conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Cuarta época.- La Baja Edad Media Disolucion de los Factores Especificamente Medievales y Aparicion de Una Nueva Edad

§62.- Sintomas Precursores de la Disolucion

1. Los síntomas de disolución, aún en pleno florecimiento de la alta Edad Media, donde más claros se nos presentan es en el distendimiento político-nacional, el cual a su vez les dio una fuerza considerable; a este respecto es significativa la relación entre sentimiento «nacional» y «laical».

Ya hicimos alusión a que lo «nacional» en esta época aún estaba naciendo y que la expresión no se ha de entender en sentido moderno. Del mismo modo es preciso observar que este despertar fue de suyo un proceso radicalmente legítimo. Sin embargo, lo que se pregunta es por qué perjudicó tanto a la Iglesia. Seguramente, por el egoísmo aparentemente innato en todo lo nacional. Pero también porque la lucha por el derecho de hegemonía de la jerarquía, como ya hemos indicado, no había podido dar legítima satisfacción a lo «nacional» y lo laical.

Entre los nacientes poderes políticos particulares no había ninguno tan avanzado como Francia, la misma Francia que con sus obispos y sus monjes había proporcionado a la reforma gregoriana las principales fuerzas. Y precisamente esto nos remite, por encima de ese egoísmo nacional, que naturalmente aquí no queda excluido en absoluto, a aquel problema más profundo, antes mencionado, dentro de la misma Iglesia y en su relación con el Estado. Sea cual fuere el enjuiciamiento, ateniéndonos puramente a los hechos podemos constatar que en toda la historia apenas hay un consolidamiento «nacional» que tan fatalmente haya incidido en la vida de la Iglesia como el desarrollo nacional francés de los siglos XIII y XIV. Más tarde hubo formas más agudas de nacionalismo eclesiástico (España, la Francia de la contrarreforma y del galicismo), pero aquella primera eclosión francesa fue la más importante para el destino entero de la Iglesia.

a) Ya hemos mencionado la consolidación nacional de Francia, que de forma impresionante se manifestó en el acentuamiento del poder central en la persona del rey (por encima de todos los fenómenos de descentralización, un proceso de la máxima seguridad interior en sus objetivos, que duró más de un siglo)[1].

Los papas habían buscado amparo en Francia. Aumentó el número de franceses en el colegio cardenalicio y por esto hubo franceses que consiguieron la dignidad pontificia. Por el enfeudamiento de los de Anjou, el mismo papado entró en peligrosa dependencia de la influencia francesa[2] (§ 54).

b) También conocemos ya el Estado de Sicilia, altamente absolutista y de cultura acentuadamente laical, de Federico II, el mismo soberano que promovió la consolidación de la conciencia nacional en Francia e Inglaterra y la autonomía de los poderes territoriales en Alemania.

c) También en Inglaterra se hizo sentir una fuerte oposición contra el papa, primeramente bajo el pontificado de Inocencio III y, luego, de Inocencio IV (la protesta de los ingleses contra los impuestos pontificios en el Concilio de Lyón). Es digno de notarse el hecho de que también aquí destacados miembros del clero abrigaron sentimientos nacionalistas antirromanos y, con ello, continuaron una línea, ya vieja precisamente en Inglaterra -que en tiempos había sido la Iglesia más fiel a Roma-, de fuerte oposición a la curia (cf. la crítica radical de Walter Mapes ya en el siglo XII y del más antiguo Anonymus de York, † hacia el 1110). Junto con los barones, enemigos del rey (que se había convertido en feudatario del papa), y de común acuerdo con el clero londinense, hicieron que tanto la excomunión como el interdicto resultasen ilusorios (un proceso que puntualmente se repetiría también en Francia).

d) Con la caída de los Hohenstaufen quedó libre el norte de Italia, formándose allí diferentes ciudades-república independientes. Italia se convertirá pronto en una gran potencia mundial, en lo intelectual y en lo cultural.

e) La caída de los Staufen y el avance de Francia, obviamente, no deben entenderse en el sentido de una rotunda cesura. Las pretensiones del imperio y del emperador sobre Italia y sobre la Iglesia no cesaron en absoluto. En el siglo XIV volveremos a encontrarnos con ellas (hasta llegar al intento de Felipe IV de convertir a Francia, dando un rodeo por el de Anjou, en portadora del poder imperial). La agrupación de fuerzas políticas y político-eclesiásticas en la Reforma aún se verá grandemente ensombrecida por estas pretensiones (que no dejaban de ser un poder efectivo).

f) Al final del período también España entró en el juego de fuerzas (desde el punto de vista político-eclesiástico y cultural).

En resumen: una diferenciación política que a fines del siglo XIII ya había debilitado grandemente la unidad medieval.

2. En todos estos países la vida cultural en general continuó siendo, de modo natural (y esencial), cristiana y eclesiástica. Pero tanto su evolución interna como su contacto con la cultura musulmana apuntaron en la dirección indicada; esto es, las actitudes de fondo constitutivas de la Edad Media comenzaron a perder influencia o, mejor dicho, a transformarse.

El universalismo papal se entendía en sentido religioso, basándose en la Biblia, en el primitivo cristianismo y en Gregorio I. Desde el siglo XIII (y antes, como hemos visto) lo político-secular adquirió un peligroso valor autónomo en la realización de la plenitudo potestatis del papado.

Mientras la doctrina de la Iglesia fue para casi todos los occidentales la norma indiscutible e indiscutida y, en buena parte, también el alimento espiritual, estuvo a salvo el objetivismo. Aunque también estuvo limitado. En el siglo XII, después del humanismo tan objetivo de san Bernardo, creció en todos los campos (en el arte, la literatura, las ciencias y la economía) el sentimiento de la autonomía y del valor autónomo; estos campos, con audacia cada vez mayor, se midieron con las fuerzas e instituciones superiores y reclamaron urgentemente sus propios derechos. En la teología, la crítica de la razón se hizo más radical. La irrupción del averroísmo árabe en la Universidad de París de la mano de una personalidad tan importante como Sigerio de Brabante († hacia el 1284) es buena muestra de la relajación interna (combatida por santo Tomás de Aquino) de la teología de entonces. Con el laicado, que se hacía cada vez más autónomo, surgió una competencia espiritual frente al clero, representante oficial de la Iglesia. Fueron muy numerosas las voces que se atrevieron, en franca insubordinación, a criticar a la Iglesia y al papa. En ocasiones llegaron hasta una oposición de principios (como en tiempos de Federico II).

3. Uno de los primeros precursores de los nuevos tiempos fue Joaquín de Fiore († hacia 1203), eremita, fundador de conventos y abad, lleno de visiones apocalípticas, de gran ascetismo en su vida y tono profético en sus predicaciones, que desarrolló su actividad en Calabria. Ejerció gran influencia. De sus ideas, sin embargo, algunos epígonos sacaron conclusiones que no eran las suyas. Mas no es esto lo decisivo; lo decisivo es que tales conclusiones se podían deducir por consecuencia lógica de sus ideas básicas. En cualquier caso, sus ideas de reforma debieron surtir tanto mayores efectos cuanto mayor fue la religiosidad con que parecían surgir del centro de la fe. También es preciso tener presente que su espiritualismo fue combatido, y con razón, por la Iglesia de la potes tas directa, pero demasiado unilateralmente; no fue comprendida su intención[3].

En las ideas de Joaquín se echó de ver nuevamente la tentadora peligrosidad del presunto espiritualismo puro. En su intención, su postura fue, desde luego, eclesial, ya que sometió sus escritos al juicio de la Iglesia. Pero, en la práctica, su nueva interpretación suponía una peligrosa volatización de la revelación, llegando incluso a defender un triteísmo herético (condenado en el IV Concilio de Letrán). Muy adelantado a su tiempo (en muchos aspectos un hombre de la época venidera), anunció y esperó una nueva (tercera) era universal, la era del Espíritu Santo, y una nueva Iglesia tras la Iglesia de los sacerdotes seculares, a saber: la Iglesia de los carismáticos (llenos del Espíritu Santo): típico y peligroso giro hacia una postura que en nombre de la interiorización fácilmente cae en lo fanático, utópico y, por tanto, subversivo. En el fondo de esta expectativa late el convencimiento -que ya hemos visto en múltiples manifestaciones- de que la sociedad, tanto en forma de Estado como de Iglesia, está hundida hasta el fondo y por eso necesita un castigo con su consiguiente renovación, esto es, un renacimiento. He aquí una buena causa de los duraderos efectos de su mensaje.

Así, pues, ya a comienzos y nuevamente a mediados del siglo XIII volvió a resonar con insistencia el gran lema de la baja Edad Media: Reforma de la Iglesia (y, al mismo tiempo, la consigna de la incipiente Edad Moderna: Renacimiento). Inocencio III ya lo había propuesto como tema al Concilio de Letrán de 1215 y Federico II lo había elegido como bandera de combate contra la Iglesia dominadora del mundo; Joaquín lo volvió a proclamar, pero con una acentuación peligrosa; al cabo de un siglo largo se recogerían sus amargos frutos.

De su peligrosa fuerza explosiva da también testimonio la evolución de la orden franciscana. El partido de los rigoristas, de los «espirituales», refirió a Francisco y su orden la tercera edad salvífica de Joaquín (la del Espíritu y de los monjes). Muy pronto defendieron el ideal de pobreza de san Francisco con una obstinación que quedaba muy lejos de la humildad del santo fundador. Así se alojó entre ellos un espíritu fanático, que acabaría por extraviarse por caminos muy alejados del cristianismo y de la Iglesia.

4. En la vida científica, la imagen unitaria cristiana sufrió los desgarrones de las corrientes panteístas (nueva influencia de la filosofía del hispano-musulmán Averroes y de la filosofía islámica en general).

Más importante para el tiempo posterior fue el sistema del franciscano Duns Escoto (ca. 1265-1308), que hizo una dura crítica de la doctrina tomista y del propio santo Tomás de Aquino; aunque también Escoto citaba a Aristóteles como «el filósofo», sin embargo, acentuó expresamente los elementos agustinianos de la tradición; y no reconoció que estos elementos también estaban presentes en el conjunto de la construcción tomista, como tampoco lo había hecho la antigua escuela teológica franciscana (Alejandro de Hales, también Buenaventura, § 59).

Precisamente esto (aparte de la impresión general) indica que aquí y allí, en el fondo, se trataba de diversos modos de pensar. También se echa de ver (como reverso) un peligro generalmente inherente a estos grandiosos sistemas de la Escolástica: su imponente y cerrada unidad hace imposible, en definitiva, una complementación fecunda.

Duns Escoto pretendía fundamentar la teología lo más posible en los datos positivos de la revelación, lo cual era un deseo más que justificado (no precisamente contra Tomás, sino más bien contra su escuela). Pero a esto iba ligado un paso fatal: la duda sobre el primado del conocimiento en favor de la voluntad. Concretamente, el objetivo de Duns Escoto es el primado del amor: Deus caritas est. Pero esto supuso un cambio decisivo. Terminó por amenazar la armonía entre el saber y el creer. Gravó, además, el sistema con una contradicción interna: la demostración del primado de la voluntad y de la revelación se hizo mediante la más sutil crítica racional.

La cuestión, al principio, no trascendió de las escuelas. Pero se había atentado contra el equilibrio armónico (casi perfecto) de razón y revelación, que se había logrado en la concepción increíblemente precisa de Tomás. Para Duns Escoto, el primado de la voluntad significaba en buena interpretación bíblica -pero también prevalentemente- el primado del amor. Pero pronto se vería lo peligroso de esta transposición, porque la escuela de Escoto condujo a Ockham (§ 68) y a su nominalismo[4] el cual separó definitivamente las dos dimensiones y un buen día acabó (por su influjo positivo y negativo) constituyendo el sustrato intelectual de la innovación teológico-religiosa de Lutero.

5. Otra señal externa y visible de la incipiente disolución fue que hacia finales del siglo XIII cayeron las últimas posesiones occidentales en el Oriente. Las cruzadas habían sido un producto del universalismo medieval. Con la mengua del universalismo se perdió uno de sus supuestos esenciales; sus logros se derrumbaron automáticamente, y esto sin que su idea de la misión, de la que ellas mismas habían nacido, hubiera sido siquiera provisionalmente purificada en sentido cristiano. También respondió a la situación interna de las fuerzas en liza el hecho de que la conclusión de la unión entre la Iglesia de Oriente y de Occidente, como sabemos por el Concilio de Lyón de 1274, fuese prácticamente infructuosa. Las controversias sobre la constitución de la Iglesia tuvieron un enorme significado para todo el Medievo. Para la baja Edad Media fueron directamente decisivas. Absorbieron la mayor parte del interés y de las fuerzas. Por eso debemos exponerlas lo más detalladamente posible.

Los mencionados principios de disolución no se quedaron en puras consideraciones abstractas. Despertaron poco a poco un nuevo sentimiento de la vida. Los cambios sociales fueron importantes como expresión y como causa de la disolución (junto con la caballería y el clero, ahora la burguesía de las ciudades y, además, la aparición de elementos proletarios en el mediodía de Francia y en el norte de Italia). Mas téngase en cuenta nuevamente que estos cambios en su mayor parte se efectuaron de forma tan legítima como necesaria, pero que sus legítimas intenciones no fueron suficientemente reconocidas por la jerarquía y no pudieron integrarse en el orden medieval.

Notas

[1] De la monarquía de Hugo Capeto (987) hubo sucesión directa hasta 1328 y sucesión indirecta, por líneas colaterales, hasta 1848. A finales del siglo XV, todos los grandes principados limítrofes se habían incorporado al reino. En Alemania sucedió precisamente al revés: el poder centralizado de los otones y de los salios fue primero, y después, con la doble elección bajo el pontificado de Inocencio III, comenzó la disolución.

[2] De hecho se podría parangonar esta situación con la existente en tiempos de Enrique III, de aspiraciones asimismo universales. Sólo que ahora la Iglesia universal, estructurada constitucionalmente, estaba a punto de caer en la dependencia de un poder político claramente particular.

[3] Pero Gregorio IX (§ 57) intervino en favor de la obra de Joaquín.

[4] Aunque un profundo abismo separa a Ockham del escotismo.

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