conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » I.- Antigüedad: La Iglesia en el Mundo Greco-Romano » Primera época.- La Iglesia en el Imperio Romano Pagano » Período segundo.- Enfrentamiento de la Iglesia con el Paganismo y la Herejia. Estructura Interna

§19.- Profesion de Fe y Sacramentos en los Primeros Tiempos de la Iglesia

1. Los elementos positivos que llevaron al cristianismo a la victoria sobre el Estado y la religiosidad paganos los encontraron los gentiles más en la vida de los cristianos que en sus escritos y doctrina. En el cristianismo primitivo, la renovación de la vida moral y religiosa era inseparable de la verdadera profesión de fe. La unidad de fe y de vida era su grandeza y su victoria.

a) En la persecución sucedía que un pagano se confesaba repentinamente cristiano. El martirio (bautismo de sangre) sustituía entonces al sacramento del bautismo y toda otra preparación externa. Pero los cristianos, por lo regular, observaban el principio de «guardar bien el arcano del rey» (cf. 1 Tim 3,9; Dn 2,18ss) y a nadie familiarizaban plenamente con los santos misterios sino después de una suficiente preparación. Como es natural, esta instrucción fue con el tiempo diferenciándose y complicándose. Al principio, la profesión de fe pudo muy bien reducirse a una sola frase, la del centurión al pie de la cruz: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios» (Mt 27,54). A medida que la doctrina fue siendo fijada, explicada por la teología y amenazada por la herejía, hubo que atenerse más estrictamente a las directrices señaladas.

b) Durante el tiempo de preparación para la entrada en la Iglesia (=catecumenado) los catecúmenos sólo podían asistir a la primera parte de la misa; no eran admitidos a la celebración de la eucaristía. Después de las tristes experiencias con los muchos lapsi y cuando comenzó a enfriarse el fervor religioso (como insistentemente lamenta Orígenes) y los gnósticos empezaron a difundir sus doctrinas erróneas, la Iglesia se volvió más cauta en la admisión de nuevos miembros; el tiempo de preparación, antes breve, se prolongó (arcani disciplina, disciplina de arcano); sólo a los iniciados se les enseñaban todos los misterios y todas las oraciones (símbolo, padrenuestro y canon de la misa) y el sentido de las palabras y signos misteriosos. Después de hacer la profesión de fe (sustancialmente nuestro actual símbolo de los apóstoles, ya en el siglo I), los catecúmenos eran admitidos por el bautismo en la Iglesia. El bautismo se administraba solemnemente, después de un tiempo de ayuno preparatorio, en la noche de Pascua y de Pentecostés por inmersión, y a ser posible en agua comente, aunque también por infusión, trazando la señal de la cruz en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Algunos diferían la recepción del bautismo por largo tiempo; otros incluso hasta el fin de su vida, para poder morir en estado de absoluta pureza; otros, en fin, por falta de seriedad moral.

2. Hasta el año 400, el bautismo de los niños está poco documentado. El Nuevo Testamento no lo menciona, todo lo más alude a él cuando se dice que alguien creyó y se hizo bautizar con «toda su familia» (Hch 16,15.33).

Éste es uno de los casos en que el Nuevo Testamento, por falta de precisión, nos deja perplejos, cuando una indicación clara a este respecto habría ahorrado a la cristiandad infinitas dificultades y trabas en su desarrollo. Mas el crecimiento del reino de Dios obedece a grandes leyes fundamentales, y esto es lo contrario de una fijación literal inicial de todos los detalles. Tampoco consta en ninguna parte que haya sido escrito todo lo que predicaron Jesús y sus apóstoles. Orígenes, por ejemplo, invoca una tradición apostólica que no está transcrita. Así, pues, hay que tomar en serio la evolución en la Iglesia: la prometida conducción a la verdad completa por el Espíritu Santo deja el camino abierto para que ciertas revelaciones, contenidas en germen o implícitamente en la predicación de Jesús, en el transcurso del tiempo y bajo la guía del Espíritu Santo se condensen en fórmulas más explícitas. La predicación del bautismo va toda ella envuelta en la fe, que todo lo sostiene; por tanto, se dirige a los adultos. Y, sin embargo, el mandato del bautismo es para todos.

Los bautizados eran inmediatamente admitidos a la eucaristía y recibían luego la imposición de manos del obispo (confirmación). Así, Pedro y Juan llegaron a Samaria e «impusieron las manos» a los que habían sido bautizados por Felipe «y éstos recibieron el Espíritu Santo» (Hch 8,17). Tertuliano, a fines del siglo II, y Cipriano, a mediados del siglo III, conocen también esta conexión, que todavía hoy se mantiene vigente en la Iglesia oriental.

3. Una vez que los cristianos se separaron de la comunidad judía y se abstuvieron del servicio del templo, organizaron su servicio divino siguiendo el modelo judío: lectura de las Sagradas Escrituras y predicación (así, Pablo, Hch 20,7ss); a esto se añadía la «fracción del pan», o sea, la celebración eucarística de la cena del Señor. Algunas indicaciones sobre la liturgia de la Iglesia primitiva se hallan en el pasaje escriturístico recién mencionado. A partir del siglo III (larga paz, suficientes bienes de las comunidades, importantes relaciones políticas), la Iglesia tuvo sus propios edificios de culto.

Todo lo que sabemos del servicio litúrgico de los cristianos en los siglos I y II evidencia una gran sobriedad y sencillez, que armoniza perfectamente con la atmósfera de los evangelios y en especial con el lenguaje de Jesús. Hasta que no penetra el sentir y pensar helenista (cf., por ejemplo, Clemente de Alejandría y Orígenes) no crece el pathos. La cena se recibía bajo las dos especies de pan y vino. Entre los elementos consagrados Justino también menciona el agua. El pan sagrado se daba a los comulgantes en la mano (en tiempos de persecución se lo llevaban a casa). La celebración de la santa cena tenía lugar al anochecer. Para evitar los inconvenientes que se producían por una excesiva prolongación durante la noche, ya en el siglo II se trasladó a la mañana.

4. Ya en la Doctrina de los doce apóstoles, la llamada Didajé (todo lo más tarde de la primera mitad del siglo II), la eucaristía se conoce con el nombre de sacrificio (cf. también Ignacio de Antioquía). Asimismo, otros maestros de los siglos II y III, como Justino, Ireneo («el nuevo sacrificio de la nueva alianza»), Clemente de Alejandría y muchas veces el inagotable Tertuliano, ratifican esta doctrina. Algunas de sus afirmaciones no expresan el carácter sacrificial con tanta exactitud como lo hacen las palabras de institución de Jesús la víspera de su pasión[57] y las de Pablo[58] con su esencial relación con la muerte del Señor. No siempre es seguro que con la palabra «sacrificio» se entienda la eucaristía, y no las ofrendas presentadas y destinadas al ágape. Pero a la luz de la predicación neotestamentaria, de todos conocida, los textos cobran suficiente claridad. En Ireneo la afirmación es totalmente categórica.

La ulterior evolución de la liturgia fue así: al principio existía una forma fundamental doble: por una parte, la cena cultual propiamente dicha en la vigilia del domingo, y luego, en la mañana del domingo, una liturgia de la palabra y de la oración. En Oriente sólo se tenía misa los domingos; en Occidente la hubo muy pronto también los días laborables. Hacia el año 200 se celebraba misa diaria en algunos lugares; lo sabemos por Orígenes y Cipriano. La celebración eucarística se continuaba originariamente con un verdadero banquete, el ágape (cf. a este respecto Pablo, 1 Cor 11,20ss, y Orígenes contra Celso). Este banquete quedó muy pronto separado de la celebración eucarística propiamente dicha. Con todo, se mantuvo hasta el siglo IV. Cuando la celebración eucarística fue trasladada de la vigilia a la mañana, quedó naturalmente unida a la liturgia de la palabra, hasta entonces celebrada aparte. Era una antigua costumbre que cada uno aportase lo necesario para el banquete cultual. También hacía esto la primitiva comunidad cristiana; de aquí proviene el ofertorio.

Aunque los dones y la oración del hombre intervenían en la oración sacra, sin embargo, por «sacrificio de la nueva alianza» en general no se entendía un sacrificio hecho por obra del hombre: la eucaristía es la actualización del único sacrificio de la cruz de Cristo. Es Cristo quien se ofrece a sí mismo al Padre celestial. Sacerdote y comunidad sólo son instrumentos, ocasión, lugar de esta cena conmemorativa.

5. Para la celebración de la eucaristía sólo existían unas directrices generales, algo así como un esquema, al que todos se atenían fielmente; sin embargo, el obispo celebrante podía, y debía, formular libremente las oraciones. Lo que importaba era el contenido y el sentido, no el texto estereotipado[59]. Sólo más tarde (aunque esporádicamente ya desde principios del siglo III) se emplearon exclusivamente textos ya preparados.

a) La lengua litúrgica de los primeros siglos fue el griego. Resultaba evidente que las oraciones debían ser entendidas por los concelebrantes. Dado que el cristianismo en Roma, por ejemplo, había penetrado principalmente en círculos procedentes del Oriente (¿de la sinagoga helenista de Antioquía?), también allí el oficio divino se celebraba en griego (así como en Armenia se celebraba en armenio y en Egipto en copto). Cuando el latín llegó a ser el lenguaje usual universal, la liturgia, sin embargo, no lo adoptó inmediatamente; como lengua litúrgica sólo se impuso en Roma a partir del siglo IV.

Es importante notar cuán fuertemente se expresaba la unidad de la comunidad en la celebración de una única eucaristía por el único obispo. De la iglesia principal se llevaba el pan a las restantes iglesias. Más tarde, en las grandes ciudades hubo varias iglesias principales (en Roma las llamadas iglesias titulares).

b) También para la liturgia cristiana, tal como la celebraba la Iglesia primitiva, vale decir que se había cumplido el tiempo, que Jesús había traído la plenitud y que la liturgia cristiana participaba del prometido crecimiento, alimentada por el suelo patrio de las diversas culturas en cuyo ámbito se celebraba. El desarrollado culto de los judíos Jesús lo perfeccionó, por una parte, espiritualizándolo y, por otra, verificando una conexión esencial mucho mayor con la gracia divina, es decir, mediante su doctrina de la oración en espíritu y en verdad y mediante la última cena como banquete sacrificial, como comida, redentora y vivificadora, de su cuerpo y de su sangre. Por los misterios, por las comidas mistéricas y por la unión mística y física con la divinidad que allí celebraban, podían los paganos llegar a comprender el culto cristiano. Y, al contrario, también de aquellas prácticas podía aprovecharse mucho no sólo para realzar el aspecto externo y la ornamentación, sino también para profundizar con ayuda de los símbolos. En efecto, la Iglesia vuelve a efectuar una sabia síntesis: acepta el mundo imaginativo místico, cargado de concepto y sentimiento, y a la par anuncia una fe determinada, formulada en misterios y dogmas, pero también presentada en un culto rico y sugerente.

6. La fiesta cristiana desde siempre, y la única durante mucho tiempo, era la fiesta de la Pascua, que duraba cincuenta días. El misterio pascual constituía también el verdadero carácter festivo del domingo. Pentecostés también pertenecía a ella. Sólo en el siglo IV fue poco a poco tomando forma el calendario cristiano; se añadieron los días conmemorativos de los mártires, la Natividad del Señor y la fiesta oriental de la Epifanía.

a) Lo significativo y característico de la oración litúrgica de la Iglesia primitiva es el puesto que Cristo ocupa en ella, la orientación fundamental de las oraciones. Estas se dirigen casi exclusivamente al Padre, destacando en su formulación el puesto mediador del Hijo («por Cristo nuestro Señor»). Sólo las controversias arrianas del siglo IV dieron origen a un cambio radical.

No hay que olvidar la característica general de la antigua oración litúrgica; ésta, a diferencia de la oración moderna individualista, es «objetiva», concisa, está transida de una íntima y sosegada «contemplación».

Los cristianos santificaban el día mediante la oración frecuente. El mandato del Señor de orar continuamente (Lc 18,1) se cumplía en su vida, y más que nada en una actitud de fe que impregnaba toda su vida del amor a Dios y al prójimo y la mantenía en unión con el Señor. Pero, según nos refiere Tertuliano, los cristianos de su época en el norte de África cumplían este precepto al pie de la letra. El mismo cuenta que, además de los tres tiempos de oración diaria[60], todo tipo de acción lo iniciaban o acompañaban con el «pequeño signo» (señal de la cruz en la frente). La señal de la cruz hecha con fe encierra para él una auténtica fuerza milagrosa, y por ella está convencido de poder superar hasta la enfermedad y el veneno.

Una forma especial de celebración religiosa era el ayuno. Se ayunaba el miércoles y el viernes de todas las semanas (días estacionales)[61] y en los días que precedían inmediatamente a la Pascua. En el siglo III se inició el ayuno de cuarenta días.

b) El servicio litúrgico fue durante muchos siglos la auténtica, y a veces la única, forma de pastoral. Todavía al término de la Antigüedad cristiana era inteligible para todos, tanto en el lenguaje como en los ritos. Las lecturas de la misa dominical y del servicio litúrgico cotidiano, matutino y vespertino, descubrían las Sagradas Escrituras a toda la comunidad. La comunión fue, por lo menos en Occidente, aún por largo tiempo cosa de todo el pueblo.

7. Para la formación de los presbíteros y obispos titulares y de los nacientes ministerios menores, es decir, para lo que hoy llamaríamos la formación del clero, hubo varios ensayos en diversas regiones de la ecumene. Para la predicación pastoral propiamente dicha podemos suponer que los designados elegirían compañeros que, parte por sus predicaciones, parte por el trato personal con ellos, estaban ya iniciados en la revelación, así como Marcos era compañero de Pedro o como Pablo nombra algunos de sus colaboradores. Por otra parte, en el ámbito de la cultura romano-helenista, como también en el judaísmo, todo el mundo estaba familiarizado con la idea de una especial formación en la ciencia divina. Era natural que la Iglesia aprovechase esta posibilidad. En consecuencia, ya a partir del siglo II en las iglesias mayores había escuelas de catequistas, que indirectamente servían también para la instrucción del clero (intelectualmente estaban al máximo nivel: Alejandría, Edesa, Antioquía, § 15).

La gloria de las primeras comunidades cristianas era la pureza de costumbres y el amor fraterno. De ambas cosas tenemos conmovedoras descripciones en los escritores cristianos (Hechos de los Apóstoles, los apologetas) y paganos (Plinio a Trajano, Luciano, Galeno). Esta moralidad no solamente era mucho mayor que la de los paganos; era algo diferente: una militia Christi; su caritas era un estar arraigado en el Señor y hacerle bien a él en los que sufrían (Mt 26,30-46). Como soldados suyos, los cristianos luchaban contra el demonio, contra las pasiones y el error, y estaban vigilantes. El cuidado de los hermanos estaba organizado (cf. ya Rom 16,1; 1 Tim 5,9 y Hch 4,35; 6,2ss, entre otros); y había una especial preocupación por los que sufrían por causa de la fe. También los paganos conocían el nombre de hermano, pero apenas nada el verdadero amor fraterno.

8. Cuando se deterioraba la moral, la penitencia eclesiástica cumplía su función expiatoria. Para los pecados graves (apostasía, homicidio, adulterio) había una confesión pública (exhomologesis) y una penitencia pública[62]. La confesión en la Antigüedad cristiana no estaba ni mucho menos tan individualizada y desgajada de la disciplina general de la Iglesia como lo ha estado después hasta hoy. El concepto de la esencial santidad de la Iglesia estaba todavía muy hondamente presente en la conciencia de los cristianos. A veces llegó a discutirse vivamente si tras una caída grave es posible reconciliarse más de una vez (cf. § 17). Los penitentes públicos no recibían la sagrada eucaristía. El tiempo de la penitencia se abreviaba a veces por la intercesión de confesores o mártires[63] (precedente de las indulgencias). La readmisión (reconciliatio) tenía lugar el Jueves Santo.

Al lado de esta praxis penitencial «oficial», a la que todo cristiano estaba sometido, se desarrolló, particularmente en el monacato o en conexión con él (cf. § 32), la posibilidad de una dirección espiritual personal: el oprimido o abatido por sus pecados se dirigía en busca de consejo, ayuda e intercesión a su padre «espiritual», quien lo encaminaba a la penitencia y con ello al perdón de la culpa. Aquí no se buscaba el poder sacramental, sino el enriquecimiento espiritual particular: al principio los monjes eran en su mayoría legos. Se comprende que en torno a la práctica de la penitencia y al poder de perdonar los pecados surgiesen muchas desavenencias entre monjes y sacerdotes (sobre todo en Oriente); la confesión auricular, en su forma fijada más tarde, tiende a abarcar ambas cosas: la dirección espiritual y consejo personal y el perdón sacramental.

Notas

[57] «Que se entrega en remisión de los pecados... por los apóstoles y por muchos»; «Cuerpo y Sangre de la nueva y eterna alianza» (Mt 26,28ss; Mc 14,22ss; Lc 22, 19ss).

[58] «Cuerpo y Sangre del Señor» (1 Cor 11,23ss).

[59] En todas partes aparece el relato de la institución en el centro de celebración eucarística, como también la petición de la actuación consecratoria del Espíritu Santo (epiclesis) y el recuerdo de la pasión, resurrección y ascensión del Señor (anamnesis), a lo cual aún se añadían oraciones por la aceptación de las ofrendas y preces por los vivos y difuntos.

[60] La Didajé también nos habla de una oración rezada tres veces al día (la del padrenuestro).

[61] La expresión está tomada del lenguaje militar = el día en que uno está de guardia espiritualmente (statio). La liturgia estacional era la que se celebraba en las diversas «estaciones», por turno en las diversas iglesias de Roma, presidida Por el papa o uno de sus vicarios.

[62] Siempre que se tratase de pecados públicos, esta confesión era, desde luego, individual. Se discute si, fuera de este caso, había también una confesión pública individual. León I, en un decreto oficial, se pronunció muy duramente contra la costumbre de leer públicamente los pecados de cada uno de los penitentes; el estado de conciencia particular basta con darlo a conocer a los presbíteros en una «confesión secreta» (Poschmann).

[63] Esta intercesión existía también en forma escrita, esto es, al penitente se le entregaba un libellus pacis.

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