conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Primera época.- Fundamentos de la Edad Media Epoca de los Merovingios

§39.- Alianza del Papado con los Francos. el Estado de la Iglesia. Ruptura con Bizancio

1. Al hablar de Gregorio Magno ya pudimos comprobar que su mirada se volvía hacia los pueblos bárbaros de Europa, para congregarlos por medio de la evangelización en torno a Roma, la cathedra Petri. Esta tendencia fue seguida cada vez más intensamente por los papas del siglo VIII. Fue un movimiento paralelo a la confrontación con los emperadores romanos de Oriente y a un progresivo alejamiento de ellos, y se expresó en la experiencia de que «todo el Occidente tiene gran confianza en nosotros y en san Pedro, a quien todos los reinos de Occidente veneran como a Dios en la tierra», y están dispuestos a defender al papa contra el emperador iconoclasta. Efectivamente, las milicias de Pentápolis y Venecia respondieron a una llamada semejante del papa Gregorio II, del cual son las palabras anteriormente citadas, dirigidas al emperador León III.

No es posible comprobar si dichas manifestaciones estuvieron ya inspiradas en la idea de un nuevo Imperio occidental en unión con la Iglesia o si la amenaza económica y política del Oriente, junto con la idea religiosa de la evangelización nórdica (¡la legatio romana de Bonifacio!) bajo el reinado y con la ayuda de los príncipes francos, hizo surgir un nuevo programa eclesiástico-político. La evolución efectiva, que habría de culminar primero en la alianza entre el papado y los francos y, después, en el nuevo Imperio romano occidental y la vinculación del papado con él, es en todo caso deducible de los acontecimientos históricos.

De momento, aquí nos ocupamos sólo de las primeras etapas: Gregorio II ya tuvo planeado un viaje a los pueblos del Norte. Gregorio III aún llamó en vano a Carlos Martel en el año 739, para que se hiciera cargo de la protección de san Pedro. La realización efectiva se abrió camino gracias a la decisión del papa Zacarías, como veremos, y a los viajes de los papas a través de los Alpes y, luego, a los de los reyes nórdicos hacia Roma, donde de manos del vicario de san Pedro y junto a su sepulcro recibían, mediante unción consecratoria, la dignidad imperial universal.

Desde un principio hubo una gran tensión (decisiva en sus efectos históricos) entre los objetivos y el concepto de los obispos romanos por una parte y de los francos por otra. Los papas elevaron al mayordomo de los francos a la dignidad real y luego lo hicieron emperador, a fin de que como patricio romano protegiera la Iglesia de san Pedro. La autoridad casi absoluta del rey franco sobre su Iglesia territorial, que pronto se convertiría en Iglesia imperial, pretendió mucho más. Pero, desde luego, esto no respondía en absoluto al ideal eclesiástico-universal de los papas.

Según la diversa situación política objetiva, las pretensiones de ambas partes se hacían respectivamente más acusadas o se replegaban: pero la tensión como tal se mantuvo e hizo que la evolución avanzase, tal como ahora podremos seguirla a lo largo de la historia de la Edad Media. La alianza entre el papado y los francos y luego entre el papado y el imperio hizo que el Medievo alcanzara su apogeo. Pero los problemas inherentes a ese proceso no se solucionaron del todo y por eso el Medievo se quebró, por así decir, en sí mismo.

El análisis y las consideraciones que siguen no deben interpretarse en un sentido político excesivamente realista. Los francos ocuparon el lugar de los «griegos», esto es, de los romanos de Oriente; pero se diferenciaban fundamentalmente de ellos por la susodicha veneración de los germanos (no exenta de infantilismo) hacia Pedro, el portero del cielo, y por el consiguiente reconocimiento real (que, no obstante, no debe entenderse en sentido demasiado estricto) de sus sucesores y representantes, los papas.

2. Bonifacio había vinculado estrechamente la Iglesia franca con Roma. Al obispo de Roma, el papa Zacarías, se dirigió Pipino en el ano 751. Una vez que Carlomán abandonó el gobierno, Pipino fue el único dueño del poder político, pero todavía no estaba asegurado contra la competencia de sus hijos, que entre tanto habían alcanzado la mayoría de edad. A la larga, sólo la dignidad real podía proteger eficazmente su posición de fuerza. Por eso él, que ya era «señor» de la Iglesia territorial franca, preguntó al papa «si quien ya poseía el poder real no debería también ser rey». La pregunta implicaba indirectamente el reconocimiento, hasta entonces inaudito, de una autoridad del papado con carácter vinculante en el plano estatal. Zacarías accedió a elevar al mayordomo a la dignidad real. Pipino fue elegido rey. Los obispos le confirieron una unción que otorgó al reino franco una consagración cristiano-eclesial y con ello una nueva autoridad. Dadas las circunstancias, esto significó al mismo tiempo una unión del rey franco con Roma.

Nada importa si fue Bonifacio quien ungió a Pipino o si esta unción la realizaron otros obispos francos; en cualquier caso, aquí encontró su continuación la obra más personal de Bonifacio y aquí se inició aquella grandiosa alianza de Carlomagno con la Iglesia, que daría origen a la verdadera Edad Media.

3. Esta alianza entre el papado y los francos se completó, reinando aún Pipino, con el papa Esteban II (752-757). Italia todavía pertenecía nominalmente al Imperio romano de Oriente; en Rávena residía el representante del emperador (§ 35), pero su influencia política se había debilitado enormemente. No obstante, el papa continuaba siendo súbdito político de Bizancio; hasta los documentos papales se databan al modo bizantino, y los papas de la época, a pesar de la mutua hostilidad, guardaron a los emperadores bizantinos fidelidad durante un tiempo sorprendentemente largo. Por otra parte, el prestigio secular y el valor político real del papa crecieron parejos (§ 35). Pero los longobardos querían Rávena y Roma y, a ser posible, toda Italia. Gregorio III fue el primer papa que solicitó de Carlos Martel ayuda y protección contra ellos, pero en vano. Cuando la presión de los longobardos se hizo cuestión de vida o muerte (conquista del exarcado de Rávena y de Pentápolis por el rey Aistulfo, 749-756) y nuevamente no llegó ayuda alguna del emperador, el papa Esteban II se dirigió a aquel soberano que, en buena parte, debía su corona al papado. Conducido y protegido por los legados francos, en Pavía se separó no sólo del rey longobardo (¡muy a pesar de este último!), sino también de los legados del emperador romano oriental, y en el Imperio de los francos tuvo con Pipino dos encuentros de suma importancia para la historia universal, primero en Ponthion y luego en Quierzy. Concluidas las negociaciones, en la Pascua del año 754 y en la abadía real de St. Denis consagró a Pipino por segunda vez (y al mismo tiempo a su mujer y a sus dos hijos; así, pues, también al que luego sería Carlomagno).

4. Que con esto no quedaran del todo eliminadas las profundas tensiones existentes es evidente por sí mismo y por las peculiaridades de la constelación histórica; ya iremos conociéndolas.

a) Incluso esta misma unión (y con ello la futura unidad del Occidente) no quedó asegurada de una vez para siempre. Los lazos de los papas con el supremo señor político de la Roma oriental no estaban definitivamente rotos. Los papas, como ya se ha dicho, siguieron aún mucho tiempo fechando sus documentos según los años del reinado del Basileus, «nuestro señor»; en Constantinopla, a pesar del grave escándalo que provocó el proceder del obispo de Roma, se entendió la unión con los francos ante todo como un intento de defensa contra el enemigo común, los longobardos. De hecho, el peligro por este lado era muy grande: el piadoso Carlomán abandonó inesperadamente su convento, a instancias del longobardo Aistulfo, para hacer fracasar la unión del papa con Pipino; del éxito se hubieran beneficiado también sus hijos adultos. De acuerdo con Pipino, el papa mandó encerrar en un convento franco al monje fugitivo, antiguo mayordomo, junto con sus dos hijos.

Pero los francos en absoluto consideraron definitiva la alianza sin poner ningún reparo; por ejemplo, del importante título de «patricio» no hicieron uso hasta después de la conquista del reino longobardo, cuando dicho título representó no solamente deberes, sino también derechos.

La íntima tensión entre sacerdotium e imperium se evidenció ya al principio de la alianza: el informe romano sobre lo sucedido en Ponthion-Quierzy es esencialmente diferente del franco en la forma y en el contenido.

No obstante, aquí había ocurrido algo decisivo. Se habían asentado las bases para el futuro, en el sentido de la alianza eclesiástico-política medieval.

b) Se estableció una serie de acciones llenas de simbolismo y se formuló una serie de exigencias y reconocimientos históricamente vinculantes: Pipino había prestado al papa servicios de caballerizo mayor, que en el ceremonial cortesano bizantino únicamente podían prestarse al emperador (¡por primera vez aparece una vaga indicación del papa como emperador!). Por su parte, Esteban, al día siguiente, vestido de saco y ceniza, se había arrojado a los pies de Pipino y le había rogado, por los méritos del príncipe de los apóstoles, que le librara de las manos de los longobardos. Hay que tener muy en cuenta que el socio de Pipino en este convenio en definitiva no es el papa, sino Pedro, el portero celestial, cuyos «bienes» robados deben ser restituidos a su legítimo propietario. Con lo cual Pipino asume la defensa de los privilegios de Pedro[23].

Las fuentes no nos ofrecen un cuadro unitario y claro. Lo nuevo está junto a lo viejo de forma inmediata, más aún, inconciliable. Se puede casi palpar con las manos que todo está en devenir. Unas veces parece percibirse confusamente una íntima contradicción o divergencia, otras parece que conscientemente se pretende no salir de la ambigüedad.

Cualesquiera que hayan sido en concreto las intenciones de fondo, el poder profético-espiritual del sumo sacerdote logró aquí una legitimación política, esto es, un poder político: lo eclesiástico-pontificio, con gran estilo, penetró directamente en lo político-temporal. La unión y, en cierto modo, la mezcla de ambas esferas, básica para toda la Edad Media, se dio ya ahí, aceptada por ambas partes, aunque, como ya se ha dicho, arrastrando ciertas confusiones y, sobre todo, sin que las tensiones más hondas pudieran ser eliminadas.

c) El proceder de Esteban significó de hecho, aunque no formalmente, la ruptura con Bizancio, es decir, la ruptura con el antiguo Imperio romano: desde este momento el papado siguió, en medida siempre creciente, su propio camino político. El papa exigió que se le restituyera la zona del imperio como posesión jurídica, confirió a Pipino el título de patricius, que hasta entonces había sido concedido exclusivamente por el emperador, y con ello «transfirió al rey de los francos y a su casa la función protectora del exarca imperial de Rávena. De hecho, Pipino atravesó dos veces los Alpes (754 y 756) para proteger al papa. Entregó a la Sede romana las zonas arrebatadas por él a los longobardos (Pipino mandó que las llaves de las ciudades conquistadas fueran depositadas en el sepulcro de san Pedro). El papa se convirtió en un soberano temporal; por medio de esta «donación de Pipino» se fundó el «Estado de la Iglesia» con Roma incluida (756). El papa, pues, se hallaba políticamente bajo la protección de los reyes francos. Pero no tardaría en llegar el momento en que este poder de protección habría de convertirse en una supremacía política (cf., a este respecto, el mapa 17).

5. Estas concepciones (bajo muchos aspectos tan diversas, pero al principio aún no claramente delimitadas) sobre la esencia y la misión de cada uno de los dos «supremos» poderes y su relación mutua encontrarán a lo largo de los siglos una expresión literaria cada vez más rica, primero en forma de documentos (auténticos o inauténticos), luego de tratados teóricos y, finalmente, de libelos y escritos polémicos.

Como siempre ocurre en tan complicados procesos, lo más importante son los fundamentos y la tendencia evolutiva que en ellos se apunta.

a) Uno de los principales objetivos de la Iglesia de Roma fue su independencia de la presión del Estado, o sea, del emperador romano o romano-oriental. Este motivo quedó plasmado en la leyenda de san Silvestre, esto es, en una narración fabulada según la cual el papa Silvestre I había bautizado a Constantino el Grande y le había librado con ello de la lepra; en agradecimiento el emperador había hecho al papa valiosos regalos (por ejemplo, el palacio de Letrán).

b) Esta leyenda encontró su redacción literaria definitiva en un documento falsificado: la llamada «Donación de Constantino», que habría de revestir fatal importancia para la evolución del Occidente, especialmente para la relación sacerdotium e imperium. Por desgracia no se ha podido poner definitivamente en claro ni el tiempo ni el lugar de origen de tal documento. Junto a tendencias romano-papales se encuentran también elementos que permiten deducir influencias francas. En el orden político y político-eclesiástico esta falsificación fue utilizada únicamente por los papas, esporádicamente en el siglo X, más intensamente en el siglo XI y de forma general desde el siglo XII. Ya Otón I y excepcionalmente Otón III (en un documento del año 1001) la consideraron una falsificación. Pero luego fue tenida por auténtica durante todo el Medievo. En el siglo XV, por fin, fue demostrada su falsedad (entre otros, por Nicolás de Cusa, § 71).

c) El documento se hace pasar por decreto imperial a favor del papa Silvestre y sus sucesores «hasta el fin de este tiempo terreno». En agradecimiento por los favores (incluso el bautismo) que por mediación de Silvestre le han sido otorgados por el príncipe de los apóstoles, quiere el emperador, de acuerdo con sus grandes y con todo el pueblo romano, entregar al representante (vicarius) del Hijo de Dios en la tierra, confiriéndole el poder, la dignidad y el honor imperial, el pleno poder soberano, exaltando así la sede del bienaventurado Pedro por encima de su propio trono. Eclesiásticamente el papa debe tener el principado sobre los cuatro patriarcados de Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén, así como sobre todas las Iglesias del globo terráqueo: la iglesia del Salvador, construida por Constantino en su palacio (de Letrán), tiene, por consiguiente, el rango de cabeza de todas las iglesias del mundo.

Este reconocimiento se concreta en las siguientes donaciones: Silvestre y sus sucesores reciben Letrán como sede; reciben además las insignias de la dignidad imperial (de las cuales Silvestre solamente quiere aceptar la blanca clámide frigia como símbolo de la resurrección del Señor); al clero romano se le concede el rango de senadores con todos sus privilegios.

Por respeto a san Pedro, se continúa diciendo, Constantino ha hecho el servicio de «strator», o sea, ha llevado de las riendas el palafrén (caballo) del papa.

Constantino, además, constituye al papa en soberano -fuera de los muros del palacio de Letrán- de la ciudad de Roma, de las provincias de Italia y de todo el Occidente.

Consiguientemente, la «donación» termina con la decisión de Constantino de trasladar su sede a Bizancio. Porque no sería justo que un emperador de la tierra gobernara allí donde el emperador del cielo ha establecido la soberanía de los sacerdotes y la cabeza suprema de la religión cristiana.

Esta «donación de Constantino» fue después recogida como la pieza principal en la llamada «Recopilación de Decretales» del Pseudo-Isidoro (cf. § 41, II, 3).

6. Es evidente que también nosotros debemos tomar postura ante tan masivas y falsas afirmaciones, que tanta trascendencia histórica tuvieron.

a) En la Edad Media fueron frecuentes las falsificaciones de docu-mentos[24]. El actual concepto de falsificación de un documento era desconocido en aquellos siglos, ajenos por entero al modo de pensar histórico. A menudo se trataba de formular un derecho auténtico, pero no garantizado por escrito. En otros casos se trataba de robustecer la propia posición por medio de documentos inventados. En las piezas falsas de la recopilación pseudoisidoriana se traslucen las dos formas de pensar. Lo decisivo es la datación anticipada contraria a la verdad (o también la invención de documentos «antiguos») con el fin de dar a las ideas hierocráticas sostenidas el carácter de dignidad apostólica o proto-cristiana.

Las decretales pseudoisidorianas desempeñaron después un papel muy importante en la creación de la supremacía papal, específica de la Edad Media. El hecho de que muchas de las piezas contenidas en ellas sean inauténticas se considera como un grave cargo contra el catolicismo. Pues, desde el punto de vista histórico, la evolución hacia el pleno poder típicamente medieval del papado se realizó, efectivamente, también con la ayuda de aquellas piezas falsas. De ahí que un juicio puramente espiritualista crea poder discutir el derecho del efectivo desarrollo de la soberanía del papa. Pero es precisamente este juicio moderno de los sucesos de entonces el que resulta burdamente antihistórico; vista la conexión entonces existente entre poder material, político y espiritual (entre los representantes del sacerdotium, del regnum y del imperium), tal juicio es insostenible. Además, el núcleo central de toda esa tendencia era la exaltación de lo religioso-eclesiástico, más concretamente lo papal, sobre lo mundano. No obstante toda esta gravosa problemática, que veremos con detalle dentro de este complejo, no podemos sin más ni más negar la legitimidad histórica de dicho núcleo central.

b) Ante todo: el primado dogmático de jurisdicción, que no está condicionado por el tiempo histórico, es totalmente independiente de esos falsos apoyos. El fundamento bíblico (incluida la tendencia orgánica de desarrollo, esencial a la Iglesia) no tiene nada que ver con ellos. Que, por otra parte, también dichas falsificaciones hayan contribuido a robustecer la idea del papado es otro testimonio histórico de cómo el camino de la revelación por la historia y la forma de su crecimiento histórico ha ido siempre muy unido a la respectiva situación histórica. Un resultado de esta evolución, «el poder absoluto del papa en lo temporal», acabará en la alta y tardía Edad Media exagerando la implicación de lo eclesiástico y lo temporal de una forma que resultará las más de las veces gravemente nociva para lo religioso-eclesiástico. Pero en cuanto al resultado esencial, el primado de jurisdicción, también esta evolución participa en el misterio de la felix culpa.

Notas

[23] Responde a esta concepción el hecho de que Pipino, en el mismo año, hiciera que la liturgia romana fuera obligatoria para la Iglesia franca, sustituyendo la antigua y venerable liturgia gálica.

[24] En el ámbito directamente histórico-eclesiástico, ya el papa Nicolás I, en su largo escrito de protesta dirigido al emperador Miguel III (865), reprochó a los griegos la falsificación de las cartas pontificias como algo que sucedía frecuentemente. Las gestiones de los concilios y las asambleas habidas bajo Focio confirman este juicio.

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