conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » I.- Antigüedad: La Iglesia en el Mundo Greco-Romano » Primera época.- La Iglesia en el Imperio Romano Pagano » Período segundo.- Enfrentamiento de la Iglesia con el Paganismo y la Herejia. Estructura Interna

§17.- Luchas en el Campo de la VIda Moral y Religiosa en los Siglos II y III. Santidad Personal y Objetiva

1. La cristiandad era consciente de ser una comunidad de santos. Como a tal le hablaba Pablo (Rom 1,7; 1 Cor 1,2). Quien después de haber sido una vez partícipe de la gracia en Cristo Jesús se manchaba con un pecado grave (mortal), era considerado como separado de la Iglesia para siempre. Motivos de exclusión eran en particular el homicidio, la fornicación y la apostasía.

Estas ideas demuestran que la cristiandad primitiva atribuía a la comisión de un pecado mortal concreto, a diferencia y por encima del estado constante de pecado del hombre, una gravedad decisiva en la historia de la salvación.

Desde un principio hubo en la cristiandad y en la Iglesia algo que luego, en el curso posterior de la historia eclesiástica, habremos de conocer una y otra vez como anomalías ético-religiosas. Los evangelios nos dan noticia no sólo de la fe y la fidelidad de los apóstoles, sino también de sus fallos, de un cierto egoísmo terreno (Mt 19,27), de su tibieza. Pedro, con sus razonamientos nada sobrenaturales, escandaliza al Señor (Mt 16,22), en la amarga hora del huerto de los olivos duerme igual que sus compañeros, luego huye como los demás y niega al Señor perjurando varias veces (Mt 26,40). En la cuestión vital de la libertad del evangelio ante la ley, a pesar de la visión que lo fortalece (Hch 10,11ss), vacila.

Inmediatamente después de la santificación por el Espíritu Santo en Pentecostés, en la Iglesia primitiva hubo hipocresías y mentiras en cuestiones muy graves (Ananías y Safira, Hch 5,1-11), perjuicios, descontento y, en las comunidades, que se iban multiplicando, divisiones, fallos, tibiezas de fe, faltas de caridad y fornicación (en Corinto, donde incluso tras la estancia de Pablo durante año y medio algunos enseñaban que la libertad cristiana lo permitía todo).

La eucaristía era vínculo de santificación y de unidad. Pero resultó que en Corinto, y seguramente en otros lugares, precisamente el banquete eucarístico dio ocasión a divisiones y faltas de disciplina: los ricos comían separados y tan abundantemente que rayaban el límite de la destemplanza, mientras los pobres se sentaban aparte y pasaban hambre (1 Cor 11,20-32). Está, pues, claro que ya entonces no siempre se guardaba el alto nivel moral exigido por la doctrina cristiana. Esto, por lo demás, respondía a las parábolas del Señor de la cizaña entre el trigo y de los peces buenos y malos en la red, del invitado a las bodas sin traje nupcial, así como a su anuncio de los escándalos que habrían de sobrevenir (Mt 13,25ss.47ss; Mt 22,11; Mt 18,7).

Así, pues, ya desde los primeros tiempos en la historia de la Iglesia se plantearon dos cuestiones: ¿Puede y debe la Iglesia tener en cuenta la mediocridad religioso-moral de los hombres? ¿Pervive a la vista de los miembros indignos la santidad objetiva de la Iglesia?

Ya conocemos una ambiciosa tentativa de restringir el círculo de los verdaderamente capaces de redención, es decir, de los redimidos: la gnosis, que de raíz valora diversamente a los hombres, según la parte que en ellos tiene el espíritu o la materia. Esta concepción, según la cual sólo tienen pleno acceso a la luz los hombres de espíritu privilegiado, encierra un tentador pseudo-ideal de perfección espiritualista. La Iglesia no lo aprobó. Dentro de su comunidad todos son capaces de salvación, y de salvación plena. Esta afirmación primera ha resultado fundamental contra todo espiritualismo (interiorización exagerada) en la Iglesia.

2. Más allá de esta negativa eclesiástica a las pretensiones de los gnósticos, el hereje Montano (después del 150) llegó al extremo contrario. Frente a la a veces sublimada afirmación del mundo de la gnosis, él exigió, con exagerado rigor, la completa negación del mundo. Anunció la próxima venida del Espíritu Santo (Paráclito) e incitó a los cristianos a abandonarlo todo y a congregarse en la Frigia, para esperar allí el comienzo de la nueva época.

Montano está inserto, y de una forma muy peligrosa, en la problemática del primitivo entusiasmo cristiano. El Espíritu creador había operado la gran transformación, manifestándose, por ejemplo, en los carismas extraordinarios (don de lenguas y de profecía, discernimiento de espíritus, 1 Cor 12,8ss). Pero había resultado que las asambleas de oración de los cristianos se habían convertido en algunos lugares en un caos desordenado, nada edificante, en el que algunos hablaban como, cuando y lo que les parecía. Pablo, en parte, las había intentado orientar prudentemente y en parte censurado (7. c). Pues los carismas están ordenados jerárquicamente, según el beneficio espiritual que aportan a la Iglesia. Por eso, para el don de lenguas también debe haber un intérprete. De lo contrario, es mejor callar, que es lo que se les impuso a las mujeres en general (1 Cor 14,34). Fuera de las comunidades ortodoxas, en círculos sectarios, el peligro era todavía mayor. Montano y su movimiento son a este respecto una nueva prueba de lo difícil que era mantener el equilibrio entre la espera entusiasta de la nueva venida del Señor y una razonable y sobria afirmación de la vida y sus deberes en la familia, la profesión y el Estado.

La nueva profecía de Montano podía de suyo dar testimonio de fe y entrega espiritual. El eco que halló en el siglo II nos pone de manifiesto con qué intensidad debió llenar a la cristiandad primitiva la esperanza de la nueva venida del Señor. La fuerte presión que esta espera ejerció en la cristiandad primitiva la volvemos a sentir más tarde en la desilusión, en el vacío de conciencia e incluso en la desesperación que el incumplimiento de la parusía provocó en muchos. La esperanza decía: «el Señor está cerca» (Flm 4,5), que también era la frase de saludo de los primeros cristianos. La desilusión, al ver que no llegaba la parusía, está consignada en la segunda carta de Pedro (3,3s; cf. la preocupación por la suerte de los ya fallecidos: 1 Tes 4,13-18).

3. Y, no obstante, esta desilusión y desesperación no era sino una mala inteligencia de la revelación: con harta frecuencia se había pretendido de Cristo la confirmación de los propios deseos e ideas, sin tomar propiamente en cuenta las otras afirmaciones de la predicación de los apóstoles o de la Escritura. Mas si se escucha puntualmente el mensaje, se comprueba que la primitiva escatología cristiana era «no sólo espera del futuro», ... como tampoco sólo fe en el presente ya cumplido: es ambas cosas. Esta tensión entre el «ahora» y el «en un tiempo» no es una solución ulterior del cristianismo ya convertido en «catolicismo», «sino que caracteriza esencialmente y desde el principio la situación de la nueva alianza» (Oscar Cullmann). La predicación de Jesús afirma que el tiempo se ha cumplido, pero todavía no en plenitud: ha aparecido la palabra, pero todavía hay que rezar para que llegue el reino. Esta tensión entre presente y futuro se da ya en el Nuevo Testamento: que no llegue la parusía no quita razón a la predicación apostólica, sino a los que la interpretan arbitrariamente.

En este sentido, la esperanza de la parusía es una pieza central del mensaje cristiano, como también Dios, en el curso de la historia de la Iglesia, ha suscitado sin cesar predicadores, capacitados con el don de profecía, de esta parusía. Pero las irregularidades e incontroladas explosiones de entusiasmo predicadas por Montano (que no respetaban ni el orden de la vida social) permitieron reconocer el camino equivocado. La aceptación de su profecía habría significado el abandono del mundo por parte de los cristianos. La Iglesia habría renunciado a la evangelización de la humanidad y al futuro. Montano encarna el intento de negar la evolución histórica del reino de Dios en la tierra y retrotraerlo al estado de su primera infancia. El movimiento iniciado por él es el primer movimiento fanático de la Iglesia. De haberlo seguido, se habría llegado no a la Iglesia universal, sino a una Iglesia de conventículos, y desatado el entusiasmo religioso de unos cuantos fanáticos. El montanismo hizo entrar en acción a numerosos defensores de la recta doctrina, y hasta al mismo sacerdote romano Gayo (hacia el año 200).

La Iglesia rechazó este ideal por unilateral. También en esta ocasión se pronunció por la solución del justo medio, evitando los extremos: perfección cristiano-religiosa, a la par ascética y abierta al mundo, pero no perdida en el mundo.

4. En su estilo rudo y rigorista, el norteafricano Tertuliano[51], mencionado ya repetidas veces, era un alma gemela de Montano. Entre él, cabeza significadísima de la Iglesia de entonces, y su jefe espiritual, Calixto (217-222), obispo de Roma, hubo un choque; Calixto demostró mayor visión de la necesidad de la misión universal, haciendo posible -lo que Tertuliano no quería permitir- el retorno de los fornicadores a la Iglesia con tal de que tuvieran verdadero arrepentimiento y cumplieran la penitencia prescrita.

Esta lucha entre rigorismo y visión pastoral se reavivó más adelante en el mismo siglo III, cuando tras un largo período de paz la violenta persecución de Decio provocó tantos lapsi. Acabada la persecución, muchos ansiaban ser admitidos nuevamente en la Iglesia. El papa Cornelio (251-253), sucesor del papa Fabián (236-250), que había muerto mártir, el obispo Cipriano de Cartago[52] el obispo Dionisio de Alejandría y un sínodo africano (251) tuvieron consideración con las debilidades de los lapsi. Sin embargo, Novaciano, hasta entonces jefe del colegio de presbíteros de Roma, se sublevó como antipapa y cabeza de los «puros» (251). Y creó una Iglesia que trató de imponer el rigorismo primitivo en Italia, Galia y el Oriente.

5. Estas múltiples controversias, hace tiempo extinguidas, tienen gran importancia. En una u otra forma vuelven a aparecer repetidamente en la historia de la Iglesia; a menudo nos encontraremos con la fórmula: «vuelta a la primitiva Iglesia, a la vida apostólica», una exigencia que siempre, aunque con diversas formas y tendencias, alude a la santidad primera de la Iglesia. Mas cuando ha pretendido excluir el crecimiento orgánico de la Iglesia bajo la tutela del Espíritu Santo, cuando (efectivamente) se ha negado el carácter histórico de la institución de Jesús, cuando esta exigencia, a la par de hacer la constatación del pecado y de la culpa, no ha quedado abierta a un positivo desarrollo, cuando, en fin, la unilateralidad rigorista no ha permitido reconocer que la Palabra verdaderamente se ha encarnado en la historia, en todos los casos ha sufrido merma la integridad de la fe de la Iglesia.

6. A través de la evolución que acabamos de describir queda clara una cosa: la Iglesia es santa, aunque sus miembros no lo sean.

El mismo problema se planteó con la cuestión del bautismo de los herejes. Cuando los herejes, o sea, cristianos que están fuera de la Iglesia, conferían el bautismo, ¿era válido el sacramento? El obispo Cipriano y tres sínodos africanos lo negaban. A los obispos africanos les parecía que aquí, precisamente, se atacaba la esencia de la Iglesia. Sus declaraciones fueron consiguientemente muy duras. No solamente declararon inválido el bautismo conferido por un hereje; llegaron a afirmar que eso no era una mediación de vida, sino de muerte.

Nuevamente fue el obispo romano Cornelio quien demostró una comprensión más profunda del evangelio e intervino en favor de la santidad objetiva de la Iglesia: el bautismo bien administrado es válido, aunque lo confiera un hereje; no puede ser repetido. Esto significaba que el efecto del sacramento es independiente de la santidad personal del que lo administra (opus operatum). Gracias a esta decisión quedó y queda garantizada la plena y exclusiva autoridad y poder de Cristo en la Iglesia, cuyos obispos y sacerdotes no son más que instrumentos a su servicio. Los montanistas y donatistas, sin embargo, con su espiritualismo exagerado, corrieron el peligro de autonomizar la autoridad del sacerdote (una conexión ideal con el pelagianismo, § 29).

La lucha se recrudeció de nuevo a consecuencia de las muchas apostasías durante la persecución de Diocleciano. Y ésta fue nevada a cabo una vez más por san Agustín en contra de los donatistas. Cuán profundo sea el alcance de este problema teológico, volveremos a verlo más tarde con ocasión del gran movimiento reformista gregoriano (§ 48), en el que juega un importante papel la recusación de los sacramentos administrados «no santamente» (incluso la ordenación de sacerdotes).

Notas

[51] Tertuliano, en parte por la frecuente reimpresión de sus obras de predicación, es corresponsable de ciertas opiniones rigoristas de la pastoral católica hasta el siglo XX, las cuales generalmente se basan en una confusión parcial entre religión y moral (Hunius). En cambio, Tomás de Aquino siempre cita a Tertuliano como haereticus.

[52] Cipriano superó aquí, en el campo de la moral, la tendencia rigorista que había asumido en la controversia sobre el bautismo de los herejes.

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