conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » §73.- Caracteres Generales de la Edad Moderna » II.- Fundamentos Espirituales

A.- La Edad Moderna como Desintegración de la Unidad Anterior

1. Como toda la historia en general, también la Edad Media fue el resultado de un cúmulo de vivas e imprevisibles peculiaridades. No obstante, desde sus orígenes estuvo dominada por la Iglesia (cf. la síntesis en el § 5) mediante sus grandes instituciones legales y legítimos poderes (universalismo en sus diversas manifestaciones en la Iglesia, el «Imperio» y las ciencias, § 34, IV); gracias a ello, la Edad Media gozó de una gran continuidad interna, que se mantuvo de forma asombrosa aun en los momentos de cambio de la situación. Las características fundamentales y las grandes líneas del desarrollo resaltan claramente sobre el cúmulo de datos o detalles particulares.

En la Edad Moderna, por el contrario, no existieron, fuera de la Iglesia, tales fuerzas universales; más bien, como hemos de ver, la época estuvo esencialmente dominada por la particularización, por el individualismo y el subjetivismo. Ambas cosas fueron expresión no solamente de pluralidad y cambio, sino también de falta de regularidad general en el sentido de legalidad o normalidad constructiva. Como primera consecuencia de esta situación básica, el curso de los acontecimientos también se caracterizó por una mayor anormalidad. Por ello (y por el cúmulo incomparablemente mayor de acontecimientos, que ya hemos mencionado antes), la caracterización general de la Edad Moderna es más difícil y complicada (y, por tanto, también más amplia) que la del Medievo. De ahí que en ella debamos reducirnos, aún más que en la caracterización general de la Antigüedad y del Medievo, a poner de relieve lo más esencial. De antemano hay que tener en cuenta que los puntos que en seguida vamos a indicar solamente comprenden una parte de la totalidad de los acontecimientos de la Edad Moderna. La realidad completa fue mucho más rica; tanto que, en ocasiones, incluso se desvió por derroteros opuestos a las líneas indicadas. Al mismo tiempo, el llegar a obtener un conocimiento exacto de tal realidad depende, en mayor medida que para épocas anteriores, de que se tenga plenamente en cuenta el país al cual se ha de aplicar la caracterización propuesta. En efecto, cada uno de los distintos escenarios en que se desarrolló la vida de la Iglesia tuvo una especificidad y, con ello, una capacidad de reacción más marcada que antes.

En la evolución hubo, además, otro elemento determinante, completamente nuevo: la creciente aceleración del ritmo de vida, que trajo como consecuencia rápidos cambios en la disposición de las fuerzas. Y esto es aplicable no sólo al siglo XIX, sino a los siglos anteriores, esto es, a los «siglos del coche de posta», pues gracias a la imprenta las relaciones espirituales entre los hombres, incluso los muy alejados entre sí, se multiplicaron de una forma extraordinaria. Posteriormente, la máquina de vapor y el telégrafo aceleraron todavía más el ritmo de la evolución. En época más reciente, el «tempo» de las transformaciones (inorgánicas muchas veces, por haber sido introducidas de fuera) y de sus efectos, que afectan simultáneamente a todos los hombres del globo, han alcanzado grados alarmantes, hasta el punto de constituir una seria amenaza para el espíritu. Sí; en la actualidad hemos de decir que la existencia espiritual está absolutamente amenazada por esta evolución. Cuando hagamos la caracterización de la época más reciente, volveremos sobre las posibilidades positivas que contrarrestan esa amenaza.

2. Si prescindimos de los grandes descubrimientos geográficos, la Edad Moderna no se destacó del Medievo por ningún otro acontecimiento externo espectacular. Su diferencia con el Medievo estribó más bien en la profunda transformación de la vida cultural de Occidente. Esta transformación se realizó en un lento proceso de crecimiento.

a) Comenzó, como ya hemos visto, en la alta Edad Media. La época de su preparación inmediata fue la baja Edad Media. De ella nació la Edad Moderna. La Edad Moderna empezó a existir en el momento en que las tendencias disgregadoras de la baja Edad Media, es decir, los conatos de las nuevas actitudes, prosperaron hasta el punto de constituirse en los fundamentos universales de la vida occidental (§ 61, 3).

b) Así, pues, lo peculiar de la Edad Moderna se echa de ver primeramente en su diferenciación con respecto a la época anterior, la Edad Media, y esto se concreta en las tendencias disgregadoras: subjetivismo e individualismo, nacionalismo, laicismo y secularización. Su curso está caracterizado por el desarrollo de las posibilidades encerradas en estos factores.

Ahora bien, la expresión «tendencias disgregadoras» no debe entenderse exclusivamente en relación con lo específicamente medieval; tiene la validez de una determinación esencial, en cuanto que la Edad Moderna, tomada en su conjunto, ya no tuvo un centro católico, ni cristiano, ni siquiera religioso. Naturalmente, la Edad Moderna también mostró una serie de nuevos movimientos positivos y produjo una asombrosa cantidad de elementos valiosos, por ejemplo, en el campo de la reflexión filosófica y espiritual y, sobre todo, en el de las ciencias exactas y sus aplicaciones. Pero respecto a ese valor, pata recobrar el cual el hombre nada puede dar (Mt 16,26), la Edad Moderna, a pesar de los valores religiosos, cristianos, eclesiales y humano-culturales que hallamos en sus cuatro o cinco siglos, supuso esencialmente una pérdida del centro.

3. En el ámbito propio de la historia de la Iglesia, esas actitudes fundamentales disgregadoras no fueron más que la continuación de aquellas peligrosas fisuras que desde el siglo XII se abrieron en el organismo unitario medieval, como ya hemos constatado, y que más tarde desembocaron en el gran movimiento antipontificio de la baja Edad Media. Nota característica fue también su crítica a la Iglesia medieval y su reacción contra ella. Con otras palabras: la Edad Moderna, en lo que atañe fundamentalmente a la historia de la Iglesia, constituyó un movimiento de apartamiento de la Iglesia; fue un ataque contra la Iglesia, resultando así una época de vida espiritual autónoma.

a) La misión del Medievo eclesiástico consistió en cristianizar a los pueblos de Occidente, para formar con ellos un organismo cristiano. A un mismo tiempo, la Iglesia condujo a tales pueblos y ellos fueron desarrollándose hasta alcanzar su autonomía espiritual. Pero en el ámbito de la Iglesia, esta autonomía sólo cabe dentro de una sumisión esencial a la autoridad establecida por Dios. Esto quiere decir que mientras los pueblos iban haciéndose libres e independientes interiormente, debían a la vez permanecer dentro de la Iglesia en un estado de «sumisión» religiosa, estado que habían aceptado cuando carecían de autonomía espiritual. El peligro de conflicto era evidente. Para salvarlo no había más que un camino: intentar con audacia, y partiendo de la libertad interior de la fe, transformar la relación de los pueblos con la Iglesia, haciéndolos pasar del sometimiento de hecho a una «sumisión» voluntaria y consciente, espiritualmente adulta, y a una fiel colaboración, como lo entraña y exige la esencia del mensaje del Redentor.

b) Pero esto ni se intentó en la medida suficiente ni se consiguió en la amplitud deseada. Ante los movimientos antieclesiásticos, las autoridades de la Iglesia, en vez de poner el acento en la sumisión independiente y en la colaboración responsable, insistieron en el conservadurismo y en la obediencia pasiva. De hecho, se llegó a que amplios sectores de la humanidad occidental se separasen, y en actitud hostil, de la Iglesia. Quienes habían sido educados por la Iglesia y en la cultura por ella misma creada se convirtieron en gran parte en sus enemigos. En el seno de la propia Iglesia, a lo largo de todo el ancien régime, la superación del clericalismo medieval fue a todas luces insuficiente. En la práctica, con harta frecuencia acababa imponiéndose la idea de que la Iglesia es el clero, es decir, la jerarquía. El pueblo eclesial nunca dejó de ser, a la hora de la verdad, simple objeto de la pastoral, en vez de convertirse en sujeto de la Iglesia como tal.

4. Esta caracterización de la Edad Moderna podría parecer exagerada. Sin embargo, corresponde a los hechos. Naturalmente, damos por supuesto que la reflexión sobre la historia de la Iglesia no debe elevarse a un plano teológico espiritualista, como si la vida de la Iglesia discurriera en el espacio vacío. Ciertamente veremos (por aducir aquí un ejemplo) que la reforma católica del siglo XVI brotó mucho más de sus propias raíces y fue motivada mucho menos por el ataque protestante de lo que frecuentemente se dice. De todas formas, lo que caracteriza a la época en su conjunto (no a la vida de la Iglesia en particular) sigue siendo la Reforma, no el Concilio de Trento. Y aun cuando la Reforma, en sus valores religiosos nucleares, constituyó al comienzo un proceso de crecimiento enteramente positivo, no cabe duda de que luego se convirtió en un ataque realmente amenazador, e incluso en muchos aspectos consciente, contra la Iglesia. O dicho de otra manera: esencial para determinar lo característico de la historia de la Iglesia del siglo XVII no es el cúmulo de los grandes santos de este siglo, sino la Iglesia estatal (en sí misma menos valiosa); y en el siglo XVIII no lo es el contenido católico de la vida, contenido que aún subsiste y es muchas veces consoladoramente intenso, sino el racionalismo de la Ilustración. Y en el ámbito de la historia de la Iglesia protestante, los elementos secularizados cobran una significación todavía mayor.

5. Con este ataque se correspondió el nacimiento de una cultura autónoma, independiente de la Iglesia. Para la Iglesia, esto significó en cierto modo la repetición de la situación que tiempo atrás había encontrado al penetrar en el mundo romano-pagano. También entonces la Iglesia había tenido frente a sí una cultura hostil. Y, como entonces, también en la Edad Moderna esta cultura hostil ocupó (y en medida creciente) gran parte de la vida, mientras el acontecer eclesial y cristiano (completamente al revés que en la Edad Media) sólo abarcó y conformó un pequeño sector.

En lo que atañe a la Edad Moderna, hemos de añadir que tal cultura fue una cultura apóstata. En su animosidad contra la Iglesia hay una buena dosis de odio, el odio propio del renegado, que ha impreso hasta el fondo sus peculiares huellas en toda la historia de la Edad Moderna, hasta la España de la Guerra Civil, el México moderno y la Rusia actual. En México (y de manera significativa también en Francia) la situación ha mejorado recientemente. Pero en conjunto sigue vigente la característica indicada: en la Edad Moderna, el cristianismo y la Iglesia abarcan solamente un sector de la vida humana que se hace cada día más pequeño.

El ámbito eclesiástico se ha reducido terriblemente ante la cultura (o, mejor dicho, civilización) autónoma, que se yergue como un nuevo Prometeo. La Iglesia hoy no solamente ha llegado a sentirse en buena parte como un forastero sobre la tierra (lo cual sería legítimo), sino que también es tratada por la mayor parte de la humanidad moderna como un forastero molesto. (Sobre el indudable giro de los últimos cincuenta años y su contraste en Rusia con el avance del materialismo ateo, véase § 126). De este modo, el ataque directo pierde ciertamente dureza, pero a menudo la causa estriba en que los hombres se han vuelto apáticos ante lo religioso. Con el avance de la Edad Moderna, la «incapacidad para creer» ha ido convirtiéndose progresivamente en uno de sus rasgos más acusados.

6. Tanto desde el ángulo de la historia del espíritu como de la Iglesia, el resultado más importante de esta evolución se cifra en la destrucción de la unidad, que hasta ahora había sostenido la totalidad de la vida. En efecto: 1) se ha quebrantado la validez universal y la intangibilidad, obvias para la Edad Media, de los órdenes vigentes en el campo de la fe, la moralidad y el pensamiento, y para ello 2) se ha proclamado de hecho y de derecho la mutabilidad de lo existente en sus fundamentos más importantes, y las revoluciones espirituales y religiosas de la Edad Moderna se han encargado de llevarla a cabo. En la vida real coexisten ahora diversos tipos de fe, de cristianismo, de Iglesia, sin que ninguno tenga menos justificación que los otros desde la perspectiva del derecho público[1].

a) Para nosotros esto es hoy una cosa evidente. Pero en los siglos XV y XVI supuso una transformación radical que, lenta pero irresistiblemente, fue penetrando en la conciencia. Y desembocó en una variopinta y desconcertante relativización práctica de la verdad, la cual fue socavada y minada progresivamente por un relativismo teórico. Esta transformación y reorientación se completó en el siglo XIX. Todo ello, no obstante, también condujo entre otras cosas al conocimiento de una verdad realmente decisiva, por la cual la cristiandad había luchado desde la guerra de las investiduras (§ 48): se aprendió a distinguir correctamente entre lo religioso y lo profano, entre lo eclesiástico y lo estatal.

Vista la mayoría de edad alcanzada por los pueblos en el ámbito político y cultural, la valoración positiva del orden de la creación y de la actividad política que ahí se manifiesta fue tan ineludible como valiosa en sí misma. Es lamentable que frecuentemente, incluso preferentemente, tuviera que llevarse a cabo contra la Iglesia, pero no resultó fácil evitarlo. El revestimiento histórico de la vida y la fe cristianas, sujeto siempre a los condicionamientos de la época, había estado, sin embargo, para muchos, y durante demasiado tiempo, prácticamente identificado con la esencia de la fe. Partiendo de esa confusión, bastantes cristianos no ilustrados intentaron (¡y con harta frecuencia!) una defensa indiferenciada de lo tradicional, incluso en aspectos accidentales. Por eso no es legítimo recusar simplemente la acusación de que con los católicos, en la práctica, se tuvo que porfiar en algunos puntos para obtener de ellos el pago, ya vencido, de la nueva mentalidad. (La supresión de la Inquisición y las torturas llegó con la Ilustración; en el campo de la ciencia bíblica y de la historia eclesiástica, los documentos se amontonan hasta la época más reciente).

b) Todo esto ha cobrado mayor importancia gracias a la progresiva y recíproca mezcolanza de confesiones y cosmovisiones en todos los países a lo largo de la Edad Moderna (libertad de residencia, transportes, prensa, publicidad, radio; tras la Segunda Guerra Mundial, violenta expulsión de la población evangélica y católica del este de Alemania al reducido espacio de la República Federal; algo similar: el problema de los refugiados en Asia y África). El continuado e íntimo contacto diario entre católicos y no católicos, entre creyentes y no creyentes, la experiencia elemental de un mismo resultado global «hombre» en las distintas creencias no ha sido una cuestión accesoria para la vida cristiana y, en especial, para la vida católica de la Edad Moderna, sino precisamente una de sus realidades fundamentales. La importancia de esta realidad se hace mayor por el hecho de que el factor propiamente dominante de la vida en los últimos estadios de la Edad Moderna no ha sido ni lo católico ni lo cristiano, sino una cultura a veces puramente centrada en el más acá.

c) En concreto, esto significa que la Iglesia se ha visto desplazada de la situación de privilegio que ocupaba en la vida y que teóricamente cualquier visión del mundo, incluso cualquier error, tiene tantas posibilidades de existir como ella. Hasta entonces, la Iglesia había dominado tanto por su prestigio religioso-moral como por el apoyo del brazo secular. De ahí que, hasta que se impuso la Reforma y, en los países que siguieron siendo católicos, hasta la Revolución francesa y las grandes secularizaciones de comienzos del siglo XIX, la Iglesia se hallase en situación no sólo de declarar falsas, mediante su magisterio, las concepciones que se opusieron a su doctrina, sino también de reprimirlas por la fuerza mediante sus propios tribunales (espirituales) y mediante el poder del Estado. En el transcurso de la Edad Moderna esta posibilidad llegó a desaparecer por completo.

Como hemos podido descubrir sobradamente en la historia de la Iglesia medieval, este hecho no debía suponer una desventaja, sino todo lo contrario. Pero la transformación fue muy profunda. Como supuesto para sobreponerse a ella por entero y en el momento oportuno se necesitaba una revolución extraordinariamente audaz de valores y de métodos, cosa que no cabe esperar de ninguna estructura sociológica. Cierto que las especiales fuerzas y promesas de que dispone la Iglesia habrían podido muy bien proporcionarle la capacidad de decisión necesaria para emprender esta revolución positiva en germen a que nos referimos. La Iglesia histórica ha sido fundada por el Señor para transmitir la redención; por eso forma parte de su cometido, viviendo dentro de la historia, el estar por encima de ella.

Notas

[1] Muy distinta fue todavía en el siglo XV la situación de los husitas, separados de la unidad. Su vinculación interna a la común tradición dogmática y eclesiástica estuvo en clara oposición con su ruptura revolucionaria, lo cual no deja de ser bastante sorprendente.

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