» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Cuarta época.- La Baja Edad Media Disolucion de los Factores Especificamente Medievales y Aparicion de Una Nueva Edad
§66.- El Cisma de Occidente
1. El ardiente deseo de la cristiandad de que el papa regresara a Roma se vio, por fin, colmado. Además, en la elección del sucesor de Gregorio XI fue escogido un italiano (de Nápoles): Urbano VI (1378-1389), de rigurosa moral personal, celoso de la reforma, contrario al sistema aviñonés y destacado impugnador de la simonía, pero desgraciadamente también un extremoso representante de la idea del poder papal, que él entendía, a pesar de los grandes cambios de la conciencia general, sencillamente como ilimitado (incluyendo el derecho de deponer a todos los reyes y príncipes)[23].
a) Pero se demostró que el exilio de Aviñón había afectado hasta la medula la estructura eclesiástica: el partido aviñonés, o sea, el partido de los cardenales franceses, siguió existiendo. Y fracasó en la primera prueba de resistencia que tuvo que soportar. Es cierto que en tal fracaso hay que tener en cuenta la elección no del todo irrepochable del nuevo papa (los romanos, desconfiando del cónclave, en el cual los franceses tenían la mayoría de los dos tercios, presionaron a los cardenales), su impetuosa ambición de poder político y sus arrebatadas exigencias de reforma a los cardenales. Mas no por eso deja de ser cierto que la culpa principal fue de los cardenales franceses, por su insuficiente sentido de la responsabilidad: desconsideradamente, aunque se trataba de la cuestión más importante de la vida de la Iglesia (la unidad), pospusieron el bien de la colectividad a sus deseos personales y nacionales. En Aviñón está la raíz del cisma de Occidente.
Como estaban descontentos (por muchos motivos, todos egoístas) con el papa, reconocido incluso por ellos durante más de tres meses, declararon nula su elección y en el mismo desdichado año de 1378 nombraron antipapa a Clemente VII (1378-1394), emparentado con la casa real francesa. Bajo escolta militar Clemente marchó a Aviñón, donde se habían quedado algunos cardenales y parte de las autoridades curiales. Reorganizó la curia y nombró nuevos cardenales. Algunos cardenales más se separaron de Roma y se pusieron de su lado. Así surgió la nueva curia de Aviñón.
b) Dos papas estaban ya uno frente a otro. Enrique IV, Barbarroja, Federico II, Felipe IV y Luis de Baviera, desde mucho tiempo atrás, habían habituado funestamente a la cristiandad a la figura de un antipapa (con el pretexto de que el papa romano era hereje). Ockham había defendido incluso la tesis de que en la Iglesia podían existir perfectamente varios papas, independientes unos de otros (lo que en la práctica significaba la destrucción de raíz de la unidad de la Iglesia). Pues bien, ahí estaba la prueba como ejemplo. Los españoles se unieron a los franceses.
A su muerte, ambos papas tuvieron sucesores. La cristiandad se dividió en dos obediencias papales prácticamente iguales, una romana y otra aviñonesa[24]. La decisión de cada uno de los países se hizo más bien por motivos políticos: del lado de Aviñón estaban el monarca francés, Saboya, Escocia, Nápoles, Navarra, Aragón, Castilla, partes del oeste y noroeste de Alemania y casi todos los territorios de los Habsburgo. La Sorbona, dada su estructura internacional y la fidelidad de los profesores alemanes, permaneció del lado de Urbano, hasta que el rey de Francia les obligó a aceptar Aviñón. Y de obediencia romana eran: el Estado pontificio, el norte de Italia, la mayor parte del imperio, Inglaterra, Dinamarca, Noruega. Pero dentro de estas obediencias surgieron las más desconcertantes escisiones y, en consecuencia, continuas luchas por los cargos y prebendas de la Iglesia. Hasta en el seno de los obispados, abadías, parroquias e incluso familias se enfrentaban los partidarios de ambos papas. La confusión fue indescriptible y hubo no pocas dudas de conciencia, porque al final apenas nadie sabía quién era el papa legítimo. San Vicente, por ejemplo, se adhirió al papa de Aviñón; santa Catalina de Siena a Urbano. El cisma también trajo como consecuencia enormes gravámenes económicos para la cristiandad: había dos curias pontificias que mantener. Esto acrecentó la exasperación y la antipatía hacia el papado; tanto más cuanto que algunos papas, como Bonifacio IX (1389-1404), a pesar del ansia de unidad que rápidamente creció por todas partes, cristalizando en diversas propuestas para terminar con el cisma, no hicieron nada por evitarlo. Antes bien, los dos papas se dedicaron a excomulgarse y lanzarse recíprocamente el entredicho (naturalmente, las sanciones eclesiásticas acabaron perdiendo toda su fuerza). La Iglesia parecía que iba a partirse en dos. Jamás había tenido que soportar tan pesada carga.
Pero lo que ninguna institución humana hubiera podido lograr, esto es, darse la vida a sí misma (pues la unidad es la vida de la Iglesia), la Iglesia lo consiguió.
2. En las curias no se podía disimular, tanto menos cuanto más tiempo pasaba, lo desesperado de la situación y la urgente necesidad. Se decidió proceder contra los abusos como causa de la división. Es innegable que muchas veces la lucha contra los abusos en la curia se llevó a cabo por crasos motivos egoístas, políticos y financieros. Pero, también hay que subrayar que entonces se despertó un auténtico anhelo de unidad y un deseo de verdadera reforma en la Iglesia, en la cabeza como en los miembros. La salvación únicamente podía venir, también esta vez, del interior de la misma Iglesia (cf. § 45).
a) En los innumerables escritos que entonces trataron de la calamitosa situación y de la necesidad y posibilidades de una reforma en la cabeza y en los miembros (cuartel general de las discusiones fue la Universidad de París) afloraba más y más la idea, ya conocida por el tratado Defensor pacis, de que un concilio general, como suprema instancia de la Iglesia, era el medio adecuado de restablecer la unidad. Es cierto que esta proposición era, según los casos, expresión de la preocupación por la Iglesia o, viceversa, expresión de una actitud revolucionaria. Mas la exigencia como tal tenía muchas raíces históricamente harto justificadas.
Cuando la situación se hizo insoportable y la obstinación de los papas demostró ser cada vez más escandalosa[25], los dos partidos de los cardenales acabaron reuniéndose en Livorno y decretaron un Concilio General en Pisa.
b) Este concilio (1409) resolvió el problema de la unidad del papado deponiendo como cismáticos y herejes a los dos papas reinantes, Gregorio XII y Benedicto XIII, y eligiendo a Alejandro V (1409-1410), de origen griego[26].
El observador debe hacer un alto y darse cuenta de la monstruosidad de los hechos. Un concilio general depone al papa y al antipapa y los acusa a ambos de cismáticos y herejes.
Pues bien, entonces se vio cuán hondo calaban las raíces del mal. Ninguno de ellos cedió: en vez de dos papas hubo tres (residentes en Roma, Aviñón y Bolonia).
Cuando Alejandro V tuvo un sucesor en Juan XXIII[27] (1410-1415), persona nada adicta a la Iglesia (aunque había sido elegido por los cardenales anteriormente reunidos en Pisa), el clamor por un nuevo concilio se hizo más insistente. Obligado por las necesidades políticas, Juan XXIII entabló negociaciones con Segismundo, rey de Alemania (hasta poco antes [1411] había habido otros tres reyes alemanes). Y una vez más el Imperio alemán se acreditó como supremo protector de la Iglesia. Segismundo logró arrancar al papa Juan XXIII el consentimiento para un concilio general en una ciudad alemana -Constanza, junto al lago del mismo nombre- y, cuando el concilio amenazó con disolverse por la indigna huida de este papa, consiguió mantenerlo reunido. A Segismundo corresponde el mérito de que la Iglesia recuperase la unidad.
3. El Concilio de Constanza (1414-1418) fue uno de los más brillantes de la historia de la Iglesia y una verdadera expresión del Occidente cristiano. Es cierto que en Inglaterra, y especialmente en Bohemia, las doctrinas heréticas nacionalistas habían abierto grandes grietas en la unión cristiana de Occidente, pero la unión en su conjunto permanecía intacta.
El concilio (aparte la extirpación de la herejía husita) tenía la doble misión de la unidad y de la reforma. Nuevamente sólo se resolvió la primera: Juan XXIII (de la serie de Pisa) y Benedicto XIII (Aviñón) fueron depuestos, Gregorio XII (de Roma) se retiró voluntariamente, después de que el concilio accediese a ser convocado nuevamente en su nombre. Entonces tenía ya noventa años de edad, mas aún vivió dos años como cardenal-obispo de Porto. Fue elegido el cardenal Otón Colonna, que tomó el nombre de Martín V (1417-1431).
El Concilio de Constanza, en su quinta sesión, había proclamado el principio de la superioridad del concilio sobre el papa (teoría conciliar): el sínodo de Constanza, como legítimo concilio general, recibe su poder inmediatamente de Dios, y todo el mundo, incluso el papa, está obligado a obedecerle. Entonces, sin duda, los jefes más influyentes del movimiento (conciliarista) eran moderados. Obraron así por reconocer que la necesidad del momento exigía, en aquel caso particular, este camino extraordinario. Pero aun así el principio es erróneo y contradice la estructura de la Iglesia, tal como la quiso Dios. Cuando el papa Martín dio su confirmación a los decretos del concilio, eliminó esa frase. Había conocido los peligros del conciliarismo. Muy de mala gana se dejó arrastrar a la convocatoria del nuevo concilio, que ya estaba decidido en Constanza. Al fin se reunió en Basilea (1431-1438 [1449]). El Concilio de Constanza y mucho más el de Basilea estuvieron subdivididos por naciones. (Este «nacionalismo» quedó muy patente, por ejemplo, en un decreto de Constanza, en el que se fijaba que el número de cardenales no podía ser superior a veinticuatro y debía repartirse proporcionalmente según las distintas naciones). Aparte los obispos y abades, también los teólogos y canonistas tuvieron derecho a voto. Ambas cosas, junto con la teoría conciliar, denotaron nuevamente tendencias disolventes de importantes factores medievales. Conceptos nacionales y «democráticos» (o también parlamentarios) trataron de introducirse subrepticiamente en la organización interna de la jerarquía, modificando su estructura. Pero tenían que fracasar ante la institución divina de la Iglesia, no porque la mayor acentuación del elemento «colegial» fuera un intento ilegítimo, sino porque el conciliarismo no dejaba verdadero lugar al primado. La Iglesia no es un parlamento donde gobierna la mayoría. El hecho de que el concilio reformista de Basilea tuviera tan poco éxito, indudablemente es culpa de su «constitución» hiperdemocrática. Esta se hizo patente cuando una minoría se negó a hacer el traslado dispuesto por el papa, primero a Ferrara y luego a Florencia, y también cuando el concilio, convertido ya en cismático, designó un antipapa (el último), Félix V, duque de Saboya (1439-1449). No hay que olvidar, ciertamente, que también fue responsable de ello la postura rígida del papa, que había creado una tirantez estéril respecto al concilio.
Desgraciadamente, ni Martín V ni los dos concilios consiguieron nada efectivo para la reforma de la Iglesia, tan necesaria como urgente. El egoísmo de los diferentes países y estamentos, en lucha recíproca, hizo prácticamente imposible todo tipo de mejoramiento efectivo.
4. Martín V es el último papa claramente medieval. Su sucesor Eugenio IV (1431-1447), un ermitaño de san Agustín, debido a sus diez años de residencia en Florencia mantuvo vivo contacto con la cultura del Renacimiento, que por entonces ya había florecido allí. Con él entró el Renacimiento en Roma, donde sirvió para fomentar las nuevas formas culturales allí aparecidas, ejerciendo gran influencia sobre la curia pontificia.
Eugenio IV intentó una vez más la unión con el Oriente. En el Concilio de la Unión de Ferrara-Florencia (1437-39), adonde fue trasladado el Concilio de Basilea, se presentaron como representantes de la Iglesia griega el emperador Juan VIII y su patriarca, así como delegados de los patriarcas de Antioquía, Alejandría y Jerusalén; estos griegos se unieron con Roma en 1439, para obtener así la ayuda del Occidente contra los turcos. Pero el pueblo griego rechazó la unión. Como la esperada ayuda militar tampoco llegó -sólo Venecia envió tropas-, el acuerdo quedó en papel mojado. El sucesor de Juan, Basileus Constantino XI (1448-1453), intentó una vez más salvar su imperio con la ayuda del papa, pero Nicolás V (1447-1455) no consiguió entusiasmar para la nueva cruzada al emperador alemán (Federico III) ni a los demás príncipes. En 1453 Constantinopla fue conquistada por los turcos, cayó Constantino XI, último emperador romano de Oriente, y el imperio oriental dejó de existir. Tocó a su fin una época grande y rica (a pesar de todo su confusionismo) de la historia de la Iglesia, una época que ha tenido gran importancia, y no sólo negativa, para el Occidente. Desde entonces sólo en Rusia subsiste una Iglesia libre de rito griego.
La caída de Constantinopla demostró a su vez que la Iglesia oriental no era una Iglesia de combate, sino de resignación (posiblemente a causa de su profunda dependencia, más bien opresión, por parte del imperio). He aquí un dato característico de la Iglesia oriental: en aquel terrible mayo de 1453 algunos fieles combatieron valerosamente, pero en su mayoría acudieron en masa a la Hagia Sophia, para esperar allí, en oración, la ayuda de los ángeles. La caída «fue una prueba de Dios... de que el Imperio de los romanos debía sufrir la más extrema calamidad...» (informe atribuido a Georgios Sphrantzes, cf. tomo II).
5. Los que salieron ganando del cisma de Occidente fueron los poderes políticos. Lo poco de teoría y práctica político-universal que aún quedaba en Occidente se había tornado radicalmente egoísta y mundano.
Aparte de esto, la actitud antieclesial o anticurial era lo más natural. Los Estados, que durante el cisma habían adoptado posturas políticas, hicieron lo mismo respecto a la aplicación de las reformas conciliares, especialmente las del Concilio de Basilea. Sólo que ahora, por desgracia, la idea conciliar había penetrado peligrosamente en el campo de la constitución de la Iglesia y, consiguientemente, de la doctrina. Por eso tenemos aquí un modelo y un preludio de las decisiones «confesionales», basadas en la política, durante la Reforma. En todo caso, ya no se volvió a hablar de derechos de soberanía del papa frente al imperio o Francia o Inglaterra. El estado de la cuestión, a diferencia de la alta Edad Media, se había vuelto completamente a favor de los poderes políticos: Inglaterra ya se había arrogado mediante una legislación propia lo que se exigía en Basilea; Francia se aseguró sus privilegios galicanistas con la «Sanción Pragmática» de Bourges (1438). Los príncipes electores alemanes tomaron una posición neutral; a pesar de la «aceptación de Maguncia» (1439) no lograron cimentar jurídicamente sus derechos en la jurisdicción del Estado, tanto menos cuanto que el legado pontificio Eneo Silvio Piccolomini[28] consiguió hacer saltar la unión de príncipes electores. Se llegó, no obstante, a los «Concordatos de los príncipes» (1447), en los cuales las concesiones al papa -gracias a una cláusula- quedaban reducidas a pura ilusión teórica, con lo que de hecho, y con la ayuda del papa, la iglesia territorial alemana quedó fortalecida.
En estos múltiples arreglos políticos el gran perdedor fue la reforma de la Iglesia, que era precisamente el objetivo que se habían impuesto los de Basilea.
Con Nicolás V (1447-1455), sucesor de Eugenio, entramos de lleno en la época del Renacimiento. Que había finalizado la Edad Media lo demuestra la caída de Constantinopla, ocurrida durante este pontificado.
Notas
[23] Con una desmedida posesión de sí mismo, había anunciado repetidas veces: «Quiero purificar la Iglesia y la purificaré». También él es un ejemplo elocuente del abuso de los castigos espirituales (cf. la escena del asedio de Nocera, donde el todos los días, asomado a una ventana del castillo, con volteo de campanas y cirios encendidos, lanzaba la excomunión sobre el ejército sitiador).
[24] La primera fuente a la que se recurre en la literatura polémica es siempre Bernardo de Claraval, con su De consideratione. San Vicente Ferrer echó directamente en cara a los romanos su innato instinto hacia el mal.
[25] Especialmente con Benedicto XIII (Pedro de Luna, 1394-1417), en sus negociaciones con Roma; también con el papa romano Gregorio XII (1406-1415), a quien su capitulación electoral le obligaba a reconstituir la unidad.
[26] Con ello se esperaba prestar un servicio a la causa de la reunificación con la Iglesia griega.
[27] Este Juan no figura entre los papas legítimos.
[28] La vida de este hombre insigne es un buen índice de la fragilidad de las condiciones eclesiásticas de entonces, pero también de las posibilidades reales que todavía existían en ellas; primeramente trabajó por el Concilio de Basilea; luego estuvo al servicio del antipapa Félix V; desde 1442 estuvo en la cancillería imperial y trabajó para el papa legítimo. Finalmente, con el nombre de Pío II (1458-1464), fue el mejor de los papas del Renacimiento.
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