conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Primera época.- Fundamentos de la Edad Media Epoca de los Merovingios » §39.- Alianza del Papado con los Francos. el Estado de la Iglesia. Ruptura con Bizancio » Periodo primero.- Florecimiento de la Iglesia en la Primera Edad Media en el Imperio Carolingio y Su Decadencia » §40.- Carlomagno. el Imperio Universal de Occidente.

III.- Carlomagno Emperador

1. Cuando Carlomagno subió al trono aún no estaba el poder político del soberano franco tan firme como para que en todo caso pudiera obrar con independencia en el mismo entorno inmediato del papa, en el Estado de la Iglesia. Todavía estaban allí, como competidores del poderío franco, los longobardos, peligrosos vecinos del papa. La solución dependía de la postura que el protector franco adoptase respecto a ellos, esto es, si seguiría fiel a la alianza de Pipino, o si volvería a la política favorable a los longobardos, adoptada por Carlos Martel. Y esto es precisamente lo primero que hizo Carlomagno. Ni las ásperas palabras del papa Esteban[9] ni su amenaza de anatema pudieron impedir su boda con la hija de Desiderio, rey de los longobardos. Con todo esto, sin embargo, no se daba por terminada la aguda rivalidad existente entre los dos poderes político-germánicos en Roma: bajo el débil pontificado de Esteban IV (768-772) se libraron allí sangrientos combates entre partidarios de los francos y de los longobardos.

Esta situación cambió de golpe con la repentina muerte de Carlomán, hermano mayor de Carlos, en el año 771. Carlos, convertido en soberano absoluto, mudó su política. Después de un año de matrimonio con la princesa longobarda, la hizo volver a Pavía.

El nuevo papa, el insigne Adriano I, modelo de piedad y prudencia, percibió el imperativo del momento y cautamente viró hacia la anterior política de alianza de Esteban II. La viuda de Carlomán se había refugiado con sus hijos en la corte de Desiderio. A los longobardos se les ofreció la ocasión propicia para perturbar a un mismo tiempo la peligrosa unidad de los francos y su alianza con Roma. Pero el papa rehusó, negándose a legitimar con la unción la pretensión política de los hijos de Carlomán y elevarlos a la dignidad real.

Cuando finalmente Desiderio marchó con su ejército contra Roma y todas las negociaciones resultaron vanas, el papa decidió llamar en su ayuda a Carlomagno, rey de los francos y patricius romanorum. Lo primero que hizo Carlomagno fue enviar a sus embajadores a comprobar in situ las quejas del papa y luego trató de mover a Desiderio por vía pacífica -incluso ofreciéndole como indemnización una elevada suma de dinero- a reparar los daños causados. Mas estos intentos fracasaron y Carlomagno optó por la guerra.

Mientras era asediada Pavía, se dirigió inopinadamente a Roma para celebrar la fiesta de la Pascua en la ciudad eterna (774). El miércoles de Pascua renovó allí la promesa de su padre (la llamada «donación de Pipino», § 39).

Desde los tiempos de Pipino habían cambiado mucho las circunstancias. El carolingio, que se había comprometido bajo juramento a defender la sede de san Pedro contra los longobardos y a devolverle las regiones que le habían sido arrebatadas, llegó pocos meses después -tras la caída de Pavía (junio del año 774)- a poner sobre su propia cabeza la corona de hierro de los longobardos, sin cuidarse lo más mínimo del sentir del papa. Y, curiosamente, también depuso su actitud de recelo, claramente demostrada hasta entonces, ante los títulos romanos (el de patricius romanorum, junto a los del rey franco y longobar-do). Y, a la postre, se guardó muy mucho de «restituir» todos los territorios reclamados por el papa. El nuevo patricio era más que un simple portador de un poder delegado; al maleable título de patricio le dio un nuevo contenido: la soberanía de protección se convirtió en supremacía política.

2. La verdadera importancia de todo esto, su decisiva trascendencia histórica (no obstante la complejidad de las fuerzas que entraban en juego) no aparecerá con suficiente claridad hasta que estudiemos la idea básica que Carlos tenía de su condición de soberano, de la cual idea se puede deducir más o menos todo lo demás: el ideal imperial de Carlos. a) La idea del Imperio romano no había desaparecido totalmente en Occidente (§ 34). Por muy inconcretas y poco «romanas» que fueran algunas representaciones de tal imperio, ciertamente todavía existían y ejercían múltiple influencia, incluso revestían cierta tipificación jurídica. En el reino de los francos existía ya la idea imperial en sentido cristiano bajo la fórmula Imperium christianum. Ahora se había formado un ámbito de soberanía con un especial carácter imperial, precisamente porque su enorme extensión abarcaba más de un «país» (territorios de Italia, de España, de Avaria). Así, el propio Carlos se consideró a sí mismo como portador de un poder universal en Occidente, Roma incluida. El término «universal» no debe entenderse en sentido antiguo y tampoco en sentido bizantino, pues en ambos sólo se reconoce un único soberano universal. El concepto indica más bien la unidad de dominio de los territorios que llamamos más o menos Occidente. Bizan-cio y su radio de acción fueron reconocidos expresamente (problema de los dos emperadores).

b) Este imperio del soberano franco estaba unido con y en la Iglesia romana, que a su vez estaba en estrecha unidad con el Imperio franco. Ahora, con Carlos, el elemento religioso, perteneciente al reino franco desde siempre, pero mucho más tras la unción papal, experimentó un poderoso incremento. Fue el fruto histórico natural de aquellas formas ya preparadas por el sistema de la Iglesia territorial franca. Siguiendo el modelo de estas Iglesias territoriales, Carlos había establecido sus relaciones con el papa como jefe supremo de la Iglesia. Como muy bien sabemos desde Bonifacio, quien guía (el jefe) es el príncipe. Sólo que ahora, con el acrecido poderío de Carlos y su extraordinaria personalidad, la problemática implícita en la relación príncipe-sacerdote, Estado-Iglesia, cobró una dimensión nueva, totalmente diferente.

c) Que el rey franco ascendiera de patricius romanorum a «emperador romano» fue un proceso natural, expresión clara de la efectiva distribución de fuerzas. Esta elevación fue de suma importancia para la Iglesia. Cuando en la Navidad del año 800 el papa León III coronó a Carlomagno, ataviado con las tradicionales vestiduras imperiales, y éste fue aclamado emperador[10] y en los años sucesivos ostentó oficialmente, cada vez más a menudo, el título imperial (la inscripción del sello real rezaba así: Renovatio Imperii Romani), esto no fue sino un paso más hacia la realización de la unidad externa de la Iglesia, huyendo de la multiplicidad de las Iglesias territoriales.

3. El significado inmediato y concreto de la coronación del emperador en el día de Navidad del año 800, visto desde la perspectiva del papa, se infiere simple y llanamente del modo como se realizó. La situación personal del papa era precaria. Después de su elección por unanimidad (795), se comportó con Carlos de la misma manera que lo habían hecho sus predecesores con los emperadores bizantinos o sus exarcas. Remitió al gran rey franco no sólo los protocolos de la elección, sino también la llave del sepulcro de san Pedro y el estandarte de la ciudad de Roma. Fechó sus decretos según los años del reinado de Carlos (como se hacía antes según los años de gobierno del emperador bizantino).

a) Pero en Roma existía un fuerte grupo de enemigos personales del papa que intentaba su abdicación (incluso por medios brutales). El papa necesitaba la mano protectora del príncipe franco. En el año 799 consiguió huir a Paderborn para ver a Carlos, a quien según la antigua costumbre «adoró». Carlos le hizo acompañar de sus grandes en su regreso a Roma. Como las acusaciones contra él (perjurio e impudicia) no quedaron suficientemente rebatidas por la investigación, el papa se purificó prestando un juramento, a raíz del cual Carlos -que mientras tanto había llegado a Roma- castigó a los enemigos del papa como reos de lesa majestad. Dos días después tuvo lugar la coronación. Y cualesquiera que fueran los puntos oscuros en el concepto imperial de Carlos, es cierto que él ante el papa se sintió absolutamente superior, y ello tanto en el usufructo continuado de los pasados derechos sobre la Iglesia territorial como en la adopción o imitación del modelo bizantino. Sin embargo, para León, tras la exaltación de Carlos a la dignidad imperial, el único lugar que quedó fue el del Moisés orante.

b) En concreto, la interpretación de la coronación imperial de Carlos tropieza con considerables dificultades.

Es difícil presuponer ya tendencias «papalistas» en el papa, cuyo predecesor, muy poco antes, había estado en peligro inmediato de convertirse en súbdito y obispo de corte del rey longobardo; el papa, además, podía ahora residir en su propia ciudad precisamente gracias a la protección de Carlos. No obstante, la exaltación del príncipe de los francos a la dignidad imperial tenía que conducir, con el tiempo, a la liberación del papado de la opresión eclesiástica y estatal de la Roma oriental, esto es, tenía que llevar a término la línea iniciada por Esteban, que en el año 753 había abandonado a los legados de Oriente y a la corte longobarda en Pavía, para dirigirse a Pipino y concertar con él la alianza con los francos.

Por otra parte, la conjunción de los dos poderes y la coronación del emperador no significaban en absoluto que Carlos y León tuvieran el mismo concepto de emperador y de imperio.

El concepto de Carlos tendía a la plena inclusión del ámbito eclesiástico en su esfera de poder imperial (exceptuado lo sacramental). Necesariamente, pues, el programa del papa y de la Iglesia no podía a la postre coincidir plenamente con el del emperador. Lo cual significa que la unión que se estaba fraguando fue desde un principio hondamente tensa y contradictoria.

c) En cualquier caso es cierto que entonces, en la Navidad del año 800, como ya había sucedido con la unción y coronación de Pipino por el papa, el supremo poder eclesiástico volvió a robustecer, legitimándolo, el poder secular. De aquí podía deducirse con relativa facilidad, por la parte romana, la idea de una translatio del imperium al soberano franco. De hecho, ya los papas de finales del siglo IX «elevan» a «sus» emperadores por privilegio apostólico.

Pero aún hay otro aspecto: los reparos de Carlos ante la coronación. No es fácil darles una explicación satisfactoria. Pues él ya estaba enterado de su próxima exaltación y la había aceptado. ¿Qué es lo que de ella le disgustaba? ¿En qué punto los deseos del papa y de los romanos excedían sus propios deseos? ¿En el hecho en sí mismo? ¿O acaso su elevación a emperador le parecía demasiado hipotecada en comparación con Bizancio? En todo caso, después de la caída de la emperatriz Irene, Carlos se preocupó de ser reconocido por Bizancio; el reconocimiento lo obtuvo el año 812. Pero lo único que esto significó, o poco más, fue que Bizancio, obligado por la necesidad, renunció en la práctica a la tesis de que sólo podía haber un imperio. En su fuero interno los romanos orientales no renunciaron a sus pretensiones. Los emperadores occidentales siempre fueron para ellos unos usurpadores (§ 45); rechazaron la teoría de los dos emperadores.

4. El factor más decisivo para toda la evolución posterior fue el carácter sagrado de la dignidad imperial (nada claro, por cierto). La Iglesia lo transmitía a los emperadores medievales por medio de ceremonias y oraciones especiales (el emperador, más tarde, actuó de diácono en la misa de la coronación; la liturgia de la coronación era en algunas cosas similar a la de la consagración episcopal; el emperador, después de la unción, era nombrado clérigo de san Pedro); la misma Iglesia, en fin, se lo reconocía expresamente[11] (de formas muy diversas y difícilmente comprensibles desde el punto de vista jurídico).

a) En el caso de Carlomagno el elemento sacral fue constitutivo de su idea imperial, como luego veremos. Tiempo atrás ya le había sido ampliamente confirmado por la cristiandad y por la Iglesia.

En el homenaje que se le rindió tras la victoria sobre los longobardos (775), el sacerdote Catulfo se dirigió a él «como representante de Dios», el que haciendo sus veces tiene que vigilar y dirigir «a todos los miembros»; el papa, en cambio, como sólo representa a Cristo, quedaba en segundo término.

La misma conciencia se expresa en los títulos con los que Carlos se hacía tratar sobre todo por los clérigos de su corte: «predicador», «secretario de Dios», «Vicarius Dei» o «David», en los que claramente se expresa el motivo del rey-sacerdote. A esto corresponde un sinnúmero de fórmulas aplicadas a Carlos tanto antes como después del año 800: «guía del pueblo cristiano», «señor y padre, rey y sacerdote, soberano de todos los cristianos». Para Alcuino fue el verdadero jefe de la civitas Dei, a quien le había sido confiada la dirección de la ecclesia universalis de todos los cristianos latinos y en cuyas manos estaban puestas las «dos espadas» (!); Esmaragdo († hacia el 830), maestro de la escuela monástica de Castelliou, y algunos otros le vieron incluso como representante de Cristo, y los obispos del Concilio de Maguncia (813) le alabaron como «juez de la verdadera religión». Visto desde esta perspectiva, la única función del papa era la de metropolitano o patriarca de la Iglesia imperial franca. Tales denominaciones no eran títulos hueros; concretaban en un nombre la relación efectiva de Carlos con la Iglesia, así como su grandioso programa de gobierno, que como Imperium christianum atendía ambos campos, el secular y el eclesiástico, como una unidad compacta bajo su dirección.

Los paralelos con el Constantino histórico se hacen aún más patentes si consideramos que Carlomagno, al disponer la instalación de su residencia de Aquisgrán, copió casi por completo el modelo de la metrópoli bizantina, hasta en el ceremonial de la corte y en el simbolismo estatal. Las fuentes francas de estos importantes decenios de finales de siglo nos dicen incluso que en Aquisgrán, al lado de la catedral y del sacrum palatium del rey, estaba previsto un tercer edificio con el significativo nombre de «Laterano» (Eginardo, dada la finalidad del edificio, lo llama expresamente «Casa del Pontífice»). La réplica de la «Nueva Roma», pretendida por Carlos y sus francos, denota claramente una tendencia de imitación competitiva (Ullmann). Incluso se trasluce un cierto deseo de «trasladar» la «Antigua Roma» a Aquisgrán, cuando los escritores francos celebran la residencia real como la ventura o secunda Roma.

Este es el trasfondo, aún un tanto oscuro, del acto memorable de la coronación imperial de Carlomagno.

La erección de este nuevo imperio fue, sin duda, un hecho de gran importancia para la historia universal, y fundamental para toda la Edad Media siguiente. Ahí estaba ya junto a, delante de y a una con el papado, la segunda gran potencia del Occidente medieval, el Imperio romano cristiano-universal de Occidente.

b) Con todo, este nuevo imperio aún tenía que comenzar a poner en práctica el contenido de su «idea». Tanto por esta idea como por las circunstancias de su renovación hubo desde un principio, como ya se ha dicho, una unión estrechísima entre imperio e Iglesia, que en el fondo ya encerraba tendencias de fuerte rivalidad: el emperador debía proteger la Iglesia. Carlomagno, «el más sublime de los emperadores coronados por Dios», fue plenamente consciente de esta extraordinaria dignidad, que estimó como un deber, pero sobre todo como un derecho. Esta concepción tuvo su expresión más simbólica en el derecho del emperador de confirmar la elección del papa; el papa elegido debía prestar, antes de su consagración, juramento de fidelidad al emperador (aquí estaba implícito el derecho imperial de la suprema jurisdicción y del control de la administración papal). A esto correspondía por parte del papa el derecho de coronar al emperador y de conferirle así realmente la dignidad imperial, con lo que el papa tenía a su vez la posibilidad de emitir juicio sobre la dignidad del que iba a ser coronado, de concederle el supremo poder político o de negárselo. Los intentos de los emperadores de desligar su dignidad de este lazo jurídico con el papado ya se iniciaron en tiempos de Carlomagno, cuando éste hizo coronar a su hijo en Aquisgrán sin la intervención del papa. Pero no consiguieron su objetivo. La unión del imperio con el papado, en el sentido de una verdadera interdependencia, estuvo fuertemente arraigada, tanto desde su preparación (Bonifacio-Pipino-Zacarías-Esteban) como desde su Primera realización en el año 800. Siguiendo esta misma línea, también Ludovico se hizo coronar otra vez por el papa en el año 816.

5. Sin embargo, como muy pronto se demostró, el Imperio de Occidente, que aglutinaba tantos elementos estatales y eclesiásticos, es decir, la unión del papado y el imperio en el sentido indicado, gravó con una pesada hipoteca el desarrollo posterior, tanto en el ámbito eclesial como estatal. Se encontraron enfrentadas dos fuerzas, ambas con los mismos intereses recíprocos, ambas dependientes la una de la otra, sin una delimitación exacta de las respectivas competencias: por fuerza tuvieron que surgir las desavenencias. El concepto fundamental de la dignidad sagrada del emperador fue muy pronto interpretado por ambas partes de forma esencialmente distinta: «coronado por Dios» significaba a los ojos del emperador una misión directamente emanada de Dios, mientras que la curia veía en ello la función del defensor de la Iglesia, función que el mismo papa confiaba y vigilaba en su ejercicio.

Pero, una vez más, en esta misma rivalidad se ponía de manifiesto el elemento común de fondo. Todo estaba fundamentado en una unidad de tensiones encontradas. La conjunción de ambos poderes, imperium y sacerdotium no era un añadido artificial y externo. Era la expresión de un lógico crecimiento bajo el signo de la unidad básica de la fe cristiana de la Iglesia latina y de los pueblos por ella y en ella cristianizados. Bajo el signo de esta unidad se hizo el Occidente cristiano; su vigor radicó en la fuerza vital y en la colaboración de ambos componentes. Una vez que esta conjunción esencial se vio seriamente amenazada (ya desde el siglo XIII), los fundamentos del Medievo no volvieron a estar en orden; no se evidenció un simple trastorno funcional pasajero, sino un desorden de las bases.

Con lo que se demuestra una vez más que aquella separación omniamenazante no sobrevino por acaso ni simplemente por malicia o miopía de los respectivos portadores del poder pontificio y del poder imperial. Más bien nos encontramos aquí, sencillamente, en un momento especialmente decisivo y trágico de la conjunción de lo eclesiástico y lo temporal, típico de la Edad Media. El hecho de que ambos poderes trabajaran conjuntamente en la formación del Occidente cristiano fue lo que lo llevó a su unidad y a su apogeo. Pero como desde el principio los elementos comunes no estuvieron claramente delimitados (tal vez no pudieron estarlo) y, debido a los mutuos ataques o intentos de expansión de ambas partes, cada vez lo estuvieron menos (puesto que no se consiguió o no se pudo conseguir una clara unidad de coordinación dentro del único organismo cristiano), el genuino desarrollo de ambas esferas se vio más y más obstaculizado por una y otra parte. La grandiosa unidad medieval, amalgamada como fue, llevó en sí desde el primer momento los gérmenes de la separación y de la futura lucha entre imperio y sacerdocio.

Los gérmenes fueron desarrollados por parte pontificia en aquel concepto de Iglesia e imperio que ya había sido preparado bajo otro aspecto por León I, Gelasio e Isidoro de Sevilla: el ministerio sacerdotal es superior, y la potestas imperial no sólo es inferior, está incluso sometida al primero. La elevación del emperador se verifica en este sentido «por voluntad (nutu) de Dios y de Pedro, el portador de las llaves».

La evolución posterior estuvo en correspondencia con el acto de la coronación realizado en Roma en el año 800. El nuevo imperio no fue, como el antiguo, una realidad autónoma, sino que permaneció vinculado al papado. Muy pronto los papas entendieron la coronación como una translatio imperii y de ello dedujeron nuevos derechos.

6. Todavía nos queda por dilucidar una falsa interpretación moderna, y afirmamos que el poder imperial sobre la Iglesia, su soberanía sobre la jerarquía, su intromisión en la promulgación dogmática de los concilios, todo ello no tuvo nada que ver con una oposición al magisterio docente del supremo pontífice.

Carlomagno, en efecto, reconoció como evidente la total y absoluta primacía de la Iglesia romana en el plano doctrinal: esta supremacía, según los libri carolini -que dan instrucciones al papa sobre la cuestión del culto a las imágenes-, no se basa en decisiones conciliares, sino en el mismo Cristo; únicamente los santos Padres aceptados por la Iglesia de Roma deben ser considerados normativos, porque su consejo es vinculante para todos los fieles. En el proceso contra León, Alcuino recordó a Carlomagno que el papa no puede ser juzgado por nadie[12].

Este concepto se complementa con la alta estima que demostró Carlos por las tradiciones romanas (introducción de la liturgia romana, del rito bautismal romano; la vestimenta y la conducta de vida de los sacerdotes romanos se hicieron norma obligatoria para la Iglesia franca).

7. Carlos fue un verdadero cristiano, lo dicho lo confirma. Pero ni siquiera en él hallaron expresión suficiente las concepciones morales del cristianismo. Una fuerte sensualidad y, especialmente, una demoníaca crueldad para con sus enemigos enturbian como manchas oscuras el luminoso cuadro de su carácter.

Mas no hay que olvidar que fue generalmente alabado por su dulzura y su sentido de la justicia. A pesar de esos defectos no deja de ser el magno «el ejecutor de la historia universal» (Ranke), sin el cual no hubiera existido un Occidente cristiano. «Su grandeza reside en que sus acciones como sus omisiones siempre estuvieron presididas por el bien de la comunidad» (Hauck).

En el año 1165 Barbarroja mandó exhumar solemnemente los restos de Carlomagno, lo que entonces equivalía a una canonización. Pascual III (1164-68), el antipapa nombrado por el emperador, autorizó su culto, pero posteriormente la Iglesia lo redujo (más bien lo toleró) a la veneración de beato, puramente local (en Aquisgrán).

Notas

[9] «La noble estirpe de los francos se vende a los hediondos longobardos».

[10] Esto representa un acto ordenado de reconocimiento jurídico.

[11] Incluso cuando el poderío imperial ya hacía tiempo que había desaparecido, en la alta Edad Media, emperadores como Carlos IV (1346-1378) y Segismundo (1410-1437) concedieron gran importancia al derecho de leer el evangelio en la misa de la Nochebuena.

[12] El famoso principio: papa (o sedes romana) a nemine iudicatur.

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