» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Apendice » §72.- Iglesia y Sinagoga
II.- Desde la Antigüedad a la Alta Edad Media
1. También en el Imperio romano pagano existió el problema de los judíos y el antisemitismo. Para los romanos los judíos eran más bien antipáticos, arrogantes y presuntuosos, engreídos de su antiquísima sabiduría y exageradamente confiados (Horacio). Se burlaban de ellos por sus prescripciones referentes a la comida. En la gran ciudad de Alejandría, judía en sus dos quintas partes, se desencadenaron las primeras persecuciones antijudías que conocemos.
2. Aunque los judíos eran una nación sometida, su religión continuó siendo lícita (incluso después de la guerra de Bar Kochba, cf. § 7). Y justamente esto fue un hecho decisivo para todo el tiempo siguiente. Es cierto que el trato dado a los judíos en la práctica ha presentado continuas oscilaciones, que se contradecían con las bases jurídicas. Pero, prescindiendo de estas importantes irregularidades, es menester restringir, en muchos aspectos, la tesis generalmente difundida de los judíos sin derechos.
Pues la base jurídica para el status de los judíos siempre fue el derecho romano, recibido del Imperio antiguo en sus distintas codificaciones (Teodosio II, Alarico, Justiniano) hasta la Edad Media. Gregorio I estableció expresamente que los judíos vivieran según el derecho romano y que conforme a él fueran tratados.
El arrianismo de los conquistadores germánicos, debido a su monoteísmo, les ofreció cierta protección durante las conmociones de la invasión de los bárbaros. La legislación contenida en el derecho romano a favor de los judíos, que regulaba su situación religiosa, económica y social, jamás fue abolida jurídicamente en la Edad Media por una legislación umversalmente válida. Los judíos, como tales, jamás fueron incluidos entre los no libres, en el sentido de esclavos. Poseyeron la protección legal sobre su cuerpo y su vida, el derecho de vivir según su propia religión y de poseer sus propias sinagogas y casas de oración; fueron libres en el sentido de poder testar y pudieron poseer bienes y tierras.
3. Dentro del Imperio franco, en la Edad Media, no obstante algunas leyes de excepción, ellos eran los que en casi todas las ciudades se ocupaban, sin restricción alguna, en el comercio y la industria. Hay gran cantidad de pruebas que demuestran que los judíos no tenían impedimento para vivir y trabajar entre sus conciudadanos cristianos, participando en la vida pública y en sus más diversas manifestaciones. Hasta pasado el siglo X, las viviendas de los cristianos y de los judíos no estuvieron separadas por lo general, si bien, cuando los circuncisos eran numerosos, comprensiblemente solían vivir juntos en las conocidas juderías. Prestaban también servicio militar. Hasta el siglo XII cultivaron la agricultura en sus propios campos.
Que en la primera Edad Media los judíos no estuvieron del todo privados de libertad lo demuestra la rica vida intelectual y espiritual de sus comunidades[4].
La posición de los judíos en esta época se ve más clara, si la consideramos desde el punto de vista del sistema feudal: eran serví, es decir, vasallos, aunque de la clase ínfima, pues en el sistema feudal no podían ejercer autoridad de forma activa; tenían determinadas obligaciones, se les llamaba para ciertos servicios; pero también los señores tenían obligaciones para con ellos; los judíos tenían derecho legal de protección.
En el siglo XIII, sin embargo, la nueva codificación del derecho romano equiparó servus con «esclavo», y por eso los judíos aparecieron como «sin derecho». En muchas cosas y de forma decisiva fueron protegidos contra intentos encaminados a limitar injustamente su libertad. Carlomagno se benefició de sus conocimientos idiomáticos, Ludovico Pío se opuso a los tenaces intentos, hostiles a los judíos, del obispo Agobardo de Lyón[5] († 840), e igualmente su sucesor, Carlos el Calvo, también se opuso a los deseos del obispo Amolo, sucesor de Agobardo. Entonces el emperador tomó a los judíos bajo su tutela (defensio). Emperadores posteriores renovaron y ampliaron esta protección (económicamente provechosa), como los Otones, Enrique IV, Barbarroja, Federico II, hasta que los «chambelanes imperiales» bajo Luis el Bávaro (según su opinión) se convirtieron en propiedad material suya y a su entera disposición. Esta protección salvó muchas veces a los judíos del exilio y del bautismo por la fuerza, o hizo que las injusticias perpetradas les fuesen parcialmente reparadas[6].
4. Donde los judíos estuvieron relativamente mejor protegidos fue en el derecho eclesiástico. Es cierto que un hombre como Ambrosio se negó taxativamente a que una sinagoga, derribada por la plebe, fuera construida de nuevo (cf. § 30, I); también encontramos en la Iglesia penosas condenas sumarias de la «raza adúltera, que se levanta contra la inmaculada esposa del Señor». Pero Gregorio I los trató con mesura verdaderamente romana[7]. Fue su opinión la que entró en la tantas veces renovada Bula de los Judíos (Sicut Judaeos), por la cual a los judíos se les garantizaba la libertad de creencias, la vida y las propiedades. En general puede decirse que fueron los papas los que con mayor justicia trataron a los judíos[8] y que en definitiva, a finales del Medievo, Italia era para ellos el lugar más seguro para vivir. Muchas veces atendieron los papas la llamada de auxilio de los judíos. Repetidas veces prohibieron el bautismo obligatorio. Desde el siglo XIII, papas como Inocencio IV, Gregorio IX, Gregorio X, Martín V y Nicolás V se alzaron expresamente contra la terrible acusación de asesinato ritual (véase más adelante).
5. Pero aquella protección legal se vio, en todos los siglos, limitada en muchos casos particulares por pequeños señores, por obispos y sínodos, o groseramente lesionada por el pueblo. Lo que quiere decir que la situación jurídica de los judíos, a pesar de tener garantizada una protección de base, de hecho en muchos casos se vio a la vez peligrosamente amenazada. En la conciencia general pasaban por ser más o menos ciudadanos de segundo orden. Esto es explicable partiendo del concepto de la única cristiandad occidental. Pero, como queda dicho, el supuesto de que la situación de los judíos era completamente insegura es un supuesto - cuando menos para la primera y para los comienzos de la alta Edad Media- enteramente ilegítimo.
6. Los judíos siempre han sido una minoría, pero, también siempre, de una sorprendente vitalidad. Esto se manifestó (en el antiguo Imperio romano como en el Occidente que comenzaba a ser cristiano) en su ardiente deseo de propagar su fe. El afán de hacer prosélitos pertenece, desde el Antiguo Testamento, a la misma esencia del judaísmo: ¡el exilio de Israel fue predispuesto por el Eterno precisamente para que pudiera propagar su mensaje! Por la historia de la Iglesia antigua conocemos la poderosa fuerza de atracción del monoteísmo (§ 6; además Mt 23,15; Hch 2,5ss). La base era la enorme riqueza religiosa del Antiguo Testamento y sus comentarios, a menudo muy importantes. De la conciencia de hallarse bajo la dirección de Yahvé y de su ley y bajo su prometida fidelidad el judaísmo extrajo inusitadas fuerzas para soportar su mayor o menor aislamiento en la confesión del Santísimo Nombre del Dios Uno, sin abandonar jamás sus esperanzas mesiánicas[9].
También en el Medievo cristiano la fe judía tendió con su inmanente impulso misionero hacia fuera. Esto es explicable, sin más, frente a los esclavos y empleados no judíos (ningún incircunciso podía habitar en la comunidad doméstica)[10]. Durante todo el Medievo vemos, en repetidas prescripciones, los esfuerzos de los sínodos para preservar a dichos empleados del proselitismo judaico. También encontramos diversas medidas que tratan de contrarrestar la fuerza de atracción del ser y el culto judíos.
Es preciso tener en cuenta este proselitismo si queremos comprender de alguna manera la postura cristiana frente al judaísmo. En un país donde los judíos habían alcanzado una importante posición económica y política, como en el reino visigótico arriano, podían representar un auténtico peligro para la unidad del Estado y para su carácter cristiano; así es más comprensible una reacción antisemita.
7. España presenta un caso especial en la historia de los judíos hasta las postrimerías de la Edad Media. En España había muchos judíos desde tiempo inmemorial y su número crecía rápidamente. Ya en el riguroso Concilio de Elvira, junto a Granada (305), y Gregorio de Elvira († después del 392) intentaron paliar su influencia. En el reino visigótico arriano la sinagoga floreció política y económicamente.
a) La situación cambió cuando el rey Recaredo se convirtió al catolicismo (589). Los judíos fueron los únicos que no se integraron por completo en la unidad católico-estatal del reino visigodo. Por otra parte, con su fe antiquísima, profundamente arraigada, significaban un auténtico peligro religioso para los visigodos, cristianizados hacía poco y más o menos superficialmente. Sin número, como su importancia en la economía y en la administración, hacía imposible la expulsión. Así, durante todo el siglo VII, hubo toda una enorme cantidad de decretos radicalmente antijudíos de los concilios de Toledo o, respectivamente, de los reyes, con los que se pretendía introducir a los judíos por la fuerza en el cristianismo.
b) De estos bautismos forzados tenemos noticias procedentes del Imperio franco de Clodoveo, del obispo Avito de Clermont (574), del Concilio de Clichy (626) y de Marsella (691). Pero el papa Gregorio se había declarado en contra de ellos, afirmando atinadamente que así no se podía propagar la verdadera fe; los obligados al bautismo se aferrarían en su interior a sus antiguas creencias. En la práctica, también Gregorio actuó en el mismo sentido; exigió que se les devolviera a los judíos los ornamentos robados de sus sinagogas y hasta sus Libros Sagrados.
Naturalmente, ni él mismo pudo permanecer del todo fiel a ese ideal. De él procede aquella fatídica frase, luego tantas veces repetida: «aunque los bautizados a la fuerza no lleguen a ser buenos cristianos, quizá lo sean sus hijos». También el gran Isidoro de Sevilla (§ 36), que igualmente rechazaba el bautismo obligatorio, alabó el celo de algunos fanáticos obcecados. Y precisamente el bautismo a la fuerza se convirtió en la consigna de todo un siglo en la historia de los judíos de la España visigótica.
c) Los pormenores de estas conversiones violentas, repetidos hasta la saciedad, demuestran una trágica mezcolanza de falso punto de partida, comprensible reacción y venenosa desconfianza por ambas partes: una situación sin salida.
Lo más terrible y trágico del caso salió a la luz por vez primera en un edicto del rey Sisenando del 613: objetivizando de una forma desarmante el opus operantum del bautismo y el proceso de la fe, se declara: «forzó a los judíos a abrazar la fe de Cristo», ellos «recibieron» la fe.
d) La praxis del bautismo obligatorio y su defensa teórica coinciden con la idea medieval de que «sólo los que vivan dentro de la Iglesia visible escaparán al diluvio». Entre los «malditos» figuran todos los no bautizados y, por tanto, también los judíos en su perfidia. Según la opinión teológica general, no podía haber propiamente infieles inocentes. Aplicándolo a los judíos, se argumentaba así: en el Antiguo Testamento se les ofreció una buena parte de la doctrina cristiana; ahora viven dentro de la cristiandad, donde, en la Iglesia, se predica todo el evangelio. Si no aceptan la fe, son culpables.
(Naturalmente, en contra de esto estaba el principio de la teología iluminada, al cual, con toda razón, apelaban repetidamente los judíos: nadie puede ser apartado de su fe en contra de su voluntad. Pero el mismo santo Tomás, que defendía esta afirmación fundamental, exigía un tratamiento especial para los judíos).
e) La ejecución de estos decretos y de los que luego seguirían hasta principios del siglo siguiente, aún más radicales[11], al incluir la expulsión de los no bautizados, hicieron superfluas las sinagogas; y éstas les fueron arrebatadas a los judíos y destruidas o convertidas en templos cristianos. La frecuencia de esta práctica se demuestra por el Sacramentarium Gelasianum, que contiene unas fórmulas propias para consagrar las iglesias que anteriormente habían sido sinagogas. Hasta finales del siglo VII (o sea, hasta el XVII Concilio de Toledo), junto con las leyes sobre moral[12] y costumbres, hay cánones antijudíos, que reproducen el contenido de las negaciones de los sínodos. Es cierto que en el XVI Concilio de Toledo (693) a los judíos se les prometió que, si por el bautismo forzoso se convertían honradamente a la fe, serían totalmente equiparados a los restantes súbditos del rey. Mas como entonces se descubrió una conjuración entre judíos españoles y del norte de África, el fisco embargó los bienes de todos los judíos (incluidos los bautizados), todos ellos fueron degradados a esclavos y, aún así, no se les permitió vivir según las normas judías, y sus hijos debían serles quitados a la edad de siete años «para unirlos más firmemente con Cristo»[13].
El resultado no podía ser otro que frío odio e hipocresía por una parte, y desconfianza y nuevas y graves acusaciones por otra. A los neocristianos se les trató como judíos, y así se les llamaba, y se les prohibió todo contacto con los aún no bautizados bajo el más severo de los castigos (azotamiento público). Por principio, todos los bautizados a la fuerza eran sospechosos de reincidencia, indignos de crédito aun en su profesión de fe cristiana. Los no bautizados eran, en definitiva, más dignos de crédito que las infelices víctimas de la coacción. La desconfianza inventó gran cantidad de medidas de seguridad, profesiones de fe por escrito con gran abundancia de detalles, deberes referentes a la vivienda y durante un viaje (regreso obligatorio). Los matrimonios sólo podían concertarse con antiguos cristianos. Los reincidentes debían ser apedreados por los mismos judíos o condenados a la hoguera. Si se les indultaba, perdían la libertad, con todos sus bienes; quedaba expresamente prohibido ayudarles.
f) En contradicción no muy clara con todo esto está el IV Concilio de Toledo (633). Decretó que en adelante ya nadie más podía ser llevado a la fe por la fuerza: porque Dios usa de misericordia con quien quiere y endurece también a quien quiere (Rom 9,18). La conversión sólo puede venir por la gracia, no por la fuerza. Requiere el convencimiento por razones. Pero ni aquí ni en parte alguna surge ninguna duda sobre la validez del bautismo forzado[14]. Precisamente por eso la recaída al judaísmo de los bautizados a la fuerza fue considerada y castigada como apostasía de la fe y herejía.
g) Dada esta situación de conjunto, puede que alguien se asombre de que todavía hubiera judíos que, plenamente convencidos, se adaptaran al cristianismo y vivieran como cristianos ejemplares. Desde luego, constituían una excepción, de escasa importancia en la situación general. Hasta la invasión musulmana (711), las medidas eclesiásticas y civiles contra los judíos no tuvieron éxito alguno. Esto se demostró cuando el país fue conquistado por los árabes: los judíos se pasaron inmediatamente a los nuevos señores. Las sinagogas experimentaron un gran florecimiento y, con el apoyo de los árabes, llegaron incluso a la judaización por la fuerza.
8. Hacia finales del siglo X, el antiguo derecho romano había desaparecido en todas partes menos en el mediodía de Francia; en ese mismo tiempo la situación de los judíos empeoró jurídica y humanamente. Se les cerró el acceso a todos los cargos públicos. De propietarios y terratenientes que eran se convirtieron en pequeños arrendatarios. Es cierto que, por ejemplo, Enrique II, en el 1004, aún se resistió cuando algunos obispos del Rin reivindicaron el derecho de disposición sobre los judíos; pero la nueva concepción acabó imponiéndose; en adelante, los bienes sólo pertenecen a los judíos como feudo de por vida y a su muerte han de volver a su señor.
a) El empeoramiento de la situación de los judíos estuvo también relacionado con el crecimiento de la conciencia cristiano-medieval en el Occidente, el cual, al cambio del milenio, cada vez con más fuerza y claridad se sentía como un organismo cristiano-unitario, y así se supo expresar en la Iglesia imperial. Además, a partir del siglo XI, cuanto más se fue desarrollando el plan de arrebatar Palestina a los infieles por la fuerza de las armas, tanto más fácilmente pudieron los judíos (que, por lo demás, nunca desistieron completamente de sus esperanzas mesiánicas sobre Tierra Santa) aparecer como enemigos de la Europa cristiana. Los no bautizados fueron considerados, con una conciencia cada vez más clara, como decididos enemigos dentro de la comunidad cristiana y de las estructuras estatales cristianas y, mucho más aún, dentro de la Iglesia latina, que abarcaba todo el Occidente.
b) A principios del siglo XI, esta opinión se vio grandemente favorecida porque los judíos fueron acusados de alta traición[15]: según la acusación, había intrigas secretas entre judíos franceses e italianos y musulmanes (se decía que los judíos habían instigado a los infieles para que destruyesen los Lugares Sagrados). Entonces muchos países decidieron expulsar a los judíos. Hubo levantamientos tumultuarios con homicidios y asesinatos (por ejemplo: el año 1012, en Maguncia).
También tuvo parte en esto el pánico ante el fin del mundo del año 1000: se relacionó con los judíos la figura del anticristo, como aliado suyo. O también se les atribuyó la responsabilidad de un terremoto, como el de Roma de 1020.
La creciente aversión hacia los judíos se hace sobremanera clara para nosotros en la ceremonia de la bofetada de Tolosa (Francia), de esta misma época: por Pascua, un judío debía recibir una bofetada de un cristiano, a modo de castigo o de reparación por los padecimientos y la muerte del Señor, que los judíos habían causado.
También entonces, la aversión hacia los judíos volvió a tener en España una manifestación violenta. La guerra contra los árabes en el siglo XI se consideró como una empresa específicamente cristiana y religiosa; en ella, naturalmente, no podían participar soldados judíos. Por eso, antes de llegar al choque con los árabes, se aprovechó la ocasión de meterse, de paso, con los israelitas. Fue entonces (1063) cuando el papa Alejandro II censuró que se tratase a los judíos como a los musulmanes[16].
9. Estos diversos modos y etapas del empeoramiento del status jurídico de los judíos en la primera Edad Media de Europa fueron sólo episodios aislados (a excepción de las persecuciones en el reino visigótico). Podemos una y otra vez constatar que la expulsión de una ciudad no impedía que, inmediatamente o pocos años después, volviera a haber allí judíos y comunidades judías. Sin embargo, el hecho de que veamos estos desórdenes al mismo tiempo, en tan diferente lugar y tan a menudo, es ya un amenazador anuncio de la desgracia futura. La situación para los judíos, bajo muchos aspectos, era muy delicada. En el desdichado año 1096 todo parecía normal en las ciudades renanas; pero inmediatamente veremos cuán engañosa era esta calma exterior.
También la canonística de entonces es un buen índice del cambio que se está operando: a diferencia de Burckhard de Worms († 1025), que había enjuiciado a los judíos partiendo de la base de su anunciada salvación al fin de los tiempos, hacia finales del siglo (1094) Ivo de Chartres, en su recopilación, declaraba condenados a los judíos junto con todos los herejes.
10. Con todo, aún no hemos llegado al giro decisivo. Antes bien, las medidas protectoras de Enrique IV y Barbarroja hicieron que las cruzadas dejaran a salvo la seguridad legal de los judíos; los judíos no se convirtieron aún en aquella clase de pueblo jurídicamente degradada que ya conoceremos en las postrimerías de la Edad Media.
Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, sin embargo, las cruzadas fueron decisivas en lo que a nuestro tema se refiere, porque toda esa serie de monstruosos sucesos aislados plantea de forma acuciante la dos preguntas formuladas al principio de este apéndice -y la respuesta es negativa. Para muchos cristianos, la vida del prójimo valía muy poco cuando de un judío se trataba; se le consideraba un musulmán, cuyo aniquilamiento (como hasta un san Bernardo formula en la regla de su orden para los templarios) no es un homicidio (homicidium), sino la «eliminación del mal» (malicidium).
11. De actos de violencia antisemitas a comienzos de la primera cruzada nos informan fuentes fidedignas, tanto cristianas como judías. Algunos relatos cristianos son de una crueldad verdaderamente ingenua, desarmante: «Cuando los cruzados atravesaban Sajonia, Bohemia y Franconia oriental», así se dice, «o bien exterminaron, o bien obligaron al bautismo a los restos de los pérfidos judíos, esos enemigos de la Iglesia, en todas las ciudades... Muchos de ello volvieron a sus antiguas creencias, como el perro vuelve a lo que previamente ha vomitado». Hay un testigo excepcional, que nos describe de este modo las reflexiones de los cruzados de Ruán: que es muy largo el viaje contra los enemigos de Cristo en el Oriente; que eso es un trabajo equivocado; aquí, ante nuestros ojos, tenemos a los judíos, que es el pueblo más enemigo de Dios que existe... De modo que con astucia o violencia hicieron entrar a los judíos en una iglesia y los sacrificaron a todos, sin distinción de edad ni de sexo. Solamente escaparon los que se sometieron a la doctrina cristiana.
a) Entonces surgieron esas inextirpables sospechas, que desde entonces hasta la Edad Moderna se transmitirían sin cesar, con una enorme dosis de credulidad, y que excitaron el ánimo del pueblo y condujeron a una justicia cruel o, mejor dicho, a unos crímenes de justicia: acusaciones de profanación de la Hostia, de asesinato ritual, de propagación de la peste, envenenamiento de fuentes, pozos, ríos.
b) Impresionante fue el curso de los acontecimientos al comienzo de la primera cruzada, en el 1096, en la zona del Rin, particularmente en Maguncia, Coblenza y Worms, en Neuss, Tréveris, Andernach y Metz, y también en Bohemia y Hungría. Reiteradas noticias nos informan de extorsiones y asesinatos sin cuento, sin sentido ni motivo justificado, nacidos de los más bajos instintos.
c) Las comunidades judías del norte de Francia advirtieron a las de Maguncia del inminente peligro que suponían las masas de cruzados que se marchaban hacia el sudeste. La comunidad de Maguncia les contestó que gustosamente estaba dispuesta a prestarles toda la ayuda posible a sus correligionarios de Francia. ¡Pero que ellos estaban completamente a salvo! Pronto se reveló que los judíos franceses tenían razón. Se divulgaron unas supuestas declaraciones de Godofredo de Bouillon, según las cuales antes de emprender el viaje a Tierra Santa había que exterminar primeramente a todos los judíos. También se difundió la monstruosa idea de que cualquiera que matase a un judío quedaba exento de do y de culpa.
Efectivamente, la desgracia se abatió sobre los judíos, pese a las pingües ofertas de dinero hechas a Godofredo de Bouillon, luego al arzobispo de Maguncia y al burgrave de la misma ciudad y, finalmente al grueso del «ejército de los cruzados» que acababa de llegar a las puertas de Maguncia. Los judíos se levantaron en armas para «santificar el Nombre de Dios». Acaeció una espantosa tragedia, llena de monstruosa crueldad. En la noche del 27 de mayo de 1096 quedó aniquilada la mayor parte de la comunidad. Hubo también muchos suicidios (de mujeres, que antes mataban a sus hijos). Medio centenar de judíos se salvó en el palacio episcopal, pero luego fue llevado, bajo escolta, a Rüdesheim. Pero tampoco allí se les dejó otra opción que el bautismo forzoso o la muerte. Todos fueron asesinados o se suicidaron, entre ellos también los bautizados a la fuerza.
El número de muertos sobrepasó el millar. También en Worms hubo otras mil víctimas[17]. Sólo el obispo de Spira, que ya en el 1084 había ofrecido a los judíos el derecho de autogobernarse en su ciudad, se impuso también ahora contra el populacho.
d) El juicio que nos merecen estos cristianos, que habían partido para liberar de las manos de los infieles los lugares santificados por el Señor, no es necesario que lo formulemos siquiera. Sus propias acciones dan un terrible testimonio de su cristianismo; pero no hubieran sido posibles si no hubieran fracasado igualmente algunos jefes de la cristiandad: con harto desenfreno y autosuficiencia habían permitido que la idea del pueblo judío deicida degenerase en un latente antisemitismo.
e) No obstante, los judíos no estaban perdidos. Enrique IV,
informado por un mensajero de Maguncia, tomó bajo su protección todas
las sinagogas de Alemania. Incluso permitió a los judíos retornar a su religión[18].
12. Cuando un monje cisterciense predicaba la segunda cruzada en los márgenes del Rin, también hubo levantamientos tumultuarios contra los judíos; pero entonces se manifestó la profética capacidad de discernimiento de san Bernardo de Claraval: supo refrenar en sus límites al monje y se convirtió en protector de los judíos[19]:: no se debe ni perseguirlos ni desterrarlos; porque ellos son testigos vivientes de nuestra redención, que ponen ante nuestros ojos la pasión del Señor[20].
No obstante, también en Bernardo se ve claramente cuán lejos del pensamiento de la época estaba la preocupación por una auténtica misión evangélica entre los judíos. De su obra posterior sobre la meditación (§ 50) se infiere, en cierto modo, que la terrible derrota con que había terminado la segunda cruzada (¡la suya!) había sacudido la conciencia occidental con un hecho: que el paganismo era una realidad; que todavía un vasto campo fuera de Occidente esperaba el cumplimiento del mandato evangelizador del Señor. Por eso Bernardo recuerda al papa su deber de no poner límites a la predicación del evangelio. La palabra de la fe debe anunciarse en todas partes: «Debes esforzarte todo lo que puedas por convertir a los infieles a la fe, no consentir que caigan los convertidos y volver a levantar a los caídos... Los seducidos (herejes y cismáticos) deben ser convencidos con razones válidas: o bien deben mejorarse ellos mismos, o bien deben ser privados por la fuerza de la autoridad y las posibilidades de llevar a otros al error...». Pero ¿y los judíos? «Por cuanto a ellos se refiere, quedas exonerado de la tarea: a ellos (esto es, a su conversión) se les ha prefijado un tiempo. Sólo tras la conversión de todos los paganos llegará su tiempo; no puede ser anticipado».
13. En la tercera cruzada fue Barbarroja quien, con un duro edicto, procedió contra la persecución de los judíos: la mano del que hiriese a un judío debía ser cortada y por el asesinato de un judío se estableció la pena de muerte. A cambio del pago de un tributo permanente los judíos se convertían en «chambelanes imperiales», que no podían ser oprimidos. El arzobispo de Maguncia dispuso incluso que la cruzada de un asesino de judíos no tenía valor, esto es, que no tenía fuerza redentora de pecados.
Notas
[4] Los sabios judíos fueron eminentes mediadores o transmisores de su propia tradición, como también del patrimonio cultural islámico. Hacia el año 1000 florecieron en Alemania y Francia los estudios del Talmud. En Maguncia, por ejemplo, había muchos e ilustres rabinos, sabios y poetas. Tenemos noticias de asambleas de rabinos durante varios siglos.
[5] Agobardo pensaba: «Quien está fuera de la fe debe ser excluido de la ley general». Como más tarde su sucesor, también él se opuso a las disputas con los hebreos, porque de ellos no se sacaba nada; al contrario, muchos cristianos se dejaban seducir.
[6] En la alta y baja Edad Media se concedió eventualmente (en contradicción con la evolución general) cierta protección a los judíos por parte de algunas ciudades o de los consejos ciudadanos.
[7] Subraya que la pasión de Jesús fue causada por toda la humanidad, es decir, no sólo por los judíos.
[8] Por el contrario, una familia de origen judío, la de los Pierleoni, apoyó la reforma de la Iglesia en el siglo XI (cf. § 45).
[9] Sus esperanzas, alimentadas especialmente por Ezequiel, les anunciaban, como fruto de la justa transformación de las cosas por obra del Mesías, no sólo alegrías, sino también venganzas.
[10] De hecho, también conocemos algunas conversiones aisladas al judaísmo, por ejemplo, un clérigo de Ludovico Pío, Bodo, que tomó el nombre de Eleazar y propugnó una intensa judaización. A él, que había pasado de «temeroso de Dios» a judío circunciso, le respondió el docto Paulo Alvaro de Córdoba. En el último tercio del siglo XI se convirtió incluso el arzobispo Andrés de Bari.
[11] Especialmente desde el rey Ervigio (680-687; XII Concilio de Toledo, en 681), que quería extirpar de raíz «esa peste judía que se reproduce constantemente».
[12] Tanto en el pueblo como en el clero parecían haber decaído peligrosamente, como también la asistencia a las funciones religiosas.
[13] Eran llevados a conventos. En la segunda fase de la represión de los judíos en España, en las postrimerías de la Edad Media, también solían llevarlos a alguna isla.
[14] Sin embargo, hay algunos casos en que a los bautizados a la fuerza se les permitía volver a su fe judía, como más adelante veremos.
[15] Una acusación parecida la encontramos ya en el XVII Concilio de Toledo, como ya hemos visto.
[16] Supone que se obra más por codicia que por ignorancia. También Gregorio IX manifestó en 1233 y nuevamente en 1236 que la persecución de los judíos no se debía a motivos seriamente religiosos; lo que se quería era más bien librarse de los acreedores.
[17] ¡Mil, de una población ciudadana de quizá seis mil!
[18] El antipapa Clemente III, apoyado por Enrique, consideró, sin embargo, hacia el año 1098 que este permiso era «inaudito y sacrilego» y ordenó al obispo de Bamberg que lo retirase. El obispo Hermann de Praga se lamentaba en su lecho de muerte de haber consentido la recaída de aquellos que en 1096 habían sido bautizados contra su voluntad por los cruzados. Entre 1168 y 1176, el obispo de Sens brindó a los judíos bautizados a la fuerza la misma posibilidad, pero por un rescate altísimo.
[19] Pero no hay que olvidar que Bernardo, cuando intervino en favor del papa Inocencio y en contra de Anacleto, que procedía de la familia de origen judío de los Pierleoni, sacó también a colación la ascendencia judía de Anacleto y la utilizó contra él; un retoño judío en la Santa Sede sería una ofensa a Cristo.
[20] Este «lugar común» se repite más tarde en la ley de paz territorial de Maguncia de 1265; la Iglesia conserva a los judíos sólo para recordar la pasión del Señor; el que los ofende o los mata debe ser castigado como quebrantador de la paz.
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