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§43.- La Piedad en la Primera Edad Media

1. No sólo en los primitivos tiempos de la Iglesia, sino también, y más claramente, en los primeros tiempos del Medievo tratados hasta ahora hemos podido constatar un hecho: que la organización efectiva de la Iglesia ha sido un factor decisivo para toda misión. Unicamente ella ha garantizado una cura de almas duradera y regular.

No obstante esto, según el evangelio es preciso que ante todos estos intentos de misión tan distintos, tan dispersos en el tiempo y en el espacio e insertos en tan diferentes condiciones culturales, nos planteemos una pregunta decisiva: ¿qué profundidad alcanzó el cristianismo, como fe y como moral, en estos pueblos?

Por la misión de los daneses sabemos que el bautismo se administraba con sólo pedirlo, que muchas veces se hacían bautizar no por amor a Cristo, sino por ventajas terrenas (por ejemplo, para recibir la prometida vestidura bautismal). En general, de las misiones de la primera Edad Media nos consta que no se puede hablar absolutamente de una verdadera conversión interior al cristianismo entre los pueblos germanos y eslavos. Esto se deduce tanto de las descripciones de san Bonifacio como de lo que acabamos de exponer.

Del estado de cristianización de los germanos del norte en esta época nos dan algunos puntos de referencia las sagas islandesas. El sistema del duelo o desafío vindicativo (holmgang), que fácilmente llegaba al homicidio, así como un burdo concepto del honor, que valoraba sobre todo la fuerza física y el coraje, siguió en vigor después de su conversión y aun después de haber sido abolidas las prescripciones de los desafíos. El homicidio y el asesinato parecían la cosa más corriente del mundo[43]. La compensación o el pago con dinero por los delitos graves (incluido el homicidio) jugó un papel muy importante[44]. La nueva manera de pensar y sentir, característica del auténtico cristiano, es muy difícil de constatar, a no ser en el hecho, por ejemplo, de que se temía la cólera del arcángel san Miguel por trabajar en el campo el día de su fiesta (pero esto también podía combinarse con la extorsión y la venganza de sangre). El indomable instinto de venganza, incluso quebrantando la palabra empeñada, acababa imponiéndose siempre.

En resumidas cuentas, pues, el cristianismo fue penetrando muy lentamente. Aparte las numerosas excepciones, de todo este decurso histórico se puede deducir como regla general que el mensaje cristiano tanto más difícilmente se impuso y tanto más difícilmente se liberó de las tradicionales concepciones y supersticiones paganas cuanto más alejado estuvo el lugar de la misión del ámbito de la antigua civilización y de la antigua eclesialidad a ella inherente y, por eso, menos fecundado se vio por sus irradiaciones. (Con todo, naturalmente, no hay que olvidar las desventajas que aquella misma civilización implicaba para el cristianismo).

Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia también late aquí una cuestión importante: la superstición germánica y eslava, ¿continuó existiendo después de la evangelización o fue superada por el mensaje de la fe cristiana? El problema aquí implícito o, más bien, su insuficiente solución pesó de múltiples formas sobre la piedad popular de toda la Edad Media.

2. Pero estas manifestaciones entre los germanos y eslavos no son las únicas que plantean problemas al observador. También los desórdenes típicos del saeculum obscurum en las iglesias de los territorios cristianos primitivos, y especialmente en el papado, nos fuerzan automáticamente a consideraciones parecidas. Si en el supremo sacerdocio pudieron darse semejantes situaciones durante tanto tiempo y tan a la luz pública, ¿hasta qué nivel de profundidad pudo penetrar el mensaje cristiano?

Si queremos evitar una contestación subjetiva y arbitraria, será preciso que nos preguntemos por las características de la piedad cristiana. En el Medievo se advierten sobre todo tres centros de interés: las peregrinaciones, la misa y la penitencia.

a) No es que, como generalmente se cree, el evangelio únicamente hable de una espiritualidad purísima, elevadísima, por ejemplo, de las exigencias del sermón de la montaña.

El evangelio deja traslucir más bien distintos niveles de piedad. Cristo predicó la justicia mejor, la justicia interior. Pero no redujo en absoluto esta interioridad a una espiritualidad pura. El hecho de que la hemorroísa quisiera, tocándole sus vestidos, robarle su fuerza, no fue en sí sino un acto de piedad primitiva y supersticiosa. Pero fue el Señor mismo quien lo reconoció como un acto de fe (Mt 9,20ss).

Este grado no debía ser naturalmente el punto final; a la jerarquía siempre le ha correspondido el deber de quebrantar este anquilosamiento mediante el fomento progresivo de la interioridad. La cuestión capital es si este deber se ha cumplido satisfactoriamente o no frente a los diversos pueblos y en las diferentes épocas.

b) El desarrollo de la historia de la Iglesia en los primeros siglos hace patente una cosa: que la exagerada espiritualización (esto es, la interioridad unilateral, supuestamente pura) fue estimada como un peligro para la pureza de la predicación. La lucha de la Iglesia contra la gnosis, la insistencia en la verdadera encarnación de Dios a una con la doctrina de las dos naturalezas (y, por tanto, de la plena naturaleza humana de Cristo), la forma de entender a los creyentes como vasos del Espíritu Santo (tal como se expresaba sobre todo en el concepto del martirio cruento), el reconocimiento del ministerio y de sus portadores y la doctrina de la fuerza objetiva de los sacramentos, todo ello apunta en ese sentido. Con la celebración del banquete eucarístico en los sepulcros de los mártires se había establecido una especie de unión sagrada entre Jesucristo, única víctima y único oferente, y las reliquias de los confesores. Espontáneamente, de la veneración de las reliquias se pasó a venerar el lugar donde reposaban y, especialmente, los lugares donde se celebraba la eucaristía. Con ello las iglesias -en plena línea de continuidad con las concepciones antiguas- se convirtieron en lugares sagrados y venerables, aun fuera de las celebraciones del culto.

Aquí, sin duda, se interfieren concepciones de diversa índole; la misma literatura cristiana tardó mucho en fijar unos conceptos teológicos claros y rigurosos. Al tratar de determinar, de forma muy general, la dirección en que se desenvolvió la piedad desde la Antigüedad, puede decirse que la interioridad neotestamentaria, fielmente conservada, fue buscando expresiones más concretas y palpables. Es cierto que las tendencias monofisitas más burdas o encubiertas constituyeron una importantísima contracorriente, pero no fueron capaces de ocultar ni de frenar la tendencia principal.

El problema revistió una importancia mucho mayor en el momento en que el cristianismo quedó libre y grandes masas afluyeron a la Iglesia, y su importancia creció aún más cuando llegaron las conversiones masivas de los germanos.

3. En la primera Edad Media germánica los problemas concernientes a la configuración de la piedad no se sintieron como básicos. Pero casi todas las dificultades que se manifestaron después ya tuvieron aquí su fundamento. Para ello fue decisiva la unión de los lugares y de las imágenes del culto con la veneración de las reliquias, y todo ello, a su vez, en los tiempos siguientes, dentro del marco de las peregrinaciones. Para su correcta interpretación teológico-cristiana es preciso distinguirlas de la peregrinación cristiana antigua y de la peregrinatio greco-eslava y rusa, así como de la peregrinación ascético-evangelizadora los monjes iro-escoceses. La peregrinación en el Occidente, no obstante haber inundado la Edad Media con auténticas oleadas de fe, tuvo su origen en un conjunto de ideas primitivas, cargadas de peligrosas tentaciones, especialmente para los pueblos germánicos, menos cultivados. A la inversa, el hombre moderno, «infectado de racionalismo», sucumbe con harta facilidad a la tentación de no ver en tales manifestaciones (peregrinaciones, lugares de peregrinación, veneración de los santos o de sus estatuas e imágenes, o de los relicarios y reliquias) más que formas externas, que rechaza de plano como contrarias al evangelio. A la vista del pasaje citado de Mt 9,20ss y de algunos indicios de determinadas formas de piedad de la Iglesia primitiva, es esto una exageración desacorde con los hechos. En efecto, desde el momento en que Dios se encarnó en un tiempo y en un lugar determinados, ya es lícito creer que Dios ha querido santificar un lugar más que cualquier otro. Por otra parte, sin embargo, no se puede negar que el ansia de conseguir la beatitud en un determinado lugar o mediante una determinada reliquia o estatua podía hacer peligrar gravemente la fe, que es la única que beatifica, o sea, que de hecho la salvación se entendió y se buscó de una forma excesivamente material. Pero, para no caer en un juicio farisaico, es preciso tener siempre presente lo mucho que a aquellos peregrinos les costó ser piadosos. Primeramente debemos admirar, un tanto avergonzados, sus esfuerzos y realizaciones, claras expresiones de gran fervor religioso. Mas luego también hemos de tener en cuenta otros aspectos. Sabemos de las múltiples advertencias que tradicionalmente, ya desde la primera Edad Media, prevenían contra los peligros morales de la peregrinación y que parecen aludir al espíritu de aventura (motivo frecuente entre los «peregrinos»); pero, sobre todo, y por desgracia, no podemos negar que las consiguientes formas de piedad groseras y abusivas que encontramos en las postrimerías del Medievo fueron fruto del desarrollo orgánico de las peregrinaciones de la primera y de la alta Edad Media: ¡incluida, entre otras, la combinación de la piedad con el beneficio económico y el dinero! Así es como los cluniacenses, por ejemplo, se hicieron cargo de la administración de los bienes de los peregrinos (aquí el beneficio fue para ambas partes), o recibieron pingües donativos por sus oraciones por un feliz retorno a la patria; erigieron grandes hospicios en los lugares de peregrinación, los cuales, a pesar de su manifiesto objetivo piadoso de caridad cristiana, representaron a menudo un «buen negocio». La lista de ejemplos se haría interminable.

4. Una forma fundamental de piedad medieval fue el culto de las «sagradas» imágenes. Influyó de diversas maneras en las formas mencionadas. Los juicios sobre su valor han variado en el transcurso de los siglos. Visto en su conjunto, el problema fue sentido en Oriente de distinta manera que en Occidente; es cierto que a este respecto hubo en Occidente algún enfrentamiento crítico (cf. § 40), pero nunca llegó a constituir un problema de verdad inquietante; el culto de las imágenes se impuso sencillamente, llegando incluso a constituir una vasta corriente de piedad. En Oriente, en cambio, se luchó violentamente para establecer su legitimidad.

a) Por lo que respecta al verdadero objeto de la discusión, hay que distinguir claramente dos cosas: 1) si está permitido representar en imágenes las personas santas, en especial la persona del Señor (la representación del Padre no es objeto de discusión); 2) si tales imágenes pueden ser veneradas.

En el Oriente se comenzó a hacer uso de imágenes en el siglo IV, a pesar del fuerte rechazo del obispo Epifanio de Salamina (finales del siglo IV); tal costumbre fue fundamentada por los tres doctos capadocios (Gregorio Nacianceno, Basilio de Cesarea y Gregorio Niceno). Con ello se dio aquella decisiva interpretación del uso de imágenes sagradas que poco después encontramos en Occidente con Gregorio I y que fue defendida durante toda la Edad Media hasta por santo Tomás de Aquino y por el Tridentino: la imagen piadosa es un medio de instrucción sobre el contenido de la predicación cristiana para aquellos que no saben leer; narran la historia sagrada, refuerzan la memoria, elevan la piedad (por ejemplo, en la difundida forma de la llamada «Biblia de los Pobres»). Es preciso distinguir claramente de todo esto la «adoración» de las imágenes.

b) Pero en Oriente, desde principios del siglo VI, el valor de la imagen sagrada, el icono, se entendió de modo más real, esto es, como imagen sensible de su modelo, en la cual está presente algo del original, sea un santo, sea Dios. Esta concepción de fondo no sólo responde a una idea platónica o neoplatónica, sino también a un modo de pensar sacramental, podríamos decir específicamente litúrgico, que en el Occidente por lo general no se llegó a tener, no obstante la enorme importancia que en este mismo contexto cobra el pensamiento simbólico típico del Medievo[45]. El gran papel desempeñado por las imágenes sagradas en el culto griego ortodoxo (el iconostasio, pared divisoria entre el coro y el lugar destinado a los seglares[46]) ilustra el carácter más concreto de esta concepción. En la controversia iconoclasta de los siglos VIII y IX, este mismo interés se manifestó de una manera muy significativa para la historia de la Iglesia.

c) Esta disputa en torno al culto de las imágenes duró, con interrupciones, más de un siglo. Fue provocada por un decreto del emperador León III en el año 730, que prohibía la veneración de las imágenes. El curso de la disputa llegó a conmover profundamente las capas más bajas de la población del Imperio bizantino y para nosotros constituye un enigma de difícil o poco menos que imposible solución histórica. Podemos enumerar algunas de las fuerzas iconoclastas que en mayor o menor grado tomaron parte en la contienda. Estas fueron: el Islam; los judíos, muy influyentes en las provincias asiáticas; las tendencias cesaropapistas del emperador, que se dirigían, en el marco de una ofensiva general, contra el influjo del monacato en la Iglesia, el Estado y la cultura; finalmente, una «cierta tendencia monofisita» (Campenhausen).

La batalla no se libró por razones meramente religiosas o teológicas. Una de sus más hondas causas fue la postura política y político-eclesiástica antirromana del emperador. Las medidas fiscales adoptadas globalmente contra las posesiones pontificias del sur de Italia y de Sicilia, equivalentes a una confiscación (721-732), y el sometimiento de la Iliria y del sur de Italia a la jurisdicción del patriarca de Constantinopla debieron obligar a los papas a transigir en la controversia iconoclasta.

Los más fervientes partidarios de las imágenes y, en consecuencia, las víctimas de la contienda fueron los monjes. La veneración de las imágenes fue propugnada principalmente por Juan Damasceno († hacia el año 754) y por el segundo Niceno (787). Este concilio, por lo demás, se manifestó de forma muy sobria (como más tarde, y en forma aún más reservada y clara, el Tridentino) sobre las imágenes de Jesús, de María, de los ángeles y de los santos: «Cuanto más a menudo son contempladas, más mueven a quienes las miran a la meditación y a la veneración; pero no está permitida una verdadera 'adoración' (latría), que únicamente corresponde a la naturaleza divina». «Porque el honor de la imagen va dirigido a quien ella representa, y quien venera una imagen, venera en realidad a quien en ella está figurado».

d) La decisión del segundo Niceno (787) a favor de la veneración de las imágenes dirimió la contienda únicamente en su aspecto dogmático fundamental; en la práctica transcurrieron aún algunos decenios hasta que sobrevino la tranquilidad. Y entonces la victoria de los defensores de las imágenes fue completa. Por desgracia, esta larga querella incrementó enormemente el distanciamiento entre Oriente y Occidente, como también entre la nueva Roma y su patriarca, de un lado, y la antigua Roma y el papa, de otro (también en este caso influyó la oposición de Carlomagno). Es cierto que entonces no se llegó a una separación definitiva, pero las bases quedaron ya asentadas, de modo que los disturbios motivados por Focio en el siglo siguiente encontraron un terreno ya abonado y, por lo mismo, la separación efectiva posterior por muy dolorosa que resulte- no fue más que una lógica consecuencia histórica.

5. En todos los tiempos la santa misa ha sido el centro del culto católico; pero su esencia y su valor no siempre se han visto tan claros corno se ven hoy.

i) En la primera Edad Media, como ya se ha dicho, aún no se celebraba a diario (la cristianización de la vida de trabajo cotidiano estaba entonces en sus comienzos). En la baja Edad Media y en la Edad Moderna, por el contrario, la excesiva multiplicación de las misas trajo consecuencias más funestas que la anterior abstinencia. Hay un dato importante, y es que precisamente en la devoción a la usa se advierte una fuerte (y peligrosa) dependencia de la veneración de las reliquias y de los santos. La presencia de Dios en sus santos taumaturgos pasó a hacer cierta competencia a la presencia de Cristo en la misa. A la inmediatez de la intervención divina en la veneración de los santos se contraponía el ocultamiento sacramental de Cristo bajo las especies del pan y del vino. Los santos y sus reliquias se convirtieron en auxiliadores para las necesidades y menesteres de la vida, mientras que la invisible eficacia de la misma se ordenaba al también invisible más allá; todo esto, naturalmente, dentro de un modo de ver las cosas muy «objetivo». La idea de la propia salvación y la salvación de todos los miembros de la familia fue durante siglos el motivo dominante de la devoción de la misa. La introducción de la fiesta de las ánimas o de todos los difuntos, propagada por obra sobre todo de los monjes cluniacenses, tomó base de estas ideas y les dio a su vez una enorme popularidad. El sugestivo pensamiento de la muerte hizo de la misa un medio solicitadísimo y fue a su vez motivo para fundar numerosos conventos e iglesias. El enterramiento en las mismas iglesias o en su inmediata cercanía se debió a idénticos motivos: se quería participar después de la propia muerte de los favores de la misa que allí mismo se dispensaban. A propósito de esto, en muchas partes se llegó a ásperas tensiones entre el clero secular y los monjes, por quienes el pueblo tenía preferencia para confiarles sus preocupaciones por el más allá.

b) El clero, naturalmente, no se contentó con esta valoración popular de la misa. Sobre todo en la última época de los carolingios intentó poner de relieve por medio de explicaciones alegóricas la relación existente entre la pasión de Cristo y la misa. No obstante, este procedimiento, sumamente peligroso por su artificioso simbolismo, no alcanzó la finalidad anhelada: los textos y las ceremonias de la misa no fueron (no pueden ser) del todo «comprendidos». Así no se evita ni el ritualismo ni la mixtificación. De capital importancia para la evolución futura fue el hecho de que no se llegara ni a comprender suficientemente el carácter sacramental de la eucaristía ni a descubrírselo a la comprensión general. De este modo el interés se centró en la cuestión de la eficacia de la misma (que encontró una solución bastante cuestionable en la doctrina de los «frutos de la misa») y de la presencia real de Cristo (que al ser exageradamente acentuada oscureció un tanto la indisoluble unidad de banquete sacrificial y sacramento del altar).

c) En el intento de definir con mayor precisión la presencia real se enfrentaron dos concepciones, cuyos orígenes se remontan hasta la Antigüedad cristiana. Pues ya Ambrosio y Agustín habían ensayado soluciones de distinto tipo, aunque no contradictorias entre sí. Mientras el gran obispo de Milán se fijó más en el resultado de la consagración, el obispo de Hipona prestó más atención, en el sentido de Jn 6,48ss, al carácter dinámico-espiritual del proceso consecratorio y de la forma de presencia sacramental de Cristo.

En la simplificación medieval, esta misma cuestión provocó, hacia mediados del siglo IX, una discusión entre el monje Pascasio Radberto († hacia el 856) y Ratramno de Corbeya († 868). El primero, siguiendo la línea de san Ambrosio, llegó a identificar el Cristo eucarístico con el Cristo histórico; el segundo, en cambio, acentuó tanto el carácter espiritual y simbólico de la presencia sacramental, que hasta pareció negar la realidad de la transustanciación.

La controversia tuvo su continuación en el siglo XI entre Lanfranco de Bec y Berengario de Tours († 1088), quien negó la presencia real de Cristo en el sacramento. Pero en esta ocasión también se hizo de nuevo patente que la corriente realista no estaba del todo libre de peligrosos parcialismos. El peligro radica en su concepto de realidad, que era burdamente sensible (material), como se expresa en la fórmula de confesión propuesta a Berengario (1059) por el cardenal Humberto[47].

A raíz de esta controversia se introdujo la costumbre de elevar la hostia y el cáliz después de la consagración. Paralelamente se incrementó también la adoración del sacramento del altar; y, para la consagración y comunión, la antigua postura cristiana («de pie») fue sustituida por la genuflexión («de rodillas»).

Así, en la liturgia de la misa el rito romano fue imponiéndose cada vez más, mientras que los particularismos nacionales fueron poco a poco desapareciendo.

d) Una forma más intensa de culto eucarístico surgirá otra vez en el siglo XIII (§ 67). Esto no significa, sin embargo, que la piedad medieval (a pesar de Francisco y de Tomás de Aquino) llegara a ser verdaderamente sacramental en el propio sentido de la palabra. La baja Edad Media y luego la Reforma pondrán ante nuestros ojos este hecho con reiterada y opresiva insistencia.

6. La piedad medieval, en fin, estuvo decididamente caracterizada por la penitencia. El sistema penitencial se halló en íntima relación con la peregrinación y la misa. Y merece la máxima atención, puesto que fue precisamente la joven cristianidad celta y germánica la que provocó su transformación específicamente medieval. Como ya se ha dicho, fueron los iro-escoceses y a continuación los anglosajones quienes osadamente adaptaron la institución de la penitencia de la primitiva Iglesia a las necesidades del nuevo campo de las misiones. La acomodación fue inevitable porque la penitencia canónica del viejo estilo se había tornado prácticamente inaplicable debido a la excesiva acentuación de las exigencias que ella acarreaba para la vida de los cristianos. Ante todo era preciso abandonar el antiguo principio de la poenitentia una, esto es, de la irrepetibilidad de la penitencia una vez concedida, así como de las graves consecuencias del ingreso en el estado de penitente público. La antigua penitencia de la Iglesia se había acercado a la «meta utópica» (Poschmann) de convertir la resolución de hacer penitencia en una especie de renuncia monástica al mundo: el penitente se obligaba -fuera del tiempo propio de la penitencia- a renunciar a las relaciones matrimoniales (o al enlace matrimonial) y a no ocupar cargos públicos (oficial, juez, etc.).

La estructura canónica, así circunscrita, de la antigua penitencia, se vio resueltamente modificada por la práctica de los libros penitenciales (sobre la base de antiguas formas céltico-insulares aparecidas desde el siglo VIII en el continente). La supresión de aquella forma de penitencia con sus secuelas para toda la vida trajo consigo también la abolición del carácter público del estado de penitente; la entrada en este estado dejó de ser equivalente a la excomunión y la reconciliación final adquirió otro sentido. En lo sucesivo los cristianos, siempre que pecaban, confesaban sus faltas al sacerdote o al obispo, aceptaban la penitencia que jurídicamente se les imponía y, una vez cumplida ésta, en un acto particular de reconciliación secreta se les permitía tomar parte en la eucaristía. Si la penitencia se prolongaba durante un tiempo más largo, la reconciliación solía tener lugar antes de su total cumplimiento.

La penitencia pública y la penitencia privada siguieron existiendo juntas, pero la privada fue imponiéndose cada vez más.

Esta modificación hizo que en adelante pasase a primer plano la confesión. La confessio, anteriormente, sólo había consistido en confesar los pecados antes de ser admitido en el estado de penitente público, pero a partir del siglo VIII pasó a significar la penitencia eclesiástica en general. El proceso acabó haciendo desaparecer la distinción, firmemente mantenida al principio, entre confessio y reconciliatio, de modo que aproximadamente desde el año 1000 confesión y absolución se redujeron a un solo acto.

En cuanto a la necesidad de la penitencia, siguió vigente el principio de la Iglesia antigua de que todo «pecado mortal» debía ser confesado. En seguida, sin embargo, la Iglesia impuso a todos los cristianos la obligación de confesarse en plazos regulares (Crodegango de Metz, en su zona de influencia directa, la exigía dos veces al año, y, según noticias, en diversas partes de la Galia, ya hacia el año 900, se obligaba tres veces).

El proceso culminó en las decisiones del Concilio Lateranense IV (1215), que prescribió para toda la Iglesia la confesión anual. Una prueba de la aparición de la confesión frecuente la tenemos en los confesores de los príncipes, que vemos ya desde el siglo VIII.

El tipo de penitencia que alienta en el fondo de los libros penitenciales ha sido definido como «penitencia tarifaria». El objetivo principal de la nueva praxis, en efecto, consistía en lograr, aplicando un determinado grado de castigo, la máxima correspondencia entre el pecado y los actos de penitencia, para lo cual se procuraba tener en cuenta hasta las mínimas circunstancias. A la vista están los peligros de semejante concepto de penitencia: el pecado quedó cosificado y perdió seriedad, y otro tanto ocurrió con los actos de penitencia, generalmente muy duros; la moralidad discurrió por los cauces de un moralismo legalista que puso en serio peligro el desarrollo de la interioridad y de la vida de gracia. Todo esto acabó provocando una desviación de conciencia, por lo cual la penitencia llegó a identificarse con la reparación y la satisfacción, cosa que habría de acarrear un notable oscurecimiento del perdón sacramental y su carácter de gratuidad.

Todos estos peligros se agudizaron porque en seguida la tarifa comenzó a proliferar desmesuradamente en su aspecto cuantitativo. No obstante cierta relativa mitigación, las tasas penitenciales para cada uno de los pecados (por ejemplo, el ayuno, la oración, la limosna, el destierro temporal o vitalicio, la prohibición de llevar armas, el castigo corporal, etc.) eran tan graves que, acumuladas, se hacían sencillamente insoportables. Entonces se creyó que esto se podía remediar sustituyendo las penitencias largas por actos de penitencia más rigurosos, pero más breves. Siguiendo sus propias leyes, sin embargo, lo cuantitativo degeneró en alambicados sistemas de redención, aterradores ya por el simple juego de las cifras.

Aún más grave fue el hecho de que con el tiempo se pasase a sustituir o, respectivamente, reducir los actos personales de penitencia por penitencias de terceros y por fundaciones de misas o por estipendios. Según el orden penitencial del rey Edgardo de Inglaterra (959-975), un magnate podía reducir su penitencia de siete años a sólo tres días si primeramente ayunaban por él doce hombres, y luego siete veces ciento veinte hombres durante tres días[48].

Así, pues, la reacción contra los libros penitenciales de la era carolingia estuvo justificada. Mas su abolición no se logró hasta Gregorio VII Desgraciadamente, sin embargo, la supresión externa no pudo eliminar los principios de fondo, que durante mucho tiempo siguieron alentando en la práctica de la confesión.

7. En el primer milenio se asentaron buenas bases para una doctrina general de los sacramentos mediante afirmaciones sobre algunos sacramentos en particular: bautismo y eucaristía. Pero el propio significado de la palabra sacramentum, en sí misma impreciso, pues se aplicaba a todos los misterios de la fe cristiana, no pudo dar paso a una doctrina más exacta. Su delimitación como «signo eficiente de la gracia» no apareció hasta la primera Escolástica, primeramente por obra de Hugo de San Víctor († 1141) y Pedro Lombardo († hacia el 1160).

Hasta entonces se hablaba no sólo de siete, sino de muchos sacramentos (por ejemplo, la consagración de los religiosos o el lavatorio de pies). La reducción al número de siete se impuso también en el Oriente (especialmente desde Lyón [1245]), incluso entre los nestorianos y monofisitas[49].

Notas

[43] Esto se presenta muy claramente en la «Saga de Njals», donde al lado del cristianismo están la venganza de sangre, la acción incendiaria y el suicidio, sin que se advierta ningún contrasentido (Islandia, siglo XI).

[44] Esta reflexión debe tener muy presente que el oro en aquel tiempo representaba algo diferente, «más auténtico» que en la economía posterior.

[45] Cf. las visiones de santa Hildegarda (§ 50). El primer ejemplo de este tipo procede de la Antigüedad cristiana: la interpretación cristológica de la serpiente de bronce erigida por Moisés. Como símbolo del crucificado no estaba en contradicción con el primer mandamiento.

[46] Se encuentra por vez primera en la Hagia Sophia (563).

[47] «El verdadero cuerpo del Señor es tocado y fraccionado sensiblemente no sólo sacramentalmente, sino también realmente, por las manos del sacerdote y desmenuzado por los dientes de los fieles» (atteri).

[48] Las «redenciones» fueron muy populares, especialmente entre los anglosajones. Encontramos ejemplos en Beda († 736) y en los libros penitenciales atribuidos en el pasado exclusivamente a san Egberto de York († 766). Este último dice, por ejemplo: un día de ayuno a pan y agua se sustituye por cincuenta salmos recitados de rodillas o setenta de pie, o también por doscientas genuflexiones, un denario o tres limosnas a los pobres, o por cincuenta vergazos en invierno, cien en otoño y primavera y ciento cincuenta en verano.

[49] Mas para el Oriente siempre fue de extraordinaria importancia la fe en la cruz dispensadora de la vida.

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