» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » I.- Antigüedad: La Iglesia en el Mundo Greco-Romano » Segunda época.- La Iglesia en el Imperio Romano «Cristiano» Desde Constantino a la Caida del Imperio Romano de Occidente » §30.- Los Grandes Padres de la Iglesia Latina
III.- Jeronimo
1. También Jerónimo (entre los años 345-420), nacido de familia cristiana en Estridón (Dalmacia) y bautizado relativamente joven, es uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia latina. Se convirtió de la actividad secular a la religiosa y en Aquileya abrazó una especie de vida monástica en comunidad con algunos amigos. Nunca se cansó de alabar la ascética, que él practicó durante muchos años, y la virginidad, por la que entusiasmó a muchos. Había conocido la vida monástica en Tréveris, donde Atanasio compuso su Vida de san Antonio. Con su propaganda literaria dio a conocer el verdadero ideal monástico en Occidente. Sus homilías y sus instrucciones privadas e íntimas en el convento de Belén, su ardiente amor a Cristo y su sencilla fidelidad a la Iglesia romana y sobre todo los servicios, jamás bien ponderados, que este filólogo (dominaba también el griego y el hebreo) prestó a la Iglesia, dotándola de un texto más puro de la Sagrada Escritura, del Antiguo y del Nuevo Testamento[32] junto con una gran cantidad de comentarios de los libros sagrados, son otros de sus muchos y extraordinarios títulos honoríficos.
2. Pero frente a estos méritos presenta también un carácter impregnado de excesivas debilidades humanas, fogoso, fácilmente irritable, que perseguía a sus adversarios con malvada y mordaz ironía y hasta con odio, que no podía vencer su ilimitada vanidad. En resumen, su carácter no corresponde precisamente a la idea que generalmente se tiene de un santo.
No obstante, vive como un monje e incluso durante casi dos años como un ermitaño (en el desierto de Chalcis, cerca de Alepo). Hay que tener presente que este «monacato» no significaba pobreza ni auténtica sujeción a la obediencia. Más importante es el hecho de que su aspiración ascética personal rara vez es unitaria e interiormente nunca es libre del todo. Según sus palabras, fue el «miedo al infierno» el que le llevó allí, a la soledad, donde no llegó a librarse de la nostalgia de la vida y del ambiente refinado de la gran ciudad, Roma[33], y de su «ardiente deseo». No obstante, resistió.
3. El verdadero rasgo que caracteriza toda su vida es su incesante aspiración a la cultura. También en su «monacato» lo que realmente le importó fue que su piadoso retiro le proporcionase sosiego y amparo bastante para sus estudios. Es un apasionado amigo y coleccionador de libros; siempre tiene consigo su biblioteca, que constantemente aumenta a su propia costa y a la ajena, tanto en la vivienda de su amigo de Aquileya como en la gruta del desierto en sus tiempos de ermitaño, igual en Roma, siendo influyente secretario privado del papa Dámaso, que en Belén de Palestina, al ejercer de superior de su monasterio. Es un constante deseo de cultura que le impulsa al intercambio de ideas por vía oral o escrita con amigos y amigas, lo que al fin se traduce en una vasta correspondencia: rasgos ambos verdaderamente «humanistas». Forman parte del cuadro típico de su vida[34] pequeños y grandes círculos de nobles damas, a quienes él entusiasma por la ascética y la vida claustral, que le escuchan y admiran, que se interesan por su trabajo.
Jerónimo vivió hondamente el problema humanista de «cultura mundana y ansias de perfección cristiana» y lo describió (por ejemplo, en su diálogo en sueños con Dios, en el que se le tilda de «ciceroniano»); esta tensión jamás logró superarla enteramente.
4. Cuán egoísta fue su interés por la formación teológica, a la que dedicó tan ingente trabajo, nos lo demuestra su postura respecto a la controversia arriana. Y se trataba de un problema de importancia vital para la Iglesia. Pero Jerónimo era un tipo adogmático. Las fórmulas teológicas le parecían más bien sutilezas griegas o pleitos de monjes.
Y esto se demostró igualmente en el tiempo que pasó en Constantinopla; eran los años decisivos de la victoria del Niceno (379-382). Por lo demás, en las posteriores controversias cristológicas jamás adoptó una posición clara[35]. (Deberemos recordar esto cuando más tarde hablemos del «adogmatismo» de Erasmo; Jerónimo fue su patrón protector).
En cambio, fue muy significativo y de gran importancia para el futuro su concepto de la Iglesia. Lo entendió con Roma como centro, pero haciendo insistencia en el punto de partida, la sucesión apostólica, en la cual el ministerio y el sacramento tienen tal consistencia que por principio es imposible una escisión.
5. Hablando de Jerónimo, siempre hay que aludir a su trabajo bíblico. La fuente y el modelo de su quehacer científico sobre la Escritura, que él quería traducir a los latinos desde la «verdad» hebraica y griega, fue sobre todo Orígenes. Jerónimo, de hecho, renovó la Biblia latina y aclaró de raíz la confusión existente. Desde entonces leemos el texto en la forma por él elaborada, la Vulgata.
También comentó gran parte de los libros de la Escritura. Basándose en la verdad histórica y, consiguientemente, en el sentido literal, quiso destacar su contenido espiritual. Por eso combatió después tan duramente a su venerado modelo Orígenes, por causa de su alegorismo. A Jerónimo lo único que verdaderamente le importaba era el texto correcto. Su interpretación deja bastante que desear (y no sólo por la inaudita rapidez de su trabajo, lo que por fuerza tenía que acarrear errores por inadvertencia). El hecho mismo de las traducciones implica un importante problema con respecto a la conservación pura de la revelación. Se advierte especialmente en el paso del griego a una lengua de espíritu tan radicalmente diferente como el latín. Este problema, de tanto alcance para la historia de la Iglesia, con el que ya hemos tropezado en otro contexto (§ 25,7), se puede ejemplificar en la traducción de una palabra como «metanoeite = cambiad de pensar» con «poenitentiam agite = haced penitencia» (Mt 3,2; 4,17).
Notas
[32] Es interesante la naturalidad con que Jerónimo describe las considerables dificultades que tuvo que vencer cuando decidió estudiar seriamente el hebreo.
[33] Si su crítica es exacta, la situación media de la sociedad cristiana debió de ser poco edificante.
[34] ¡Es sorprendente la intensidad con que los mismos rasgos de vida común ascética y erudita volverían a aparecer en ciertos monjes rigurosos y humanistas del siglo XVI! Cf., por ejemplo, los justinianos (véase t. 2, Reforma católica).
[35] Como simpático complemento de esto hemos de recordar su distinción entre error y errante (herejía y hereje; cf. § 15,11).
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