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§25.- Fe y Formulacion de los Dogmas
1. Jesús había predicado una fe exclusivamente religiosa en una forma únicamente religiosa. Nos trajo una revelación divina, esto es, nos comunicó unas verdades celestiales que nuestro entendimiento nunca hubiera podido encontrar por sí solo y que tampoco ahora era capaz de comprender en su verdadero sentido. No presentó sus enseñanzas en un lenguaje académico, teórico o abstracto, sino en un lenguaje vivo, ético-religioso, profético.
Después de los importantes ensayos de Pablo, el primer teólogo cristiano, y de Juan, también los apologetas, Clemente de Alejandría y Orígenes habían tratado de exponer científicamente la fe. Estos primeros intentos hubieron de quedar incompletos, dado que la lucha por la vida frente al Estado en el fuero externo y contra la gnosis en el interno obligaban a la Iglesia a emplear en defenderse sus mejores fuerzas. Sólo en una Iglesia libre podía disponerse de fuerzas suficientes para resolver la gigantesca tarea de la elaboración teológica de la fe. Este trabajo teológico se efectúa, como todo proceso espiritual, gracias al contraste de las diversas opiniones. Pero por sí mismo también tiende a algo ulterior, a un término que por encima de las opiniones en liza coloca la certeza de la única verdad. Esto es lo que en el orden de la fe ocurre cuando la Iglesia define un dogma.
En lo que respecta a los movimientos fideístas de los tiempos primeros, como de los tiempos posteriores (especialmente de los reformadores del siglo XVI), es importante observar que la Iglesia siempre ha mantenido explícitamente la doctrina de que la fe no es sólo confianza, sino también asentimiento. Ya los apologetas del siglo II trataron en sus ensayos de desarrollar esta idea a partir de los evangelios y de Pablo.
La definición de los dogmas a lo largo de los siglos ha sido uno de los grandes procesos vitales de la Iglesia, de decisiva influencia en su desarrollo. Según la fe cristiana, sin duda, es flujo espontáneo de la infalible dirección del Espíritu Santo. Mas también la gracia obra conforme a las circunstancias naturales. Todo lo cual queda confirmado en este caso por la idea antes indicada: la definición del dogma construye sobre el trabajo de la teología dogmática y sus planteamientos. Por eso es necesario tener ideas claras de la naturaleza de este trabajo y de los rasgos generales de su proceso.
Es asimismo significativo que tanto la Iglesia de la Antigüedad como de la Edad Media no pronunciaba tales definiciones sino con suma cautela.
El dogma no se definía para desarrollar luego su doctrina, sino para recusar una falsa interpretación de la doctrina; de este modo se fijaba el verdadero sentido de la doctrina de la Iglesia en cada una de sus partes.
2. Un dogma definido en el sentido indicado es un artículo de fe formulado conceptualmente al que la Iglesia propone como tal con carácter obligatorio para todos.
«Formulado conceptualmente»: con ello se quiere decir que una verdad religiosa, que ya está enunciada en lenguaje sencillo y comprensible (tomado de la Sagrada Escritura), se expresa ahora en un lenguaje más filosófico, más científico. Ejemplos: el Nuevo Testamento nos revela al Padre celestial como Dios y a Jesucristo como Dios. Este hecho de la divinidad de Cristo (ya en el mismo Nuevo Testamento, en el prólogo del Evangelio de Juan, § 6, y entre los apologetas) encuentra una formulación conceptual gracias a la expresión filosófica de Logos. Y la definitiva expresión dogmática se logra en Nicea (325), al proclamar la Iglesia que el Hijo es homoousios (= de la misma esencia) del Padre. Jesús había dicho (Mt 26,26): «Esto es mi cuerpo...». Esta verdad halla su formulación conceptual en la definición de la transustanciación. Los términos «conceptual» y «científico» no deben, en este contexto, ser tomados estrictamente. Tales expresiones, en el fondo, no significan más que esto: que se quiere dar una visión de validez objetiva universal, accesible a todo hombre de buen sentido; pero en ningún caso se piensa en una correspondencia efectiva con el refinado lenguaje técnico filosófico-teológico, aunque la expresión utilizada pertenezca a ese mismo lenguaje. Todo esto que decimos se puede ilustrar con toda la historia de los dogmas, incluida la definición de la transustanciación en el cuarto Concilio de Letrán.
La cuestión fundamental, pues, viene a ser ésta: ¿cómo pasaron las verdades reveladas del sencillo lenguaje de la predicación religiosa a formulaciones más científicas?
3. El punto de arranque es la tradición eclesiástica. Las tentativas de los diversos teólogos o escuelas teológicas de formular científicamente la revelación obtuvieron unos resultados sustancialmente diferentes, según la actitud intelectual inicial de cada uno de ellos o, dicho con otras palabras, según el elemento revelado que despertaba su particular interés y, consiguientemente, se convertía en punto de partida de sus reflexiones; es decir, según el punto o aspecto que les hacía abordar el problema. Todas las posibilidades viables para dar explicación a un punto doctrinal han estado, de hecho, representadas por las diferentes escuelas a lo largo de los siglos. De un lado, dentro de la teología eclesiástica, preocupada por mantener íntegro el patrimonio revelado y encontrar para él fórmulas abstractas obligatorias, siempre ha habido divergencias legítimas (los griegos parten de las tres personas, los latinos de la unidad); de otro lado, nunca han faltado herejes que por una determinación subjetivista han destacado bien éste, bien aquel otro elemento de la tradición, en menoscabo de los restantes.
Desde los primeros anuncios del mensaje cristiano nos encontramos repetidamente con esta idea fundamental: no hay más que una verdad cristiana, y sólo la Iglesia con su carisma da testimonio de ella. Por eso la Iglesia ha excluido como herejes a todos los que han expuesto la doctrina cristiana de forma distinta a como ella la entendía.
La misma conciencia se echa de ver en la formulación de los dogmas, en la consiguiente condena de las doctrinas heréticas y en la exclusión de sus representantes de la comunidad eclesial, ¡y naturalmente de la salvación!; aquí incluso se hace patente que esta conciencia es más refleja y está inserta en un contexto más amplio, que con especial claridad deja entrever de qué se trata. Nos hallamos ante el problema que más tarde se habrá de traducir en la cuestión de si la Iglesia es el único camino de salvación.
4. A este estado de cosas se han de añadir otros datos complementarios: con una intensidad sorprendente, ya desde el primer capítulo del Evangelio de Juan, y pasando por Justino y muchos Padres de la Iglesia, incluido el intransigente Agustín, toda una serie de teólogos de la Antigüedad, de la Edad Media y hasta el mismo santo Tomás, sostienen la doctrina de que el Logos y su luz o la fuerza de su gracia ha sido y es participada a todos los hombres desde la creación del mundo. La universal y eficiente voluntad salvífica de Dios es reconocida sin titubeo alguno, valientemente. Tal proclamación no descalifica en ningún caso la doctrina de la necesidad salvífica de la Iglesia; también la doctrina del logos spermatikós se apoya en la fe de la redención por Jesucristo. Y toda gracia antes de la Iglesia y fuera de la Iglesia llega a los hombres únicamente por medio de la Iglesia. Esta doctrina no se asienta de una vez, sino poco a poco, pero su línea evolutiva evidencia claramente una dirección unitaria, que discurre además dentro del mismo ámbito de la Iglesia. La doctrina, en su conjunto, contradice el espíritu de la draconiana consigna propugnada después por los jansenistas: «¡Ni una sola gota de gracia cae sobre los paganos!» (Saint-Cyran). León I, en una de sus homilías, formula básicamente la doctrina católica en estos términos: «El sacramento de la redención de la humanidad no ha estado ausente ni en los tiempos más remotos», «más bien desde la fundación del mundo está instituido un único e inmutable medio de salvación». Fácilmente se comprende la dificultad de delimitar y formular con precisión tan polarizadas divergencias.
Una indeterminación similar se acusa también en el acto con que la Iglesia excluye a uno de su comunión. Jesús, en su predicación, había expresado la idea de la exclusión de diversas formas («sea para ti como un gentil...», Mt 18,17, y viceversa: «Os echarán de las sinagogas...», Jn 16,2).
En la primitiva Iglesia de la época de los apóstoles había verdaderamente exclusión de la Iglesia. En las controversias doctrinales de los siglos II y III encontramos a menudo el mismo fenómeno. A este respecto la mayoría tenía ideas muy estrictas: la exclusión de un hereje lo entregaba a la condenación (cf. el final de la carta del Sínodo de Sárdica a Constantino, o muchas declaraciones de los sínodos africanos concernientes al bautismo de los herejes). Por otra parte, el Concilio de Nicea, en uno de sus cánones, establece que una excomunión episcopal es controlable y, por tanto, corregible. Gracias a las importantes decisiones tomadas por los concilios ecuménicos, a partir del de Nicea, comienza a ser la excomunión uno de los grandes medios de regular la ortodoxia. Pero la idea del alcance de semejante proscripción o excomunión ha sufrido, como ya se dijo, notables oscilaciones a lo largo de los siglos. En la Edad Media, debido a su empleo demasiado frecuente, perdió poco a poco su eficacia, a pesar de sus en parte durísimas formulaciones (cf. la primera excomunión de Enrique IV, § 48).
5. El quehacer teológico dogmático se ocupó primeramente del misterio de fe trinitario y luego del cristológico.
La revelación enseñaba y la fe general de la Iglesia confesaba: I. Un Dios; Padre = Dios; Hijo = Dios; Espíritu Santo = Dios. II. Jesucristo = Dios y hombre.
Con respecto a I, lo indiscutido era la unidad: sólo hay un Dios. Tomando como punto de partida esta unidad, los monarquianos (§ 16,1) no daban importancia, o muy poca, a la divinidad del Hijo; en consecuencia, o bien sostenían que el Hijo estaba totalmente absorbido por el Padre, de modo que el Hijo no era más que una apariencia del Padre (modalistas), y así había sido el Padre quien murió en la cruz (patripasianos); o bien negaban que Cristo era una encarnación de Dios, estando solamente colmado de fuerza (dynamis) divina (dinamistas). Como consecuencia última de esta opinión resultaba que el Hijo no era más que una criatura del Padre. Frente a todo esto, la teología eclesiástica se reafirmó en la unidad de Dios y en la trinidad de personas divinas, encontrando para ello la fórmula de que el Hijo es consustancial al Padre.
Con respecto a II, el punto de arranque de las controversias sobre este tema vino a ser la afirmación eclesiástica de la divinidad del Cristo que nos ha redimido. Cristo es uno (el redentor), pero Dios y hombre a la vez. ¿Cómo se ha de entender la unión de las dos naturalezas? ¿Ha sido la humanidad absorbida por la divinidad hecha carne o coexisten ambas naturalezas? Nestorio (§ 27), acentuando la dualidad, puso en peligro la unipersonalidad de Jesús: la divinidad habita en el hombre Jesús como en un templo. Y, viceversa, los monofisitas, partiendo de la unidad, llegaron a negar la integridad de las dos naturalezas; la humanidad es absorbida por la divinidad. La Iglesia, por el contrario, afirma: dos naturalezas en una sola persona divina, esencialmente unidas pero no mezcladas.
6. Tal vez en ningún otro lugar mejor que en la formulación de los dogmas se pueda descubrir la sabia mesura de la Iglesia, su fiel atenimiento al depósito íntegro de la tradición o la Sagrada Escritura y a la Iglesia misma como autora de la síntesis. La herejía, dominada por sus propios impulsos unilaterales filosóficos o espiritualistas o de fanatismo religioso, llegó a constreñir la predicación de la fe por un lado o por su contrario.
La Iglesia fue rechazando la restricción de un lado como del otro y estableciendo como contenido de la fe la íntegra totalidad de las verdades contenidas en la predicación de Jesús y de los apóstoles.
7. Ya hemos visto que en esta época la tarea de la formulación de los dogmas fue realizada exclusivamente por la teología oriental, de acuerdo con su naturaleza (filosófica). Por el contrario, en el Occidente, de acuerdo con el carácter occidental, el trabajo se centró menos en la penetración intelectiva. Los occidentales se dedicaron más a los asuntos prácticos y morales. Mientras los griegos se empeñaban en averiguar el fundamento de la esencia divina y divino-humana, los teólogos occidentales se ocuparon preferentemente del proceso de la salvación: ¿Cómo se salva el hombre? ¿Cómo se conjugan la gracia divina y la voluntad humana?
De capital importancia es el hecho de haberse adoptado en seguida, junto con el griego, el latín como «lengua del mando» (Worringer)[15]. En la Biblia, el contenido de la fe estaba en su mayor parte formulado en griego. Incluso el trabajo de la formulación de los dogmas en Occidente había discurrido (sobre todo en el caso de Agustín) por los cauces de la cultura griega, de la que también participaban los romanos. Sin embargo, la organización de esta fe fue obra exclusiva del genio latino y se realizó en lengua latina. Y otro tanto la configuración de la liturgia en Occidente. El latín, a partir de la segunda mitad del siglo IV, se convirtió en una especie de paladión de la ortodoxia. Esto es de una importancia decisiva. Nos hallamos ante la única energía espiritual perceptible que en el territorio romano-occidental realmente, aunque inconscientemente, se opuso a la orientalización de la Antigüedad tardía, hasta entonces incuestionablemente aceptada, convirtiéndose así en condición básica para la formación de un Occidente autónomo (H. E. Stier).
No obstante, también el genio de la lengua latina comportó y estableció discrepancias, no siempre fáciles de evitar, con la idea griega de la fe. En particular hubo de resultar difícil guardar exacta correspondencia en griego y en latín de los conceptos fundamentales.
Notas
[15] Desde el siglo IV, la curia adoptó, junto a la forma de las decretales, también la de los mandatos romanos.
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