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§18.- El Ministerio Jerarquico

1. Es ley de vida de todos los organismos superiores que a medida que se hacen viejos adquieran una forma externa cada vez más fuerte. La vida la necesita tanto de apoyo como de protección. Esta forma en una sociedad de hombres implica una jerarquía y su correspondiente autoridad.

a) Tal legitimidad se manifiesta desde un principio por voluntad de su fundador en el desarrollo de la Iglesia. Ya al comienzo hubo una jerarquía entre los apóstoles elegidos por Jesús. Mientras ellos vivieron, el problema de la autoridad eclesiástica estuvo resuelto. Los apóstoles eran los testigos y garantes de lo que el Señor había enseñado y dispuesto. Los Hechos de los Apóstoles y las cartas apostólicas muestran que los apóstoles, desde el primer día de Pentecostés, fueron conscientes de su autoridad por voluntad de Dios y consecuentemente la ejercieron man dando, obligando, haciendo hincapié en la varia jerarquización dentro de las comunidades (1 Cor 12,28ss; 14ss), dando a entender que ellos mismos desempeñaban un «oficio» o «ministerio» real (cf. estas expresiones en Hch 1,17.20.25 y en otros muchos pasajes; véase § 9).

b) Las mismas fuentes nos cuentan que los apóstoles, por la imposición de manos, constituían representantes suyos en las diversas comunidades (cf. Hch 14,23) y les conferían su propia autoridad. En las nuevas comunidades fundadas por sus mandatarios, éstos eran naturalmente distinguidos antes que los demás como portadores de la misión apostólica y su consiguiente autoridad.

Los enviados de los apóstoles, por tanto, fueron sus primeros representantes; y, tras la muerte de los apóstoles, sus sucesores.

2. Sabemos por la carta a los Filipenses (1,1) que en las comunidades cristianas había un ministerio eclesiástico local desempeñado por los llamados obispos (inspectores). Este cargo al principio equivalía al de presbyter (= anciano) (prueba: Hch 20,17 en relación con 20,28). En las comunidades judeocristianas hubo probablemente ancianos (= presbíteros) similares a los jefes oficiales del judaísmo[53] mientras que en las comunidades paganocristianas fue designado un obispo. Pablo mismo no fundó sus comunidades exclusivamente sobre los que poseían dotes espirituales extraordinarias. Las descripciones de su primera carta a los Corintios (14,16ss), que con seguridad se refieren a fenómenos muy singulares, no excluyen el oficio o ministerio. Dado que Pablo concedía una importancia decisiva a la aprobación de su doctrina por los antiguos apóstoles, no pudo distanciarse de ellos en un asunto tan importante (cf. además 1 Tim 3,1ss; Tit 1,5ss y el ya mencionado pasaje de Flp 1,1). Sería un craso error científico exigir a unos escritos ocasionales, como son las cartas de los apóstoles, una completa exposición del patrimonio de la fe y una detallada descripción de todos los ministerios.

En las grandes comunidades había asimismo una nutridísima agrupación de ancianos (presbíteros). Al principio dirigían la comunidad unas veces colegiadamente, otras bajo un único responsable. La palabra obispo, o sea, vigilante, se fue reservando poco a poco a una sola persona. Ya en la primera carta de Clemente podemos apreciar en Roma una acusada diferenciación: bajo el sumo sacerdote están todos los demás sacerdotes y levitas.

En los Hechos de los Apóstoles (cf. § 9) hay testimonios de una cierta participación de la comunidad de Jerusalén en el ejercicio de la autoridad de los apóstoles. Pero con la misma claridad se desprende de los textos que la especial autoridad ministerial de los apóstoles no quedaba afectada por ello en lo más mínimo; siempre aparecen destacados por encima de todos los demás.

Por desgracia, pero también como la cosa más natural, no hubo desde el primer momento unanimidad de criterios respecto a este punto por parte de todos. Que la autoridad eclesiástica estaba a veces localizada lo sabemos por los distintos partidos a los que repetidas veces se hace referencia: yo soy de Pablo, yo de Apolo... (1 Cor 3,4), y por las discusiones antes, en y después del concilio apostólico (Hch 15,2; Gál 2,11).

En Asia Menor es donde mejor podemos seguir la génesis del ministerio episcopal. Las cartas de san Ignacio de Antioquía (§ 12) ya contienen el dicho: «Quien se opone a él (al obispo), se opone a Dios»; «donde está el obispo está la comunidad, lo mismo que donde está Cristo está la Iglesia católica». Por esta carta y por las de san Policarpo sabemos que hacia finales del siglo ya se habían separado los ministerios del obispo y del sacerdote; el primer nombre se reservó para el jefe de la comunidad: el obispo. Los presbíteros se convirtieron en sus auxiliares. Vemos ya un orden jerárquico que culmina en el obispo (imagen del padre), por encima del presbítero y de los diáconos.

El obispo era el que convocaba a todos los clérigos y les confería el ministerio. Toda la vida de la comunidad (bautismo, penitencia, servicio divino, exclusión y reincorporación, es decir, enseñanza, orden de la comunidad y vida litúrgico-sacramental) estaba bajo su dirección (= «cura de almas»). «Los obispos están puestos para todo el rebaño, para gobernar la Iglesia de Dios» (Hch 20,28).

Desde los primeros tiempos cada comunidad tenía su obispo. Comunidades cristianas dirigidas únicamente por sacerdotes (lo que hoy llamaríamos parroquias) no las conocemos sino a partir del siglo III en Roma; sólo desde entonces adquieren los presbíteros una mayor importancia. Esta evolución está íntimamente relacionada con la lucha contra la gnosis, contra la cual reaccionó la Iglesia con una unidad mucho más clara, fijando más exactamente los artículos de fe, seleccionando y vigilando más estrechamente a los nuevos candidatos (desde entonces comenzó a ser decisiva la disciplina del arcano).

El prestigioso ministerio de los diáconos, como también el de las viudas o (más tarde) diaconisas (éstas para prestar especiales auxilios entre las mujeres), procede de los tiempos apostólicos (Hch 6,2ss). Hay ya subdiáconos aproximadamente desde el año 250. Más tarde conoceremos también en la Iglesia toda una serie de oficios o ministerios menores. A ellos corresponden las facultades que hoy se confieren con las llamadas órdenes menores (ostiario, exorcista, lector, acólito); se generaron en Roma, y por la Iglesia oriental sólo fueron aceptadas en parte.

3. Cuanto más elevada era la vida religioso-moral de la nueva Iglesia, y más intensamente basada en el amor, tanto menos necesitaba la autoridad imponerse por decreto; por el mismo motivo no era preciso delimitar exactamente las atribuciones de las autoridades eclesiásticas. No ha de sorprendernos, pues, que la vida eclesiástica tuviera entonces una impronta más democrática y que sepamos muy poco del alcance que en concreto tenía el poder ministerial.

Con su autoridad, los apóstoles y luego sus vicarios y sucesores eran los representantes de la Iglesia. Rasgo esencial de la predicación de Jesús es que fundó una Iglesia (§ 6). Así, también, parte esencial de la primitiva cristiandad y de las primitivas comunidades es que su fe estuviera sostenida y marcada por la comunidad. Su cristianismo era Iglesia. La Iglesia entonces, como se ha dicho, abarcaba la vida entera. Cierto que el concepto «Iglesia» es uno de aquellos que en los primeros tiempos se daban más bien como supuestos que como definidos. No obstante las profundas y casi inagotables enseñanzas sobre la Iglesia que encontramos en los evangelios, en Pablo y en el Apocalipsis (Jn 10,1-16; Ef 1,23; Ap 22, entre otros muchos), la imagen que nos presentan es un tanto imprecisa, de modo que en algunos puntos hemos de contentarnos con cautelosas deducciones. Pero el hecho como tal de que el cristianismo es Iglesia aparece siempre con enérgica insistencia. Según Sant 5,14s, tras invocar al Señor los pecados son perdonados por la unción con el óleo y la oración del sacerdote, llamado por el enfermo. Todo el proceso interior del perdón de los pecados se sostiene asimismo en la Iglesia entera. Ignacio de Antioquía y Tertuliano enseñan que el matrimonio, ciertamente administrado por los propios esposos, debe realizarse con la cooperación, el consentimiento y la bendición de la Iglesia.

Ireneo fue el primero que trató más expresamente de la Iglesia. Aunque toda ella es espíritu y gracia, también es visible. Con la sucesión apostólica de los obispos está garantizada la verdad, y por eso a los sacerdotes se les debe obediencia. Quien se aparta de los apóstoles queda fuera de la recta doctrina y moral. En el siglo III, Cipriano, el defensor de la unidad de la Iglesia (aunque no siempre su servidor), resumió este concepto en esta apretada pero no menos rica frase: «No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por madre».

4. A medida que el ministerio episcopal fue cobrando importancia externamente, también se fueron perfilando normas cada vez más precisas sobre la persona portadora del cargo. La más trascendental fue la exigencia del celibato, que se fue imponiendo poco a poco y de distinta forma en cada lugar, y no sin retrocesos.

La mayor parte de los apóstoles fueron casados. Pablo dice expresamente que también él tenía la posibilidad de tener una mujer, como los apóstoles (1 Cor 9,5). En sus exposiciones sobre el matrimonio y la virginidad no excluye ningún estado («Sobre esto no tengo ningún precepto del Señor; el que se casa no peca» [1 Cor 7,25]).

Sin embargo, resulta extraño que no sepamos nada de la vida familiar de los apóstoles, y absolutamente nada de sus mujeres. El ejemplo del Señor y de su Madre, su palabra acerca de «los que lo pueden entender» (Mt 19,12), el gran aprecio de la virginidad por parte de Pablo y la exigencia de una dedicación indivisa al Señor (1 Cor 7,34) determinaron muy pronto una gran estima del estado de virginidad. De este modo, en seguida empezó a imponerse la práctica de que no se casasen los obispos ni los sacerdotes. Siempre estuvo permitido continuar el matrimonio cuando algún casado era designado para el ministerio. Por la práctica de la abstinencia del matrimonio, cada vez más difundida entre el clero, a partir del siglo IV se fue imponiendo en Occidente la ley general del celibato (§ 24) mediante decisiones de diversos concilios[54] y disposiciones papales.

5. La unidad de la Iglesia. Jesús había anunciado su Iglesia como el inminente reino de Dios; Pablo la había descrito como el cuerpo místico de Cristo. Todos los cristianos se sabían integrantes de este reino único, miembros del único cuerpo de Cristo. En los primeros siglos la Iglesia era consciente de su unidad, expresada sobre todo en la celebración igual de la eucaristía, en la posesión común de la misma fe y en la comunión con el obispo. La coincidencia práctica de las confesiones de fe en el único Señor con motivo de las persecuciones y los sufrimientos consiguientes afianzaron aún más esta unidad.

La conciencia de unidad de todos los cristianos era cultivada y robustecida por el contacto de los obispos y de las comunidades entre sí. Un lazo especial unía las Iglesias madres con las comunidades por ellas fundadas; sus jefes (metropolitas, a partir del siglo III) gozaban de algunos derechos más amplios. La conciencia unitaria de la Iglesia encontraba su expresión más tangible en las asambleas de obispos (sínodos, concilios), que ya conocemos desde el siglo II, y en las que se trataban cuestiones de interés general; a partir del 250 ya se celebraban, más o menos regularmente, sínodos provinciales, es decir, asambleas de los obispos de la correspondiente provincia del imperio. La creciente conciencia de la primacía de la Iglesia de Roma y del deber de todas las demás Iglesias de estar de acuerdo con ella vino a constituir para la conciencia unitaria de las distintas Iglesias una fuerza particularmente determinante. La conciencia de unidad llegó a manifestarse, con todos sus gravámenes, de una forma nueva e impresionante en los concilios generales, ecuménicos (§ 24).

Entre los obispos se daba una viva correspondencia que era (en las comunidades mayores por empleados especiales) recogida y guardada. La importancia de esta correspondencia podemos comprobarla en las cartas de Ignacio y Cipriano, en las actas de los mártires y, posteriormente, en las cartas de Jerónimo, Agustín y León I. El obispo de Alejandría enviaba cada año una carta pascual.

Pese a esta influencia creciente de la alta jerarquía, no debemos imaginarla como se presenta, por ejemplo, en el clericalismo medieval. Hasta los siglos V y VI, el obispo es elegido por el pueblo y por los sacerdotes. A partir del siglo VI, con la ascensión de los nobles o señores feudales, se limitó el derecho de voto de la comunidad. Al mismo tiempo aumentó la influencia de los metropolitanos (§ 24) en la elección de los obispos. Era cosa obvia, y no sólo para Constantinopla, que el poder de los emperadores de Oriente como de Occidente se manifestase también en el nombramiento directo de los obispos.

6. El primado romano. Los sucesores de Pedro, como obispos de Roma, reivindicaron ya desde muy pronto la supremacía de la Iglesia romana. Sin embargo, dada la particular situación de las primeras generaciones cristianas, esta prerrogativa se hizo valer al principio muy raras veces. También, por otro lado, chocó con cierta oposición, a la que sólo pudo imponerse paulatinamente[55]. Con todo, la intervención de la comunidad romana en los desórdenes de Corinto (carta del papa Clemente en el 96)[56] el celo especial con que en Roma se vigilaba la pureza de la fe condenando las herejías y la postura del obispo de Roma en la controversia de la Pascua, como veremos, demuestran que la conciencia del primado ya estaba en ella presente desde muy pronto. Ciertamente, el hecho de que Clemente hable en nombre de la Iglesia romana sólo significa de principio la natural unidad entre el obispo y la comunidad; pero ello no atenúa la postura autoritaria del obispo de Roma. Fácil es seguir el curso ascendente y paulatino de la conciencia de la primacía de la Iglesia de Roma y de su obispo. Se refleja en las artes figurativas: por ejemplo, en la imagen de la Iglesia como nave con Pedro de timonel, o como el arca de Noé que sobrevive al diluvio, o sea, en símbolos, que poco a poco van ampliándose. Desde los tiempos de san Jerónimo a Pedro se le llama Princeps apostolorum.

Ya a finales del siglo II, Víctor, obispo de Roma (189-199), da testimonio de esta conciencia de autoridad cuando amenaza con excluir de la comunidad eclesial a la Iglesia de Asia Menor por celebrar la Pascua de una forma diferente. Debemos darnos cuenta de lo que esto hubo de significar en un tiempo de tan amplia autonomía de las Iglesias particulares, de lo que esto hubo de representar para el país cristiano más antiguo. La conciencia de la alta dirección de la cristiandad por parte del obispo de Roma debía estar muy arraigada en la Iglesia para que éste se atreviese a semejante amenaza y su autoridad se acusase también allí donde no se aceptaban los criterios romanos. Es significativo también el hecho de que Esteban, obispo de Roma (254-257), se remite a la sucesión de Pedro y amenaza con la excomunión, cuando se pronuncia a favor del bautismo de los herejes, en contra de los sínodos y los obispos africanos, capitaneados por Cipriano (§ 29). Teniendo en cuenta la mentalidad de entonces, la misma importancia en favor de la pretensión del primado de la sede romana tiene la disposición del papa Calixto I sobre la readmisión de los fornicarios en la Iglesia. Y nuevamente a favor de la primacía romana habla el hecho de que el papa Dionisio (259-268) exige a su homónimo el obispo de Alejandría que se pronuncie sobre la acusación que sobre él pesa de haber hecho declaraciones heréticas respecto a la doctrina trinitaria.

Como ya dijimos, entre Cipriano († 258) y Roma se llegó a fuertes tensiones; su eclesiología ve el ideal de Cristo y la garantía de la unidad en una constitución eclesial marcadamente episcopal. El sabe del primado de Pedro, pero no relaciona el ministerio de Pedro con el obispo de Roma; otras veces, y de diversas maneras, se manifiesta a favor de la primacía de Roma. Semejante amplitud de opiniones era entonces posible y eso explica en buena medida cómo pudo suceder que ambas partes, actuando de buena fe, se vieran envueltas en tan duras controversias. Además, hay que tener presente que la postura de Cipriano tampoco era en estas cuestiones uniforme.

De otro lado, las declaraciones de obispos de otras Iglesias muestran que la pretensión de Roma fue reconocida. San Ignacio de Antioquía († hacia el 110) escribe: «La Iglesia de Roma es la que preside la unión de la caridad». San Ireneo de Lyón (obispo desde el 177-178, † hacia el 202): «Toda Iglesia, esto es, la totalidad de los fieles de cada lugar, ha de estar de acuerdo con la Iglesia de Roma, a causa de su más alta autoridad».

La fijación jurídica expresa del primado no tuvo lugar naturalmente hasta después de la liberación de la Iglesia, en la época posconstantiniana. A partir de aquí, en la evolución del primado romano (y en la toma de conciencia de él por parte de la Iglesia universal) influyó notablemente todo lo que podía entrar en competencia con él. Aquí, en general, se inserta la ascensión de los patriarcas de Oriente, y en especial el aumento de poder del patriarca de Constantinopla, con su antagonismo consciente y victorioso en cuanto obispo de la nueva Roma en oposición a la Roma antigua.

Los Concilios de Nicea (325), de Constantinopla (381) y de Calcedonia (451) se ocuparon también de esta cuestión. Sus declaraciones pueden considerarse, con razón, como constatación de la primacía del obispo de Roma ante todos los demás, incluidos los orientales. Con todo, su texto literal no es tan unívoco como para poder deducir de él un primado real y pleno, aunque los legados papales ocuparon los primeros puestos del concilio (Nicea habla de los antiguos privilegios de Roma; en Calcedonia la relación entre «honor» y «primado» no es unitaria ni unívoca). Sin embargo, en el Sínodo de Sardica (343) el primado de Roma fue expresamente reconocido en virtud de su fundación por Pedro.

Notas

[53] En el judaísmo ya se conocía el concepto de la sucesión en el cargo. Lo hallamos por escrito, por ejemplo, en la detallada lista de los sucesores de los sumos sacerdotes. ¿Tal vez ejemplos similares de los círculos filosóficos helenístico-gnósticos influyeron también en la evolución cristiana?

[54] El Concilio de Elvira del 306 declaró el celibato obligatorio en España. El papa León I extendió esta obligación incluso a los subdiáconos. El rechazo del celibato en Nicea (325) no tiene nada que ver con una menor estima de la virginidad. En Oriente el matrimonio de los sacerdotes era «normal» (excluidas las segundas nupcias), pero se estableció que el obispo fuese célibe.

[55] La no despreciable dificultad histórico-crítica, implícita en este hecho, no afecta a la validez de las decisivas e inmutables afirmaciones de la Escritura, que hemos aducido anteriormente; además, halla su solución satisfactoria, por una parte, en el hecho de la evolución real de la Iglesia tal como la anunció Jesús y, por otra, en el carácter de la revelación como profecía.

[56] Adolf von Harnack: «Ninguna comunidad se ha introducido de manera tan esplendorosa en la historia de la Iglesia como la romana gracias a la primera carta de Clemente». Clemente (cap. 59,1) escribe, por ejemplo: «Quien no obedezca a lo que Dios ha dicho por medio de nosotros, debe saber que cae en pecado».

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