conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Cuarta época.- La Baja Edad Media Disolucion de los Factores Especificamente Medievales y Aparicion de Una Nueva Edad

§64.- Los Papas en el Exilio de Aviñon (1305-1378)

1. Felipe el Hermoso no quedó satisfecho con su victoria de hecho. Quiso un reconocimiento oficial de sus ideas: la propia Iglesia, su suprema representación en el Concilio y su supremo jefe, el papa, debían hacer constar que su indignante proceder había sido justo y condenar al difunto Bonifacio VIII. El simple hecho de que el rey pudiera concebir semejante plan demuestra cuánto había crecido la esclavitud del papado bajo el poder del rey de Francia.

Como hemos podido comprobar hasta la saciedad, esta situación ya había madurado hacía mucho tiempo, debida también en parte a las necesarias medidas tomadas por buenos papas (en su lucha contra el Imperio de los Hohenstaufen); ningún papa estaba ya en condiciones de desenredar esta madeja. Es preciso tener esto en cuenta para poder enjuiciar correctamente las muchas debilidades de los pontificados siguientes. La consabida tragedia inherente a las luchas del papado medieval aparece cada vez más amenazadora: el papado no podía abandonar sus pretensiones de poder típicamente medievales, pero precisamente ellas lo llevaron al (ya «moderno») «cautiverio de Babilonia», a Aviñón.

2. El sucesor de Bonifacio VIII, Benedicto XI (1303-1304), hombre de gran religiosidad, fue muy condescendiente con las exigencias del rey francés, revocó los decretos de su predecesor y autorizó los impuestos de Felipe. Lo hizo, sin embargo, sin incurrir en debilidades indignas; absolvió al rey de la excomunión, sobreseyó también las severas condenas contra la familia de los Colonna, pero también excomulgó a los autores del atentado de Anagni. Mas lo histórico no discurre, o apenas discurre, según categorías morales subjetivas. La debilidad objetiva sucumbió ante la mayor vitalidad de lo político-nacional. La herencia que quedó dentro de la Iglesia fue una curia dividida (al lado del partido francés había otro romano, defensor de una política al estilo de Bonifacio VIII). Felipe, por su parte, no estaba todavía satisfecho: el papado debía estar en permanente dependencia de Francia. Incluso parece que el rey lo logró.

a) En efecto, cuando tras una sede vacante de once meses fue elegido papa Clemente V (1305-1314), un hombre débil, de nacionalidad francesa, anterior arzobispo de Burdeos, Felipe logró de él no solamente que asistiera a su coronación en Lyón, sino también (a pesar de las muchas promesas en contrario hechas a los cardenales) que fijara su residencia permanente en suelo francés: desde 1309 Clemente V residió en Aviñón.

b) Aviñón era un feudo imperial alemán (traspasado a los de Anjou), que entonces pertenecía a Nápoles; Clemente VI (1342-1352) lo compró y lo convirtió en posesión pontificia propia; pero Aviñón estaba rodeado de territorio francés y situado, de hecho, en el radio de acción de la influencia del rey de Francia. Es cierto que Clemente V pensó retornar a Roma, y lo mismo Juan XXII y, al principio, también Benedicto XII; pero lo que en realidad hicieron fue decisivo para el curso de los acontecimientos de Aviñón; con Clemente V y Clemente VI aumentó considerablemente el número de los cardenales franceses, que llegaron a tener la mayoría de los dos tercios; Benedicto mandó construir la residencia de los papas en Aviñón.

c) En conjunto, los pontificados de los dos sucesores de Bonifacio VIII significaron nada menos que el reconocimiento efectivo de la independencia político-eclesiástica de Francia. Esta ya existía a raíz de la suspensión a favor de Francia de la bula Unam sanctam. Pues ésta suponía nada menos que la renuncia efectiva a la esencia del derecho del papa a la hegemonía política. Es cierto que los papas de las postrimerías del Medievo no renunciaron, teóricamente, a este derecho, especialmente respecto a Alemania. Pero en todas partes la evolución jugaba a favor de la supremacía de lo nacional. Esto es aplicable también a Alemania, donde se llegó a la Bula de Oro de Carlos IV (1356), aunque las relaciones de Carlos con el papa eran en sí buenas.

3. Felipe insistió en la condena de Bonifacio. Hasta quiso conseguir la corona alemana para su hermano, o sea, para Francia (sin embargo, fue elegido Enrique VII de Luxemburgo [1308-1313]) y exigió la supresión de la rica orden de los templarios. Efectivamente, el proceso contra el papa difunto se abrió, con absurdas acusaciones (1310). Sólo cediendo en el asunto de los templarios pudo el papa desembarazarse del penoso e imposible proceso contra su antecesor, es decir, reservar la cuestión a su propio juicio. Clemente V tuvo la suficiente dignidad para oponerse a la condena de Bonifacio VIII, a pesar de que el rey había presentado una enorme cantidad de «declaraciones de testigos». Tras la anulación de otros decretos de Bonifacio y tras la absolución de Nogaret, el XV Concilio ecuménico de Vienne (1312) pudo declarar inocente a Bonifacio.

En la cuestión de los templarios (que ya no tenían ninguna misión específica y cuya filial de París se había convertido en una especie de banco internacional) venció el rey. Pero también en este caso demostró el rey sus más bajas cualidades. Basándose en sospechas infundadas y movido únicamente por su afán de poder y su codicia, mandó encarcelar a todos los templarios (1307) y procesarlos como herejes. La Inquisición entró en acción y la tortura arrancó «confesiones» inválidas. Cincuenta y cuatro caballeros, que revocaron sus «confesiones» fueron quemados como reincidentes (1308).

Finalmente, el Concilio de Vienne (aunque sin decretar ninguna condena) dispuso la supresión de la orden (1312) por medio de un decreto de la sede apostólica, «porque tenía mala fama y ya no era útil». Puede tenerse por seguro que la orden, en su conjunto y en todo lo esencial, era inocente.

4. También el sucesor de Clemente V, Juan XXII (1316-1334), fue elegido tras dos años de orfandad en el solio pontificio. El nuevo papa, finalmente, determinó residir de forma estable en Aviñón. Su sucesor, Benedicto XII (1334-1342), hombre de moral rigurosa, cisterciense ansioso de reforma, construyó allí el palacio de los papas.

a) Clemente VI (1342-1352), abad benedictino y obispo francés, vuelve a ilustrar de forma especial la crisis a que fue llevada la Iglesia por causa del papado de Aviñón. La atmósfera de placentera existencia mundana en que Clemente vivió puede advertirse aún hoy en los frescos murales de sus habitaciones en el palacio papal de Aviñón.

b) Mientras tanto, la abandonada Roma se vio desgarrada por las luchas de la nobleza. En el año 1305 se formó por vez primera un gobierno popular; al papa se le encomendó el cargo de primer senador. En 1312 el rey alemán Enrique VII, luchando contra los Orsini, logró entrar en Roma y por encargo del papa fue coronado en el recién reconstruido Laterano, porque los Orsini dominaban el barrio del Vaticano. ¡Y precisamente el juramento de este soberano tan poderoso como consciente de su poder fue considerado como juramento feudal por el impotente Clemente V de Aviñón, dependiente él mismo del rey francés! Contra la voluntad del papa, en el año 1328 entró en Roma Luis de Baviera (§ 65), llamado y apoyado por los Colonna. Un parlamento ciudadano le confirió entonces la dignidad imperial en nombre del pueblo; el cardenal Colonna, asistido por dos obispos, llevó a cabo la coronación. Vestido aún con las galas de la coronación y sentado en la escalinata de san Pedro, el excomulgado rey alemán pronunció la sentencia de muerte contra el papa (entonces Juan XXII), como «hereje y reo de lesa majestad», y el populacho quemó una figura de paja del pontífice. Al mismo tiempo algunos partidarios del papa anunciaron la excomunión contra Luis: ¡qué cuadro tan desolador!

c) Inocencio VI (1352-1362) vivió con sencillez y fue hombre religioso. Se preocupó de la reforma de la Iglesia; pero apenas tuvo éxito en este sentido. Mientras tanto hubo otra cosa de importancia para el futuro: el cardenal Gil de Albornoz († 1367) restableció en el Estado pontificio y en Roma en contra de la nobleza (ya conocemos la persistente lucha de los Colonna contra los Orsini) la hegemonía papal, creando así las condiciones para el regreso de los papas a su ciudad. En parte también cooperó en el mismo sentido el despertar todavía incierto, pero ya potente, de la voluntad popular (con y contra el tribuno popular Cola di Rienzo), en lo cual ya se manifestaron los inicios del Renacimiento.

d) En el año 1365, el mismo Carlos IV se presentó en Aviñón; a sus ruegos de que el papa volviera a Roma se unieron los de Petrarca, santa Brígida y santa Catalina de Siena. Efectivamente, Urbano V (1362-1370), a quien la Iglesia ha incluido en el número de los bienaventurados, volvió a Roma; en el año 1367 realizó su entrada solemne. En el año 1369 acudió a Roma el emperador romano de Oriente, Juan V Paleólogo, para reanudar -en contra de la voluntad de la Iglesia bizantina- las gestiones de la unión y conseguir así ayuda contra los turcos. No obstante, el salvaje desorden que allí reinaba tras la muerte de Albornoz «expatrió» nuevamente al papa, que poco después murió.

Gregorio XI, el último papa francés (1370-1378), murió por fin en Roma, y por cierto en el Vaticano, que en adelante fue la residencia papal.

Pero las graves perturbaciones en el Estado pontificio no estaban ni mucho menos aplacadas; surgieron nuevas insubordinaciones contra los funcionarios pontificios franceses «importados»; mercenarios bretones al servicio del papa lo devastaron todo; el interdicto contra el principal partido romano reavivó las fuerzas antipapales. En una palabra: la confusión en Roma y en el Estado pontificio era tan grande que el mismo Gregorio XI pensó seriamente en retornar a Aviñón.

5. En esa ciudad reinaron siete papas, todos franceses. Excepto Benedicto XII e Inocencio VI, los otros fueron propiamente «obispos de la corte de Francia». Este «exilio» fue un golpe terrible tanto para la fuerza interna como para el prestigio externo del papado.

a) Para la fuerza interna: el papado estuvo separado de Roma, su suelo natural, y, con ello, de las raíces de su fuerza moral en pequeña parte y de las raíces de su fuerza material en su mayor parte. Ya hemos referido que el orden en el Estado pontificio y en Roma se desbarató; el poder político del papa decreció amenazadoramente. La presión del monarca francés logró que el papa nombrase para el supremo senado de la Iglesia una mayoría de cardenales franceses, que así (y por ellos también la monarquía francesa) se enseñorearon del papado. El ideal de la libertas de la Iglesia, que se había tardado siglos en obtener y defender, acabó por convertirse en su contrario (¡y con cuán ínfimo estilo!). En el curso de los acontecimientos hay un algo de fatalidad: la transformación de la idea papal medieval no se efectuó por propia iniciativa de las instancias eclesiásticas competentes; fueron más bien las fuerzas hostiles las que la demolieron y modificaron en una especie de proceso de destrucción; la transformación se completó más bien en la Edad Moderna con la renuncia voluntaria de los Estados pontificios. Entonces, en la baja Edad Media, el papado perdió la mayor parte de su libertad e iniciativa, porque no vivió suficientemente de su propio centro espiritual. La búsqueda de un «protector» (que la Iglesia nunca ha podido encontrar) y, además, la insistencia en ciertas pretensiones (que jamás han podido satisfacerse) llevaron el papado a Aviñón y allí lo sometieron a una voluntad extranjera. La decadencia de la autoridad interna se echó de ver también en el proceder del colegio cardenalicio. El derecho a la elección del papa y la participación en su gobierno dieron pie a la idea del reparto de poderes y, muy pronto, también a la idea de la autonomía de los cardenales, proveniente directamente de Dios[15].

El desfallecimiento de la fuerza interior se hace aún más evidente en el hecho de que los papas se vieron cada vez más imposibilitados de ejercer con éxito su ministerio docente y pastoral; ¡cómo, si no, hubiera sido posible la penosa discusión de Juan XXII con los franciscanos en la llamada «controversia teórica sobre la pobreza» (§ 65, 2)!

b) El prestigio externo del papa decayó 1) en la misma medida en que el papado, que está para servir a todos los pueblos, pareció, sin embargo, servir a los deseos egoístas de un solo país; la antigua cuestión del emperador en el norte y sur de Italia y su relación política con el papa siguió sin resolverse. 2) La poco escrupulosa lucha de Felipe el Hermoso y posteriormente de Luis de Baviera (§ 65) y el ajetreo mundano de la corte pontificia hicieron disminuir el profundo respeto religioso de los pueblos ante el papa; las gentes se habituaron, mucho más que hasta entonces, a ver en el papa un soberano político (en lucha por metas políticas) junto con otros soberanos y a combatirlo también con medios políticos.

Por lo mismo también disminuyó la autoridad docente del papa, o su reconocimiento, hasta entonces prácticamente intangible. La opinión de que un papa puede ser hereje, defendida teóricamente por los canonistas y llevada también a la práctica por los legistas en las acusaciones contra Bonifacio VIII, dio pie a nuevas y crecientes críticas.

Hasta Juan XXII tuvo que retractarse en su lecho de muerte de ciertas doctrinas escatológicas. Cada vez fueron más los grupos que se sustraían al juicio del papa.

c) Los medios del interdicto y de la excomunión fueron empleados con excesiva frecuencia (especialmente en la lucha contra Luis de Baviera); se hizo consumo de ellos en toda regla. A la amenaza eclesiástica le faltó muy a menudo la fuerza para ejecutarla. Las bulas de excomunión de Juan XXII fueron fijadas en las iglesias de Aviñón, pero en Alemania no se les prestó mucha atención. Mucho más contraproducente fue la espada de doble filo del interdicto, que de hecho separó grandes masas populares, a veces durante años, de la vida sacramental de la Iglesia, contribuyendo así a su degeneración moral. La situación fue completamente absurda cuando el interdicto fue lanzado contra los Santos Lugares de Palestina.

El interdicto lanzado contra el respectivo lugar de residencia de Luis de Baviera, con sus efectos disolventes para la Iglesia, duró más de veinte años, hasta que finalmente la declaración de Ranse de 1338 y una ley imperial de Luis estableció la prohibición de observar en adelante el interdicto.

La debilidad específica de las censuras espirituales consistía en que raras veces se decretaban realmente en defensa de los intereses espirituales. Con harta frecuencia lo que estaba en juego era el poder, las pretensiones políticas o el dinero.

Muchos pequeños cismas particulares (unas partes de las diócesis y de las órdenes se adherían al emperador, otras al papa) parecían preparar el terreno para el futuro cisma de Occidente.

En 1339 comenzó la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, que hizo que ésta fuera hostil al papado «francés», que a su vez era opuesto al colegio de los grandes príncipes electores alemanes.

Los años 1348 y 1352/53 fueron testigos de graves epidemias de peste, de tumultuarias persecuciones de judíos, de procesiones de flagelantes, de intranquilidad espiritual y religiosa: la impresión de desorden, más aún, de catástrofe, cunde por muchas partes y deja atónitos los ojos de cualquier espectador.

6. En la curia papal de Aviñón se desarrolló una economía financiera impropia de eclesiásticos, que perjudicó gravemente a la Iglesia. Unida frecuentemente a la simonía y al injusto y desmedido favoritismo respecto a los parientes del papa (nepotismo), constituyó una de las fuerzas más disolventes dentro de la Iglesia y una de las grandes causas que prepararon el terreno a la Reforma[16]. Pues ni Clemente V ni el Concilio de Vienne, convocado expresamente para tal fin, hicieron realmente nada por la reforma, una reforma que ya era tan necesaria como urgente en el sentido más propio de la palabra. La monstruosa afirmación de que en la curia romana no podía en absoluto darse la simonía (dado el poder del papa de disponer sobre todas las cosas) nos da a entender con cuán extremosos argumentos trataba la curia de eximirse de la obligación de reforma precisamente en este punto. Pero el caso es que, de hecho, y por desgracia, la simonía en sentido amplio fue una nota distintiva de las costumbres curiales en Aviñón, heredada luego también por la curia romana, hasta Bonifacio IX, «tarado con la más perniciosa de las avaricias y la peor de las simonía» (Dietrich de Niem), que tomaba dinero de todos los aspirantes a un cargo y concedía las correspondientes prebendas al mejor postor.

El cobro de impuestos de diversas clases por parte de la curia, desde luego, estaba en sí justificado, como ya hemos visto. Entonces, en Aviñón, no se recibían ingresos del Estado de la Iglesia; los intentos de establecer allí el orden y la guerra del papa contra las ciudades del norte de Italia produjeron, por el contrario, nuevos y grandes gastos. El papado únicamente podía satisfacer sus necesidades habilitando nuevas fuentes de ingresos.

Mas con ello no está justificada la economía financiera que de hecho se practicó en Aviñón. Porque a) las susodichas necesidades fueron aumentadas en exceso por la insaciable y mundana vida de corte que se llevaba en Aviñón; b) los mismos impuestos exigidos por la curia fueron exageradamente incrementados (en el indicado sentido irreligioso) y obtenidos mediante una praxis inmoral en la provisión de los cargos; c) además, no siempre fueron empleados para los fines prescritos. En esta evolución, por lo demás, la culpa principal no la tuvieron los papas en particular, los cuales a veces se opusieron a las irregularidades o, como Juan XXII, impusieron un orden riguroso en la gestión financiera, o también, como Benedicto XII, trataron de atajar todos esos abusos con que siempre nos encontramos en la provisión de cargos: venta y acumulación de prebendas, nepotismo, aumento de contribuciones, violación de la obligación de residencia, decadencia de la disciplina de las órdenes. La culpable fue la curia pontificia, los culpables fueron los curiales, que vivían de ella. Ahí surgió un gran aparato administrativo, en el cual se pensaba en exceso con criterios comerciales, y según ellos se actuaba, y cuyos funcionarios cometían muchas injusticias en beneficio propio. Los acontecimientos demostraron que estaba mucho más que justificada la admonición de san Bernardo de guardarse de transformar la casa del sumo sacerdote en una curia y en una vida cortesana (§50).

último papa residente en Aviñón, Gregorio XI, santa Catalina también le echó en cara su nepotismo.

7. Otras fuentes de ingresos de la curia papal, más antiguas y tradicionales, eran los bienes de dentro y fuera del Estado pontificio, el óbolo de san Pedro (Polonia, Hungría, Inglaterra), los tributos de Estados obligados al feudo, los impuestos por exención, los diezmos, los derechos de palio de los arzobispos, las aportaciones de los prelados en sus visitas a Roma, los servitia communa (o sea, los derechos de reconocimiento de obispos y abades por su nombramiento)[17], los impuestos extraordinarios (por ejemplo, para «cruzadas» de todo tipo), las tasas por documentos de privilegios y dispensas.

Lo que constituyó la base de los nuevos ingresos fueron las reservaciones pontificias. Los papas habían ido progresivamente adquiriendo el derecho de ocupar cargos en las más diversas iglesias de la cristiandad. Primeras ocasiones para ello fueron, por ejemplo, las exenciones, o las apelaciones a Roma (en caso, por ejemplo, de una elección discutida, luego de obtenida la confirmación). Después, la doctrina del poder absoluto del papa ofreció la posibilidad de disponer directamente de oficios y beneficios de iglesias extranjeras. Basados en esta concepción, los papas se reservaron al principio la ocupación de algunos cargos determinados. Pero luego hicieron reservaciones generales, esto es, reservas de categorías enteras de beneficios: todos los cargos que quedaban vacantes mientras sus ocupantes se hallasen en la curia romana (este concepto lo extendió Bonifacio VIII hasta una duración de ocho días de viaje) quedaban reservados a la curia para su ocupación. Este derecho aún fue más ampliado en Aviñón. Juan XXII dispuso que todos los cargos, en cuya gestión participase la sede apostólica, bien fuera por recurso, traslado, deposición o promoción, debían quedar reservados a la misma. El celoso reformador Benedicto XII fue el que en 1335 resumió y perfeccionó todas estas disposiciones[18].

Las prebendas iban anejas a los cargos que había que ocupar. Para la concesión de semejantes prebendas los papas percibían una parte de los ingresos anuales, diversamente clasificados según se tratase de prebendas mayores o menores. Desde Juan XXII quedaron también reservados a la curia los ingresos de las prebendas vacantes y la herencia de los sacerdotes. Se elevaron las tasas, las colectas extraordinarias fueron más frecuentes.

Surgió también la mala costumbre de que contra entrega de una determinada suma se adquiría el derecho de aspiración a una prebenda, mientras ésta todavía estaba ocupada = expectativas. En seguida comenzó a ocurrir que semejante derecho se concedía a varias personas. El abuso fue bastante más grave cuando, en contra de las disposiciones canónicas, varios beneficios vinculados al deber de la cura de almas se concedían a una misma persona (cumulus)[19]. Entonces, en uno u otro lugar, quedaba desatendida la cura de almas, o el propietario del cargo buscaba un sustituto o suplente. Como a éste le pagaba todo lo peor que podía, comenzó a haber un clero deficiente en el orden intelectual, moral y social, un proletariado espiritual, que en las postrimerías del Medievo perjudicó el prestigio de los sacerdotes y frecuentemente contribuyó a que el pueblo prestase oídos con harta facilidad a críticas anticlericales sedicentes, pero también justificadas; se comprende que con estos procedimientos la cura de almas presentase grandes y graves lagunas.

Estos diferentes abusos se vieron favorecidos por la creciente centralización de la curia papal, la cual facilitó de modo especial el soborno y la compra de cargos espirituales. También acarreó el debilitamiento interno de las diócesis, dado que los propietarios de cargos eclesiásticos se iban independizando del obispo diocesano o del metropolitano. Fomentó además un fuerte éxodo de la jurisdicción religiosa hacia Roma, lo cual, junto con sus ventajas (un procedimiento más objetivo y justo), trajo también muchos inconvenientes del tipo citado.

8. En conjunto, pues, lo que hubo fue una impresionante inversión del punto de partida y del significado de la reforma gregoriana, que en su batalla contra la simonía había luchado en realidad contra el dinero. Sin duda, estos daños han sido, tanto en tiempos pasados como en tiempos recientes, desmedidamente exagerados. Así, cuando un cazador de cargos como el humanista Petrarca critica el comercio de cargos de la curia, sus invectivas no pesan mucho. Pero aquí ningún retoque injustificado puede atenuar la fuerza de una descripción conforme a la verdad. Ya vimos que estas cosas iban creciendo con cierta consecuencia lógica desde hacía mucho tiempo; y nos es imposible rechazar[20] como carente de fundamento la gran cantidad de amargas acusaciones que desde el siglo XII en adelante resuenan en casi todos los países. También los informes y juicios de hombres absolutamente fieles al papa, como las duras manifestaciones del curialista (!) Agustín Triunfo, ermitaño de san Agustín, y las del minorita, también curialista, Alvarez Pelayo (¡testigos presenciales!), quienes no vacilaron en comparar a los jefes de la Iglesia con lobos rapaces que se nutren de la sangre de los fieles y describieron tan despiadadamente la codicia y la venalidad del clero de la corte papal, demuestran de forma incontestable hasta dónde habían llegado los abusos. ¡Añádanse a esto los serios reproches de santa Brígida de Suecia y de santa Catalina de Siena, que recordaba al papa que no sólo debía ser soberano, sino también pastor!

Ciertamente, como ya se ha dicho, hay toda una serie de causas que de algún modo pueden aclarar por qué todos estos fenómenos tuvieron lugar precisamente bajo los papas de Aviñón y tras el exilio aviñonés; las resumimos en estas palabras-clave: paso de la economía en especie a la del dinero; gastos crecientes por mecenazgos, edificaciones (y también lujo, vida cortesana, nepotismo); la política: el gobierno de Bonifacio VIII casi arruinó a la curia; en la catástrofe de Anagni se perdieron casi todas las existencias de oro y plata; costosas luchas con Francia e Inglaterra, que además ya no enviaba dinero; desaparición de los ingresos del mismo Estado pontificio...

Pero de tales causas no se puede deducir un auténtico descargo a favor del ministerio espiritual. Veremos que las circunstancias todavía se agravaron más, para mal de la Iglesia, durante el cisma de Occidente y durante el Renacimiento. Efectivamente se trata de una línea evolutiva bastante recta.

Precisamente el católico que honra a la Iglesia como madre no tiene ningún interés en encubrir las culpas existentes. Los males demuestran que la santa Iglesia, según lo que se anuncia en el evangelio, es también una Iglesia de pecadores. La posterior superación de estos males nos permite reconocer lo imperecedero de la Iglesia. Pues su esencia íntima es divina, y ella ha permanecido intacta en medio de la corrupción. Fundamental para todo tipo de crítica de los acontecimientos de la historia de la Iglesia es la distinción entre el cargo y la persona. Esto bien lo sabían los críticos elegidos de entonces, un san Bernardo, un san Francisco, una santa Brígida de Suecia, una santa Catalina de Siena. Si tomamos en serio los valores religioso-eclesiásticos de los que vivieron estas figuras heroicas, entonces no podemos por la buenas, cambiando (en cierto modo caprichosamente) la norma, dejar a un lado la consecuencia, para ellos la más importante, esto es, la afirmación a la vez doliente y creyente de esta Iglesia censurada. Los abusos en la Iglesia no disminuyeron, sino que inflamaron su fidelidad a la madre de los santos. Ellos iniciaron la reforma en sí mismos y, al censurar, no querían nada para ellos, sino que estaban impregnados del celo del misionero, que solamente quiere ser servidor de la buena causa.

El fracaso tuvo consecuencias concretas en la historia de la Iglesia: la presión financiera ejercida por la curia sobre las Iglesias llegó a ser uno de los más poderosos argumentos para exigir Iglesias territoriales y estatales. Ocasión tendremos de conocer exhaustivamente la función de este factor en la apostasía de la Reforma y en los movimientos nacionales dentro de la Iglesia católica.

9. Las antedichas circunstancias, en las cuales se encontraba la suprema jefatura de la Iglesia, tenían un sustrato que se había ido formando desde hacía mucho tiempo: el desarrollo de la organización de todo el alto clero había obedecido muy principalmente a leyes económicas.

a) El creciente poderío -adquirido a lo largo de dos o tres siglos- del Capítulo catedralicio frente al obispo (con su participación en los bienes eclesiásticos y en las rentas de éstos) representó una cierta tendencia centrífuga en la constitución eclesiástica, opuesta a la tendencia centralista del oficio episcopal. Pero al mismo tiempo contribuyó a dar un carácter más definido a la jefatura episcopal. Y cuanta mayor fue la influencia del Capítulo catedralicio, por ejemplo, en las capitulaciones electorales, tanto más codiciados fueron los respectivos cargos y prebendas. Acabaron convirtiéndose progresivamente en privilegio de la nobleza.

Por desgracia, con la consabida decadencia, para todos los cargos eclesiales se impuso cada vez más esta convicción: el oficio es el beneficio. Por el beneficio se perseguía el oficio.

b) La historia de todas las diócesis en la Edad Media demuestra la incalculable importancia del Capítulo catedralicio, para bien como para mal. Pero para la historia de la Iglesia tuvo consecuencias más importantes -porque era más central- la evolución del colegio cardenalicio. De múltiples formas limitó el curialismo universalista, por el mero hecho de que los cardenales representan a su país. Por otra parte, durante los siglos XIV y XV (y hasta en el XVI) el mismo papado y los cardenales urgieron para que se estableciera un curialismo lo más fuerte posible. En este sentido, pues, la evolución está marcada por dos tendencias que se combaten mutuamente, regateándose -por decirlo así- el precio y empujando en distintas direcciones.

Desde el siglo XI, el incremento del poder de los cardenales corrió parejo con el incremento del poder papal. Desde entonces los cardenales se organizaron también como colegio. La ley de 1059 sobre la elección del papa concedió a los cardenales el derecho decisivo de voto. La de 1179 les concedió el derecho exclusivo; en el período de sede vacante sólo ellos eran los depositarios del poder (es significativa la larga duración de las sedes vacantes a finales del siglo XIII). Entonces los cardenales ocupaban el puesto de la antigua burocracia pontificia en la administración político-económica y en el asesoramiento religioso-eclesiástico). Desde el siglo XII, y especialmente desde el siglo XIII, poseyeron también, y en cantidad notable, beneficios externos. Bajo el pontificado de Nicolás IV (1289) se les adjudicó la mitad de la mayor parte de los ingresos regulares de la curia romana. Un medio de mantener y aumentar este poder fueron también las capitulaciones electorales.

Desde entonces los papas tuvieron que contar, en lo eclesial, político y económico, con esta mayor influencia de los cardenales, y los cardenales, a su vez, constituyeron un importante factor incluso en los planes de las grandes potencias políticas. Por la evolución desde la segunda mitad del siglo XIII, bajo Bonifacio VIII y en Aviñón, ya sabemos cómo Francia fue el primer país que explotó todo esto a gran escala. En las facciones que se formaron entre los cardenales también se reflejó la oposición económica y política de las antiguas familias nobles, tanto la de los güelfos y gibelinos como la romano-francesa. En síntesis la hemos visto ya reflejada en la lucha de los Colonna, aliados con Felipe IV, contra Bonifacio VIII. El propio cisma de Occidente sólo fue posible gracias a estas fuerzas separatistas y centrífugas. El Renacimiento brindará una configuración radicalmente nueva; el colegio cardenalicio se convertirá en el colector de las grandes familias rivales: Róvere, Colonna, Orsini, Borgia, Farnesio, Médicis: el papado, con el simultáneo incremento y exageración de las exigencias económicas sobre toda la Iglesia, se convertirá en una dinastía principesco-territorial.

La gran línea del típicamente medieval universalismo del poder papal cambió de dirección y en adelante se orientó (en medida considerable) en un sentido egoísta y terreno.

10. La época de Aviñón tuvo también sus luces. Los méritos contraídos por sus logros económicos-financieros y sus realizaciones artísticas no pueden, ciertamente, iluminar el cuadro en lo esencial. Pues el papado, esencialmente, es una institución religiosa y no cultural. Y, además, su fuerte orientación por estos derroteros desembocó en el papado político-cultural del Renacimiento, que tantos daños ha causado a la Iglesia.

a) Pero, por otra parte, también hubo en Aviñón, como ya hemos señalado, una serie de papas que fueron hombres religiosos, ansiosos de reforma: Benedicto XII, Inocencio VI, Urbano V, Gregorio XI. Ante todo es consolador, desde el ángulo cristiano, que en esta época de egoísmos nacionales y sociales fuese la Iglesia la que con extraordinario cuidado se preocupase del bien material y espiritual de muchos cristianos que habían caído en manos de los infieles (misión en el próximo Oriente) y la que de distintas formas emprendiese la misión entre los paganos de la India, Asia central y China. En los siglos XIII y XIV fueron principalmente los franciscanos y los dominicos quienes, a través del Asia central, llegaron hasta los mongoles (Juan del Pian del Carpine, Guillermo de Rubruck) y, a través de la India, hasta la China (Juan de Monte Corvino, Odorico de Pordenone), y todo ello en calidad de enviados del papa y del rey.

b) El resultado global fue, por desgracia, totalmente negativo: el régimen de beneficios (con el fiscalismo) y el descontento por él provocado generó la disolución de las actitudes básicas medievales y preparó las modernas: una cierta nacionalización, debilitamiento del concepto de Iglesia en la conciencia de los pueblos. Esto supuso un progresivo alejamiento del papado de entonces y un robustecimiento del sistema - opuesto a Roma- de la Iglesia territorial. Efectivamente, el proceso de transformación, de suyo natural durante el necesario crecimiento de los pueblos, se convirtió ya en Aviñón en un movimiento desligado de la autoridad eclesiástica. La evolución, ciertamente, discurrió dentro de los límites del dogma de la Iglesia y en una fidelidad básica al papa como supremo maestro, pero, por otro lado, amparó, más aún, posibilitó los ataques dogmáticos contra el papado.

Mención especial merece otro peligro que, en el cisma, se presentará aún más amenazador. Dado que el papado -incluso considerado sólo en su aspecto histórico- es una representación esencial y sintética de toda la Iglesia, cualquier ataque contra el papado se convierte necesariamente en un ataque contra la Iglesia. Así, dado el curso de aquella evolución, el peligro latente creció innecesariamente y de modo sumamente amenazador. A lo que también se sumó la centralización cada vez mayor de todo el poder eclesiástico en la persona del papa. Este fue el precio que históricamente se pagó por la consecuente maduración del primado fundamentado en la designación de Pedro como piedra. Lo que hizo que innecesariamente llegara a ser tan amenazadora la evolución aquí descrita (y que luego proseguiremos) de la concentración del mayor poder posible en la persona del papa fue el hecho de que. en esta evolución también iba implícita la pretensión del poder sobre lo temporal, contra todo lo cual no sólo podía sino debía levantarse una legitima oposición. En Wiclef, por ejemplo, veremos cómo desgraciadamente todas estas tendencias se volvieron por sí mismas contra la esencia del primado.

Notas

[15] Cf., por ejemplo, la primera capitulación electoral de los cardenales en la elección de Inocencio VI.

[16] Tras algunas tentativas en el siglo XIII con Inocencio III, más aún con Nicolás III y especialmente con Bonifacio VIII, en el siglo XIV se experimentó una aguda exasperación del nepotismo. Clemente V le rindió tributo de modo increíble, nombrando cardenales a cinco de sus parientes; en sus disposiciones testamentarias dejó a sus parientes un millón de florines de oro, que debían haber servido para una cruzada. También Juan XXII y especialmente Clemente VI se ensuciaron con el nepotismo. Y al

[17] Desde el siglo XIII, la Iglesia fue apropiándose cada vez más del derecho de confirmación. La última etapa de esta evolución medieval en perjuicio de los metropolitanos (véase ya la lucha de Hincmaro de Reims, § 41) llegará con el tercer período del Tridentino.

[18] Durante el cisma (§ 66) y durante el pontificado de los papas del Renacimiento las posibilidades se desarrollaron aún mediante las normas de la cancillería.

[19] Contra el cumulus se habían pronunciado ya algunos sínodos desde fines del siglo XI. Las prohibiciones aumentaron entonces hasta las postrimerías de la Edad Media: su reiteración indica cuán hondamente arraigado estaba el abuso. Pese a todas las lamentaciones y pese a todas las reformas, el cumulus continuará siendo el gran mal de la Iglesia, incluso después del Tridentino y hasta la secularización.

[20] La crítica de Walter von der Vogelweide estaba condicionada por su apasionada toma de posición política. Su observación respecto a la donación de Constantino (con ella se vertió veneno en la cristiandad) tiene paralelos en Dante (¡Oh Constantino, retira / lo que le diste al papa. / Entonces descendió / la maldición a la cristiandad! [Inferno, 19] y el áspero reproche en el Paradiso [cantos 11 y 12]). La misma idea se observa en Freidank (la red romana recibe oro, plata, ciudades, países), en algunas crónicas (como, por ejemplo, en una francesa: el papa es el más insaciable de los mortales) y en el Evangelium Pasquilli secundum marcas argenti de los Carmina Burana, que reapareció en la época de los Concilios de Basilea y de Constanza con otras groseras burlas de las compras y ventas romanas.

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