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I.- Francisco de Asis
1. Francisco es el más grande santo de la Edad Media. En él todo fue sencillo, auténtico y esencial; fue comprensible para todos; y tan sumamente amable que incluso hoy todo el mundo, católico como no católico, se inclina admirado ante él. El Poverello de Asís es, por sí solo, una luminosa y victoriosa apología de la Iglesia católica y, naturalmente, también una poderosa llamada de atención a la misma Iglesia.
Francisco de Asís fue asimismo una de las figuras más originales que recuerda la historia: figura nacida por entero de la gracia y de la propia interioridad, de ninguna manera explicable por el ambiente espiritual del que procede. Y, no obstante, de un modo que podríamos llamar providencial, dio respuesta justa a las cuestiones más profundas de su época[33].
Francisco nació en el año 1182; fue hijo de un acaudalado comerciante de tejidos, o sea, de un típico representante de la burguesía que entonces surgía orgullosa en las ciudades italianas[34]. Como Valdés, también él despreció el dinero. Su pensamiento se dirigió hacia todo lo grande y puro al mismo tiempo. Quiso hacerse caballero. Y lo consiguió. Pero en vez de seguir a un señor del mundo, se hizo caballero de Jesucristo; e igual que el caballero sigue a su señor, él siguió a su divino Maestro: al pie de la letra, sin subterfugios; la fidelidad caballeresca es un rasgo fundamental de su piedad. Con razón se le llama Poverello; porque, en vez de elegir una esposa terrena como los otros caballeros, se desposó con la «dama pobreza»[35].
2. A esta sublime concepción de la vida llegó pasando por la cárcel (fue prisionero de guerra) y por una grave enfermedad. Tuvo que atravesar graves crisis interiores. Pero las horas de Damasco fueron saludables y fecundas. Abrieron y roturaron su interioridad de tal modo, que el fondo de su ser se tornó terreno abonado en anhelante espera del misterio de la gracia. Comenzó sin gran programa. Oyó al crucifijo de san Damián que le decía: «Francisco, ve y reconstruye mi casa, que, como ves, se desmorona». Entendió estas palabras al pie de la letra. (Este fue haciéndose progresivamente el distintivo más característico de su personalidad). Repasó, pues, la capilla con sus propias manos.
Vio leprosos; se obligó a sí mismo a estar con ellos y servirlos. Y sucedió que «lo amargo (que nunca dejó de ser amargo) se hizo dulce para él».
Luego vino la gran hora de su vida: oyendo misa escuchó en el evangelio el mandato de Jesús a sus discípulos: salir pobremente a predicar penitencia. Desde entonces éste fue su programa. Con fidelidad literal, sin pros ni contras, tenía que cumplirse: a) no poseer nada, y b) predicar. El ideal de pobreza de san Francisco no se limitó a «no poseer nada», sino que se orientó positivamente: debía estar al servicio de la idea del reino de Dios y del cuidado de las almas.
Su padre, el rico comerciante Bernardone, no pudo soportar que su hijo dilapidase todos sus bienes y lo repudió. La contestación de Francisco fue: ahora ya puedo verdaderamente rezar «Padre nuestro que estás en los cielos».
3. En el año 1209, con doce compañeros que se le habían agregado, se presentó Francisco en Roma ante Inocencio III. El papa muy bien pudo ver en estos hombres sencillos que le pedían permiso para predicar un parecido con los valdenses. El mismo creía que el nuevo ideal de pobreza (¡la difundida calificación de pauperes sonaba entonces a herejía!), que no permitía a la comunidad poseer nada, era irrealizable. No obstante, confirmó verbalmente el programa de Francisco. Esta palabra del papa fue suficiente para el santo, que durante toda su vida no hizo mucho aprecio de decretos ni privilegios. Para él significó la certeza de hallarse en el camino recto. Y éste fue precisamente su programa: no necesitar de una complicada «regla», sino, como él llanamente dice: vivir el evangelio.
Francisco anhelaba el martirio. Después de que el Capítulo general de la comunidad, hecha muy numerosa en muy breve tiempo, organizó el trabajo misionero en el año 1219, el propio Francisco marchó al Oriente (donde llegó a ser escuchado por el sultán; pero, aparte esto, su intento misionero no tuvo ningún éxito directo). Fue el comienzo de las misiones de ultramar. Y el abandono del espíritu de las «cruzadas»: el paso de la conversión ofensiva, forzada, a la predicación de la buena nueva sólo por espíritu de amor servicial en seguimiento de Cristo[36].
Los franciscanos se convirtieron luego en la gran orden misionera de la alta y baja Edad Media.
a) Durante su ausencia, hallándose en Palestina, sobrevino entre los hermanos de la comunidad aquella desavenencia por la cual Francisco tanto tendría que sufrir. No se trató, como se ha creído durante mucho tiempo, de una discrepancia entre la orientación más suave y la más rigurosa (en el sentido de la escisión posterior entre observantes y conventuales; cf., por ejemplo, § 65). Más bien los hermanos decidieron entonces una ordenación del ayuno más rigurosa, legalmente establecida, como un desafío lanzado contra los cátaros, ante quienes querían aparecer, por decirlo así, como competidores.
A su regreso, Francisco defendió la libertad cristiana de los Hermanos Menores[37]. Sólo entonces (1221) les dio una regla. Su contenido esencial era «abandonar el mundo», vivir según el evangelio. Concretando más, exigía obediencia, pobreza y castidad. Esta regla fue sustituida en 1223 por la regla definitiva, que -¡cosa nueva!- fue confirmada por el papa. En ella colaboró el cardenal Hugolino, el futuro papa Gregorio IX. Su mérito es el de haber dado forma estable a la vida que libremente brotaba de Francisco y que así se salvó para la posteridad.
b) Porque la primitiva idea concebida por Francisco, la que primeramente puso en práctica y a la. que durante toda su vida estuvo ligado su corazón, preveía un pequeño, controlable círculo de hermanos, que podían vivir sin casa ni iglesia propia (solían dormir en las iglesias), que anualmente se reunían y luego, al modo evangélico (Lc 10,lss), eran enviados a predicar por todo el mundo. El fuego del amor era tan grande que admitían a casi todos los que lo solicitaban. Pero ¿cómo iban a ser instruidos para el servicio de Dios? Su rápido y sorprendente crecimiento hizo imposible su reunión anual, como también la renuncia a las casas; igualmente, se vio la necesidad de un tiempo de prueba. La cantidad representó un peligro para su sublime ideal. Pero la regla lo salvó. Hugolino aportó la indispensable acomodación de la fraternidad primitiva a las necesidades conventuales. Se introdujo el noviciado. Lógicamente, hubo necesidad de tener lugares fijos, donde fuera posible hacer ejercicios y pruebas, así que los hermanos aceptaron iglesias y residencias fijas. Pero mientras vivió el santo, atendieron su rigurosa advertencia de que allí solamente podían estar como huéspedes, extraños y peregrinos.
c) Francisco no se opuso a estas necesidades. Sí se opuso, en cambio, a la reducción del ideal heroico. Sufrió mucho por la obligada mitigación del estilo de vida primitivo, que la gran masa de los hermanos ya no podía observar en todo su libre y espontáneo rigor. El no lo creyó inevitable; antes bien, previó que con ello peligraba el perfecto cumplimiento del encargo recibido directamente de Dios y estrictamente obligatorio. Y, no obstante, se doblegó ante la voluntad de la Iglesia. Sabía -¡y con qué mortificante penetración!- lo mal que estaban las cosas en la Iglesia. Casi nunca hizo mención a sacerdotes y obispos sin recordar también su condición de pecadores. Para él, sin embargo, la adhesión incondicional a la Iglesia romana era condición previa de todo cristianismo. Quiero, dice, «honrar a los sacerdotes como a mis señores, aunque me persigan». Posiblemente, en el transcurso de la historia de la Iglesia jamás se ha mostrado tan esplendorosa como en Francisco la misteriosa fuerza de la obediencia viva, heroica. El logró realizar una amplia reforma de la Iglesia. Y él sigue siendo incluso hoy una fuerza espiritual capaz de conmover de forma misteriosa y vivificante, sencillamente porque supo renunciar a sí mismo; a todo esto, cátaros y valdenses han desaparecido, porque criticaron, pero no se sometieron.
d) Francisco no fue sacerdote; se consideró indigno de serlo. Se quedó en diácono. Aunque vivió plenamente de la Iglesia, aunque la predicación de la buena nueva llenó gran parte de su vida, todo su modo de ser conservó un algo típicamente no clerical. Con ello abrió al laicado, que entonces despertaba, grandes posibilidades de realización en la Iglesia. Su propia orden no ha continuado esta línea en la medida que le correspondía. Ciertamente, los primeros Hermanos Menores, siguiendo las instrucciones de Francisco, permanecieron cada cual en su propia profesión. Pero quisieron permanecer célibes y así vivieron, más bien dando un ejemplo de santificación de la profesión, no de santificación de la vida de familia (cf. a este respecto los efectos de la «tercera orden», § 58, 1 b).
4. Desde el año 1224 Francisco estuvo casi siempre enfermo. Sufría enormes dolores (enfermedad de la vista y del estómago). En medio de estas pruebas le llegó la hora de la suprema dicha; en el 1224, en el monte Alvernia, recibió las llagas del Señor (stigmata); así se convirtió también corporalmente en una imagen del Amor crucificado. En medio de sus dolores compuso poco después el Cántico de las Criaturas, lleno de alabanza y de acción de gracias.
Murió pobre y desnudo el 3 de octubre de 1226. Dos años después fue canonizado por Gregorio IX.
5. El objetivo concreto que Francisco dio a su orden no fue la mendicación, sino la predicación y el trabajo; la mendicación debía ser el último recurso para sobrevivir. La retirada del mundo no debía consistir en entrar en un convento (Cayetano Esser); los hermanos debían permanecer entre los hombres, ganarse su manutención entre ellos y predicarles con la palabra y el ejemplo.
a) La piedad de Francisco fue ante todo adoración. Durante largas horas la llama de su amor interior se vertía en el desbordante «Dios mío y todas las cosas». Cuando oraba, toda su persona era oración, escribe su biógrafo Tomás de Celano. En el Señor Jesucristo veneraba ante todo su encarnación: la dulzura del Niño de Belén (celebró la primera Navidad con «belén» en el bosque de Greccio, en el año 1223), los dolores del crucificado y la cercanía personal (video corporaliter) del sacramento del altar.
b) Francisco irradiaba por todas partes filiación divina. El ser hijo de Dios le selló, en lo más íntimo de su ser, con la libertad del cristiano, que no consiste en ser señor de todas las cosas, sino servidor y hermano de todas las cosas y todos los hombres, los animales, las plantas y las rocas, el agua, el sol y la luna. De esto tenemos en la vida y en las palabras de este incomparable santo pruebas profundamente conmovedoras, que no deben en ningún caso ser descalificadas como sentimentalismo; pertenecen más bien a lo propiamente incomprensible de Francisco, que quería ser un loco para este mundo, que había comprendido profundamente que no puede haber cristianismo que no sea un scandalon. Su alegría natural y su alborozo estaban firmemente asentados en la continua -para nosotros pavorosa- ascética del santo.
Francisco es un milagro de la síntesis católica. Apenas hay otra personalidad en la historia de la Iglesia (¿y tal vez en toda la historia?) cuya rica vida interior esté tan profundamente basada en la experiencia personal. Y, no obstante, justamente este hombre estuvo, hasta la última fibra de su ser, anclado en las fuerzas vitales de la objetiva institución de salvación que estaba ante él y dominaba el mundo: la Iglesia. Apenas hay otro genio en el cual, como en él, el ímpetu de sus propias fuerzas no haya traspasado ni por un momento ni en lo más mínimo la línea del solo y puro servicio para afirmar el propio yo.
6. La orden de Francisco («los Hermanos Menores»)[38] se distinguió de las anteriores por las siguientes características: 1) la orden como tal no debía poseer nada; 2) no había stabilitas loci; 3) la orden estaba estructurada unitariamente partiendo de un centro (capítulo general y ministro general), en rigurosa relación de obediencia. El cuidado de la perfecta obediencia[39] la cual era como el «ámbito» en que el «hermano menor» vivía su vida regular, preocupó a Francisco mucho más que el tema de la pobreza (el ingreso en la comunidad se denominaba, por ejemplo, «admisión a la obediencia»). De él, el más libre hijo de Dios, procede la exigencia de «obediencia ciega». Esto debe meditarse, antes de dar a esta palabra, desconsideradamente, un contenido indigno. También aquí se trata, en lo más hondo, de excluir todo egoísmo. Por eso la suprema forma de la obediencia es ir «entre sarracenos (al martirio), donde ni la carne ni la sangre toman ya parte alguna» (Celano). La autoridad de los superiores (minister et servus!), y naturalmente la del ministro general[40] Francisco la entiende en sentido totalmente espiritual, como servicio obligatorio al subordinado, para que pueda cumplir la voluntad de Dios.
a) La palabra de la Escritura que caracteriza a san Francisco y los comienzos de su hermandad es la de «nuevo» y «renovar». Hay que renovar el seguimiento de Cristo, o sea, como dicen los contemporáneos, la vida de la Iglesia primitiva, su fe y su pobreza, su sencillez y humildad: hermanos menores. En este sentido, «nueva» fue la figura y la obra del santo en su tiempo.
La hermandad de san Francisco, convertida luego en una auténtica orden eclesiástica, fue, en su núcleo esencial, pura creación de una personalidad que, guiada y adoctrinada directamente por Dios (eso lo dice él a menudo), superó espontáneamente las anteriores formas de vida monástica y, sin preocuparse mucho de los detalles organizativos, trató de realizar una nueva forma de seguimiento de Cristo. Por consiguiente, lo decisivo no fue en modo alguno una regla fija y pormenorizada, sino la «vida» de los hermanos. Y esta vida debía tener sólo un modelo, como ya hemos visto: el evangelio.
b) La evolución de la orden tras la muerte de Francisco está dominada por la dificultad de acomodar el ideal heroico a las posibilidades de la época y de su extensión por todo el mundo. De aquí surgió la disputa sobre el concepto más riguroso o más suave de la pobreza. La base para su desarrollo posterior fue una bula de Gregorio IX (1230): está permitido el uso de los bienes regalados a la orden; mas los donantes conservan la propiedad.
El verdadero peligro apareció en las últimas décadas del siglo, cuando el radicalismo se transformó en extrañas formas sectarias o espiritualistas; estas formas estaban muy cerca, incluso geográficamente, de los movimientos heréticos de la época (sur de Francia y centro de Italia). Esta exageración espiritualista constituyó, sin duda, el mayor y más serio peligro. Pero también se dio el peligro contrario, el de la tranquila, demasiado tranquila, vida comunitaria de los conventuales (por eso más alejados interiormente de Francisco).
La crueldad con que sus primeros compañeros, inmediatamente después de la muerte del seráfico Padre, fueron perseguidos por representantes de la tendencia moderada y el orgulloso afán de dominio, la impetuosidad y la insubordinación a la Iglesia (§ 65), que más tarde caracterizaron la lucha entre ambos partidos, fueron la más crasa tergiversación de los ideales del obediente y pacífico Poverello. Sin embargo, estos excesos, que a veces nos parecen incomprensibles, pusieron a su vez de manifiesto cómo y con qué radicalidad el ideal sobrehumano del santo había roto el equilibrio de las fuerzas; también son una muestra de la prudencia con que obró la jerarquía reglamentando aquel ideal; y a su manera prueban, en fin, la enorme fuerza, más aún, lo paradójico del fenómeno «Francisco», vivir el cual, a lo largo de los siglos, constituyó para la «orden» una enorme tarea.
Considérese esto: fueron precisamente los franciscanos, alejados radicalmente del mundo, quienes en su renuncia al mundo descubrieron este mundo y se convirtieron en la gran orden dedicada al cuidado de las almas (a diferencia y en contraposición a la afirmación superficial del mundo hecha por la jerarquía y el clero secular); precisamente las órdenes mendicantes se convirtieron en los pilares de la Escolástica (que como «ciencia» ya representa un altísimo valor intramundano).
c) La orden de los franciscanos tuvo una difusión enorme. Poco después de la muerte de Francisco ya había en Alemania dos provincias autónomas. Su tarea principal era y continuó siendo la cura de almas, especialmente entre la gente sencilla. Al poco tiempo, no obstante, aumentaron en la orden los representantes de la ciencia.
Los órganos directivos eran el Capítulo general, en el que debían tomar parte los ministros de todas las provincias, y los capítulos provinciales anuales, en los que debían participar todos los hermanos de la correspondiente región.
Hablando en general, a la orden le ha quedado muy poco de su primitiva libertad e inseguridad; casi toda ella se orientó a la vida conventual, donde realizó grandes cosas en los más diversos campos de la cura de almas. Sin embargo, también hay que decir que la primitiva libertad interior siempre ha tratado de manifestarse[41].
Poco después de comenzar a predicar, Francisco ganó para su causa a santa Clara (procedente de una ilustre familia de Asís). En ella encontraron su expresión más pura los ideales del santo. A su alrededor se congregaron otras compañeras, y de las «pobres hermanas de san Damián» se formó la segunda orden de san Francisco.
Notas
[33] La originalidad de san Francisco no excluye, naturalmente, que se encuentren en él una serie de motivos que también se encuentran en otras organizaciones anteriores y contemporáneas; cf., por ejemplo, los diversos principios de la «vida apostólica» (especialmente la exigencia de la pobreza) y de la concepción del «evangelio» como regla (§ 50,7c).
[34] La vida en Alemania, incluso en el tiempo de la creciente economía ciudadana, era preferentemente agrícola, como la civilización caballeresca.
[35] Bernardo de Claraval había elegido a la Domina Chantas.
[36] Los primeros mártires franciscanos fueron los de Marruecos. Cuando Francisco recibió la noticia, pronunció esta frase, profunda frase expresiva de su ideal: «Ahora puedo decir en verdad que tengo cinco hermanos (= verdaderos hermanos menores)».
[37] Esta fue la verdadera tragedia de la vida del santo: ver que su familia adquiría una variedad de formas y unas proporciones tales que él ya no la podía conocer ni guiar como padre, ver que muchos en ella no vivían como debían vivir.
[38] Por parte no franciscana encontramos también la profunda denominación «pobres del Crucificado».
[39] Francisco habla a menudo no de «obrar contra la obediencia», sino de «caminar fuera de la obediencia».
[40] Ministro significa servidor.
[41] ¡El intento, varias veces renovado, de darle a la orden unos estatutos generales definitivos!
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