» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Apendice » §72.- Iglesia y Sinagoga
I.- Fundamentos Teologicos
1. Una historia de la Iglesia de orientación teológica se ve obligada, en cada fase de su desarrollo, a hacer dos preguntas, que han de decidir sobre el valor de su actuación: 1) si la Iglesia, en el sentido de su misión evangelizadora, se ha esforzado suficientemente por anunciar la doctrina y el mensaje; 2) en qué grado se ha realizado la cristianización de los pueblos evangelizados (y, principalmente, en el sentido del central mandato del amor).
Al comienzo de la Edad Moderna la Iglesia se había propagado por toda Europa, hasta por el norte y por el este. El evangelio había sido anunciado a todos los pueblos allí establecidos. Únicamente existía una ecumene, la ecumene cristiana de los bautizados, unida, no obstante la multiplicidad político-nacional, en una única fe en el Dios Trino dentro de una única Iglesia. Sobre esta fe descansaba toda la vida pública, especialmente jurídica. La ecumene occidental tenía cierto conocimiento de la existencia de pueblos no cristianos; incluso conocía muy bien el Islam y su poderío. Pero, exceptuando esto, sus conocimientos sobre el paganismo eran evidentemente someros. La realidad del mundo parecía identificarse con el cristianismo; el paganismo, a pesar de todo, carecía de importancia práctica. Esto, naturalmente, no tenía el mismo sentido que en la primera y la alta Edad Media, pero a principios de la Edad Moderna la conciencia general de los occidentales bien podía resumirse legítimamente en la susodicha frase.
Y semejante conciencia no se modificaba en absoluto por el hecho de que, dentro de la comunidad cristiana occidental, hubiese una parte de población no cristiana: los judíos. Pero son éstos precisamente los que nos dan ocasión de plantear esas dos cuestiones centrales.
2. Las relaciones de la Iglesia con los judíos han sido radicalmente diferentes de las relaciones con todos los restantes pueblos no cristianos: el pueblo de Israel no era simplemente una comunidad extraña al cristianismo; al contrario, de él, el pueblo elegido, procedía el nuevo pueblo de la promesa (§ 5, II).
Pero en el siglo II ya había desaparecido en su mayor parte de la Iglesia esta conciencia de su origen judaico. Es cierto que eventualmente hubo representaciones[1] en las que sin tensión polémica alguna aparecían juntas la «Iglesia de la circuncisión» y la «Iglesia de los gentiles»; incluso en la cumbre del Medievo, cuando se comenzó a relegar a los judíos lo más posible de la comunidad civil, en algunas creaciones artísticas resonó algún eco de aquella lejana realidad (en la representación escultural de la «sinagoga»[2] del gótico maduro; en algunas representaciones del Cantar de los Cantares, como más adelante veremos. Pero esto fueron excepciones. En su mayoría, ya desde el siglo II, la Iglesia y la sinagoga han coexistido como extraños, incluso como enemigos enfrentados[3] tanto en la literatura teológica como en la conciencia viva de los cristianos.
3. Esta relación, su evolución a través del Medievo y su importancia (hasta hoy) no pueden ser justamente valoradas si no se toman también en consideración sus aspectos teológicos fundamentales: cuando vino el Mesías esperado, Israel no lo reconoció, sino que lo repudió, tomó parte esencial en su muerte por medio de sus ancianos, los sumos sacerdotes y el pueblo y reconoció expresamente su responsabilidad en ello (Mt 27,25); los apóstoles, con su predicación, tampoco pudieron ganarse a todo Israel para la buena nueva.
El judío Pablo, tan profundamente convencido de la vocación de su pueblo, al que reconoció celo por Dios y por su ley y por el cual rogaba (Rom 10,15), formuló básicamente este estado de cosas, distinguiendo entre los «israelitas» que son hijos de la promesa y por eso constituyen la nueva alianza y aquellos otros que fueron abandonados a la obstinación (ibíd. 9,7ss.18.31ss; 11,7ss.20; cf. 1 Tes 2,15ss). Pero Dios jamás retiró su promesa a Israel (Rom 11,1s.23), sino que al fin, cuando se haya convertido la masa de los paganos, «todo Israel se salvará» (ibíd. 25).
4. Cuando en el siglo II el paulinismo se desvaneció, pasó unilateralmente a primer término la idea de la reprobación. Principalmente se recordaban las palabras de la Escritura que hablan de la infidelidad de los judíos (1 Tes 2,15ss) y los judíos quedaron excluidos del cuidado misionero de la Iglesia. La evolución es clara, aunque no siempre rectilínea. Tertuliano, por ejemplo, todavía habló en sus tratados fundamentales de la estrecha unión entre el cristianismo y los judíos; sabía que la llegada definitiva de la salvación va ligada a la profetizada conservación del resto de los judíos para el tiempo final. Especialmente demostró, como antes lo hiciera Justino, que el derecho de la Iglesia cristiana se basaba en las profecías del Antiguo Testamento: el hermano mayor debe servir al menor, esto es, la Sinagoga a la Iglesia; el hijo mayor de Rebeca, el pueblo judío, ha renunciado al derecho de primogenitura: el Antiguo Testamento es prioridad de la Iglesia cristiana; la Iglesia -el nuevo Israel y la nueva alianza- ha hecho del pueblo judío cosa pretérita. Rechazando a Jesús, Israel ha consumado la idolatría, que ya le echaron en cara sus profetas. Los judíos están ahora en el error, esto es, en el reino de la mentira y de sus autores, los demonios.
5. También posteriormente se han alzado muchas voces, algunas especialmente importantes, recordando esa redención final del judaísmo. Las más insistentes fueron las de Agustín, Jerónimo, Gregorio I, eventualmente Gregorio II, Alejandro II, Pedro Damiano, los Comentarios del Cantar de los Cantares, Raimundo Lulio y otros pensadores de fines del Medievo, como veremos. Pero en el mismo Agustín este pensamiento fue acompañado de una dura condena. Crisóstomo recriminó el proselitismo judío con despiadada acritud, porque la declaración de los judíos «caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos» ha surtido los efectos de un pecado original en todo el pueblo y le ha seguido como una maldición a través de todos los países y todos los siglos. Progresivamente los judíos fueron equiparados a los paganos y herejes, que están definitivamente perdidos, y más tarde (especialmente desde las cruzadas) también a los musulmanes. Muchas veces incluso los herejes fueron preferidos a ellos.
6. En los mismos o parecidos términos, hasta los tiempos de la Edad Moderna no cesaron de repetirse las valoraciones condenatorias: «ceguera y obstinación culpable»; «perfidia» o «insolencia inextirpable»; su «antigua dureza de corazón los lleva a todos al infierno» (Pedro el Venerable); se habló de una «peste sectaria» (Honorio IV), este pueblo está «perdido», «odia la verdad», «resiste al Señor», «es de una infidelidad de acero»; «cualquier intento de predicarles la verdad resulta vano»; «por sus pecados merecieron ser aniquilados todos» (Angelomo de Luxeuil); «en el juicio final invocarán a Cristo, pero no los escuchará» (Bruno de Würzburgo).
Notas
[1] Como los dos mosaicos del siglo IV de santa Sabina en Roma.
[2] Particularmente profunda es la representación gótica de la sinagoga de la catedral de Estrasburgo: los ojos vendados, la lanza rota, sin corona, pero ¡cuánta sublimidad!
[3] En cuanto a la culpabilidad real o presunta de los judíos en las persecuciones de los cristianos, cf. § 11, especialmente la nota 26.
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