» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Primera época.- Fundamentos de la Edad Media Epoca de los Merovingios » §39.- Alianza del Papado con los Francos. el Estado de la Iglesia. Ruptura con Bizancio » Período primero.- Lucha VIctoriosa de la Iglesia por la «Libertad». Reforma Interna de la Iglesia y Sus Efectos » §50.- Renovacion de la Piedad. Bernardo de Claraval y el Cister
IV.- Bernardo de Claraval
¿Quién fue este hombre, que, firmemente ligado a lo antiguo, introdujo tanta novedad en el ámbito del monacato?
Bernardo fue una de las grandes figuras claves de la Edad Media en general y de la historia de la Iglesia en particular; está, pues, justificada por sí misma una presentación más minuciosa de esta figura.
1. Nació hacia el año 1091 de la alta nobleza borgoñona en el palacio de Fontaines, cerca de Dijon. Tuvo una esmerada educación de su madre y en la escuela capitular. En el año 1112 entró en Cîteaux con treinta compañeros. En 1113 hizo profesión solemne. En el 1115 fue enviado como abad, con doce monjes, a fundar Claraval. Realizó muchos viajes (tres veces a Italia y a Roma). Predicó la segunda cruzada en Francia, Flandes y en el Rin. Su actividad de predicador fue grande dentro y fuera de su convento; escribió importantes tratados teológicos; sostuvo una polémica literaria contra Cluny y contra Abelardo. Mantuvo una importante correspondencia con todos los hombres insignes y las autoridades de la Europa de entonces. Murió como abad de Claraval en el año 1153[53].
2. Como en otros muchos aspectos de su extraordinariamente amplio pensamiento y actuación, también en el de su piedad el secreto residió en que supo representar a un tiempo lo nuevo y lo antiguo (nova et vetera: Mt 13,52).
Profundamente arraigado en la piedad y el pensamiento del tiempo anterior, es mérito particular de Bernardo el haber plasmado y propagado una íntima y afectuosa veneración a la humanidad del Señor dentro de la devoción general a Cristo: «Es insípido todo manjar espiritual que no esté condimentado con este bálsamo... Tanto si escribes como si hablas, no me gusta si no resuena el nombre de Jesús».
En esta piedad se incluye también otra espiritualidad, quizá más propiamente mística: la espiritualidad centrada en el divino esposo que entra y sale del alma del que está en gracia. Bernardo la expresó en sus hasta ahora inigualados sermones sobre el Cantar de los Cantares.
Ambas formas de piedad no están una junto a otra sin guardar la más mínima relación. La veneración de la humanidad de Cristo y de sus misterios tiende toda ella a traducirse en la unión nupcial del alma con la «Palabra» de Dios. A este cambio responde en el sujeto la transformación de la afectuosa entrega del corazón en la plenitud del amor espiritual (agapé).
3. Igualmente no yuxtapuesta a la mística de Jesús, sino íntimamente relacionada con ella, se halla también la devoción mariana de Bernardo. Más tarde, algunos escritos injustamente atribuidos a Bernardo la presentaron de una forma aislada y exagerada (eco de esto es la magnífica caracterización que Dante hace del santo). En los genuinos tratados de predicación del santo no se atenta para nada contra la posición singular de Cristo. Las vigorosas formulaciones sobre María como mediadora entre Cristo y la Iglesia se ve que se basan totalmente en la única mediación de Cristo, en cuanto uno las lee dentro del contexto de su concepción fundamental. Bernardo habla de María como mediadora y, de modo análogo, de una mediación de los apóstoles Pedro y Pablo, de san Martín y, principalmente, de san Benito. Cuando con maravilloso lirismo ensalza a María, lo hace porque en ella ve realizado el perfecto seguimiento de Cristo en la fe. María, para Bernardo, dista tanto de hallarse fuera de la humanidad, que precisamente cuando él le atribuye honores singulares (virgen y reina; colmada de los supremos títulos de gloria; excelsa portadora de la gracia; mediadora de la salvación; socorro del mundo), no le reconoce la exención del pecado original.
4. Otra prerrogativa de la piedad de san Bernardo es el hecho de estar profundamente enraizada en la doctrina de los Padres: él desenterró los tesoros contenidos en ella para la vida espiritual. Desconoció la diferencia ulterior entre espiritualidad y ciencia teológica propiamente dicha; la teología aún estaba por entero al servicio de la vida espiritual.
Pese a su fuerte vinculación a la tradición, salvó los peligros del tradicionalismo. Porque él no transmitía nada que no hubiera vivido primero o no hubiera revivido de una forma productiva. Su ilimitada veneración por los Padres no le impidió beber abundantemente, o más bien preferentemente, de las mismas fuentes que ellos: de la Biblia.
Probablemente no se dé en toda la tradición cristiana ningún otro caso en que un espíritu haya asimilado tan equilibradamente la Biblia, el Antiguo y Nuevo Testamento en todas sus partes, en su conjunto y en los detalles, hasta en el texto y en el curso de los pensamientos, como el de Bernardo. Es sorprendente ver cómo los pensamientos e imágenes de la Biblia le vienen una y otra vez a la mente y, aunque no sean citados expresamente, resuenan dos, tres, cuatro y cinco veces en una misma frase. De ahí que su teología conserve algo que los posteriores (Abelardo, la Escolástica) ya no poseyeron: el misterio de la palabra religioso-profética, la cual es capaz en todo tiempo de decir sin pausa las elevadas y duras verdades reveladas y de presentarlas, complementándolas recíprocamente, en una exposición extraordinariamente equilibrada: una teología monástica que ha estado demasiado tiempo improductiva.
5. Varias veces hemos visto a Bernardo como figura del gran mo vimiento reformista gregoriano. También aquí se demostró su autonomía creativa. El apoyó íntegramente el propósito de la reforma gregoriana, pero decididamente fue más allá, puesto que partió de un impulso netamente religioso.
a) Fue un hombre de la Iglesia y del papado. Mas cuando él restableció la unidad de la Iglesia superando el cisma de Anacleto, también supo reconocer y rechazar con ásperas censuras los peligros del curialismo, que veía implícito en ciertos principios centralistas de la reforma gregoriana. La idea del poder de la Iglesia interviniendo en la política él la entendió en sentido espiritual.
b) Desde el año 1145 al 1153 (o sea, en los últimos de su vida) fue papa Eugenio III, un antiguo cisterciense, discípulo de Bernardo. Bernardo fue un fiel servidor suyo. Con gran ímpetu interior reconoció la grandeza única del papado, que no está llamado -como los restantes obispos- a una cura de almas parcial (in partem sollicitudinis), sino a la plenitud del poder (in plenitudinem potestatis), y cuya Iglesia es la madre de todas las Iglesias. Por eso precisamente se atrevió a prevenir al papa hablándole claramente de los peligros que le acechaban. ¡La piedad sobre todo! Escribió al papa un libro Sobre la Meditación. Pese a las obligaciones de la política, la oración debe mantener su puesto en la vida del papa. Su durísima crítica fue solamente un servicio.
c) Y no se contentó con recordar al papa como persona su perenne debilidad y pecaminosidad, o con estigmatizar las múltiples anomalías de la Iglesia y del clero y, en especial, de la curia papal[54]. Su crítica se dirigió más bien a lo fundamental, aunque en cuanto crítica profética se atuvo preferentemente a lo práctico, sin llegar a hacer afirmaciones teóricas sobre la esencia de la Iglesia. Pero por eso mismo quedó libre de parcialismos.
Tal importancia fundamental tienen, por ejemplo, las exposiciones de Bernardo sobre el poder del papado. El poder pontificio es una verdadera potestas y autoridad, pero no debe confundirse con «dominio» (dominatus): es un cuidado servicial, la función del administrador que sirve y reparte, mas no la del «señor». Su sentido no reside en la simple autoafirmación, sino en la «servicialidad» concreta efectiva y útil: dispensatio, ministerium, «presidir para ayudar». Hay ciertos poderes que el papa ejerce ahora en el ámbito del derecho, que no puede haber recibido de Pedro, porque él mismo no los poseía; en algunas cosas el papa es heredero de Constantino y de Justiniano, no de Pedro. El símbolo correspondiente al poder del papa no es el cetro ni las insignias imperiales de Constantino, sino la azada del profeta Jeremías.
d) Bernardo se ocupó todavía más intensamente de la posición de poder del papa dentro de la Iglesia cuando defendió, frente a ella, la autoridad de los obispos: también ellos son representantes de Cristo y su poder de jurisdicción procede inmediatamente de Dios. El papa no es su «señor» (dominus). La lesión o la exclusión de los poderes particulares dentro de la jerarquía eclesial es para Bernardo una exageración errónea (erras) y peligrosa. Partiendo de aquí, a pesar de afirmar fundamentalmente la unión centralizada bajo el poder del papa, dedicó una acerba crítica a las exageraciones centralistas. Aquí tenía sin duda ante sus ojos sobre todo la institución de la exención, que mediante el principio de la sumisión directa al papa trataba ofuscadamente de aumentar el poder central a costa de la estructura orgánica. Mas esta «fiebre» de la exención de amplios círculos eclesiásticos, por la que los abades se sustraían a sus obispos y los obispos a sus metropolitanos y primados, no pudo realmente acrecentar el poder central pontificio, sino que acarreó deformaciones que Bernardo expresamente calificó de monstruosas. En el mismo sentido está orientada su crítica al excesivo desarrollo del sistema de apelación: ello impide al papado el cumplimiento de su verdadera misión, multiplica el abuso del derecho y perjudica a las autoridades locales.
Todo esto se basa en un concepto de Iglesia que dista mucho del de la reforma gregoriana. La Iglesia no es para Bernardo sin más ni más la civitas Dei, como lo era para los cluniacenses, o la «Jerusalén celestial», que con sus innumerables santos se distingue por su inmaculada pureza del corpus diabolicum, del mundo malvado; es decir, que como medio de gracia e instituto de salvación está puesta como mediadora entre Dios y el mundo. Bernardo se atiene a la imagen de la Iglesia peregrina, que como totalidad de las almas fieles que luchan por la perfección no puede, durante todo el tiempo de su peregrinaje, ser completamente pura. Conoce la tensión inmanente en la esencia de la Iglesia, resultante de la continuación de la encarnación. Pues la comunidad de los creyentes con el Verbo encarnado permanece en la sombra de la humillación y del ocultamiento, hasta que la unión en «una carne» no haya madurado en la unión «en el único espíritu». Por eso Bernardo compara la Iglesia con la esposa del Cantar de los Cantares, que es al mismo tiempo «negra y hermosa» (Cant 1,4), o con la red que contiene al mismo tiempo peces buenos y malos (Mt 13,48).
La significación de la crítica de Bernardo consiste en que: 1) esta firmemente anclada en la Iglesia, esto es, se sabe ligada en obediencia a la jerarquía y unida a ella; 2) hacer valer objetivamente los aspectos espirituales, sin tocar para nada la realidad «corporal» (carnal) de la Iglesia ni caer en el espiritualismo.
No es poca cosa que en Bernardo se encuentren casi todos los argumentos de los cuales se valdrían los movimientos heréticos antieclesiásticos entonces en gestación (pero espiritualizándolos unilateralmente).
6. También en el problema medular de la lucha de las investiduras, o sea, la relación entre Iglesia e imperio, papa y emperador, Bernardo separó ambos campos con mayor precisión que la reforma gregoriana. Porque ¿qué significó para él la doctrina de las «dos espadas»? En todo caso no hay que interpretarla en el sentido de una teoría hierocrático-política (Congar). Es cierto que Bernardo persistió en el ideal de una íntima alianza entre el reino y el sacerdocio, que expresa la unión de ambas funciones en Cristo; unidos y apoyándose mutuamente, ambos poderes han de producir los frutos de la paz (el reino) y de la salvación (el sacerdocio). Pero Bernardo supo reconocer la singularidad de ambas esferas de poder y los peligros de la mezcla. Indicó al emperador sus límites cuando éste, reiterando la exigencia de la investidura, puso en peligro la conquistada libertas e independencia de la vida eclesial; pero, por otra parte, también rechazó la intromisión eclesiástica en la esfera terrena. Gregorio VII había deducido del poder eclesiástico sobre las cosas espirituales el poder de jurisdicción sobre lo terreno y temporal; Bernardo, sin embargo, de la básicamente reconocida relación jerárquica sacó la consecuencia prácticamente contraria: la sublimidad de lo espiritual sobre lo temporal y mundano no permite ninguna comparación; las tareas que de tal sublimidad se derivan impiden, por su dignidad e importancia, ocuparse de cosas inferiores; lo mundano tiene sus propias dehesas, en las cuales la Iglesia no tiene derecho a cosechar (De Consideratione I, 6,7).
a) Bernardo, sin duda, demostró ser hijo de su época al definir la coordinación de ambos poderes. Como se desprende de su postura respecto a las cruzadas y la represión de los herejes (§ 52, Arnaldo de Brescia), para él fue algo evidente que el poder civil debía ayudar con sus medios a la defensa de la Iglesia contra la injusticia. Y viceversa, el papa tenía no sólo derecho a la «espada del espíritu» que él mismo llevaba, sino también a la espada «material» que el caballero, al mando del emperador, empuñaba en defensa de la Iglesia[55]. Pero, por lo menos, no faltó el esfuerzo por diferenciarlas. Según Bernardo, la palabra del Señor (Jn 18,11): «mete tu espada en la vaina», hay que tomarla en serio, o sea, que la Iglesia como tal no tiene ningún derecho a usar la espada; eso le incumbe al «Estado», que no sacrifica en absoluto su independencia cuando tiene que echar mano a la espada por «orden del sacerdote» para asegurar o restablecer el orden constituido por Dios.
b) En la misma línea se mantiene Bernardo cuando solamente menciona al populus christianus como protagonista de tales acciones de la espada, no a la jerarquía. La reivindicación papal de poder terrenal, es decir, la inclusión del «Estado» en la «Iglesia», no halla ninguna justificación en los escritos de Bernardo.
Por lo demás, las mencionadas líneas fundamentales coinciden con su postura práctica en los numerosos conflictos político-eclesiásticos en los que el santo se vio siempre envuelto.
c) El hecho de que él, con su distinción de ambos poderes, indicara la única dirección posible para la solución del fatal problema de fondo de la Edad Media, no debe encubrir el otro hecho, a saber: que la coordinación de la Iglesia y del imperio también en él ¡resultó imperfecta y muy ligada al pensamiento de su época. Lo problemático de esta unión se manifiesta, entre otras cosas, en el reconocimiento de Bernardo de la «guerra santa». La profundidad de su predicación de la cruzada se halla en contradicción, nada fácil de explicar, con la identificación un tanto superficial de viacrucis (camino de la cruz) y cruzada armada. La postura de Bernardo es, por otra parte, la que nos impide emitir un juicio precipitado sobre el movimiento de las cruzadas.
Para la historia de la Iglesia es sumamente importante que un santo de la categoría de Bernardo, que como monje vivió exclusivamente dedicado a lo espiritual y lo ajeno al mundo, no se desentendiera de aquellos problemas y empresas que, en última instancia, querían dar una impronta cristiana al mundo. Sobre este trasfondo es justo reconocer valor al hecho de que precisamente él, que procedía del campo de lo espiritual, pudiera admitir sin profanación una cierta autonomía de lo temporal.
7. Bernardo estaba dotado de un extraordinario poder de expresión, tanto de palabra como por escrito, y por eso fue el representante más ilustre del humanismo del siglo XII, tan importante en la historia de la Iglesia. Se sirvió magistralmente de la elástica fuerza de expresión del latín, así como de su claridad de formulación. (Conviene no olvidar a este respecto que muchas de sus introducciones o muchos de sus argumentos polémicos, indiscriminadamente amontonados, casi no son más que mera retórica).
a) Pero es preciso tener claro lo que significa la palabra «huma nismo» en un hombre como Bernardo. Si consideramos su violenta ascesis y su dura repulsa al mundo, parece de entrada que en él no pudo haber ningún sitio para algo parecido al humanismo. Pero también aquí tropezamos con una síntesis sorprendentemente creativa. Bernardo fue una prueba viviente de que la ascesis y la mortificación de lo humano no mutila, sino que fructifica. Así es como él, en una especie de acción indirecta, añadida, puso de relieve elevados valores terrenos en muchos campos de la actividad humana.
A este propósito es característica la posición que ocupa el cuerpo en la mística de Bernardo: por una parte es un vaso frágil y terreno, que obstaculiza la elevación de la mente, la perfección del amor y la unión con Dios; mas, por otra parte, en él se realiza un proceso de transformación y purificación que se completará un día con la resurrección y la consiguiente unión del alma con el cuerpo transfigurado. De ahí que su aparente hostilidad hacia la cultura (contra el arte de los cluniacenses) y su repudio de la ciencia no tuvieran un efecto destructivo, sino creativo y purificador.
b) En Bernardo habló la más alta forma del genio, la santidad, en él unida con las fuerzas del saber y del querer, que le sitúan en la lista de los más grandes espíritus y caracteres y los más originales talentos de la historia. Cuando a las orillas del Rin predicó la segunda cruzada, muy pocos entendieron su extraño lenguaje. Pero era toda su persona y figura la que predicaba, y causó una impresión indeleble. Su secreto era la capacidad para arrastrar a otros consigo, tanto por las oleadas de entusiasmo que despertaba como por su «terrible y sobrehumano poder de mando», que se lee en su biografía. Su vida encierra no pocas violencias de trato con las almas que quería ganar para su ideal monástico o eclesiástico (tal como él lo entendía).
Mas estas violencias no fueron casi nunca manifestaciones de una impulsividad incontrolada, sino de una auténtica objetividad, naturalmente inexplicable, esto es, manifestaciones de un carisma profético. Porque Bernardo fue ante todo un hombre de amor. Basta con mirar de cerca lo concreto de su ardor de caridad para ver cuán colmada de singularidad y fuerza está la palabra en el caso de Bernardo: es un amor verdaderamente maternal, creativo, de extraordinario magnetismo, pero que si es menester no rehúsa las más toscas asperezas.
Porque este amor, vivificado por un exceso de sentimiento, estaba gobernado por una voluntad heroica que exigía de sí misma el máximo de disciplina, mortificación y desprendimiento: una ascética que a muchos llenó de pavor, pero que atrajo y formó gentes por decenas de miles.
Puesta al servicio del reino de Dios, esta voluntad fue, como en Gregorio VII, de tan enorme fuerza dominadora, que resplandecía en su rostro y conquistaba a los hombres. En el fondo no era sino una fe carismática, capaz de mover montañas, encarnada en una personalidad extraordinariamente fuerte.
c) Semejante poder y semejante conciencia de sí mismo llevaron a Bernardo, por una cierta necesidad interna, a ocuparse públicamente de la política eclesiástica: el hombre que propugnó la más enérgica huida del mundo, el hombre de la oración contemplativa, de la más pura interioridad, llegó a ser también el hombre más empeñado en la construcción del mundo, el hombre de la más amplia y profundamente eficaz actividad exterior: Bernardo, guía y juez de su siglo. En él se manifestó la gran influencia que ejerce en la historia la huida del mundo. Sin embargo, también él, y precisamente en el apogeo de su actividad pública, es decir, como predicador de la cruzada, se vio envuelto de una manera extrañamente profunda en la trágica insuficiencia de los planes humanos y de la humana interpretación de los planes divinos (§ 49).
d) A Bernardo se le ha hecho el reproche de demagogia. ¿Fue un orador demagógico? ¿No se metió muy profundamente, hasta demasiado profundamente, en política? ¿Acreció tanto en sus afirmaciones la contradicción, que la convirtió en mentira? Hay que admitir que la figura exterior del santo induce a tales juicios, incluido el último. También en la vida del gran san Bernardo hubo miserias humanas. Pero el ser del hombre vive de fuerzas y de profundidades que en gran parte escapan a la comprensión racional. Con juicios categóricos como los mencionados se corre el peligro de pasar por alto este elemento esencial.
8. Como para todos los santos cristianos, también para Bernardo fue evidente que el hombre no puede realizar nada útil para su salvación si no es en la gracia y por la gracia, esto es, en la fe sobrenatural. De esta forma reconoció que el hombre es y permanece pecador. Toda su obra ante Dios es tanto como nada. Esta confesión la hizo tan a menudo y con tal fuerza, que con ello se situó casi al lado de los reformadores del siglo XVI. En este sentido, y sólo en este sentido, confesó que su vida de monje era inútil. Mas al mismo tiempo, y durante toda su vida hasta el final, exigió de sí mismo, del monje y del cristiano en general, una constante colaboración: «si no avanzas, ya estás retrocediendo». La suprema forma de ser cristiano fue para él la del monje retirado del mundo en un monasterio de la regla reformada de san Benito. Lutero, que tuvo al santo en mayor estima que a ningún otro grande de la Iglesia, incluido Agustín, aquí lo malinterpretó groseramente.
9. Así, pues, san Bernardo también fue en muchos aspectos una expresión de la síntesis cristiana: huida del mundo y fuerza que domina el mundo (dentro-fuera); vida personalísima, pero enteramente arraigada en la Iglesia objetiva y en su catolicidad de valores (sujeto-objeto, individuo-comunidad), suprema santidad junto con una firme, vivísima humanidad (humildad-conciencia de sí mismo). Especialmente en esta última síntesis demuestra san Bernardo (quizá con mayor vigor que los restantes santos) cuán lejos de la pujanza y riqueza de la verdadera santidad católica está ese tipo de santo exangüe que algunos, con estrecha y escasa visión, han querido atribuir a la Iglesia como modelo.
Semejante síntesis no tiene nada que vez con una armonía sosegada; es una pesada carga para el que la realiza. El mismo Bernardo encontró, lamentándose, una preciosa formulación para la complejidad de su ser, por la que él tanto sufría: «yo soy la quimera del siglo». En una medida fuera de lo común se halló envuelto en la política de la Iglesia, en las luchas teológicas y monásticas y en la política -por así decir- de todo el Occidente; durante muchos años viajó como un no-monje por los caminos y ríos de Europa; pero la soledad, la mortificación y la plegaria fueron siempre su gran pasión.
Notas
[53] El tan conocido título de «doctor melifluo» apareció en el siglo XV como consecuencia de la difusión de escritos no auténticos.
[54] La denominación de «curia» apareció en el siglo XI, cuando, a consecuencia de la centralización, aumentó también el número de los funcionarios pontificios, Bernardo consideraba la «corte» en cuanto tal algo pernicioso.
[55] Bonifacio VIII se servirá luego literalmente de este pasaje de Bernardo.
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