conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Cuarta época.- La Baja Edad Media Disolucion de los Factores Especificamente Medievales y Aparicion de Una Nueva Edad

§71.- Bases de la Nueva Epoca: el Humanismo y el Renacimiento

1. El despertar general de los pueblos de Occidente, alimentado por diversas fuentes, fue especialmente acelerado en Italia en los siglos XIV y XV por circunstancias particulares, llegando a resultados muy radicales.

Debido al largo alejamiento de los papas de Roma, a la presión de mercenarios extraños sobre la población del Estado pontificio y también a la descomposición del reino de Nápoles (que ahora ya no representaba ningún estorbo), se robusteció la conciencia de la singularidad étnica y nacional, en principio en el norte, y luego en el Estado pontificio y en Roma. Surgió una serie de poderosas ciudades-repúblicas y un gran número de nuevas familias principescas. En primer lugar hay que aludir a Venecia, ya independiente desde hacía mucho tiempo; luego, Génova, Pisa, Florencia; y, entre las estirpes, los Visconti, los Gonzaga, Colonna, Orsini, Este, Malatesta.

2. Este despertar de la «conciencia nacional» halló su expresión en la reflexión espiritual sobre los valores singulares de la lengua popular. Aquí, en los principios de este movimiento, encontramos curiosamente a Dante Alighieri (1265-1321), el cantor del Medievo, el defensor de la monarquía universal de Occidente, el seguidor entusiasta del emperador alemán Enrique VII. Sus obras más importantes no las escribió en latín, sino en lengua vulgar.

3. Las mejores fuerzas de los pueblos de Italia estaban en su historia: Roma y el Imperio romano universal, la antigua cultura. El recuerdo de tal historia no había desaparecido completamente en el Medievo. Desde que, ya en el siglo IV, se había anhelado un nuevo florecimiento (renacimiento) de la literatura latina, hubo en el Medievo nada menos que cinco importantes intentos de despertar esta cultura nuevamente a la vida: el renacimiento anglosajón (que culmina con Beda el Venerable), el carolingio, el otónico, el renacimiento del derecho romano (desde fines del siglo XI) y el de Federico II. El Renacimiento clásico de los siglos XIV-XVI, que introdujo a la Edad Moderna, no fue, pues, algo impreparado; más bien fue surgiendo paulatinamente de las entrañas del propio Medievo.

En el curso del siglo XIV, como ya hemos visto, el ansia de renovación eclesiástica y civil había prendido en una gran parte de la población occidental. Con ello podía también resultar fecunda, en general, la mirada retrospectiva a su gran pasado. Un sinnúmero de movimientos de la más diversa procedencia que se entrecruzaban, se combatían, se disolvían y siempre buscaban algo nuevo en todos los campos de la política, del saber, de la economía y del arte, inundó el Occidente o sus estamentos directivos con la maravilla de una primavera que habría de transformar el mundo mediante todo tipo de fuerzas, alzándolo a nuevas alturas y conduciéndolo por peligrosos abismos. De todos los factores, que en estos principios aún oscuros podemos conocer exactamente, los más influyentes son el nacional y el laical. El terreno para una nueva cultura y, por tanto, para una nueva época parece abonado. Un mundo completamente diferente, y esta vez absolutamente autónomo o en trance de serlo, estará muy pronto ante la puerta de la Iglesia y anunciará sus reivindicaciones. Considerado desde el punto de vista cristiano-religioso, tal vez lo más importante para el futuro fue que, como hemos visto, los síntomas de disolución dentro de la Iglesia estaban ya muy extendidos. De ahí que lo nuevo no se diera sólo dentro de la Iglesia, sino también en contra de ella. Grandes y espinosas tareas esperaban a la Iglesia. Estaba madurándose una definitiva prueba de fuego. Todo dependía de la mucha o poca creatividad religiosa que la Iglesia tuviera para superarla.

4. Como es natural, el período de los siglos XIV y XV presenta en muchos aspectos un doble rostro. En él, de muchas maneras, aún pervive el Medievo, y el nuevo tiempo ya lucha por salir a la luz. Dante fue, muy en los principios, la mejor prueba de ello. Y para Alemania lo fue el gran místico, hijo del pueblo, teólogo reformista y reformador, misionero (entre los husitas, en los conventos, como predicador de jubileos), legado episcopal y pontificio (incluso en las gestiones de la unión de Constantinopla [1437]), filósofo, estadista, matemático, geógrafo astrónomo: el cardenal Nicolás Krebs de Cusa en el Mosela (1401-1464), obispo de Brixen (desde el 1450). Nicolás de Cusa pasó, en un sorprendente proceso evolutivo, de partidario de la teoría conciliar en Basilea a defensor del papado. Profundamente convencido de la indestructible fuerza de la Iglesia, precisamente él, que tan bien conocía las anomalías de la Iglesia, esperó con asombroso optimismo la inminente, perfectiva reorganización. De él procede un gran plan de reforma para eliminar los abusos eclesiásticos, en el que no hay sitio ni para la donatio Constantini, demostrada como falsa, ni para el afán de milagros al estilo del milagro de la sangre de Wilsnack. ¡Qué no hubiera podido suceder si la curia hubiera puesto en práctica estas propuestas de reforma, espiritualmente purificadas, de un alemán! ¡Cuánto más favorable no hubiera sido la posición de partida de la Iglesia en el siglo siguiente! Tal vez la Iglesia hubiera hecho posible una verdadera superación de la reforma alemana. Personalmente este hombre, en sus innumerables visitas, sermones, negociaciones y sínodos, hizo todo lo humanamente posible para la realización de sus planes.

Nicolás de Cusa poseyó todo el saber de su tiempo y una genuina piedad medieval y, no obstante, por todos lados se manifestó en él la actitud espiritual característica de los nuevos tiempos: el sujeto se convierte en punto de partida de la filosofía, el hombre es el espejo del mundo; el mismo mundo es conquistado por la observación exacta y, con ello, el campo del saber y la extensión de la conciencia se amplían incomparablemente. La multiplicidad de lo real en la naturaleza y en la historia, en el saber, en la cultura y en la religión, se presenta ante Nicolás con una intensidad muy diferente de sus antecesores. La multiplicidad ya no es un adorno casual del ser, los defectos de su armonía atañen a su propia esencia. A esta multiplicidad debe reconocérsele plenamente su derecho. Pero la cuestión principal es ésta: la multiplicidad debe estar englobada en la unidad. De ahí que, en su genial especulación, el Cusano se preocupe de elaborar la doctrina de la coincidentia oppositorum (la coincidencia de los contrarios) y, desde aquí, de establecer la nueva fundamentación y la reorganización de la unidad espiritual, eclesiástica y política del Occidente. Ni siquiera el error llega a destruir la unidad; es sólo una verdad imperfecta. La unidad de Dios absorbe todas las contradicciones. En su teología, influida por el neoplatonismo (Proclo y Eckhart), hay un cierto espiritualismo, como el que encontramos en peligrosa confusión en el humanismo de Pico della Mirandola (1463-1494); pero el del Cusano tiene un carácter particular, poderoso. Ni el coraje ni la fuerza de los sucesores han sido hasta ahora capaces de extraer de él todos sus frutos. La tarea es, naturalmente, muy difícil, entre otras cosas por el concepto de verdad que propugna el Cusano: el error es simplemente una verdad imperfecta, y en lo más hondo todas las religiones coinciden. De que él personalmente siempre fue un miembro fiel de la Iglesia católica, no cabe ninguna duda.

No sin razón este gran cardenal ha sido apellidado como el portero de la Edad Moderna (enseñó la rotación de la tierra sobre su eje). Y, ante todo, este gigante espiritual fue plenamente consciente de la limitación del conocimiento humano. Pero es precisamente este conocimiento del propio no conocimiento, de la propia ignorancia, cumplido en el amor y la contemplación, el que lleva a la esencia y corona de las cosas, a Dios.

5. Los nuevos elementos del mundo intelectual y espiritual, junto con la herencia del Medievo, se encuentran desde el siglo XV, siguiendo los caminos indicados, en un proceso de fermentación y descomposición enormemente rico, casi inabarcable en su multiplicidad y, a su vez, en un complicado proceso de reorganización: de ellos nacerá la Edad Moderna. Estos movimientos vamos a estudiarlos en seguida más detenidamente.

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