» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » I.- Antigüedad: La Iglesia en el Mundo Greco-Romano » Segunda época.- La Iglesia en el Imperio Romano «Cristiano» Desde Constantino a la Caida del Imperio Romano de Occidente » §30.- Los Grandes Padres de la Iglesia Latina
II.- Agustin
1. El Imperio romano se había convertido en el marco del desarrollo y robustecimiento de la Iglesia (los cristianos veían en esta coincidencia la ejecución de un plan divino). Bajo la protección del Imperio romano, la Iglesia había comenzado a plasmar la nueva vida cristiana. En el momento en que la parte occidental del Imperio comenzó a tambalearse ante el asalto de los pueblos germánicos y el ocaso de la civilización antigua entró en su fase aguda (§ 32), Dios concedió a su Iglesia un hombre que compendiaba en sí: 1) todo el trabajo realizado en la Iglesia hasta entonces, 2) toda la antigua civilización greco-romana, y que 3) la unificó e incrementó con su eminente y creadora personalidad y santidad, de forma que esta riqueza fue capaz de guiar y regular la formación espiritual y política del nuevo mundo medieval que se avecinaba: Aurelio Agustín.
2. La imponente obra de Agustín se debe ante todo a la poderosa plenitud y creativa profundidad de sus conocimientos espirituales, que lo sitúan al lado de Platón, y al mismo tiempo a su relevante personalidad, caracterizado y fecundado todo ello por una extraordinaria fuerza religiosa. La religiosidad de Agustín era inusitadamente amplia, y se vio realizada e iluminada por la fe cristiana. En su figura hay algo infinitamente atractivo, íntimamente conmovedor, que en nada ha disminuido con el paso de los siglos. Nos hallamos ante un genio como la historia raras veces ha conocido y, a la par, ante un heroico luchador. Por él sabemos de experiencias singulares, que agitan, iluminan y regeneran, de auténticas revoluciones espirituales, religiosas y morales en el verdadero sentido de la palabra. Agustín se hizo cristiano a través de un largo y misterioso proceso, unas veces vistoso y ufano, muchas otras fatigoso y hasta atormentador, en el cual -según sus propias palabras- Dios le buscaba y acabó por atraparlo. Durante un tiempo se abatió sobre él la duda, casi una verdadera desesperación de poder hallar la verdad. La búsqueda apasionada de lo verdadero, la heroica lucha de su voluntad, la experiencia del fracaso moral y de la angustia por el pecado y, finalmente, el feliz refugio en la gracia de Dios, que se transformó en una adoración pletórica de ideas[28], casi inagotable, demuestran una inconcebible riqueza de valores espirituales, más exactamente religiosos y, en definitiva, cristianos. Recorrió, paladeó y sufrió todas las alturas y bajezas de la humanidad, toda su miseria, pero también la dicha de la ciencia universal y de la actividad creadora. Consecuencia de esta búsqueda fue su gran humildad, que le hacía decir a los maniqueos: «Que se irriten contra vosotros aquellos que no han experimentado lo difícil que es hallar la verdad»[29]. Una adecuada caracterización de su íntima profundidad se encuentra en sus propias palabras, más frecuentemente citadas que comprLendidas, que constituyen no sólo el comienzo, sino el manantial del cual brota el sobrecogedor arrebato de sus Confesiones (como reflejo de su evolución): «Intranquilo está nuestro corazón, oh Dios, hasta que descanse en ti». Agustín fue «una de las almas más religiosas que jamás existieron». Toda su vida giró en torno a Dios. Mucho antes de que se diese cuenta, ya lo estaba buscando, una anticipación viviente de las insondables palabras de Pascal: «Tú no me buscarías si no me hubieras encontrado ya». Después de su conversión, Dios fue para él más cercano y más cierto que todo el mundo.
3. Agustín nació el año 354 en Tagaste, Numidia. Su padre era pagano; su madre, a quien veneramos como santa Mónica, era cristiana e hizo que el muchacho fuese admitido entre los catecúmenos. En sus años de estudiante llevó una vida bastante desenfrenada moralmente. Sus Confesiones están llenas del más amargo arrepentimiento de aquel tiempo. Después de terminar fuera sus estudios (se hizo maestro de retórica), comenzó su ya mencionada evolución interna, tan singularmente rica; el estudio le proporcionó toda la cultura de la época, que él pudo asimilar y elaborar creadoramente, dotado como estaba de altas prendas. La primera ocasión de profundizar su pensamiento se la brindó el Hortensius, un escrito filosófico de Cicerón. A los veinte años (desde el año 375), intranquilo y ansioso de verdad, se hizo «oyente» (el grado más bajo) de los maniqueos. Nueve años tardó en deshacerse de esta herejía; pero el maniqueísmo, para su bien, lo convirtió en escéptico. Su inseguridad interior se hizo cada vez mayor, sin dejar por eso de buscar incansablemente la verdad.
En el año 383 llegó a Milán como profesor de retórica. Allí habría de vivir el período más decisivo de su evolución. Antes los relatos de la Sagrada Escritura le habían parecido «cuentos de viejas», pero ahora, bajo la influencia de las homilías de san Ambrosio, la lectura de la Biblia se le tornó una gozosa costumbre. En esta época, el neoplatonismo, a menudo citado por Ambrosio, tuvo en él efectos relajantes. Entonces se le quedaron grabadas para siempre algunas actitudes anímicas y concepciones especulativas fundamentales. De aquí procede tanto su concepto de Dios (= summum bonum) como su religiosidad mística (contemplación de este supremo bien). El neoplatonismo descubrió a Agustín un nuevo mundo religioso suprasensible, una nueva esperanza de redención y comunión con Dios. Este terreno espiritual así preparado fue luego plenamente fecundado por las cartas de san Pablo. Agustín escuchó la llamada de la gracia y a la edad de treinta y tres años, en la noche de Pascua del año 387, se hizo bautizar con su hijo y un amigo de Ambrosio.
Antes de su viaje de regreso al África falleció en Ostia su madre, Mónica (noviembre del año 387). Siguieron luego tres años de soledad en sus posesiones de Tagaste, dedicados a la oración y al estudio; fueron los grandes ejercicios espirituales del santo antes de su heroico trabajo al servicio de la Iglesia. En el año 391 Agustín fue ordenado sacerdote y en el 395 consagrado obispo auxiliar de Hipona.
Siendo obispo (desde el año 396) vivió como un monje, junto con su clero. Ocupó su vida en toda suerte de actividades pastorales: la acción (actividad caritativa, vida de sacrificio personal), la palabra (predicación, catequesis para el clero y para el pueblo), sus obras literarias y la oración.
Murió en el año 430, mientras los vándalos asediaban su ciudad, cuando un nuevo tiempo, «la Edad Media», estaba a las puertas.
4. Los escritos de Agustín son filosóficos, filosófico-históricos, exegéticos, dogmáticos, polémicos, catequéticos y autobiográficos. Entre los últimos figuran: 1) sus famosas Confesiones, uno de los grandes libros de la literatura mundial, que ha ejercido enorme influencia en todos los tiempos hasta nuestros días; 2) sus Retractationes, una especie de mirada retrospectiva y autocrítica de sus numerosos escritos compuestos hasta el año 427.
Su libro de mayor influencia es ciertamente La ciudad de Dios. Va dirigido contra algunas acusaciones que consideraban el curso de la historia universal como refutación de las doctrinas cristianas o lo veían en desacuerdo con la bondad de Dios. Ofrece una genial filosofía de la historia, específicamente cristiana, que influyó de modo esencial en las ideas medievales, más aún, les dio propiamente su fundamento; se presenta como una apología frente las objeciones cristianas y paganas, valiéndose de las ideas de providencia, libre albedrío, eternidad y, sobre todo, de la voluntad inescrutable de Dios, y así explica el sentido del mal y del dolor en el curso de la historia. Hay dos civitates, una la de Dios, otra la del diablo. La ciudad de Dios es el poder espiritual, que a la luz de la revelación es el señor nato hasta del poder temporal aunque en este siglo le esté generalmente sometido; una obra divina, en cuyo cumplimiento trabaja la historia universal. Mediante la «ley eterna», el divino legislador establece misteriosamente el número de los elegidos a quienes pertenece la ciudad de Dios. La comunidad de los elegidos es la auténtica civitas Dei, la ciudad de Dios, ¡precisamente invisible! Por eso hasta el juicio del último día estas dos civitates, la de Dios y la del diablo, están entrelazadas. Y por eso, hasta aquel día, los justos no son siempre ni sencillamente identificables. Y esto es debido a que hay enemigos de la Iglesia que no son enemigos de Dios, sino que un día serán admitidos como hijos de Dios; y, al contrario, muchos que están sellados por el sacramento no se salvarán.
A los mencionados escritos hay que añadir además sus numerosos sermones y cartas; estas últimas raras veces tratan de asuntos personales; son más bien tratados filosófico-teológicos.
5. La importancia teológica de Agustín se basa principalmente en dos cosas: 1) fue el predicador del pecado y de la gracia (en contra del pelagianismo); 2) fue el heraldo de la Iglesia visible, jerárquicamente estructurada, como única mediadora de la salvación[30] y de su santidad objetiva (contra el donatismo, cf. § 29). También en la cristología se impuso la vasta fecundidad de Agustín por medio de las escrituras y su esclarecido concepto de la persona del redentor. Ya antes de Éfeso y de Calcedonia (§ 27) enseñó él la fe ortodoxa sobre la única persona de Cristo y sus dos naturalezas. Quizá hubiera podido ahogar en germen la difusión de las controversias cristológicas. Pero murió en vísperas del Concilio de Éfeso.
Primeramente Agustín tuvo su ascendencia espiritual en la filosofía estoica; después se nutrió intensamente, como ya se ha dicho, de Platón (neoplatonismo) y, en cuanto teólogo, del trabajo intelectual de los Padres griegos. La religión como conocimiento la encontramos en él casi de la misma forma (pero profundizada) que en los apologetas del siglo II. Pero a esto se añade, como carácter determinante, un doble aspecto: 1) tiene un contacto íntimo y originario con su Dios, principio de todo ser, intimidad que supera toda reflexión y toda fórmula; 2) personalmente experimenta en sí la fuerza del pecado, la necesidad de redención del hombre, la omnipotencia de la gracia; por eso coloca la teología paulina del pecado y de la gracia como punto céntrico de su pensamiento. Ambas corrientes teológicas, reunidas en Agustín, dominaron la Edad Media.
6. Agustín es una de las máximas encarnaciones del pensamiento cristiano, de la síntesis cristiana; no sólo por la gran plenitud de su espíritu, interesado creadoramente en todos los problemas; no sólo porque él representaba la especulación y la mística, sino principalmente por la unión en él de una piedad personalísima (¡la piedad de una mente tan genial y poderosa!) con la fidelidad a la Iglesia. Experimentó en sí mismo como pocos la vivencia religiosa y, sin embargo, también anunció intelectualmente, abriendo caminos científicos, la objetividad de la Iglesia sacramental. En él tenemos un insigne modelo de la síntesis cristiano-católica entre conmoción personal y subjetiva y aceptación de valores objetivos: nada tiene valor si tras él no está el hombre interior; pero éste no es la medida de sí mismo y de las cosas, sino que frente a él está indefectiblemente la única Iglesia, institución de gracia, fundada por Jesús. El convencimiento individual, decisivo, está complementado con la igualmente indispensable formación de la conciencia en la revelación objetiva, con la comunidad de fe sacramental y eclesial. Con ingente poder intelectual, iluminado por la gracia, Agustín sostuvo en sí mismo y proclamó la tensión entre estos dos polos, vitalmente imprescindibles[31]. La carencia de este poder intelectual contagioso y avasallador convirtió más tarde a Lutero en hereje.
Notas
[28] Este rasgo lo distingue específicamente del mayor maestro de la adoración en la historia de la Iglesia, Francisco de Asís (§ 57).
[29] Su respeto a la verdad está estrechamente relacionado con su concepto de la gracia: Dios la da gratis.
[30] Pero en tiempos difíciles también puede suceder que la providencia permita que sean excomulgados los inocentes. Estos pueden hallar su salvación fuera de la Iglesia; aunque a pesar de toda su buena voluntad no puedan reingresar, pueden hasta su muerte defender y confesar la fe católica. El Padre los escucha en lo escondido.
[31] Esta síntesis, naturalmente, no es una armonización llana y sencilla. También esta llena de tensiones. Especialmente ciertas formulaciones extremas de la última época de Agustín hacen difícil, por no decir imposible, su inserción lineal en el conjunto del sistema. Cf., por ejemplo, sus ideas referentes a la massa damnata y a la predestinación absoluta, que él admite, aunque manteniendo también el libre albedrío.
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