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I.- Presupuestos Culturales y Politicos

1. El último Staufen importante fue Federico II, hombre genial, pero también fantástico (1212-50). Contra él tuvo el papado que defender una vez más la «libertad» de la Iglesia.

Pero con Federico entramos ya, bajo muchos aspectos, en un mundo que anuncia los tiempos modernos. La atmósfera en que ahora se lucha ya no es tan cerradamente cristiana como la del siglo XII. Los ya mencionados gérmenes de descomposición habían surtido su efecto. Los impulsos para un cambio de la conciencia y del pensamiento social, político y eclesiástico han adquirido proporciones enormes, incluso algunas ideas del mundo intelectual de Federico apenas se pueden denominar cristianas; en su ideología ya se puede apreciar claramente una fuerte descomposición interna de la unidad cultural de la alta Edad Media. Pero también aquí, y precisamente en este último acto de la tragedia medieval, en el que las fuerzas protagonistas del Medievo luchan hasta la muerte, nuestro juicio no debe olvidar los fatídicos lazos que envuelven a las fuerzas rivales; al juzgar la radical unilateralidad de la evolución de Federico, hemos de tener muy presente la trágica contradicción en la que siempre se vio envuelto el creciente sentimiento de las legítimas reivindicaciones del Estado independiente frente a las exigencias pontificias.

2. La idea imperial de Federico II era ambivalente; y por eso tuvo que irse a pique. Por una parte se atuvo a la concepción recibida de Barbarroja, que quería una fuerza imperial que dominase también sobre la Iglesia. Por otra parte, precisamente él fue el representante de la nueva idea «imperial», que se presentaba con visos de moderna-nacional: a) En su escrito a los reyes de Inglaterra y Francia renunció a la universalidad del imperio; cada príncipe debía cuidar de su país de origen. b) El mismo residió preferentemente en su reino de Sicilia (que organizó y administró modélicamente; el primer Estado burocrático moderno, absolutista, y al mismo tiempo el primer paso importante hacia una organización política impregnada de espíritu laico). c) En cambio, dejó Alemania preferentemente a cargo de los tutores de su hijo. Con ello se promovió de manera decisiva el proceso autonómico de cada uno de los territorios civiles y eclesiásticos del imperio, debilitando consiguientemente el poder central: statutum in favorem principum (1231). A este incremento del poder territorial se añadió, entre los príncipes eclesiásticos, una creciente secularización. Ambas cosas (con sus efectos) constituyeron una de las grandes causas que prepararon los tiempos nuevos, aún lejanos, y, en definitiva, una de las condiciones para el éxito de la Reforma.

3. También aquí hay que distinguir muy bien entre realización histórica de impulsos de desarrollo previamente dados y fracaso personal. Federico, en el mejor de los casos, sólo realizó la legalización de la situación ya existente, que a su vez, por propio impulso, evolucionó en contra de los derechos de la soberanía imperial. La salvaguardia del imperio universal solamente hubiera sido posible en unión con el papado. Pero como los conceptos fundamentales de uno y otro no coincidían, o no se podían conciliar, la desgraciada contienda condujo casi inevitablemente a la disolución del imperio universal.

La larga y dura lucha, la a veces implacable lucha que Federico tuvo que sostener con el papado, las desmesuradas exageraciones de su figura en la polémica literaria tras la renovada excomunión de 1239 (considerado, por una parte, emperador-mesías; por otra, hereje radical), todo ello condujo a que se exagerasen ciertos aspectos de su pensamiento y él mismo se convirtiera en el enemigo por antonomasia de la Iglesia, en un pagano. Esto son falsas interpretaciones del pensar moderno. Federico murió envuelto en el hábito de los cistercienses y recibió los últimos sacramentos de manos del arzobispo de Palermo.

Y, sin embargo, no se debe pasar por alto el aspecto moderno-sincretista de sus ideas. Muchas cosas, sin duda, dependen de aquella concreta situación de guerra a muerte, pero los elementos más importantes llegan a tocar lo fundamental. Su vida fue prácticamente arreligiosa o, mejor dicho, indiferente a todo lo cristiano y religioso; en aquello que los coetáneos admiraron como stupor mundi et immutator mirabilis, en lo extraordinario de su celebrada personalidad, nosotros no podemos por menos de ver fórmulas peligrosas. Las formulaciones cristianas y teológicas con que expresó de forma asombrosa su gran conciencia de sí mismo y dio a conocer al mundo sus decretos, para él sólo fueron medios para sus fines políticos. Vivió en Sicilia, la «tierra prometida del sincretismo», se rodeó por doquier de la exuberante cultura árabe, no cristiana. De este modo introdujo en la vida espiritual, moral y religiosa del Occidente nuevos y peligrosos gérmenes de disolución. Estos elementos, sin embargo, no pudieron imponerse entonces: porque, a pesar de lo dicho, éste fue precisamente el tiempo en que el Occidente religioso celebró sus mayores triunfos en todos los campos y creó sus más imperecederas obras cristiano-eclesiásticas (órdenes mendicantes, teología, catedrales).

El gran tema «Federico II» nos muestra otra vez, y con nueva plasticidad, algo esencial en el acontecer histórico, su complejidad. La historia tiene siempre varios-estratos y sus corrientes no siempre corren paralelas.

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