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III.- Los Cistercienses
Otros nuevos brotes (por ejemplo, en Tirón o Savigny) no salieron del marco del monacato tradicional, pero apuntaron a su renovación. Entre ellos figura la reforma que partió del «nuevo monasterio» del desierto de Cîteaux (1098) cerca de Dijón, que debería superar en fecundidad todas las otras nuevas fundaciones: los cistercienses de san Bernardo de Claraval.
1. Los comienzos de este movimiento no se diferenciaron esencialmente del trasfondo ya bosquejado; al menos en lo que atañe a la figura de su primer fundador, san Roberto. Sus vacilantes intentos de reforma nos permiten apreciar tanto su ansia de perfección como la inquietud y la confusión de los comienzos. Después de haber dirigido varias comunidades de monjes, creó una comunidad y la trasladó a Molesmes (en la zona de la Costa de Oro). En el año 1090, no obstante, abandonó la abadía, que estaba prosperando muy deprisa, y huyó otra vez al desierto (de Aux). Pasados algunos años, los monjes de Molesmes pudieron recuperar a su santo abad, pero este retorno no fue más que una preparación para su última salida, a la que finalmente debemos la fundación de Cîteaux. Pero también volvió a salir de allí (accediendo a los intentos de mediación de Urbano II) junto con algunos monjes «a quienes no gustaba el desierto» y retornó definitivamente a su antigua abadía.
2. Es decir: que Roberto, ciertamente, fundó el «nuevo monasterio» en el desierto, pero la fundación de lo que llamamos «Cîteaux» no fue obra suya, sino de los abades que le siguieron, Alberico y Esteban Harding. Estos fueron los que con mayor coherencia realizaron sus ambiciosos propósitos.
a) Entre los monjes de Cîteaux el interés principal no era lo «nuevo», que para ser llevado a la práctica habría requerido la creación de otras formas de vida, sino más bien la «renovación» del antiguo estado monacal, ya fijado en su esencia desde hacía mucho tiempo. Pero tras esta apariencia conservadora de la reforma cisterciense se escondía el ansia de una auténtica renovación: un fructífero confrontamiento con la tradición y una creativa acomodación de lo esencial a la nueva situación.
Esto ya se echó de ver en la salida de Molesmes. Roberto no salió movido por la decadencia moral y disciplinaria de los que se quedaron. Lo que estaba en juego era un concepto positivo de la esencia del monacato, que en opinión de Roberto no podía realizarse en el ámbito de las formas tradicionales. Comenzaba a hacerse palpable la íntima contradicción entre la regla solemnemente profesada y la costumbre que la orden seguía en la práctica (consuetudo; cf. § 47); o dicho positivamente: la necesidad de atenerse estrictamente, literalmente, al «único camino recto (rectissima vía) de la regla».
b) Los impugnadores dentro del monacato tradicional reprocharon a los cistercienses que tal aspiración era un legalismo farisaico. Pero, en el fondo, se trataba precisamente de todo lo contrario. La «letra» se reconocía expresamente como portadora del espíritu: la palabra era la garantía de la genuinidad de la regla y esta genuinidad, a su vez, estaba fundada en su parentesco con el evangelio.
El significado de todo esto se manifiesta claramente en la gran estima de los cistercienses precisamente por las prescripciones de la regla, sobre todo lo que atañe al cuerpo (praecepta corporalia). Los monjes de Cluny, apelando al «espíritu» y a lo «espiritual», habían pasado por alto estas disposiciones un tanto inferiores, indudablemente necesitadas de adaptación. Pero en Cîteaux volvieron a pasar a primer término, porque se reconoció la importancia de lo corporal respecto a lo espiritual.
El vestido, el alimento, el modo de vida de los monjes, la propiedad y la ordenación del culto divino experimentaron así una reforma, que se remontaba al primitivo rigor de la regla, pero que al mismo tiempo representaba un orden nuevo, efectivo y vital. Cîteaux renunció a las fuentes de ingresos eclesiásticas y feudales (esto es, a las iglesias privadas, a las ofrendas, a los derechos de enterramiento y a los diezmos, así como a molinos, aldeas y siervos). En sus nuevas fundaciones huyó de la proximidad de las ciudades, se contentó con poseer la tierra suficiente para alimentar, mediante el propio trabajo, a la comunidad de religiosos y conversos y a los pobres. Con ello se volvió a rehabilitar el trabajo manual en su doble función corporal y espiritual[50].
c) La reducción del oficio coral a la medida prescrita por la regla (¡todo el oficio de los cistercienses -sin la misa y las vísperas- era más corto que la hora de «prima» en Cluny!) hizo resurgir aquella armonía originaria que bien podemos considerar como la base de la fecundidad espiritual de Cîteaux. La liturgia, en consecuencia, prescindió de toda pompa, y las iglesias, de todo adorno. Pero justamente esta falta de ornamentación en la arquitectura hizo resaltar con mayor claridad la sublimidad de las líneas y de la configuración del espacio propias del románico.
d) Precisamente el trabajo del campo, de nuevo rehabilitado, fue de suma importancia para el Occidente. Cuando los cistercienses fueron trasplantados de Francia a la Alemania occidental, los nuevos conventos desarrollaron a su vez la misma actividad fundamental. Surgieron nuevas fundaciones no sólo en la Alemania central, sino mucho más al oriente, entre los eslavos. Los países entre el Elba y el Oder y aún más hacia el este, donde estaban asentados los vendos paganos, recibieron de estos monasterios, verdaderos modelos de economía, toda su cultura agrícola, no sólo el cristianismo. Los monjes fueron los que, talando bosques y desecando tierras, hicieron cultivables estos países y, mejorando los métodos agrícolas, elevaron su nivel de vida.
e) Esta reforma interior, tal como la venimos describiendo, ilustra perfectamente el carácter paradójico de la renovación de la vida cristiana, la cual incluye a menudo la renuncia a un éxito inmediato en aras de otro superior (la muerte del grano de trigo para que pueda dar fruto): la acentuación del trabajo manual y la renuncia a cualquier ocupación científica como tal, así como la reducción de la liturgia, no desembocaron en un empobrecimiento cultural-espiritual, sino en una revitalización de extraordinaria intensidad; el desierto se convirtió en tierra de labor; la reforma, pensada por entero en orden a lo espiritual, afectó sin proponérselo, pero creativamente, a toda la estructura económico-social de la época.
f) Que Cîteaux no era ciego para lo «nuevo» se demuestra en la integración de los conversos en la comunidad monástica. También en Cîteaux se daba la doble exención de Cluny, pero de una forma más acertada: no había -y esto es sintomático- un frente antiepiscopal; la jurisdicción episcopal no estaba excluida por principio. Sólo la evolución posterior hizo que Cîteaux gozase igualmente de la total exención.
3. También la elaboración de la constitución de los cistercienses, que regulaba las relaciones de cada convento con la «casa-madre» y erigió la orden como tal, se caracterizó por este mesurado sentido de la adaptación.
a) Pero antes de que el inglés Esteban Harding (1109-1133), su tercer abad, pudiera emprender esta tarea, necesitaba Cîteaux de una ayuda de otro tipo. Necesitaba hombres que con su entrega pudieran dar vida a las formas establecidas.
Esto sucedió de forma inesperada y verdaderamente extraordinaria, cuando Bernardo de Claraval pidió la admisión en Cîteaux con parientes y amigos (entre ellos, cuatro de sus hermanos; el menor, entonces demasiado pequeño, les siguió más tarde)[51]. Si hasta entonces el «nuevo monasterio» había estado amenazado de muerte por consunción, de ahora en adelante ofreció el espectáculo de una fecundidad poco menos que insuperable.
b) Dos años después de su ingreso, Bernardo fue enviado a fundar Claraval.
En el mismo año 1115 fueron fundadas las otras abadías-madre (La Ferté, Pontigny y Morimond). Cuando las abadías filiales comenzaron a su vez a multiplicarse, se creyó llegado el momento de unir los conventos particulares constituyendo una «orden».
Esteban Harding realizó ejemplarmente esta tarea: la constitución, redactada por él en sus líneas principales, lleva el significativo título de Charta Charitatis. Confirmada en el año 1119 por el papa Calixto III, reunía efectivamente la claridad de una ley fundamental con la fuerza vinculante del amor. La única finalidad de esta constitución era obligar a las abadías particulares a vivir según una única regla y unas mismas costumbres, para garantizar así la unidad del amor. La suprema autoridad de vigilancia, gobierno e información era el capítulo general de todos los abades, que anualmente se reunía en Cîteaux bajo la presidencia del Abbas-Pater. De acuerdo con la regla se garantizaba la autonomía espiritual, financiera y administrativa de cada una de las abadías. El correspondiente abad-padre, sin embargo, tenía el deber de visitar anualmente sus monasterios filiales. A esto respondía el derecho de inspección de las cuatro abadías más antiguas (además de las tres mencionadas, la de Claraval) sobre la disciplina de Cîteaux[52]. Los monasterios filiales no tenían ninguna obligación financiera con la abadía madre. Simplemente prometían apoyar económicamente a las casas necesitadas en la medida de sus fuerzas.
Con todo esto, pues, se había creado una constitución de la orden que, por su armonía de elementos monárquicos y democráticos, respondía al espíritu de la Regla de san Benito; se conservaron las ventajas de la unión central sin caer en el centralismo.
Es cierto que la unión de Cluny e Hirsau había fomentado grandemente una más estrecha unión de los monasterios a tenor de la constitución. Pero fueron los cistercienses los primeros que desarrollaron lo nuevo de una orden en la forma adecuada.
c) Amparada por una constitución tan feliz y vivificada por santos como Bernardo de Claraval, la nueva orden de los monjes «blancos» experimentó un crecimiento extraordinario.
Bernardo participó personalmente en la difusión de la orden. A su muerte contaba la orden con trescientas cuarenta y tres casas, ciento sesenta y ocho de las cuales pertenecían a la línea de Claraval (¡y entre ellas sesenta y ocho fundaciones de Bernardo!). Después de su muerte se encontraron entre sus papeles ochocientos ochenta y ocho formularios de votos de monjes que habían hecho su profesión durante su abaciado. Suscitar vocaciones monásticas fue para el santo una gran preocupación, que él organizaba en sus viajes como una auténtica pesca de hombres; mas los medios de que se servía para influir no fueron muy escrupulosos. En el año 1148 el noviciado de Claraval contaba con cien novicios y aproximadamente doscientos monjes y trescientos conversos. Hacia finales del siglo XII los cistercienses habían conquistado todo el Occidente con unos quinientos treinta monasterios de varones y numerosos de mujeres (éstos tuvieron su gran florecimiento en el siglo XIII).
De hecho, todo esto -agrupado bajo el lema de «regreso a la regla»- significaba una fuerte crítica al poderío monástico de Cluny.
Pero era mucho más que una manera crítica hecha desde fuera, por ejemplo, contra la riqueza de Cluny o las múltiples maneras de eludir la pobreza o la mortificación que allí podían darse. El simple hecho de que desde 1122 a 1156 dirigiera los destinos de Cluny un hombre de la talla humana y espiritual de Pedro el Venerable y que en la gran polémica literaria que se originó fuera él el adversario de san Bernardo, es garantía de que se trataba del inevitable contraste de dos ideales, de dos concepciones del ideal monástico benedictino estrechamente emparentadas, pero que se excluían mutuamente.
Notas
[50] Así como Bernardo obligaba expresamente a sus monjes al trabajo manual, del mismo modo, y viceversa, incitaba a los caballeros templarios a la contemplación, además de su servicio activo. Cf. su tratado De consideratione dedicado al papa, empeñado excesivamente en trabajos y asuntos de gobierno.
[51] También el padre de Bernardo murió en Claraval (1119).
[52] Ampliada en 1152 con motivo de una visita formal de los cuatro abades estas abadías.
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