» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Primera época.- Fundamentos de la Edad Media Epoca de los Merovingios » §39.- Alianza del Papado con los Francos. el Estado de la Iglesia. Ruptura con Bizancio » Período segundo.- El Siglo XIII, Apogeo de la Edad Media. Grandeza y Limites de la Teocracia Pontificia
§52.- Primer Encuentro Armado entre el Papado y el Imperio
El primer enfrentamiento del papado con los Hohenstaufen en defensa de la libertad de la Iglesia tuvo lugar aún en el siglo XII (segunda mitad, tras la muerte de san Bernardo). Los grandes rivales fueron Federico Barbarroja (1152-1190) y Alejandro III (1159-1181).
1. Bernardo de Claraval había prevenido a la Iglesia contra la política. Pero la Iglesia no podía elegir libremente. Como cualquier otra potencia, ella ni podía interrumpir la imperiosa evolución de la vida político-eclesial en marcha ni debía, por desgracia, negar fundamentalmente tal desarrollo[1]. En cumplimiento de su originaria misión religiosa (§ 34), en la cual desde Gregorio VII se había admitido legítimamente la idea del poder, y en aras de la libertad indispensable para tal misión, la Iglesia en aquellas circunstancias tenía que aspirar al poder político para poder así mantener dentro de sus límites al poder contrario, que ahora se estaba convirtiendo en un peligroso enemigo, el imperio. Es obvio que esto tenía que acarrear peligros muy graves para la pureza apostólica de la Iglesia. Con cuanto venimos afirmando, naturalmente, no se quieren ni se pueden justificar todas las acciones concretas, decretos y teorías de la curia romana, como tampoco calificar de satisfactoria la proporción de lo apostólico dentro de este propósito de dominio. Para contradecir todo esto bastaría la siempre actual, profunda y justificada crítica de san Bernardo. Se trata de algo fundamental. Y en esto está lo maravilloso de esta Iglesia, metida también en política: en haber generado a un mismo tiempo a Francisco y Domingo, a Tomás y Buenaventura y los importantes movimientos históricos que recibieron sus nombres y que dieron su testimonio precisamente para la Iglesia concreta de este tiempo. El que, por otra parte, la peligrosa pendiente de la idea del poder, más aún, de la política del poder, cobrara con el tiempo mayor vigencia que la soportable por la interioridad evangélica, eso forma parte de la tragedia de la vida divina encarnada en lo humano de la Iglesia y se debe a la incapacidad de sus jefes y miembros. Sólo una Iglesia integrada exclusivamente por santos en el propio sentido de la palabra hubiera estado en condiciones de sustraerse a la decadencia. Pero tal Iglesia no se parece en nada a la anunciada en el evangelio por su propio fundador. Los elementos previamente dados para su crecimiento, de los cuales surgió históricamente el Medievo, hicieron posible la evolución de la Iglesia medieval; pero esta conquista, inevitablemente, tenía que pagarse.
El desarrollo de la historia de la Iglesia desde los orígenes del Medievo pasando por la primera hasta la alta Edad Media, visto en su conjunto desde el núcleo central de la Iglesia y desde la cima de la jerarquía, transcurrió con una imponente seguridad interna en sus objetivos. Las valoraciones resumidas, que hasta aquí hemos plasmado en los epígrafes de los diversos apartados y especialmente en las observaciones preliminares de los nuevos capítulos más extensos, están plenamente justificadas. Pero las grandes corrientes no son el todo. Es preciso tener siempre presentes las muchas y penosas dificultades que les oponen las contracorrientes. La multiplicidad de las fuerzas en lucha es grande, y sorprendente la tenacidad que todas ellas muestran. El gran tema que (junto con otros muchos y a través de ellos) se ventila durante todo el Medievo en la historia de la Iglesia es la cuestión de la relación entre Iglesia y Estado, sobre todo en la forma concreta de la investidura. Mas la cuestión de la libertad de la Iglesia frente a grandes y menos grandes fuerzas políticas no quedó verdaderamente zanjada, como hemos visto, en la heroica lucha de la reforma gregoriana contra Enrique IV y Enrique V. Lo decisivo, lo fatalmente trágico consistió precisamente en que, a pesar de darse desde el principio una inserción mutua de lo político y lo eclesiástico en todos los órdenes, inicialmente apenas fue posible dar una solución radical.
Es cierto que el sucesor de Enrique V, Lotario de Sajonia (1125-37), había solicitado del papa Honorio (1124-30) la confirmación de su elección y prestado servicios de caballerizo mayor al papa de san Bernardo (Inocencio II), pero también él, en la práctica, concedió por propia iniciativa obispados (como el importante de Milán) y abadías (como Montecasino) y sólo Bernardo de Claraval y Norberto de Xanten pudieron disuadirle muy a duras penas de sus fundamentales pretensiones.
2. Ahora bien, las cosas se desarrollaron de tal modo que la anterior lucha entre el imperio y el sacerdocio da la impresión más bien de un simple preludio de lo que vendría después. La tensión creció hasta convertirse en una auténtica lucha por la existencia, que acabaría con la caída de los Staufen, pero que también conmovió profundamente al papado medieval.
a) Estamos tan acostumbrados a esta lucha por sus muchas descripciones que corremos el peligro de no apreciar lo bastante su intrínseco poder destructivo. Siempre se dará cierta tensión entre los representantes de ambas fuerzas. Y no vendrán mal algunos distanciamientos profundos. Pero la histórica lucha entre el emperador y el papa en los siglos XII/XIII fue mucho más: sacudió los cimientos de la estructura pública de Occidente, y ello por lo exagerado de las reivindicaciones de ambas partes: de las políticas por parte del papa y de las eclesiásticas por parte de los emperadores. La irresuelta cuestión de la distinción de ambos poderes seguía pesando, como también la de su insuficiente coordinación mutua: una coordinación que naturalmente hubiera debido dar «a cada uno lo suyo», en vez de tender en realidad, de forma velada o abierta, a la subordinación y soberanía, respectivamente.
Que estas distinciones y posibilidades de solución no son antihistóricas ni lucubraciones modernas lo demuestran las explicaciones de Gerhoh von Reichersberg († 1169), cuyas ideas fueron bien recibidas por el episcopado inglés. El defiende la libertad e independencia del papa como sucesor de Pedro y representante de Cristo contra la intromisión del emperador, que se erige en sacerdote. Pero también rechaza las intromisiones en sentido contrario. El papa sólo tiene el derecho a la espada espiritual. Rechaza como Bernardo, y aún con mayor dureza, el intento del papa de arrogarse poderes político-temporales (¡arbitrariedades de la curia!). Lo que él propugna, por tanto, es la coordinación; la supremacía de lo religioso y lo eclesiástico está garantizada, pero no se ha de emplear para reivindicar la subordinación de lo político.
b) Por parte de la Iglesia, la conciencia de la misión y del poder del papado más allá del papa concreto era una realidad no sólo dentro de los círculos «gregorianos» existentes en Roma, Italia, Francia e Inglaterra, sino también en las grandes órdenes (a excepción de las abadías imperiales) y en Alemania. Ahora bien, desde mediados del siglo creció también la conciencia del poder imperial (de los Staufen) hasta lo que podríamos definir como fundamento ideal de las aspiraciones de «monarquía universal» de los Staufen, es decir, el intento de recuperar la plenitud de poder de Carlomagno en lo político y lo eclesiástico. De apoyo inestimable sirvieron las ideas sobre la dignidad imperial procedentes de Bolonia. Barbarroja se las apropió. La curia pontificia le correspondió con una fuerte hostilidad.
c) En su primer viaje a Roma (1154/55) Barbarroja fue coronado emperador por Adriano IV, pero no cumplió su promesa formal de prestar ayuda contra los normandos, que se insolentaban en el sur. Adriano tuvo que reconocer e investir con un feudo a Guillermo I (hijo de Roger II). Comenzó a perfilarse un distanciamiento con el emperador. Pero el distanciamiento se convirtió en agudo antagonismo en la Dieta imperial de Besançon (1157), cuando el legado de Adriano, canciller de la Iglesia romana, cardenal Rolando Bandinelli (luego Alejandro III) habló en términos ambiguos de los beneficia del papa en favor del emperador, lo que el consejero del emperador y canciller Rinaldo de Dassel tradujo por «feudo», y cuando Rolando, a su vez, ante la excitación de la asamblea, replicó preguntando de quién otro había recibido el emperador la corona sino del papa[2].
En el manifiesto que Barbarroja publicó sobre lo sucedido en Besançon, rechazó la tesis pontificia sobre la corona imperial como feudo del papa, por estar en contradicción con la ley de Dios, según 1 Pe 2,16ss. Con gran desilusión de Adriano, todo el episcopado alemán se puso de parte del emperador. El papa, en su célebre declaración del año 1158 (donde distingue beneficium de feudo), tuvo que batirse en retirada. Aquí se trató de una cuestión política en la que Adriano intentó ilegítimamente defender sus opiniones sirviéndose de su autoridad doctrinal.
Pero a raíz de las exageradas reivindicaciones de los derechos imperiales en la Dieta imperial de Roncaglia, cerca de Piacenza, en el año siguiente (1158), y de su autocrática imposición en Alemania, en la Lombardía y en el Estado de la Iglesia, la tensión entre el papa y el emperador creció todavía más. Adriano murió, inesperadamente, mientras estaba preparando la excomunión del emperador. La ruptura, con ello, no hizo más que aplazarse.
3. Y entonces la cristiandad vivió, en una medida desconocida hasta la fecha, el espectáculo de los antipapas. Ya la primera elección tras la muerte de Adriano fue discrepante. La mayoría eligió al cardenal Rolando como Alejandro III (1159-81), de recia personalidad, conocedor de ambos derechos, que había enseñado en Bolonia[3], capaz de ser un digno rival del poderoso Barbarroja. La minoría imperial le opuso a Víctor IV (1159-64), el primero de los cuatro antipapas[4] ensalzados contra Alejandro. Comenzó un cisma que duró diecisiete años. Los papas se excomulgaron mutuamente. Alejandro excomulgó también al emperador y dispensó a sus súbditos de la obediencia: un cuadro que nos muestra una terrible confusión. Pero esta vez la excomunión ya no surtió los mismos efectos que en otro tiempo. A pesar de las mencionadas intromisiones del emperador en el ámbito de la Iglesia, a pesar del posterior ataque masivo de su hijo Enrique contra el Estado de la Iglesia, los obispos alemanes en general se adhirieron a Barbarroja. Lo mismo se demostró también más tarde, cuando Urbano III (1185-87; en la lucha por los bienes toscanos, ocupación de Tréveris) intentó en vano movilizar al episcopado alemán en contra del emperador. Con excomuniones, contra-excomuniones y antipapas se pusieron en juego unos medios y prácticas que por fuerza debían redundar en perjuicio de la Iglesia. Cuando Alejandro huyó a Francia, y España, Hungría, Noruega y las grandes órdenes permanecieron de su parte, e Inglaterra (por cierto, sin reconocer al antipapa) se aproximó al emperador, se perfiló una escisión en toda regla, que luego habría de seguir repitiéndose con nuevas intentonas, hasta culminar -una vez trasladado el centro político de gravedad a Francia- en el gran cisma de Occidente.
Ciertamente, la analogía con cuanto se hizo realidad en el siglo XIV, vista en concreto, es por suerte todavía mínima; fueron muchas las fuerzas que no se adhirieron y el antipapa sólo tuvo vigencia dentro del ámbito de dominio del emperador. Pero en procesos que acaban por abrirse paso, los primeros conatos son siempre de capital importancia.
Al principio prevaleció el emperador. En el año 1167 conquistó Roma. Pero el papa encontró aliados. Precisamente entonces (1167) se declaró una peste que diezmó el ejército imperial, llevándose también a Rinaldo, el mejor hombre de Barbarroja. De gran importancia fue la liga de las florecientes ciudades de Lombardía, que veían amenazada su independencia por las tropas imperiales. Barbarroja, después de haber sitiado en vano Alejandría, la fortificación de los aliados lombardos (1174), fue derrotado en Legnano (1176). En Venecia firmó la paz con el papa (1177): el antipapa Calixto III regresó a su abadía y el emperador renunció a su pretensión de dominio imperial sobre Roma y con ello sobre el papa, que por cierto había tenido que huir dos veces ante los ejércitos imperiales (una vez a Francia, otra vez a Benevento entre los normandos). El papado resultó vencedor. Mas esta victoria no aclaró del todo la situación del papa. Porque en Alemania Federico apenas modificó su conducta y en Roma el papa tuvo que luchar nuevamente solo contra las fuerzas «democráticas», lo que excedía la medida de sus posibilidades. Después hubo nuevos ataques de Barbarroja. Su política italiana, que culminó con el enlace de Enrique con Constanza, heredera de Sicilia, aumentó la tensión con el papado. Bajo el pontificado de Urbano III (1185-87) pareció inminente un nuevo recrudecimiento de la lucha. Las necesidades de Tierra Santa, la condescendencia de los papas Gregorio VIII (1187) y Clemente III (1187-91) y, más tarde, la misma cruzada trajeron la reconciliación. Tras la victoria de Ikonio (1190) el emperador halló la muerte en el río Salef, en Cilicia.
4. La base oficial de las aspiraciones de ambas partes, el concordato de Worms del 1122, fue un compromiso, y fácilmente dio pretexto para reivindicaciones demasiado confusas e insuficientemente fundamentadas. Tras él quedaron aquí y allá reivindicaciones oficialmente no satisfechas, pero a las que no se había renunciado en absoluto. Y esto tanto menos cuanto que la autoconciencia de ambos rivales, como sabemos, había aumentado considerablemente. La cuestión capital de su celosa competencia era siempre la misma: la jerarquía eclesiástica, incluido el papa, no era solamente una entidad espiritual, sino también sujeto de poderes políticos. Al papa le pertenecía el Estado de la Iglesia, mas no podía defenderlo solo. Los obispos (en buena parte también en el norte de Italia) gozaban de los bienes del imperio, y era natural que el emperador les exigiera jurídica y económicamente el cumplimiento de sus obligaciones para con el imperio.
Mas la conciencia del poder político del emperador también se había desarrollado. Aunque se reconozca que la idea imperial de Carlomagno y de los Otones se apoyaba en los mismos conceptos básicos que la de los Staufen, difícilmente se podrá negar que éstos se habían desarrollado de forma mucho más aislada y que sus reivindicaciones fueron expresamente formuladas en su mayoría, incluso teóricamente, por la ciencia del derecho, y mucho más drásticamente que antes. La «reforma del imperio» y la restauración de la «gloria del imperio» brindaron el marco apropiado para las aspiraciones del emperador. Pero Barbarroja, más allá de todo eso, aspiraba abiertamente, tanto en el imperio y en la Italia imperial (¡ciudades lombardas!) como en el Estado de la Iglesia, a una posición política y político-eclesiástica que ya había sido válida bajo Enrique III, o sea, mucho antes del concordato de Worms.
a) En la idea imperial, tan marcadamente secularizada, confluían las más dudosas tendencias. En el pasado había sido tachada injustamente de «pagana». Pero no puede negarse que su completa realización hubiera significado una amenaza del primado pontificio, vista la evolución de las cosas desde Pipino y la vinculación del primado eclesiástico a la potestas específicamente medieval. Contra esta amenaza se sublevó el papado, y con razón.
Los juristas de Bolonia, partiendo del antiguo derecho romano-bizantino, sostuvieron tesis muy atrevidas, que apenas daban cabida a la verdadera independencia de la Iglesia. Rinaldo de Dassel se expresó con toda radicalidad. Desde luego es difícil comprobar hasta qué punto las ideas autocráticas imperiales de Rinaldo fueron compartidas por el emperador; pero que no le fueron totalmente extrañas lo demuestra la canonización simbólica de su lejano modelo Carlomagno, el señor de la Iglesia, efectuada por Pascual III (1164-68), uno de sus antipapas. El hecho de que a consecuencia de su derrota en Legnano y de su repentina muerte en Oriente no pudiera establecer un verdadero dominio cesaropapista sobre la Iglesia no demuestra que no lo hubiera anhelado.
b) Los derechos imperiales proclamados por Barbarroja (1158) en la Dieta imperial de Roncaglia (preparados por los juristas de Bolonia) tenían una meta directamente política: restablecer el poder imperial en la parte italiana del imperio (supresión de la autonomía de las ciudades lombardas, que éstas habían alcanzado en lucha contra la Iglesia; recuperación de las regalías con que estaban investidos los obispos italianos). Pero, dadas las fuerzas que entraban en juego, éstos tuvieron que tener su máxima repercusión en el ámbito eclesiástico y político-eclesiástico. En la práctica, los esfuerzos del emperador se encaminaban a una investidura lo más completa posible. Basándose en la investidura de regalías, exigió el juramento feudal a los obispos, tanto en la Italia imperial como en Alemania. Como él reivindicaba la supremacía sobre Roma y sobre el Estado de la Iglesia, su dominio sobre el norte de Italia necesariamente tuvo que parecerle a la curia una grave amenaza de su propia libertad de movimientos y una inaceptable recaída en los tiempos de la lucha de la Iglesia por su existencia. La libertad de movimiento político se había convertido precisamente en el supuesto básico de la posición de poder espiritual y hierocrático del papa.
Todavía más amenazadores, y con razón, debieron parecerle después a la curia los planes de Federico, cuando por el matrimonio de su hijo con Constanza de Sicilia (1186) comenzó a perfilarse un cerco en torno al Estado de la Iglesia. Las manifestaciones de Rinaldo de Dassel no dejan lugar a dudas sobre sus fines remotos. Ciertamente, cuando Barbarroja rechazó las exigencias de Adriano[5] objetando que el reconocimiento de una ilimitada soberanía del papa sobre Roma reduciría su Imperio romano a una mera apariencia y a un simple título, fue cuando se hizo palpable toda la problemática de la idea imperial del Medievo, cuyo contenido, en efecto, jamás pudo ser claramente definido. Mas lo que, pese a toda la exageración hierocrática, permanecía irrefutable fue el derecho del papa a la plena independencia espiritual, cosa que no se podía conseguir sin independencia política.
Dado que, como hemos dicho, ambas partes se hallaban en un agudo proceso de autoformación y de toma de conciencia de sí mismas, era natural que las fricciones se transformasen en interminables luchas.
c) Barbarroja, que respondía a la imagen de emperador de la época caballeresca, no fue personalmente hostil a la Iglesia. En su primer viaje a Roma liberó la ciudad y al papa de Arnaldo de Brescia; después de haber participado en su juventud en la segunda cruzada, dirigió con religiosa entrega, junto con los reyes de Francia y de Inglaterra, la tercera cruzada (en la cual ya apareció él, no el papa -cf. § 49-, como jefe de Occidente). Pero se trataba de la cuestión fundamental antes mencionada.
Lo más importante para la historia de la Iglesia son, sin duda, estas dos cosas: primera, que la legítima defensa de su independencia forzó al papado, dada la efectiva situación política, a tomar un camino que defendía los intereses religioso-eclesiásticos sirviéndose de los medios de un orden distinto, extraño: los mismos medios que defienden el bien espiritual también amenazan su pureza. Y segunda: la lucha de ambos poderes se había transformado tanto en un conflicto de competencias, que apenas se le podía poner fin sin la derrota previa de uno de los contrincantes. Y aquí es donde se pone de relieve toda la tragedia, pues, como hemos dicho, la derrota del imperio debería ser a la postre -y así fue de hecho- una debilitación decisiva y fatal del papado.
5. También en Inglaterra las reivindicaciones de la Corona tomaron un rumbo que provocó la protesta y la reacción de Roma. El rey Enrique II (1154-1189) logró obtener ventajas de la lucha del emperador con Adriano IV. En tiempo de los antipapas de Barbarroja, en lucha con Alejandro III, prosiguió su juego. La posibilidad de adherirse al antipapa le colocó en una situación favorable, que supo aprovechar. Sus reivindicaciones de Clarendon (1164) en orden a restablecer las «antiquísimas costumbres» de influencia sobre la esfera eclesiástica, son de largo alcance. No sólo contienen los elementos necesarios para ligar totalmente la Iglesia inglesa a la Corona (elección, juramento feudal, aprovechamiento financiero más intensivo de los obispados vacantes), sino también para impedir válidamente la libre unión con Roma y hasta el ejercicio del interdicto y de la excomunión.
Verdaderamente, el poder de los príncipes en el ámbito de la Iglesia nunca había sido tan soberano como éste, salvo en las Iglesias territoriales «libres de Roma» de los tiempos anteriores a la primera Edad Media; sólo que ahora hasta se rechaza explícitamente la influencia espiritual lograda en el interregno, y especialmente la romana: la apelación a Roma está prohibida; también los clérigos han de acudir en asuntos temporales ante el juez secular; la elección de obispos depende del rey, al cual deben los obispos prestar juramento de fidelidad y vasallaje. Enrique estaba dispuesto a la renuncia teórica, pero no práctica. (Como víctima de esta lucha murió Tomas Becket, arzobispo de Cantorbery, que inflexiblemente defendió los derechos de la Iglesia[6]).
Si además tenemos en cuenta la resistencia que oponían al papa las pequeñas formaciones políticas italianas (¡Sicilia!) y las fuerzas de la ciudad de Roma, hemos de afirmar que la soberanía del papado en el campo político a comienzos de la alta Edad Media sólo existía en un sentido muy limitado.
Esto no obstante, nuestra tesis fundamental de la supremacía del papado en este tiempo tiene su razón de ser. La evolución se desarrolló de forma consecuente con la superioridad de la idea religiosa sobre la idea política. Esto fue posible gracias a la nueva configuración radical del mundo que, movidos por esta idea religiosa, efectuaron Bernardo, Francisco, Domingo, Buenaventura y Tomás de Aquino al servicio de la Iglesia gobernada por el papado (y como expresión de todo ello la casi inimaginable fecundidad del gótico).
También ahora experimentaremos otra vez, al principio, la pertinaz fuerza del poder secular. Y, sin embargo, el análisis de las fuerzas en juego nos da derecho a concluir que en la lucha, ya ineludible, tenía que sucumbir el imperio; y esto porque estaba orientado hacia atrás, hacia el antiguo derecho imperial (sin olvidar las influencias romano-bizantinas). Barbarroja y sus sucesores Enrique VI y Fernando II llegaron demasiado tarde. En cambio, desde Gregorio VII y el fin de la lucha de las investiduras (§ 48), el poder político y político-eclesiástico del papado había aumentado enormemente; el pensamiento de su supremacía se había convertido ya en una parte esencial de la conciencia occidental; frente a semejante papado el imperio ya no podía adoptar por las buenas la postura de los Otones y Carlomagno.
A esto se añade que Occidente ya no constituía una unidad (en sentido universal). La formación de los particularismos «nacionales» había hecho importantes progresos, sobre todo mediante el robustecimiento de la monarquía centralista en Francia[7]. Grave desconocimiento de la situación efectiva supuso la declaración de Rinaldo de Dassel, canciller de Barbarroja, según la cual al lado de su señor los restantes príncipes no eran más que reyes provinciales (reguli). Y de este mismo espíritu procede su otra frase: el emperador puede conferir el papado igual que un obispado de su imperio.
En el año 1179, mientras reinaba relativa tranquilidad, dos años antes de su muerte, Alejandro III convocó el undécimo Concilio ecuménico, el tercero de Letrán. En él se manifestó nuevamente la voluntad de independencia del papado. Su atención principal se centró en la plena libertad de la elección del papa. Por eso se exigió para la elección la mayoría de los dos tercios; no se pensó para nada en el emperador (ni en el clero o pueblo de Roma). El canon en cuestión aún está hoy vigente; sólo fue ligeramente completado por Pío XII.
6. A la muerte de Barbarroja (1190) la situación del papado se tornó extremadamente peligrosa. Hasta entonces el peligro para Roma provenía únicamente del norte. Los belicosos normandos del sur, contra los cuales los papas anteriores a la reforma gregoriana habían tomado una actitud ofensiva, bajo el pontificado de Gregorio VII y Urbano II se convirtieron en apoyo y protección de los papas. Estos, por su parte, vigilaron celosamente para evitar la formación de un Estado unitario normando. No obstante, esto es lo que sucedió mediante el tratado de 1154 con Guillermo I. Y ahora el nuevo emperador, el poderoso y genial Enrique VI, por su matrimonio con Constanza se había convertido también en señor del reino normando de las dos Sicilias, o sea, del sur de Italia. Además poseía en Alemania un poder realmente considerable. Ya en vida de su padre había ocupado el Estado de la Iglesia. Ahora se efectuó un cambio total en la función político-eclesial del reino siciliano. Sicilia bajo el dominio directo de los reyes alemanes: por primera vez en la historia se vio el papado, o sea, el Estado pontificio, cercado por el temible anillo del poder imperial (Alemania, norte y sur de Italia). Impedir su realización o hacerlo saltar fue desde ahora en adelante, hasta el siglo XVI, el objetivo constante de los papas y de Francia; y, viceversa, la meta de los alemanes, cerrarlo.
Tras la derrota política de Tancredo de Sicilia y el rey inglés Ricardo Corazón de León (que tuvo que reconocer su país como feudo del imperio) y tras la coronación de Enrique en Palermo como rey de Sicilia y su negativa a prestar al papa el juramento feudal por Sicilia, pareció que sólo era cuestión de tiempo que el papado dependiera totalmente de Enrique. Frente al poder, a los planes (¡monarquía hereditaria!) y a la energía de Enrique parecía no haber salvación posible. Con menos miramiento aún que su padre, intervino en investiduras por todas partes. Se sintió por entero el señor de la Iglesia, como también de Roma (políticamente alborotada) y del Estado de la Iglesia. Proveyó las sedes episcopales de Alemania, norte de Italia y Sicilia. Si en el siglo VIII había existido el peligro de que el papa se convirtiera en obispo territorial longobardo, ahora existía también la posibilidad de convertirlo en un obispo imperial.
La repentina muerte del joven soberano, con sólo treinta y dos años de edad, en el año 1197, lo trastocó todo. Su heredero, el futuro Federico II, sólo tenía tres años de edad. Su auténtico sucesor fue Inocencio III (Ranke). Faltaron los grandes adversarios.
El papado estaba libre. Era llegado el momento del apogeo de la soberanía pontificia medieval, del pontificado de Inocencio III.
La unión de Sicilia al poder imperial marcó a este papa el objetivo de la lucha para toda su vida. Ya veremos cuántos obstáculos tuvo que vencer en Alemania, Inglaterra y sur de Italia para llevar adelante su obra y cuán poco, sin embargo, pudo al final consolidarla, y también cuán íntimamente consecuente con su pontificado fue la aniquiladora lucha de los papas contra los Staufen. La derrota del imperio será clara, no así la victoria del papado o incluso de la Iglesia. Porque esta victoria fue comprada con la irreparable pérdida del socio imperial universal. Se demostró que una cristiandad occidental universal, espiritual y política, bajo el gobierno directo del papa, apoyado por un «emperador» que ya no era el brazo secular de la Iglesia, tras un éxito harto efímero bajo el pontificado de Inocencio III, sólo era una utopía.
Notas
[1] Por lo demás, esta situación forzada se deduce con suficiente claridad de las mismas amonestaciones del propio san Bernardo, el monje político.
[2] Rolando fue expulsado de Alemania junto con la legación pontificia.
[3] Rolando también fue teólogo y, como tal, influido por Abelardo.
[4] El cuarto fue elevado al papado por la nobleza romana. Aunque la elección de los otros tres en sí misma no se debió a Barbarroja, fue él quien hizo posible la existencia de estos antipapas, puesto que los utilizó como instrumento en la lucha político- eclesiástica, manifestando expresamente que no reconocía a Alejandro III.
[5] Reconocimiento de los plenos derechos de soberanía sobre el Estado de la Iglesia (sin vigilancia imperial); transformación del juramento de vasallaje de los obispos italianos en un juramento de fidelidad; reconocimiento de la posesión papal de los bienes matildianos, del ducado de Spoleto, de Córcega y de Cerdeña como partes del Estado de la Iglesia.
[6] Más tarde, cuando Enrique tuvo que defenderse contra sus hijos rebeldes, se recrudecieron nuevamente las exigencias curiales y hasta se habló de, Inglaterra como feudo de san Pedro.
[7] Resurgimiento de la monarquía desde Luis VI (1108-1137), Luis VII (cruzada), Felipe II Augusto (1180-1223), conflicto con Inocencio III a causa de su divorcio; por eso las guerras contra los albigenses (§ 56) fueron dirigidas por el papa y no por el rey. De modo parecido evolucionaron las cosas en Inglaterra.
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