» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Primera época.- Fundamentos de la Edad Media Epoca de los Merovingios » §39.- Alianza del Papado con los Francos. el Estado de la Iglesia. Ruptura con Bizancio » Periodo primero.- Florecimiento de la Iglesia en la Primera Edad Media en el Imperio Carolingio y Su Decadencia » §41.- Reflorecimiento y Decadencia de la Cultura de la Primera Edad Media. el Papado en el Siglo IX
II.- Nicolas I
1. En medio de la progresiva descomposición político-estatal, después del saqueo de Roma por los sarracenos (846), antes de que el desmoronamiento alcanzase también a la Iglesia, sobrevino la vigorosa ascensión del papado a que aludíamos. Una tras otra se sucedieron en la sede de san Pedro tres figuras notables, la primera de las cuales fue, en cierto modo, la que caracterizó la época: Nicolás I (858-867), Adriano II (867-872), Juan VIII (872-882).
a) El descenso del prestigio del imperio elevó automáticamente la conciencia del poder pontificio. El lenguaje de los papas se hizo mucho más consciente de sí que en los tiempos de Carlos. Ya Gregorio IV había dado a entender a los representantes de la idea del Estado-Iglesia que el ministerio «pontifical» de la cura de almas era superior al «imperial» temporal[17]. Con el intachable e impávido Nicolás I, bien consciente de sus fines, tenemos ante nosotros un precursor espiritual de Gregorio VII (§ 48) y de Inocencio III (§ 53), no en el sentido de una evolución ininterrumpida, pero sí en el sentido de un anuncio complexivo de los derechos que dos siglos más tarde, articulados en un vasto programa, marcarán el apogeo de la Edad Media. Su pasajera aparición ahora, en medio del desmoronamiento, denota la existencia en la Iglesia de fuerzas de reserva ocultas, pero no agotadas. Paralelamente al contemporáneo partido franco de reforma de la Iglesia, la obra de Nicolás (y en cierto modo la de sus dos sucesores) marcó el comienzo de la transformación decisiva que luego habría de hacer del elemento religioso-eclesiástico, esto es, del elemento hasta entonces dominado por el poder político, la fuerza predominante en la realización de la civitas Dei o ecclesia universalis, que ambos poderes entendían obviamente como unidad de Iglesia y Estado. El «vicario de Dios» en lo sucesivo ya no será el emperador, sino el papa.
Nicolás I, como Bonifacio, como Carlomagno, como los grandes emperadores y papas de la alta Edad Medía, fue representante del universalismo eclesial[18] en contraposición con los múltiples particularismos de los metropolitanos occidentales de Rávena, Colonia, Tréveris[19] y Reims, de los patriarcas orientales (Focio) y de Lotario II, partidario de la Iglesia nacional.
b) Según la idea de Nicolás I, el papa está puesto directamente por Dios como administrador de la obra de la redención para toda la Iglesia de Occidente y de Oriente. Puede hacer venir a su presencia a cualquier clérigo de cualquier diócesis. «Si todo le ha sido entregado por el Señor, no hay nada que el Señor no le haya concedido». El juzga a todos, pero no puede ser juzgado por nadie, ni por el emperador; la potestad episcopal procede de la pontificia -aquí se echa de ver una fatal exageración-. El papa es la encarnación de la Iglesia, sus decretos tienen el valor de cánones, y los sínodos necesitan su aprobación. La Iglesia existe con plena independencia de todo poder civil. Se rechaza toda forma de Iglesia territorial y estatal en Occidente y en Oriente, incluso la iglesia privada o propia. Lo espiritual es más sublime que lo temporal.
Nicolás I combatió para que el papa fuera en la práctica lo que era en su concepto (Hauck). Completamente convencido de ser, como sucesor de san Pedro, juez de toda la Iglesia, también aceptó, por su parte, los deberes inherentes a tal condición. Fue de elevada moralidad personal y de fuerte sensibilidad jurídica. No se trata de una simple frase hecha, cuando un hombre como él, plenamente consciente de su ministerio, en carta dirigida al emperador Miguel III confiesa de forma convincente su propia fragilidad y se recuerda a sí mismo su arriesgada responsabilidad misionera por la salvación del alma del emperador[20] a quien él ahora ásperamente rechaza. Hay que tomarlo muy en serio, cuando se declara dispuesto al martirio, si fuese necesario para la defensa de la Iglesia romana.
Es preciso tener en cuenta que todo esto, por tanto también la división de poderes, se halla dentro de la línea general ya indicada de la superioridad del papa sobre el poder político. El mismo fue quien confirió a Luis II en su coronación el derecho de la espada (inicio de la teoría posterior de las dos espadas).
2. Nicolás I, personalmente, no pudo coronar con el éxito ninguna de las luchas en las que defendió estos principios. Las discusiones se prolongaron durante los pontificados siguientes, como una velada crisis, hasta la completa superación del saeculum obscurum. La importancia de este gran papa reside en haber anunciado y defendido durante toda su vida, de forma tan sugestiva como desinteresada, un ingente programa. También este grano de trigo tuvo que morir otra vez para poder dar abundante fruto a partir del siglo XI. En medio de un mundo en avanzado estado de decadencia, la figura de este gran papa es una expresión de la seguridad de la Iglesia.
a) No sin relación con aquella organización político-social de los poderes intermedios, que llamamos proceso de feudalización, algunos metropolitanos occidentales intentaron entonces ampliar su poder eclesiástico y acrecentar su independencia con un poder patriarcal. Durante toda su vida estuvo Nicolás I en continua lucha con ellos. A esto se añade, hasta su muerte, la discusión con el patriarca de Constantinopla, una lucha que propiamente jamás pudo ser del todo abandonada.
La primera discusión la tuvo que sostener Nicolás con Juan, arzobispo de Rávena, la antigua rival e impugnadora de Roma y, después de ésta, la sede metropolitana más importante. Juan, apoyado por su hermano (que allí ostentaba el poder civil) y ante todo por el emperador (de Italia) Luis II, pretendía nada menos que un propio Estado eclesiástico «ravenense», con independencia de Roma (y con detrimento político, económico y eclesiástico para la Iglesia romana). Ni la suspensión ni la excomunión por parte del papa pudieron lograr la completa clarificación de la contienda; los abusos prosiguieron durante todo el pontificado siguiente.
Para el fuero interno de la Iglesia fue de gran importancia que las exigencias representadas por Juan (y formuladas en un peligroso superlativismo por el voluble Anastasio; véase más adelante) llegaran a constituir un peligro para la independencia del ministerio episcopal y de la colegialidad.
b) Aún más importante e incluso más meritorio desde el punto de vista humano fue Hincmaro († 882), arzobispo de Reims. La polémica sostenida con él evidenció claramente las tendencias que cristalizaron en el Pseudo-Isidoro: los obispos querían verse libres de las intromisiones de los grandes, tanto seculares como eclesiásticos; con tal fin proclamaron al papa como supremo juez y protector de sus derechos: «Que los obispos busquen refugio en el papa, como en una madre, para que ahí, como siempre ha ocurrido, se encuentren protegidos, defendidos y liberados». Pero el arzobispo Hincmaro mostró a los obispos lo contrario: «Os convertiréis en siervos del obispo de Roma si no observáis la gradación divina de la jerarquía» (por reducción del poder metropolitano).
Uno de los sufragáneos de Hincmaro, Rotardo, obispo de Soissons, de los más ardientes defensores del ideal de reforma eclesiástica de los obispos, se opuso a la intromisión tanto del rey como de Hincmaro, su metropolitano. Al ser excluido de la comunidad de los obispos, apeló al papa. Nicolás reaccionó con aquella impávida energía que hemos podido comprobar en las palabras y hechos de todo su pontificado. Planteó a Hincmaro sus exigencias con toda claridad, le amenazó con la suspensión, le exigió la readmisión incondicional de Rotardo o la comparecencia ante su tribunal. Expresó su postura en un impresionante despliegue de cartas a Hincmaro, al rey, al clero y pueblo de Soissons y a los obispos francos occidentales. La conciencia del poder universal del papa se manifestó en toda su pujanza. Nicolás habló absolutamente como señor de la Iglesia franca y del metropolitano Hincmaro; quedaron abolidos los derechos de las iglesias territoriales y de los metropolitanos independientes: «todos los asuntos importantes son de incumbencia del papa».
Rotardo logró ir en persona a Roma, y allí, en la Navidad del año 864, Nicolás le confirmó en su dignidad episcopal, anuló la condena del sínodo imperial e hizo que un legado suyo (Arsenio) acompañase al obispo hasta Soissons.
Solucionado el caso Rotardo, surgió en seguida una segunda discusión, porque algunos sacerdotes, que habían sido depuestos y cuya ordenación también había sido anulada, apelaron igualmente a Roma. También en este caso venció la poderosa voluntad del papa contra la Iglesia franca occidental y sus metropolitanos.
3. En esta lucha entre los obispos (apenas acusada en los medios de la curia papal) surgió la importantísima Colección de Decretales del Pseudo-Isidoro. Junto con las piezas auténticas contiene más de cien inauténticas, entre ellas la falsificación de la «Promesa de Quiercy» de Pipino, la susodicha «Donación de Constantino». La finalidad de la colección fue sin duda un mejoramiento cristiano en la cabeza y en los miembros. Una determinada serie de ideas se vuelve contra el régimen de la Iglesia estatal. Lo que ante todo se pretende es la seguridad de los obispos frente a las intromisiones de los grandes del mundo y el creciente poder de los metropolitanos. Por eso se insiste en que el ministerio episcopal procede directamente de Dios: «Los obispos (sólo) pueden ser juzgados por Dios». Por eso sus asuntos deben tratarse en los sínodos, que, no obstante, únicamente tienen jurisdicción si son convocados por el papa. Para garantizar todo esto se ensalza el poder del primado papal. El papa es «cabeza de toda la Iglesia y a un tiempo cabeza de todo el mundo». Por eso sólo al papa competen los derechos, hasta ahora detentados por el rey, de convocar y confirmar los concilios; los obispos acusados pueden apelar a él como a juez supremo; todos los asuntos de mayor importancia están absolutamente reservados a su decisión; son inválidas las leyes civiles que se oponen a los cánones y decretales.
La misma finalidad persiguen las colecciones, probablemente un poco anteriores, pero igualmente falsificadas, de Benedicto Levita y los llamados Capitula Angilramni (de sus 1.721 capítulos, sólo una cuarta parte, aproximadamente, son auténticos)[21].
El acrecentamiento del poder papal que aquí se persigue corresponde más o menos a la postura de Nicolás I. La coincidencia del punto de vista del papa con el de las Decretales pseudo-isidorianas es tan manifiesta, que se puede sostener «con buen fundamento» (Seppelt) que la célebre falsificación llegó a Roma por conducto de Rotardo.
4. La misma firmeza y valentía demostró Nicolás I en el asunto, sin duda más espinoso, del matrimonio de Lotario II: éste y su amante Waldrada, de la que tenía tres hijos (entre ellos un varón, que podía figurar como heredero del trono), estaban contra la legítima esposa, Teuteberga, hija de un conde borgoñón, con la que Lotario se había casado por motivos políticos, pero que fue repudiada porque no le daba ningún heredero. (Dado que tampoco sus hermanos tenían descendencia masculina, el aspecto político del asunto -la extinción de la rama lotaringia de la dinastía carolingia- cobró mayor relieve. Hasta el hermano mayor de Lotario, el emperador Ludovico II, intervino en favor de la disolución del matrimonio). Tres sínodos en la residencia de Aquisgrán, bajo la influencia de los metropolitanos de Colonia y de Tréveris y del obispo de Metz, hicieron al rey un flaco servicio: obligaron a Teuteberga a confesar un delito de incesto, declararon nulo su matrimonio y, por tanto, lícitas las segundas nupcias del rey; la reina tuvo que entrar en un convento. En seguida se celebró la boda con Waldrada. (Hincmaro no tomó parte; sin miedo alguno denunció las intrigas).
El papa se atrevió en este caso a hacer lo que ninguno de sus predecesores hubiera osado: juzgar al rey (el reino) franco. Por medio de sus legados exigió un nuevo sínodo con nuevos obispos y se reservó la sentencia. Entonces, soberanamente, convocó a todo el episcopado franco oriental y occidental para emitir juicio sobre el rey. El nuevo sínodo, a todo esto, se pronunció a favor del rey. Pero el sínodo de Letran, convocado por el papa en el año 863, condenó el nuevo matrimonio del rey; sin proceso judicial fueron depuestos los arzobispos de Colonia y de Tréveris. El legado de Nicolás (esta vez el equívoco Arsenio[22]) llevo a Waldrada a Italia. Waldrada huyó a casa de su cuñado Ludovico, que devino perjuro. Pero el mismo papa no accedió a los deseos de la abatida Teuteberga, que quería renunciar. Condenó plenamente a los culpables, pero sin pronunciar contra ellos una excomunión formal. Así, pues, no se llegó a una clamorosa ruptura con la Iglesia franca, pues tampoco el papa podía tener especial interés en ello, dadas las graves discusiones eclesiásticas con el Oriente.
El papa murió antes de que la cuestión quedara completamente zanjada. Se continuó bajo su sucesor Adriano, pero sin consecuencias.
En todo este asunto se manifiesta a todas luces el cambio experimentado por las relaciones del papa con el Imperio franco y sus soberanos desde Bonifacio, Pipino y Carlomagno; lo nuevo en la postura del papa se advierte con especial claridad, si pensamos que también Carlomagno y hasta el piadoso Carlomán habían actuado objetivamente lo mismo que Lotario, sin haber llegado a ningún conflicto con el papado, para el cual entonces ni se planteaba siquiera la posibilidad de intervenir. Pero ahora, bajo Nicolás I, el anuncio del cambio futuro a favor del papado es inequívoco. De hecho, pues, con la ampliación de su jurisdicción político-eclesiástica, el papa se convierte de una vez en defensor de la moral cristiana y de la justicia.
5. El pontificado de Nicolás I supuso también un hiato en el trágico y progresivo alejamiento, profundo desde mucho tiempo atrás, de la Iglesia oriental y occidental. El defensor de los derechos particulares eclesiásticos en el Oriente era entonces (desde el año 858) el patriarca Focio. Fue el hombre más docto de su tiempo, un hombre que podía competir con Nicolás I en energía y consciencia de sí mismo, portador de la gran tradición de la Iglesia oriental y de su posición de poder (cuya defensa le incumbía por derecho), pero, desgraciadamente, también lleno de hipocresía. De secretario de Estado y comandante de la guardia imperial fue elevado a patriarca de Constantinopla, recibiendo todas las órdenes en el período de cinco días (en contra de los cánones). Su elevación estuvo en íntima relación con el alejamiento de la sede patriarcal de su predecesor Ignacio por obra del regente, que vivía en matrimonio inválido.
En este cisma Ignacio-Focio intervinieron reivindicaciones muy concretas del papa, políticas y eclesiásticas: el papa exigía la entrega del vicariato de Tesalónica, las provincias eclesiásticas y los patrimonios de Italia meridional y de Sicilia (posteriormente se sumó a esto la cuestión de Bulgaria).
Ni los hábiles subterfugios de Focio (que trató de conseguir la aprobación de Roma), ni (¡tampoco aquí!) la postura un tanto confusa de los legados del papa[23]ni la mutilación y falsificación del escrito pontificio, ni el apoyo que prestaron al caso los obispos de Colonia y de Tréveris en contra del papa, consiguieron que Nicolás se apartase ni un ápice de su línea: línea que se expresó en un escrito pontificio un tanto conciliador, luego en el sínodo lateranense (863) y, por fin, en un escrito del año 865. Esta era la resolución del papa: Ignacio había sido destituido injustamente, Focio no podía ser reconocido como patriarca, los discordantes conceptos jurídicos de la Iglesia oriental no podían ser tolerados; las prescripciones de la sede romana obligaban a todos. En todo caso (así se dice en el escrito del 865) podía pensarse en un nuevo proceso si Ignacio y Focio comparecían ante su juez en Roma.
El alcance de esta sentencia papal se hace más claro si pensamos en la situación general: como consecuencia de la invasión de los bárbaros Roma y Bizancio se habían distanciado profundamente en el plano cultural, y la separación se había agudizado por la penetración de elementos asiáticos en el Oriente; a raíz de la coronación del emperador en el año 800, a los ojos de los griegos el Occidente se había separado políticamente del Oriente; y ahora Nicolás, junto con su primado doctrinal, afirma más acusadamente su primado de jurisdicción y exige del Oriente, de forma inaudita, el mismo reconocimiento como supremo juez, reconocimiento que él acababa de imponer en el Occidente -¡y en su propio patriarcado!- gracias a una favorable disposición de fuerzas. Por muchos que fueran los fallos y culpas de Bizancio en estas tensiones y en la posterior separación, no podemos pasar por alto que los reparos internos de los ortodoxos frente a la más dinámica evolución del Occidente fueron del todo comprensibles y deben ser entendidos cristianamente.
El mencionado apoyo de los metropolitanos de Colonia y de Tréveris guarda cierta relación con el plan de Focio de reunir en contra del papa toda la oposición franca, incluida la del emperador Ludovico II, a fin de que se cumpliera la deposición pronunciada contra el papa (concilio del año 867, del que luego se hablará). Fue aquí donde se reveló, y a favor del papa, la profundidad a que había llegado el distanciamiento entre el Occidente y el Oriente. La apelación del papa a Hincmaro, a Liutperto de Maguncia y a todo el episcopado franco tuvo éxito. Habla en favor de la magnanimidad de Hincmaro el hecho de que habiendo sido poco antes tratado por el papa de «pérfido mentiroso» y «falsario», estando al frente del episcopado franco occidental, permaneciera fiel al papa.
6. Esta situación, ya tensa y peligrosa de por sí, fue envenenada luego por las disensiones en torno a la conversión de los búlgaros, quienes, preocupados por su independencia política, no acababan de decidirse por Bizancio o por Roma. Primero trataron de adherirse a la Iglesia oriental: Boris, zar de los búlgaros, se hizo bautizar el año 865 en Constantinopla; misioneros griegos comenzaron la obra de la conversión y Focio envió al príncipe de los búlgaros un extenso escrito doctrinal. Defraudado en sus aspiraciones de independencia eclesiástica, Boris se dirigió no obstante a Roma (866) para conseguir de Nicolás lo que Focio ásperamente había denegado. El papa tuvo la habilidad de eludir la solicitud de un patriarca propio, pero inmediatamente envió un grupo de misioneros, que emprendieron la tarea bajo la dirección de dos obispos conforme a las directrices expresamente redactadas por el papa. Los usos y costumbres bizantinos tuvieron que sufrir una acerba critica y fueron sustituidos por los romanos. Los misioneros griegos, como también los francos (que Boris poco antes le había pedido a Luis el Germánico), tuvieron que abandonar el país. ¡Inesperadamente, pues, el patriarcado romano se extendió mucho más allá del antiguo Vicariato de Tesalónica hasta las mismas puertas de Constantinopla[24] Esto pareció insoportable a los griegos y permitió a Focio, a una con los demás patriarcas orientales, hacer causa común con todo el Oriente contra los «criminales» de Occidente, etiquetarlos como los enemigos más radicales y emplear los medios más expeditivos. Tanto si Focio impugnó básicamente el primado como si no (así lo afirma recientemente Dvornik), el caso es que un sínodo en Constantinopla (867) decretó en presencia de toda la corte la deposición (!) del papa y su excomunión como «hereje y devastador de la viña del Señor»; al mismo tiempo se llevó a cabo el intento antes mencionado de alzar al Imperio franco contra Nicolás.
En el punto culminante de la tragedia las figuras principales desaparecieron de escena. Nicolás murió antes de que le llegase la noticia del concilio del año 867; Focio escapó a la celda de un monasterio, porque mientras tanto una revolución palaciega había exaltado nuevamente a Ignacio a la sede patriarcal. El siguiente papa, Adriano II, decretó la excomunión de Focio. El VIII Concilio ecuménico de Constantinopla (869/70), bajo la presidencia de tres legados papales, confirmó esta sentencia contra el intruso y «nuevo Dióscuro» Focio; las ordenaciones administradas por él fueron anuladas.
En un nuevo sínodo de Constantinopla (879/80) los partidarios de Focio consiguieron que los legados romanos, desconocedores del griego, hiciesen algunas concesiones[25]. La doctrina del primado propuesta por Juan VIII fue traducida subrepticiamente. Focio fue nuevamente reconocido[26] incluso por la Iglesia de Roma.
Finalmente, el nuevo emperador, antiguo discípulo de Focio, mandó meterlo en un cenobio, donde diez años después murió (hacia el año 897/98).
7. La característica de esta lucha es ante todo la oposición político-nacional de los bizantinos contra los «bárbaros» y «herejes» occidentales. A la muerte de Focio la unión no estaba todavía rota, pero sí muy aflojada.
a) Nunca llegaremos a comprender del todo esta situación tan complicada ni su problemática si no nos preguntamos: ¿era realmente necesario llegar a este resultado negativo? Sin querer atribuir a Focio más apertura y disponibilidad de lo que permite apreciar su actuación, es preciso llamar la atención sobre el hecho de que sus numerosas apelaciones al obispo de Roma implican, efectivamente, un reconocimiento del ministerio de Pedro. Ahora bien, si en el dramático ir y venir de los contactos de entonces se aceleró el proceso de alejamiento, ¿no se debería todo ello a que no solamente la parte oriental (donde Focio y el emperador, respectivamente, trataban de que su partido saliera victorioso con la ayuda del papa), sino también la occidental pensaba demasiado en sus propios fines? ¿Acaso una actitud más desinteresada, entendida como una verdadera ayuda a la Iglesia oriental, tan rica en tradiciones, no habría representado con mayor éxito el ministerio de Pedro en el Oriente?
b) Nicolás I, en el camino que lleva de Gregorio I al apogeo de la Edad Media, es el grado previo, preparatorio del programa de Gregorio VII e Inocencio III. Lo que luego estos papas tendrían que decir y realizar como manifestación de la plenitud de poder de la Iglesia, específica de la Edad Media, ya está aquí presagiado, iniciado o hasta exigido.
En esta futura plenitud de poder papal desempeñará un papel muy importante la llamada «teoría de las dos espadas». Nicolás no la enseñó (como tampoco Gregorio VII); donde primeramente aparece con tal expresión es en las manifestaciones del místico Bernardo de Claraval (§ 50). Pero también en la teoría de las dos espadas nos enfrentamos con una directriz medieval sumamente compleja. Tal teoría sufrió un notable cambio de interpretación. No tuvo, ni mucho menos, el mismo significado en Bernardo que en Bonifacio VIII (§ 63), ni en los canonistas de la alta y de la baja Edad Media. Si nos fijamos en sus fundamentos conceptuales, vemos que ya en el mismo Nicolás existe la pretensión de que el papa, igual que san Pedro, dispone de las dos espadas. Sólo que el papa reclama este derecho no como un poder directo, sino sólo como un poder directivo (potestas directiva).
Notas
[17] En la evolución posterior «lo imperial» fue también a menudo sobrevalorado por parte de la Iglesia. Por eso es importante saber que el punto de partida de la evolución fue religioso.
[18] No es necesario subrayar expresamente que este universalismo encierra en sí diferencias decisivas, por ejemplo, en Nicolás y en Carlomagno.
[19] Reprocharon al papa haberse erigido en «emperador» (!) del mundo entero.
[20] El emperador de Oriente había pretendido «ser la cabeza»; los romanos serían sólo «los miembros».
[21] Con respecto al problema de las falsificaciones medievales, véase § 39.
[22] Al mismo tiempo fue el hombre de confianza del emperador Ludovico; se valió de su legación para enriquecerse personalmente. Nos preguntamos si fue completamente ajeno a la fuga de Waldrada. La figura de Arsenio ilustra muy bien lo sumamente complicado de la situación.
[23] Abusando de sus plenos poderes, declararon correcta la deposición de Ignacio, pero no declararon el reconocimiento de Focio.
[24] Desgraciadamente la poco clarividente política personalista de los romanos empujó nuevamente a los búlgaros a ponerse del lado de Constantinopla (cf. § 42). La política de independencia del zar búlgaro, al adoptar la liturgia eslava, condujo a la erección de un patriarcado propio dentro de la Iglesia griega.
[25] Cf. apartado III,3.
[26] La moderna investigación niega que Juan VIII condenase nuevamente a Focio.
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