» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » Introduccion » §1.- Posibilidad y Valor de la Historia de la Iglesia
I.- Historicidad de la Iglesia
La historia es una peculiar dimensión del ser y el acontecer. El pensamiento histórico es una categoría espiritual propia; no es innata al hombre. Entendida en sentido estricto es, ciertamente, una adquisición de la Edad Moderna. El hombre tiene que aprender este modo de pensar. Tal exigencia, cuando se quiere comprender a la Iglesia históricamente, cobra un significado especial, porque la Iglesia tiene que ver, y por cierto esencialmente, con elementos inmutables. Por ello será útil empezar aclarando el concepto de historia de la Iglesia y ciertas leyes fundamentales que se dejan entrever en su propio desarrollo.
1. La Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, el Cristo que sigue viviendo. Por eso es algo divino y objeto de fe. Como tal no puede ser captada ni comprendida, en el sentido propio de la palabra, por la inteligencia humana; ésta puede, sin embargo, penetrar en su naturaleza y en sus obras con hondura suficiente para hacer de ella una exposición científica.
Una ayuda importante para lograr este objetivo es el conocimiento de la historia de la Iglesia. Pues aunque la Iglesia es divina, tiene una historia real: Jesucristo, el Logos divino venido al mundo y, con ello, a la historia por la encarnación, su vida, su doctrina y su influjo en el curso de los siglos hasta hoy.
El cúmulo de los datos de la historia de la Iglesia durante estos siglos nos enseña lo siguiente: cuando con Cristo y su mensaje lo divino irrumpió en el mundo de lo natural y dio testimonio de sí mediante milagros, no destruyó las categorías del ser y el crecer naturales; se sometió a ellas. El cristianismo no se tornó en modo alguno una magia. Así, la realidad divino-cristiana, que como tal no puede mudarse, como fenómeno histórico ha tomado a lo largo de los siglos múltiples formas. Como cuerpo de Cristo, la Iglesia es un organismo vivo que no permanece anquilosado en su estado originario fundacional, sino que se desarrolla.
La posibilidad intrínseca de mantenerse idéntica a sí misma dentro de su desarrollo se hace hasta cierto punto comprensible en lo profético. El sentido de lo profético, de lo inspirado por Dios, tiene un alcance más hondo y más amplio de lo que el autor humano (¡incluso el inspirado!) es capaz de advertir en su conciencia. A menudo es sólo la historia -cuyo Señor es Dios- la que va desarrollando en plenitud ese sentido.
Unicamente desde este ángulo se comprende en toda su profundidad un pasaje como Mt 16,18[1].Únicamente desde esta perspectiva es posible compaginar, por ejemplo, la concepción de Jesucristo en el seno de María por obra del Espíritu Santo y la bienaventuranza del Magníficat (Lc l,46ss), con la confesión de que «no entendieron sus palabras» (Mc 9,32).
2. Entre las fuentes de la historia de la Iglesia destacan por su valor los escritos reunidos en el Nuevo Testamento: los Evangelios según Mateo, Marcos, Lucas y Juan, los Hechos de los Apóstoles, el Apocalipsis. Tales escritos, en efecto, contienen la doctrina cuyo anuncio fundamenta y dirige la vida de la Iglesia desde su fundación, es decir, su historia entera. Relatan de cerca la vida y doctrina de Jesús de Nazaret y la vida de sus primeros seguidores hasta fines del siglo I.
Los escritos del Nuevo Testamento están unidos orgánicamente a los del Antiguo. Así lo atestiguan la figura y la doctrina de Jesucristo, fundador de la Iglesia; así lo confirman las noticias del Nuevo Testamento sobre las primeras comunidades. No es posible, en consecuencia, captar correctamente el sentido de los escritos del NT más que en relación con el Antiguo.
La diferente condición anímico-espiritual de los autores, las distintas fuentes que tuvieron a su alcance y las diferencias del tiempo de composición y del círculo de lectores justifican, como es natural, la peculiaridad, a veces tan acusada, de las Sagradas Escrituras. Tampoco faltan desavenencias notables y aparentes contradicciones: la revelación se encarna también en las imperfecciones del lenguaje humano. En principio, esto no es más que una prueba de la tesis fundamental, ya enunciada, de que la irrupción de lo divino en la naturaleza (y en parte también contra ella), que supone el cristianismo, no suprimió las categorías naturales del ser y el acontecer en la historia de la revelación divina.
La revelación no pretende comunicar un saber abstracto y sistemático, sino ante todo un anuncio de hechos salvíficos, expresado a menudo mediante símbolos y parábolas. También por este lado es comprensible que se den desavenencias todavía mayores.
A pesar de todo no hay en la Sagrada Escritura verdaderas contradicciones. Su unitariedad es tanto más notable por cuanto la mayoría de los autores no eran «cultos» y la fijación por escrito del mensaje de Cristo durante mucho tiempo apenas estuvo sometida a reglas obligatorias, por lo que el canon pudo formarse «con libertad».
3. La encarnación de Dios (Jn 1,14) es la base de la Iglesia; de este hecho, por tanto, debe partir toda descripción de su historia. Cristo predijo que sus palabras no iban a pasar (Mt 24,35); pero también que su reino iba a extenderse con un crecimiento inesperado (Mt 13,31; cf. Mt 28,19s). El crecimiento orgánico sobre el fundamento de los apóstoles (Ef 2,10) y bajo la dirección del Espíritu Santo (Jn 16,13) es, por lo mismo, una categoría fundamental de la historia de la Iglesia. La Iglesia, efectivamente, ha tenido un desarrollo real, que puede seguirse en el culto, en la teología, en la administración, en la doctrina y en la comprensión de sí misma. Su contacto con los diversos pueblos y culturas ha provocado profundos cambios. Aunque los hombres en esencia son todos iguales, sus esquemas mentales son muy diferentes. La forma de pensar de los predicadores de la verdad cristiana del siglo II es grandemente distinta de la de un teólogo moderno. Tertuliano, Orígenes, Agustín, Bonifacio, Tomás de Aquino, Nicolás de Cusa, Fenelón, Sailer, Newman, Schell, etc., expresan la fe cristiana común de modos en extremo diferentes. En esta diversidad se refleja en parte la transformación histórica y el progresivo desarrollo del pensamiento cristiano.
4. Hay un ámbito en la Iglesia contra el cual «no prevalecerán las puertas del infierno» (Mt 16,18). En la medida en que este ámbito coincide con la esencia de la Iglesia, las puertas del infierno no prevalecerán «contra la Iglesia».
Mas la evolución de la Iglesia no ha seguido siempre una línea recta. También en la historia de la Iglesia, «Dios escribe derecho con renglones torcidos». Este desarrollo se ha efectuado, según la promesa del Señor, bajo la asistencia especial del Espíritu Santo (Mt 16,18 y 28,20). Pretender pusilánimemente eliminar de la historia de la Iglesia sus innumerables debilidades, deficiencias y tensiones sería tanto como recortar el dominio de Dios sobre ella. Según la Escritura, la Iglesia no cesará de extenderse en este eón; penetrará en todos los pueblos «hasta los confines de la tierra» (Mt 28,19s). Pero lo que no está revelado es que vaya a transformar a la humanidad entera en un perfecto reino de Dios. La propia Iglesia es, como tal, la Iglesia de los pecadores, de los peces malos (Mt 13,47s); es decir, su desenvolvimiento asumirá también la forma de la decadencia. Es cierto que el reino de Dios está ya entre nosotros (Lc 17,21), manifestándose parcialmente en la fuerza de Dios, de forma que muchos lo ven y creen en él; pero sólo al fin de los tiempos irrumpirá con toda su plenitud, desde el más allá, en este mundo arrebatado por la rebelión contra Dios y su Cristo. Por otra parte, una de las cosas más grandes e impresionantes de la historia de la Iglesia es el hecho de haber permanecido, dentro de sus enormes progresos e innumerables debilidades, fiel a su esencia, infalible en su núcleo e inequívocamente inmutable.
Esta realidad divina inmutable en la historia de la Iglesia no puede captarse por completo más que por la fe. Pero no forzosamente por una fe separada de la crítica histórica. Este es el punto en que la historia de la Iglesia se convierte en teología. El problema estriba en precisar si es ciencia, hasta qué punto y de qué modo.
5. Para exponer la historia de la Iglesia tal como realmente ha transcurrido, es decir, como se ha configurado de hecho bajo la voluntad del Señor de la historia, es condición indispensable adoptar la actitud cristiana básica: ser oyente. La historia de la Iglesia no puede deducirse de las ideas, ni siquiera de las reveladas; hay que descubrirla con fidelidad y abnegación en lo que un día vino a ser y fue sin nuestra intervención.
Esto quiere decir que en la medida en que la Iglesia ha vivido una historia, y por haberla vivido, su estudio guarda afinidad con toda otra ciencia histórica. La investigación y exposición de la vida de la Iglesia a lo largo de los siglos se efectúa conforme a las mismas leyes de crítica histórica que rigen en toda ciencia histórica auténtica. Por otra parte, la historia de la Iglesia se diferencia de la ciencia puramente natural, ya que trabaja según propios principios, tomados de la revelación.
La combinación correcta de ambos elementos no se produce de modo que los fundamentos teológicos puedan determinar o incluso modificar los resultados históricos, sino que éstos están subordinados a la intención del fundador de la Iglesia, es decir, son interpretados y valorados teológicamente según los fundamentos de la revelación.
6. Así, pues, lo primero que ha de hacer el historiador es asegurar el material, fijar lo sucedido y documentarlo históricamente, esto es, «probarlo».
El grado de demostrabilidad varía según los distintos períodos de la historia de la Iglesia. La Edad Moderna ofrece mucha más documentación sobre cualquier suceso que el Medievo, y éste, por lo general, más que la Antigüedad.
En consecuencia, por lo que respecta a las pruebas, también las exigencias de la ciencia histórica son de diverso grado según las distintas épocas. La historia de la Iglesia tiene derecho, por su parte, a aceptar esa gradación. Resulta antihistórico exigirle, cuando se trata de una tesis científica de la historia de la Iglesia antigua, una certeza histórica comparativamente mayor, o incluso esencialmente superior, que la que se exige para un acontecimiento de parecida importancia entre los sucesos de la historia profana. Un ejemplo típico es la cuestión de si Pedro actuó en Roma y murió allí (cf. § 9).
Notas
[1] Para cimentar este pensamiento en la Sagrada Escritura, cf. Jn 11,51: «Esto no se le ocurrió a él; siendo sumo sacerdote aquel año, profetizó...»
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