicio moderado,
en que los hombres no dejan la Cruz
porque nunca la quieren asumir.
Pero nada es imposible, nada,
Para los hombres de fe y convicción.
Por tanto, hagamos perfecta nuestra voluntad.
¡Oh DIOS, ayúdanos![14]

Notas

[9] Capítulo 60.

[10] Frase de Séneca (Vitia riostra, quia amamus, defendimus, et malamus excusare illa quam excutere), en Julío Ernesto Duarte. Sentencias de sabiduría. Madrid. Instituto Editorial Reus. 1950.

[11] Parvus error in principio magnus est infine (Santo Tomás de Aquino. De ente et essen-tia. Proemium).

[12] Mt 11, 28-30, y muchos otros lugares, por ejemplo «Venid a mí, de un extremo al otro de la tierra, y yo os salvaré, que yo soy Dios, y no hay otro» (Is 45, 22).

[13] Mt 7, 21

[14] T.S. Eliot. Op. cit., p. 184.

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