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§24.- Desarrollo de la Estructura de la Iglesia
1. El paganismo y con él el Imperio romano, básicamente pagano, no desaparecieron sin haber dejado en su mayor parte a la Iglesia, la potencia del futuro, todo lo valioso que poseían. Lo mismo que los grandes y pequeños escritores eclesiásticos se habían nutrido abundantemente de la riqueza espiritual del paganismo (conocimientos filosóficos y literatura), así también pasaron a la Iglesia las formas constitucionales del imperio. Esta fue la última gran gesta del decadente imperio universal. No pecamos de exagerados al ponderar su decisiva influencia sobre la nueva unión política y político-eclesiástica que habría de conseguirse más tarde como presupuesto básico del futuro Occidente tras la disgregación de la antigua unidad.
La Iglesia desarrolla su estructura fundamental instituida por Cristo siguiendo la constitución del imperio en los siguientes elementos y formas:
a) Las comunidades cristianas al principio fueron exclusivamente comunidades urbanas, bajo un solo obispo (§ 18). De esta manera la zona urbana (civitas), o bien la parroquia urbana (parochia), era lo que más tarde se llamó diócesis o sede episcopal; las zonas circunvecinas, que generalmente eran evangelizadas desde la ciudad, estaban naturalmente sujetas a su vigilancia espiritual. Para este fin, acabadas las persecuciones, se designaron obispos rurales[11] en cuyo lugar actuaron después sacerdotes por encargo del obispo. En el Oriente, desde muy pronto, algunas iglesias urbanas fueron confiadas a los presbíteros. Cuanto más se difundía el mensaje cristiano y cuanto mayor y más variada era la actividad de los sacerdotes en el campo, tanto más independientes se hicieron ambos: las parroquias rurales y los párrocos. El establecimiento de parroquias rurales tuvo lugar en Occidente hacia los siglos V-VI. Por subdivisión de estos distritos se multiplicaron las parroquias, al mismo tiempo que el presbítero que al principio estaba al frente de la única parroquia (arcipreste) ganaba una cierta autoridad. En las ciudades, hasta el siglo XI, la liturgia eucarística la celebraba sólo el obispo, acompañado de los presbíteros.
b) Los eclesiásticos eran ordenados para una iglesia determinada y en ella debían permanecer. Generalmente, también era el sacerdote de esta iglesia quien les formaba.
A partir del siglo V eran admitidos al estado clerical solamente los libres. (Prescindimos aquí de la evolución medieval). Por el contrario, en los primeros siglos también eran diáconos y presbíteros los esclavos y los libertos; el papa Calixto I (217-222) había sido esclavo. León I prohibió expresamente que un esclavo fuera nombrado obispo. Como motivo aduce que el que ha de obligarse al servicio divino debe estar libre de otras obligaciones. Este cambio de actitud vino condicionado por la incorporación de la Iglesia a la sociedad y al Estado, pero no fue, ni mucho menos, una muestra de profundización y realización del espíritu evangélico.
Los eclesiásticos vivían del trabajo de sus manos (artesanía y agricultura; el comercio estaba al principio autorizado, pero luego fue prohibido), pero todos participaban de los bienes eclesiásticos, que crecían rápidamente. A esto se han de añadir los diezmos.
c) La provincia eclesiástica correspondía a la provincia estatal con su gobernador a la cabeza. El obispo de la capital (metrópoli) se convirtió en metropolitano, y a él correspondía un cierto derecho de vigilancia sobre los obispos de la provincia. Convocaba los sínodos provinciales en su ciudad y los presidía. El Concilio de Nicea, por ejemplo, dictó normas sobre las atribuciones del metropolitano.
d) Finalmente, también en la Iglesia oriental se llegó a una amplia uniformidad. A imitación de las diócesis del imperio con su gobernador imperial al frente, se crearon allí exarcados o patriarcados. Eran iglesias cuya tradicional influencia se extendía desde antiguo más allá de la provincia (lo mismo que el poder jurídico de las respectivas ciudades también dominaba políticamente los territorios limítrofes): Antioquía y Alejandría. A éstas se añadió más tarde Constantinopla y en el año 451, durante el Concilio de Calcedonia, Jerusalén. En Occidente no existió esta división: el papa era considerado el patriarca de Occidente. Lo cual fue muy importante para la unidad de la Iglesia occidental.
2. El obispo dirigía la vida entera de la comunidad. En las ciudades había desde hacía mucho tiempo una domus ecclesiae: casa de Dios, casa de la comunidad, casa del obispo. Todavía en el siglo IV no encontramos en las ciudades más que una sola iglesia, la del obispo. El obispo era también el alma de la actividad caritativa. Ya en el siglo IV ejercía sobre los eclesiásticos una jurisdicción reconocida por el Estado. El mismo emperador Justiniano, cuando se trataba de una querella contra un eclesiástico, remitía incluso a los seglares al dictamen del juez eclesiástico. En el turbulento período de las primeras migraciones, en todas partes eran los obispos los puntales de la resistencia contra los barbari invasores (§ 33) y después, tras la victoria de éstos, los defensores de la población local frente a los nuevos señores.
El obispo no debía ser llamado directamente desde el estado seglar, sino que tenía que recorrer la escala de los distintos ministerios. Su elección la efectuaba el pueblo y los obispos de la provincia, aunque en el Oriente la influencia de la comunidad en la elección decreció rápidamente.
En religión, moral, política y economía: en todos los ámbitos de la vida pública crece la influencia del clero. Gracias a su elevada formación y a su influencia sobre el pueblo, los obispos asumen en seguida otros quehaceres superiores, antes desempeñados por funcionarios políticos. El clero hace su entrada en la esfera política. Desde un puesto de servidor de la política poco a poco se eleva, en Occidente, hasta una cierta independencia frente al Estado. Se anuncia ya la posición del clero en la Edad Media. La postura de san Ambrosio, que apoyado únicamente en su poder espiritual pudo atreverse a prohibir a todo un emperador romano (Teodosio) la entrada en su iglesia y a imponerle una humillante penitencia, muestra la enorme diferencia que por efecto de la potencia espiritual de la sacralidad cristiana media entre las dos épocas, la cristiana y la pagana.
Y, por fin, en el año 494, nos encontramos con un pensamiento absolutamente inimaginable para el hombre antiguo. El papa Gelasio I, en una carta dirigida al emperador Anastasio, declara que el poder espiritual es completamente independiente del poder temporal.
Esto, por supuesto, era sólo un programa que por muchos siglos ni siquiera en Occidente llegó a realizarse (entre otras cosas porque, de un modo u otro, siguió vigente el sacerdocio real del soberano temporal).
3. La necesidad de regular unitariamente las cuestiones disputadas doctrinales, disciplinarias y culturales, así como la de proteger, reforzar o restablecer, por deseo e interés del emperador, la unidad de la Iglesia (¡base de la unidad política!), dio origen a la convocación de sínodos imperiales generales.
a) A estas asambleas eran llamados los obispos de toda la ecumene, es decir, de todo el mundo entonces conocido (de ahí el nombre de «concilios ecuménicos»). La convocatoria la hacía el emperador, quien también ejercía un influjo decisivo en su desarrollo. Los órganos estatales cuidaban de la seguridad exterior y del orden. El Estado daba facilidades para el viaje y la estancia. Los ocho primeros sínodos imperiales[12] se celebraron en Oriente, precisamente -lo cual es muy importante- en las cercanías de la residencia imperial. En ninguno de ellos participó un papa directamente; de ordinario solía estar representado por sus legados. En el Concilio de Constantinopla, convocado por Teodosio en el año 381 (un año después de la aniquilación oficial del arrianismo), sólo estuvieron presentes los obispos orientales, sin ninguna representación del papa.
Para comprender del todo la función de los concilios en la historia de la Iglesia hay que tener presente que en ellos, sustancialmente, se trataba de problemas dogmáticos y de su formulación teológica, como ya hemos indicado, pero también que su ambiente en ningún caso estaba exclusivamente, ni siquiera principalmente, orientado a lo académico-teológico. Las discusiones tenían un fuerte sello político y político-eclesiástico; se desarrollaban (sobre todo a partir del siglo V) con toda viveza y colorido entre los partidos e incluso las facciones, que se agrupaban unos en torno al patriarca de Alejandría, otros en torno al obispo de Jerusalén y otros en torno al patriarca de Antioquía o de Constantinopla. En Éfeso, por ejemplo, en el año 431, son las discusiones entre los partidarios de Cirilo de Alejandría y los partidarios de Nestorio de Constantinopla, respaldados por los representantes de la corte imperial, las que dan fuerte relieve al cuadro. En tales discusiones Antioquía era el portavoz de Oriente y Alejandría de Occidente. Necesario es recalcar el entramado político y político-eclesiástico de aquellas discusiones por las enormes consecuencias que de ahí se siguieron para la historia de la Iglesia y especialmente por la escisión que ellas mismas contribuyeron a provocar entre la Iglesia oriental y occidental. El hecho de poner esto de relieve, sin embargo, no debe llevarnos a infravalorar la importancia teológico-dogmática de estos concilios, que nunca será ponderada lo suficiente.
b) Importancia especial corresponde al primer Concilio de Nicea (325), convocado por Constantino. Gracias a su decisión respecto a la relación de la divinidad del Padre y del Hijo (§ 26) se salvó la tradición revelada. La divinidad del Hijo, esto es, del Redentor, fue definida como doctrina obligatoria, con lo que quedó afianzada para siempre la base de la teología de la redención. Especialmente con el empleo del término homoousios (consustancial), la cultura griega resultó ser un magnífico sostén de la fe cristiana.
Esto vale sin limitación alguna para el Occidente, donde la palabra se tradujo por consubstantialis; en cambio, en el Oriente muchos que confesaban la plena divinidad del Hijo rechazaron precisamente este término no bíblico[13] desde hacía mucho tiempo discutido, pues barruntaban en él cierta concepción modalista (§ 16) en la línea de la ya varias veces condenada doctrina de Pablo de Samosata y de Sibelio (hacia el año 260). El mismo Atanasio mostró al principio cierta reserva respecto a esta expresión. El suceso es altamente significativo, porque nos pone de manifiesto la relación, importantísima para la unidad de la Iglesia como, al revés, para las posibles escisiones, que existe entre doctrina y fórmula doctrinal, entre doctrina y lenguaje. En casi todas las controversias doctrinales de tiempos posteriores, como también en todo intento de superar las escisiones eclesiales y hasta en el actual movimiento Una-Sancta, este problema desempeña un papel extraordinariamente importante. Una y otra vez se puede comprobar que unas mismas expresiones querían decir cosas diferentes; pero también que algunos, con diferentes fórmulas, querían expresar lo mismo que sus adversarios (cf. § 29).
4. El patriarca de Occidente, obispo de Roma, cabeza de la única Iglesia apostólica de Occidente, no tenía ningún rival que con parecida autoridad hubiera podido reivindicar su independencia en la línea de una fundación apostólica, como, por ejemplo, Antioquía en Oriente. Por eso pudo, casi sin obstáculos, consolidar su posición como sucesor de Pedro, la piedra fundamental de la Iglesia designada por Jesús. No obstante, también Roma tuvo oponentes eventuales en Cartago (siglo III), Arlés, Milán (siglo VI; véase § 27) y St. Denis (siglo IX); cf. también Aquileya (con título de patriarcado).
Los obispos romanos se mostraron como verdaderos vigilantes de la ortodoxia en estos tiempos de controversias sobre la fe. (Las disputas doctrinales de los tres primeros siglos se decidieron casi todas en Roma, por ejemplo, la readmisión de los fornicarios y los lapsi, y otro tanto la controversia del bautismo de los herejes. Otras decisiones deben a Roma su confirmación definitiva, por ejemplo, la fijación del canon de la Sagrada Escritura). La prioridad romana fue solemnemente reconocida por vez primera en el Sínodo de Sárdica (343), al atribuir al obispo de Roma (invocando la fundación de la Iglesia de Roma por Pedro) la facultad de comprobar cualquier deposición de un obispo decretada por un sínodo y, dado el caso, rechazarla.
Incluso herejes (como Nestorio y Eutiques) reconocieron indirectamente la importancia y la autoridad del obispo de Roma, al procurar que en Roma sobre todo fuesen atendidas sus opiniones. También los Sínodos de Constantinopla y de Calcedonia confirmaron (en el sentido ya señalado) la alta posición de los obispos de Roma. La duración de los pontificados en estos tiempos era generalmente corta, su número grande y su importancia individual escasa. Muchos fueron los papas que se ocuparon de las controversias contra los herejes (arrianismo, nestorianismo, monofisismo).
En esta época no existía todavía una titulación especial para el papa. Toda una serie de calificativos, que más tarde sólo se aplicarían al papa, se aplicaban entonces también a los demás obispos. Sin embargo, a partir del siglo VI la expresión «papa» comenzó a reservarse en exclusiva para el obispo de Roma. Pero la poca trascendencia que este título comportaba respecto a la autoconciencia de los grandes papas queda claramente demostrada con el ejemplo del humilde Gregorio I. Evidentemente hay un contraste abismal, al menos en el plano teórico-abstracto, entre esta postura y la alta conciencia que de sí mismos tuvieron Gregorio VII y muchos de sus sucesores.
El gran oponente del papa era el emperador romano. Cuanto más atenazado se encontraba el patriarca de Constantinopla por el poder del emperador, tanto más fácilmente el poder de este obispo, crecido por efecto de las decisiones de los Concilios de Constantinopla y de Calcedonia, comportaba un incremento del poder eclesiástico del emperador. Surgió entonces el peligro de que toda la Iglesia cayese en manos del Estado. Frente a todo ello, el primado del obispo de Roma significaba, en última instancia, nada menos que la salvación de la libertad de la Iglesia. Sin Roma, y considerado desde el punto de vista histórico, no se hubiera dado a la larga un gobierno autónomo espiritual de la Iglesia.
5. En este tiempo la figura más significativa en la cátedra de Pedro fue León I el Grande (440-461). Vivió en medio de violentas luchas externas e internas (caída del Imperio, irrupción de los bárbaros, monofisismo). Su figura pervive en la historia por la sublime escena de Mantua (452), donde León, sólo en cuanto jefe espiritual y eclesiástico, desarmado, consiguió la retirada del feroz Atila: impresionante muestra de su eminente grandeza y del poder espiritual por él representado[14]. Era un auténtico romano, representante del imperio, y un verdadero papa; consciente de la misión de Roma y del primado romano y, por consi guiente, hondamente preocupado de ejercer realmente la dirección de la Iglesia universal. En el Concilio de Calcedonia (451), tras un sinnúmero de intrigas por la parte contraria, logró por fin con una de sus célebres cartas dogmáticas (al patriarca Flaviano de Constantinopla) la condena del patriarca de Alejandría y la recusación de su doctrina monofisita. Tras su victoriosa lucha contra el intento de Hilario de Arlés († 449) de crear un gobierno eclesiástico independiente de Roma, Valentiniano III, con su edicto del año 445, le confirmó el primado de la silla de Pedro sobre todo el Occidente. Ningún otro obispo de Roma antes de él había sido tan consciente de este poder espiritual universal. Mas esta conciencia de poder quedó equilibrada en la síntesis católica en conformidad con 1 Pe 5,2: «Sin disminuir la autoridad de los superiores ni reducir la libertad de los inferiores».
De León I provienen, además de las mencionadas cartas, tan importantes para la historia eclesiástica y dogmática, una serie de vibrantes homilías de corte clásico.
El papa Gregorio Magno (590-604), que aún podría agregarse a esta época, pertenece más bien a la siguiente. Es el primer papa de la Edad Media.
6. Echando una ojeada retrospectiva, podemos claramente constatar que la conciencia de los obispos romanos sobre su posición primacial crece con el ejercicio. Pero su evolución no dependió ni propia ni exclusivamente de la posibilidad concreta de imponer victoriosamente la idea de la supremacía papal sobre los demás obispos. La idea defendida por Johannes Haller, según la cual el papado se entiende como una pura categoría política, pasa por alto los datos comprobables del Nuevo Testamento y su correspondiente contenido religioso respecto a la idea y verificación del primado papal. Ciertos supuestos esenciales de la evolución de la familia eclesiástica romana son para sus miembros, por tradición viva e ininterrumpida, evidentes. El extraño que pretenda emitir juicio sobre esta familia debe esforzarse por penetrar en el modo como se entienden esas evidencias y no olvidarlas en el análisis.
Notas
[11] Por el término griego Xcbpa, que signifIca «región», fueron llamados «corepíscopos» (obispos rurales). La institución se mantuvo en el Occidente, en los territorios germánicos, por necesidades de la evangelización, hasta el siglo X, y algunos residuos hasta los siglos XI y XII.
[12] Son los siete concilios ecuménicos (429) (cf. § 27) y el llamado «Sínodo de los ladrones»
[13] Los gnósticos y Pablo de Samosata, de ideas monarquianas, ya lo habían empleado. En un sínodo celebrado contra este último en el año 268, esta expresión fue incluso condenada directamente. (Pablo de Samosata, desde el año 260 aproximadamente, era obispo de Antioquía y gobernador de la reina de Palmira; Antioquía fue conquistada en el año 272 por el emperador Aureliano).
[14] Un encuentro parecido de León con Genserico, rey de los vándalos, tuvo lugar en el año 455; el papa pudo librar a Roma del incendio y de los asesinatos, pero tuvo que permitir un saqueo dentro de un plazo limitado.
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