conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Primera época.- Fundamentos de la Edad Media Epoca de los Merovingios » §39.- Alianza del Papado con los Francos. el Estado de la Iglesia. Ruptura con Bizancio » Período Segundo

§44.- La Situacion Politica en el Imperio «Teuton». el Nuevo Imperio

1. De la disolución del único imperio habían surgido nuevos estados particulares; el más fuerte de ellos, Alemania[1]. Por todas partes se alzaron potencias particulares. A una con la decadencia del papado, y a consecuencia de ella, pareció retornar el tiempo de las Iglesias territoriales, aisladas y enfrentadas entre sí. Nuevamente se planteó la posibilidad de realizar una unidad de cuño occidental, al parecer positivamente resuelta ya antes por Bonifacio-Pipino-Carlomagno y el papado; pero una solución positiva parecía ahora más inviable que en el siglo VIII. ¿Dónde estaba ahora el núcleo de fuerza capaz de restablecer la unidad de la Iglesia y de Occidente? En el reino independiente que, al disolverse el Imperio franco universal (en los desórdenes del saeculum obscurum), se había formado de la parte franco-oriental del imperio[2] (y ahora se sentía heredero del Imperium Romanum). Se trata, pues, de la futura Alemania. A ella, primero en cuanto fuerza en proceso de robustecimiento (con Enrique I y Otón I) y luego en cuanto poder dominador «del mundo» y protector de los intereses comunes en el ámbito de la Iglesia y de la cultura (Heimpel), le correspondía también la corona imperial.

En el año 924, con la muerte del emperador Berengario, se extinguió la sucesión imperial y la idea del imperio pareció ya agotada en el Occidente. Pero Otón I, en Aquisgrán, se había sentado en el trono del emperador Carlomagno y tras su victoria sobre los húngaros en Lechfeld (955) fue aclamado emperador[3]. En el 955 fue coronado[4] por el papa; el imperio se había renovado. Un hecho significativo: a pesar del inaudito debilitamiento del papado, se había impuesto la tradición de que sólo el papa podía conceder la dignidad imperial. En cuanto a la idea imperial de Otón I cobra especial importancia la naturalidad con que se dirigió al papa.

Pero el imperio no sólo se había renovado; ahora estaba unido al reino alemán, que era una potencia particular: de ahí surgió un grave problema que proyectaría muchas sombras sobre la historia de los siglos venideros (hasta comienzos del siglo XIX).

«Alemania» fue, en los siglos X y XI, la que rigió el Occidente y la Iglesia. Este período «alemán» será reemplazado por otro «francés» a partir del siglo XII (Cluny, Bernardo, Alejandro III[5]).

2. Naturalmente, este imperio ya no estaba respaldado por el imperio político universal de Carlomagno. En el aspecto externo, de su ámbito se había separado toda la parte occidental. Y tanto para él como para toda la Europa occidental el imperio medieval, mientras no intentó valerse de su fuerza, ya no fue en lo sucesivo más que una idea (por cierto una idea de considerable importancia histórica). Pero ni en la misma Alemania siquiera pudieron los sucesores de Otón I implantar la plena realidad del imperio que él parecía haber establecido (Ranke). Poder efectivo lo poseyó el emperador alemán en Alemania (sobre todo en sus territorios heredados); pero fuera de ella sólo sobre la Italia imperial y (desde Conrado II) sobre Borgoña.

Mas en el orden de las ideas las cosas son muy diferentes. Pues precisamente los emperadores alemanes que siguieron, los Otones, los Salios y los Staufen, explícitamente hicieron suyo el universalismo político de la antigua idea de imperio, que siempre había permanecido viva en el Imperio de Oriente. Esta tendencia (hacer que los límites del imperio coincidan con los del «mundo») se ve muy clara en Otón III o Federico Barbarroja, el cual, de acuerdo con su idea imperial, solía designar el Imperio de Oriente como simple «reino de Grecia» y a los demás reyes como reguli (reyezuelos).

La relación entre el emperador y el papa se entendió en lo fundamental como hasta entonces: fusión de imperio e Iglesia bajo la protección y (especialmente) la dirección del emperador. El hecho de que, en contra de esto, la concepción de los papas (Nicolás I: «todo el mundo es la Iglesia») atribuyese la dirección al papado, pone nuevamente de manifiesto aquella trágica tensión de la que ya hemos hablado, que a veces quedó (o pareció quedar) encubierta, pero nunca fue solucionada; tanto menos cuanto que, como se ha dicho, el poder real del emperador dejó bien pronto de tener relación con las pretensiones de universalidad y desatendió la ya avanzada diferenciación política y eclesiástica.

3. Dentro del mismo imperio, el poder del emperador no fue el mismo que el de Carlomagno. Carlomagno jamás tuvo junto a sí un poder político parejo al suyo. Dispuso de «funcionarios» que actuaban en su nombre y según sus instrucciones. Pero tras el debilitamiento del poder imperial, en el curso de la feudalización, aquellos funcionarios «ministeriales» se convirtieron en nobles que heredaban sus cargos y feudos en línea de familia.

O sea: frente al supremo poder central había, en confusas relaciones de subordinación, un sinnúmero de fuerzas, sin cuyo apoyo el rey no era más que unus inter pares. Estas circunstancias determinaron grandemente (para bien o para mal) la vida política y político-eclesiástica, y con ello también la vida religiosa, del sucesivo Medievo alemán y, en parte, extraalemán. Hay que tenerlas muy presentes, porque son imprescindibles para comprender la evolución futura[6].

4. Estas fuerzas disgregantes estuvieron en manos tanto de príncipes seculares como de príncipes religiosos (obispos). Para reducir la peligrosa rivalidad de los nobles levantiscos, Otón I fortaleció el poder de los obispos concediéndoles feudos y transfiriéndoles cada vez mayores derechos públicos y mayores bienes. Dado que los bienes episcopales a la muerte del titular volvían siempre al imperio y el nombramiento de los obispos como príncipes del imperio correspondía al rey, el robustecimiento de su poder significó a su vez el robustecimiento del poder del reino, en el sentido de poder imperial, no familiar.

Naturalmente, la investidura significó también un fortalecimiento político-económico de la jerarquía alemana. Y debido a que reunía en una sola mano, la mano del obispo, el báculo del pastor religioso y la espada del príncipe secular, tuvo vía libre para la cristianización en todos sentidos. Pero precisamente en esto residió también el peligro: la idea espiritual del ministerio eclesiástico y de la misma Iglesia quedó oscurecida; la Iglesia se vio efectivamente envuelta en negocios temporales, pasó a ser dependiente del Estado y perdió su libertad; la secularización de sus dirigentes, los obispos, fue grande, llegando hasta la simonía para entrar en el ministerio espiritual, y, con todo ello, la vida perdió su carácter eclesial y canónico. La Iglesia tendría en seguida que batallar denodadamente para conseguir su necesaria independencia y espiritualidad. Y así es como llegaría a debilitar especialmente a Alemania (porque sus lazos en ninguna otra parte fueron tan estrechos como aquí). Nuevamente hemos de hacer aquí una constatación fundamental, a la que siempre nos obliga la problemática específica de la Edad Media: todas aquellas anomalías fueron en su mayoría consecuencias necesarias de la mezcla de ambas esferas, mezcla hecha sin la suficiente separación y sin la suficiente coordinación de ambas partes para un servicio recíproco efectivo. (El hecho de que esta mezcla indiscriminada se mantuviera todavía en la alta Edad Media, aunque bajo otras formas de soberanía, fue un grave obstáculo para la posterior lucha por la «libertad»).

Los intentos intraeclesiales de apertura a un nuevo futuro no carecieron de fuerza religiosa en sentido estricto (cf. el partido reformista de Ludovico Pío en adelante), pero evolucionaron principalmente hacia una nueva conciencia eclesial no inmediatamente religiosa y hallaron su correspondiente expresión más que nada en el campo de la organización eclesiástica. No obstante, de esta Iglesia imperial así constituida surgiría luego la reforma (gregoriana) con la pujanza típica de un proceso vital.

Notas

[1] En la historia política, el tiempo que va desde el año 936 al 1056 se considera como el primer período de la alta Edad Media. Tomando como medida la cristianización del Occidente, éste es el último período que precede a la conformación definitiva de la Europa central en aquella forma que en conceptos históricos merece el nombre de Occidente cristiano.

[2] ¡No en el sentido de nación! La adición nationis germanicae procede de la segunda mitad del siglo XV.

[3] Los contemporáneos lo celebraron como «cabeza del mundo».

[4] Todavía no se llamaba, por lo menos no lógicamente, imperator Romanorurn; esta denominación fue añadida al título de emperador sólo a partir de Otón II en su querella con Bizancio.

[5] Lo decisivo en este papa no es su origen italiano, sino la dirección que imprimió a su política eclesiástica.

[6] Al reaparecer la centralización del poder político aparecerán nuevamente funcionarios, en un proceso que corre en sentido contrario. Esta centralización aparecerá primeramente en Francia. Allí había todavía reminiscencias romanas, y (en Flandes) es donde más avanzado estaba el desarrollo económico (desde el medio agrario hasta el del comercio y del dinero). El funcionario moderno no participará en el poder del Estado - como los administradores feudales-, sino que recibirá su paga (Heimpel).

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