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II.- La Lucha

1. La lucha de Federico con los papas fue una guerra a muerte. Pero no radicó en una oposición fundamentalmente «ideológica», sino política, o sea, en las exageradas reivindicaciones y apreciaciones de ambas partes.

De hecho, la lucha fue inevitable, porque Federico no quiso cumplir su doble promesa, sino, más bien, a) pretendió unir el sur de Italia con Alemania, y b) aplazó una y otra vez la cruzada en que se había comprometido. Es cierto que al principio Federico accedió a todas las exigencias del papa Inocencio III en relación con Sicilia (reconocimiento de la soberanía pontificia, juramento feudal) y con Alemania. Pero el objetivo de reunir en una sola mano Sicilia y el poder del imperio era demasiado seductora, y los lazos religioso-eclesiásticos de Federico, demasiado débiles. De hecho intentó, bajo el pontificado de los siguientes papas (a los cuales no estaba ligado como con Inocencio con lazos inmediatos y garantías personales), asegurar la unión de Sicilia con el imperio, tanto para sí como para su hijo.

La negativa de Federico a cumplir su promesa de la cruzada fue fuente continua de fricciones con la curia. Es cierto que el afianzamiento de su poder en Alemania no permitía ninguna ausencia. Pero el varias veces solicitado aplazamiento de su voto de cruzada y la inobservancia del plazo definitivamente fijado no armonizan con su celo por la cruzada, manifestado de palabra. Palabra dada y no mantenida no es más que un pretexto para fines políticos.

2. Federico fue tratado con mucha condescendencia por el anciano papa Honorio III (1216-27). Su sucesor Gregorio IX (1227-41) pudo por su energía, talento dominador y bases religiosas situarse en la línea del gran Inocencio, su tío[15]. Como personalidad fue una verdadera complexio oppositorum, una naturaleza decididamente religiosa. Reconoció el significado de las nuevas fuerzas religiosas de la época y la necesidad de conservarlas con todas sus peculiaridades dentro de la Iglesia. Así, fue protector y promotor de los cistercienses, de la fundación de Joaquín de Fiore, de santo Domingo, de santa Isabel de Hungría; promovió también los movimientos religiosos seglares (las llamadas terceras órdenes). Y, ante todo, ya de cardenal, fue un amigo comprensivo para san Francisco. En fin, incrementó notablemente el estudio universitario en Tolosa y en París.

Mas también fue el papa de las Decretales y de la Inquisición centralizada pontificia. Y volvió a convertirse, en parte, en un apasionado adversario de Federico II, con quien se había entendido bien como cardenal (pero de quien no obtuvo nada para la sexta cruzada).

Cuando Federico -finalmente en plena cruzada- regresó justificadamente a su país a causa de la peste declarada en el ejército de los cruzados, el papa lanzó por dos veces la excomunión contra él y aplicó el interdicto a cualquier lugar donde se acogiera. Federico contestó con enérgicas contraofensivas en Roma (insurrección) y en el Estado pontificio. Luego emprendió la cruzada y fue él, el excomulgado, el que por medio de negociaciones recuperó los Santos Lugares más importantes. En Jerusalén se impuso él mismo la corona, a la que creía tener derecho por su casamiento con la heredera del último rey. En 1230 se reconcilió con el papa. Fue sólo un compás de espera.

Los planes del emperador amenazaban por igual la independencia de la Lombardía y la del papado (había incluso pensado fijar la residencia del emperador en la ciudad de Roma). Entonces el papa y Lombardía se unieron. En el año 1239 se renovó la excomunión y la deposición. Por medio de libelos se intentó influir en la «opinión pública». Por parte del papa se decía: el emperador no es un ortodoxo creyente; es la bestia del Apocalipsis, ha llamado a Moisés, Jesús y Mahoma los tres embaucadores del mundo, es el heraldo del Anticristo. El partido imperial proclamaba: el papa actúa política y no religiosamente, él mismo es el Anticristo.

Y Federico, a cuyo lado estaban los obispos alemanes y una parte de los cardenales, salió victorioso en toda la línea y emprendió la ofensiva contra Roma. Entonces murió Gregorio.

3. Tras un pontificado sin importancia y año y medio de sede vacante, siguió Inocencio IV (1243-54). Procedía de una familia de gibelinos. Tras unas prometedoras negociaciones, creció poco a poco en él la desconfianza hacia el emperador y, así, emprendió nuevamente la guerra, que tomó con él un giro decisivo. El alcance de este nuevo capítulo de la contienda fue mucho más allá de la anterior lucha individual entre los jefes de la cristiandad. Cobró una importancia fundamental.

a) Por parte de Federico: en la respuesta a su excomunión dictada en Lyón, como hemos visto, distingue entre «Iglesia» y papado por una parte y cristiandad por otra; comienza haciendo una crítica fundamental de la jerarquía, requiriéndola a que vuelva a la pobreza apostólica. Esta petición ya se había hecho de muchas maneras (valdenses, § 56); desde comienzos de siglo ya la había predicado insistentemente san Francisco y, además, la había puesto humildemente en práctica en sí mismo y en sus hermanos. Ahora, tras haber resonado en la publicidad imperial, entró a formar parte, favoreciendo al emperador, en la lucha de las supremas cabezas de Occidente, asumiendo por vez primera aquellas dimensiones fundamentales ya indicadas. Es preciso no olvidar esta exigencia: se convertirá en lema de todas las críticas antieclesiásticas de las postrimerías de la Edad Media.

Es cierto que Federico reconoció teóricamente el poder de dirección espiritual del papa y que su oposición a las ideas pontificias de dominio universal no fue de suyo ningún ataque fundamental a la Iglesia. Pero, por otra parte, sus ataques fueron tan masivos, la sinceridad de sus aseveraciones católicas tan poco fiable, que las exigencias imperiales de reforma fueron esencialmente más allá de la propaganda (así Seppelt).

b) Por parte del papa: huyó a Francia, como ya se dijo. En Lyón[16] en el XIII concilio ecuménico (1245), declarado Federico culpable de desprecio de la excomunión eclesiástica, de perjurio, herejía, sacrilegio y persecución de la Iglesia, dictó la excomunión y la deposición del emperador alemán, prohibió la obediencia al emperador bajo pena de excomunión, mandó predicar una cruzada contra él y exigió de los príncipes una nueva elección.

Desgraciadamente, en el mismo concilio se demostró cuán peligroso puede resultar para la Iglesia proponerse unas metas políticas demasiado estrechas; tuvo escasa asistencia, y ésta estuvo integrada principalmente por obispos españoles y franceses. Al partido imperial le resultó muy fácil rechazarlo, empleando razones aparentes. Y al punto surgió aquel esquema canonista que muy pronto acarrearía enormes daños a la Iglesia, aunque aquí aún se presentó como una acción aislada: se apeló del papa presente al papa futuro y del concilio actual a un nuevo concilio que fuese verdaderamente ecuménico.

c) El propio emperador, por su parte, pasó por completo a la ofensiva: rechazó por principio los plenos poderes del papa en las cosas temporales; y para llevar a cabo la reforma puso como norma la pobreza apostólica.

A este radicalismo respondió desgraciadamente el papa con una exageración teocrática de su poder: la supremacía del papa no procede de la donación de Constantino, sino inmediatamente de Cristo, quien transfirió a Pedro los dos reinos. La entrega de Constantino al papa no fue más que la restitución de una posesión ilegal.

Ni la mediación del rey Luis de Francia ni la doble elección de un anti-rey quebrantaron la fuerza y la voluntad del emperador. Pero también hay que decir que el emperador hizo notables esfuerzos para liberarse de la acusación de herejía y para que le fuese levantada la excomunión (el papa se evadió), y que la conjura (1246) contra la vida del emperador y de su hijo Enzio, en la que tomaron parte algunos cardenales y también el cuñado del papa[17] no fue lo más indicado para eliminar su desconfianza.

En 1250 Federico murió repentinamente en Apulia, a los cincuenta y cinco años de edad. En su lecho mortuorio se reconcilió con la Iglesia.

Su hijo Conrado IV murió a los veintiséis años, en el 1254. Y otra vez fue el papa -Inocencio IV- tutor del joven Conradino. Su confusa postura en el asunto de Sicilia se acabó con su muerte en el mismo año.

4. Más allá de todos los infelices pormenores de las luchas y pasando por las particulares opiniones y exigencias de los contendientes, donde la razón y la sinrazón se hallan confusamente mezcladas en ambas partes, hay que ver una cosa: la tragedia de esta lucha, en la que las fuerzas determinantes del Medievo cristiano llegaron a consumirse recíprocamente, dilapidando sin consideración alguna el precioso capital de la fe y la fidelidad. El hecho de que una naturaleza tan profundamente religiosa como Gregorio IX pudiera ser tan radicalmente arrastrada a este apasionado conflicto, demuestra muy a las claras lo complicado e insano de la situación. Cuando Gregorio IX, por ejemplo, apeló imprudentemente a la donación de Constantino (1236) y de ahí en adelante se preparó con todos los medios políticos y espirituales disponibles para la lucha a muerte contra el emperador; cuando, por el contrario, Federico no solamente insistió en su independencia, sino que renovando las bases secularizadas de su imperio invadió el campo eclesiástico y amenazó con destruir la base política del papado, entonces fue cuando se evidenció la imposibilidad de salir de una crisis que propiamente sólo podía conducir a la catástrofe.

a) Desde hacía unos dos siglos, tanto en la política pontificia como en el pensamiento eclesiástico habíamos comprobado signos inequívocos de una cierta inclinación hacia Francia. Esta tendencia tuvo su momentáneo cumplimiento, en el orden de la política eclesiástica, con Urbano IV (1261- 64), anteriormente patriarca de Jerusalén. Era francés, como su sucesor Clemente IV (1265-68). Entregó Sicilia a Carlos de Anjou, hermano del rey francés Luis IX el Santo (además fueron nombrados varios cardenales franceses). Fue un paso fatal para el papado, que habría de terminar en Aviñón. Porque la ansiada -y al principio conseguida- protección de Francia pasó muy pronto del apoyo al papa a la sumisión del papa.

En el año 1268, Conradino, el último Hohenstaufen, también alcanzado por la excomunión, al intentar recuperar Sicilia tras la derrota de Tagliacozzo fue traidoramente prendido y ajusticiado en Nápoles. El papa no participó directamente, pero tampoco había hecho nada para conseguir de su vasallo Carlos de Anjou una decisión más benigna.

b) El papado había vencido. «Emperador romano» fue desde entonces un mero título (aunque muy importante) sin contenido real. Mas esta victoria del papado supuso a su vez un peligroso debilitamiento de sus fuerzas. ¡Y aún más que eso! Puede decirse que aquí la suerte sobre el Medievo en su conjunto ya estaba echada: el kairos, el momento oportuno para formar una cristiandad unida en lo político y lo eclesiástico-político había pasado para siempre y la ocasión de aprovecharlo estaba perdida. El Imperio cristiano de Occidente, como realidad de este mundo, había sido atacado en sus raíces y ya nunca se recuperaría de este golpe. Mas la Iglesia, imperecedera por su esencia, debía aún experimentar en los siglos siguientes los peligros internos y externos acarreados por esta «victoria».

Dicho en concreto: en lugar del ya desaparecido imperio universal (que en principio servía a toda la cristiandad), surgió la primera potencia nacional fuerte, cuyas intenciones obviamente se orientaban a la defensa del bien nacional: Francia. Carlos de Anjou intentó inmediatamente influir en varias elecciones pontificias y extender su poder, tanto hacia Grecia como hacia el norte y hacia Roma.

c) Verdad es que hubo un segundo intento de liberar al papado de esta tenaza francesa. Gregorio X (1271-76) convocó nuevamente un concilio en Lyón en 1274 (el XIV ecuménico). Allí envió sus mensajeros Rodolfo de Habsburgo, el rey alemán, elegido al cabo del largo confusionismo del interregno. Rodolfo prometió cumplir todas las exi gencias planteadas por los papas a los Staufen y pidió la coronación imperial. Las negociaciones duraron bastantes años y fracasaron defini tivamente debido a las elevadas exigencias pecuniarias de la curia, que Rodolfo no pudo satisfacer. En Lyón se presentaron también mensajeros del emperador griego Miguel Paleólogo y propusieron nuevamente la unión de las Iglesias, seguramente para protegerse contra Carlos de Anjou. Pero tras el corto pontificado de Nicolás III, de la familia de los Orsini (1277- 80), único papa que podía hacer frente a los Anjou, Carlos pudo imponer la elección del ex canciller del rey francés Luis el Santo; fue Martín IV (1281- 85) un papa que para apoyar un ataque de Carlos de Anjou incluso lanzó la excomunión sobre Miguel Paleólogo, de modo que los griegos desistieron de la unión. A este plan de ataque, sin embargo, le falló la base, debido a las sublevaciones de Sicilia. La dependencia papal quedó demostrada también en que el papa apoyó al de Anjou contra la insurrección de la población rebelde y de su candidato Pedro de Aragón, heredero de las reivindicaciones de los Staufen (vísperas sicilianas [1282], fracaso de los planes de la cruzada). Por fortuna, el de Anjou no pudo al fin imponerse. Porque de lo contrario la suerte del papado se hubiera realizado en el sentido de Enrique VI, sólo que bajo nuevos «protectores» políticos.

Notas

[15] En su calidad de legado de Honorio III, había proclamado en las ciudades del norte de Italia las leyes de Federico II contra los herejes.

[16] Políticamente Lyón no pertenecía a Francia, pero se encontraba por entero en el ámbito de su influencia; fue el rey francés el que protegió al papa contra el soberano alemán. Y esto sucedió aunque Luis IX había rechazado formalmente, por motivos de neutralidad, la súplica de acogida y protección de Inocencio IV.

[17] Según Seppelt, no cabe duda alguna de que Inocencio estaba enterado del atentado y lo aprobó.

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