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§53.- Inocencio III, Guia del Occidente Cristiano

1. Desde Gregorio I, los pilares de apoyo de la Iglesia medieval fueron: el dominio del mundo y la huida del mundo; y no se trató simplemente de una coexistencia pacífica, sino más bien, como sabemos, de una tensa implicación y hasta oposición de esos dos elementos contradictorios: el «dominio del mundo» con los medios del poder terreno-espiritual y la huida del mundo establecida en medio del mundo con sus pretensiones de dominio.

Sea como fuere la posibilidad de conciliación objetiva de estos elementos, el hecho es que tal conciliación encontró una expresión concreta y plástica en la persona y la obra de aquel papa que realizó de la forma más brillante y más pura el programa de Gregorio VII, el papa más poderoso del Medievo, Inocencio III (1198-1216). El proclamó la soberanía absoluta del poder papal (§ 55), mandó en el mundo; durante casi todo un siglo dejó a sus sucesores la dirección de todos los grandes asuntos de Occidente. Pero su enorme plenitud de poder, que él afirmó tan enérgicamente[8] en la plena conciencia de su dignidad dada por Dios, sobrehumana en el sentido literal de la palabra, estuvo sustentada por un sobrecogedor sentido de la responsabilidad; esto llegó incluso a apartarle de las ocupaciones del gobierno y de la administración, que tan a menudo le enseñaron a despreciar el mundo, para dedicarse a la meditación. Fue un papa religioso, y no solamente porque aprovechó su retirada involuntaria bajo el pontificado de su predecesor Celestino III (que le apartó de los negocios de la curia)[9] para dedicarse a escribir obras religiosas. Es necesario ver la sustancia religiosa en su propia condición de dominador. Poco a poco todo el mundo reconoció que la lamentación de Walter von der Vogelweide («¡ay dolor, el papa es demasiado joven; compadécete, Señor, de tu cristiandad!») había ignorado por completo el valor religioso del papa elegido por unanimidad a los treinta y siete años. Inocencio III no fue solamente el papa del Poverello de Asís (§ 57), a quien confirmó la misión de reconstruir la Iglesia decadente (a pesar de todo su esplendor). Mediante los decretos del sínodo de Letrán (1215) presentó al Occidente todo un programa de reforma religiosa.

Fue un hombre de dotes extraordinarias, de extraordinaria erudición y extraordinaria capacidad de trabajo, una verdadera naturaleza de soberano de dimensiones universales; bien se puede decir: la cúspide del Medievo.

2. El poder político del papa ya se había aproximado varias veces a la lejana meta propuesta por Gregorio VII. Esta se alcanzó plenamente con Inocencio III. La idea central del programa de Inocencio III también fue la «libertad» de la Iglesia, en concreto: la libertad de toda tutela secular. Esta libertad era para él el supuesto básico para la recta jerarquización de valores en el mundo y, consiguientemente, para el verdadero desarrollo de la vida de la Iglesia.

El contenido y el alcance de esta idea y de su aplicación únicamente puede entenderse de manera auténtica desde el punto de vista medieval.

Están muy lejos de toda atenuación espiritualista: la Iglesia es visible y está en este mundo. Es un imperium, y el papa un imperator. Todo el poder le fue dado cuando Pedro recibió la potestad de atar y desatar en el cielo y en la tierra, no solamente en toda la Iglesia, sino en todo el globo terráqueo: Inocencio III es el «realizador de la realeza papal» (Tüchle). Mas con semejante concepción también pasan a primera línea los medios visibles del gobierno espiritual, los castigos mediante excomunión e interdicto, y con una naturalidad que casi nos parece inconcebible, pero que, en todo caso, indica que el punto culminante está cerca y el cambio, tal vez, no muy lejos (puesto que esta difícil síntesis, en sí sobrehumana, de poder, dominio y servicio cristiano queda expuesta a pruebas cada vez más difíciles y crece excesivamente el peligro de la política, del derecho, del dinero).

a) La base del poder político del papa era la libertad de Italia. Inocencio, apenas exaltado al solio pontificio, afrontó esta doble tarea: realzar el poder papal severamente menguado por las intromisiones de Enrique VI en el Estado pontificio, en Roma y en el sur de Italia (restableció el Estado pontificio en toda su extensión, incluso agregándole antiguas regiones del imperio)[10] y romper la unión entre Alemania y el sur de Italia. También se alcanzó esta segunda meta. Al morir Enrique (que había intentado inclinar al papa a favor de su monarquía hereditaria y de la unión de Sicilia con Alemania), su viuda, Constanza, cumpliendo sus disposiciones, reconoció la soberanía del papa sobre Sicilia, pidió el enfeudamiento y renunció a los derechos eclesiásticos que correspondían al propietario de la corona desde Urbano II. Constanza murió un año después de Enrique (1198), habiendo designado antes a Inocencio como tutor de Federico, que sólo tenía cuatro años de edad: para el papado se abrieron las máximas posibilidades.

b) En la lucha, tan desdichada para Alemania, entre los Staufen y los Güelfos por la sucesión al trono de Enrique VI, el papa se mantuvo neutral al principio, mas luego reclamó el derecho de decisión. Inocencio redactó un informe ex-profeso, donde constaban sus opiniones sobre los derechos del papa y de los pretendientes. Mas cuando luego se decidió por el güelfo Otón IV, llegando a excomulgar a su contrincante, no eligió del todo bien. Porque Otón, con un dramático cambio de frentes, tras el asesinato de su rival Felipe de Suabia (1208) se tornó más peligroso que los Staufen y hasta se convirtió en perjuro frente al papa. Más tarde, en un nuevo cambio de parecer, renovó (y amplió) su total renuncia a la investidura (hecha solemnemente ante el papa) y las promesas relativas al Estado pontificio y Sicilia. Mas después de su coronación como emperador quebrantó nuevamente su palabra (porque los príncipes no habían aprobado sus promesas); incluso trató de apoderarse de Sicilia. Así, Inocencio se vio obligado a lanzar la excomunión contra su propio candidato anterior. Los príncipes alemanes abandonaron a Otón y nombraron emperador a Federico, el heredero de Sicilia.

Aquí está el verdadero punto crítico de toda la evolución siguiente: pues, dada la índole de Federico, resurgieron (aunque modificados) los planes de dominio universal de Enrique VI y, con ello, la amenaza inmediata de la autonomía del papado.

El papa aprobó la elección después de que Federico prometiera solemnemente no unir a la corona alemana su herencia del sur de Italia y renunciara a los derechos que el concordato de Worms había reconocido al rey de Alemania (Bula de Oro de Eger [1213]).

c) Inocencio se impuso también como soberano contra el poco fiable rey de Inglaterra Juan sin Tierra (1199-1216). Inocencio le había tolerado, por motivos políticos[11], diversas intromisiones en la Iglesia. La lucha se desencadenó a causa de la elección, efectuada en Roma, del cardenal Esteban Langton (durante mucho tiempo maestro en París) para arzobispo de Cantorbery. Cuando el rey rehusó su reconocimiento, Inocencio quebrantó su resistencia con el interdicto (1209), la excomunión y la deposición (1212). También aquí obró Inocencio con miras claramente políticas: con su aprobación, algunos barones ingleses ofrecieron la corona a Luis, sucesor en el trono de Francia. Este peligro indujo a Juan a someterse al papa, quien inmediatamente prohibió a los franceses la guerra contra Inglaterra. El inglés sometió (1213) Inglaterra e Irlanda al papa (con un tributo anual de mil marcos de plata) y éste se las devolvió en calidad de feudo[12]

Éxitos parecidos obtuvo el papa en España y Portugal. Los ideales de Gregorio VII se habían realizado: el papa era señor de todo el Occidente.

Procediendo con una lógica inflexible, Inocencio lanzó el interdicto sobre toda Francia (1198), y así acabó manteniendo su predominio sobre el rey francés, Felipe Augusto, cansado de su matrimonio. No obstante, la reconciliación del rey con su mujer Ingeborg, a quien había desposado en 1193, no se efectuó hasta 1213.

d) No hay que olvidar que en todo esto el señor de la Iglesia, hombre de pensamiento y acción tan universales, no protegió sólo los intereses generales de la Iglesia universal. Inocencio se reveló también como un príncipe italiano plenamente consciente, aprovechando el incipiente «sentimiento nacional» italiano (si podemos emplear esta expresión para aquel tiempo), que sentía la eliminación del dominio alemán como liberación propia. Esta actitud constituirá muy pronto (el naciente Renacimiento) un rasgo fundamental de toda la actitud italiana, incluso la curial-pontificia[13]; e influirá decisivamente en las condiciones de la vida interna (religiosas y culturales en general) y externa (político-eclesiásticas) de la Iglesia.

También la cuestión de las cruzadas fue una de las preocupaciones de Inocencio III; incluso llegó a pensar en ponerse como «verdadero emperador» al frente de la expedición. La idea de la cruzada (favorecida con las mismas gracias espirituales) la extendió Inocencio a la evangelización del nordeste (Livonia; obispo Alberto de Riga).

Fallo suyo fue la erección en Bizancio de un Imperio latino, el cual, tras la conquista de la ciudad (1204), reprimió las tradiciones griegas. Con esta desdichada empresa quedaron envenenadas definitivamente las relaciones entre Oriente y Occidente.

3. La clausura de este pontificado, el más brillante de la historia de la Iglesia, y al mismo tiempo la más soberbia expresión de la universalidad eclesiástico-estatal del papado en Occidente, fue el cuarto Concilio de Letrán (1215). Bajo la presidencia del papa se reunieron unos mil trescientos sacerdotes (también orientales) y muchos príncipes seculares de todo el Occidente: una demostración palpable de la realización de la única civitas christiana occidental, de la Iglesia como un verdadero Imperio universal, en el cual la plenitud del poder se concentraba exclusivamente sólo en manos del papa.

a) Junto con el tema de las cruzadas, Inocencio había impuesto al concilio esta tarea: «reformar la Iglesia». Al hablar de reforma de la Iglesia, no se debe pensar únicamente en algunos defectos estéticos. El curso anterior de toda la historia de la Iglesia, desgraciadamente, nos ha dado pruebas suficientes de cómo la vida de la Iglesia puede enfermar bajo muchos aspectos. En el tiempo inmediato anterior tenemos las duras invectivas de san Bernardo. En el siglo XIII toda Europa se lamentaba de la vida poco apostólica de la jerarquía. La vida y el programa de san Francisco nos muestran cuán necesario era en su opinión un verdadero y profundo renacimiento. El fue quien puso en marcha la reforma, de la cual debía ocuparse el Concilio de Letrán: en el año 1210, Francisco de Asís se presentó por vez primera ante Inocencio, y esto es nuevamente una extraordinaria expresión plástica del sistema de síntesis vigente en la Iglesia: el papa que manda en el mundo entero y el santo más pobre de la Iglesia aspirando al mismo fin, la renovación cristiana.

Es cierto que con este encuentro personal y el eficaz impulso histórico dado por Inocencio a la obra de san Francisco aún no se ha dicho nada sobre algo más profundo: la fecundación de la concepción político-eclesiástica del papa por medio de las ideas del Poverello. Pero el hecho de que ambas personalidades sirvieran juntas al único Señor, ya constituye una alianza importantísima.

b) Decretos particulares del cuarto Concilio lateranense: fijación de la doctrina de la transustanciación[14]; prohibición inicial de fundar nuevas órdenes; las nuevas organizaciones debían adaptarse a las reglas apostólicas; se prescribió el capítulo general. Se limitaron las indulgencias episcopales, se prohibió imponer nuevos tributos estatales sobre los bienes eclesiásticos sin la aprobación del papa y se dictaron rigurosas medidas contra los herejes, especialmente contra los cátaros. Lo más significativo para conocer el nivel religioso de la Europa pontificia de entonces es la obligación de confesar y comulgar al menos una vez al año: estamos muy lejos de la vida sacramental, que todo lo nutre abundantemente.

Notas

[8] De él procede la espantosa expresión, realmente ditirámbica, de que el papa está entre Dios y el hombre, es menos en cuanto Dios, pero más en cuanto hombre. No obstante, lo que sigue «en el texto salvaguarda tales palabras mediante una profesión de humildad, la cual, según Sant 4,6, es la única a la que se concede.

[9] El motivo de Celestino es una patente hostilidad de familias, que hay que mencionar como señal del futuro nepotismo, del cual, por lo demás, tampoco el mismo Inocencio III quedó inmune.

[10] Esto es, recuperación de territorios incluidos en la donación de Carlomagno.

[11] Juan había apoyado a Otón IV (hijo de una princesa inglesa), pretendiente al trono, también favorecido por el papa.

[12] Como señor feudal, Inocencio interpuso su veto contra la Magna Charla (1215). Este paso fue una de las principales causas de la profunda aversión inglesa hacia el papado, que durante la Reforma favorecería la apostasía general.

[13] La gran interrupción de esta línea por los papas franceses de finales del siglo XIII y de Aviñón (§§ 54ss) no supone ninguna contradicción: debe entenderse más bien como una rivalidad y una reacción del poder nacional francés en la Iglesia.

[14] El término se había acuñado en el siglo XII.

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