conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Período primero.- (1450-1517) los Fundamentos: Renacimiento y Humanismo » §76.- Renacimiento y Humanismo » III.- Renacimiento y Humanismo como Factores Historico-Eclesiasticos

B.- Teología y Piedad Humanísticas

Desde el punto de vista de la historia eclesiástica, la importancia máxima del Renacimiento estribó en la relación del Humanismo con la teología.

El Humanismo fue un movimiento extremadamente complejo. Son tan variados sus perfiles, encierra tantos matices y diferencias aun en sus actitudes esenciales (en relación con la Escolástica, con la Iglesia sacramental y jerárquica, con el evangelio), que pretender dar noticia suficiente de él en pocas páginas es una tarea poco menos que descabellada. El lector hará bien en tomar en cuenta una vez más la cantidad enorme de matices que exigirían nuestras escasas indicaciones sobre todo lo que llevamos dicho.

El Humanismo fue también en muchos sentidos un fenómeno social. Los humanistas se conocieron y reconocieron unos a otros por su afición insaciable a los libros y manuscritos, de la que ya hemos hablado. Se caracterizaron por su vida social y su copiosa correspondencia, siempre para fomento de la cultura. Este rasgo no desapareció siquiera en el caso de los eremitas y ascetas cultos (cf. Giustiniani, entre otros).

1. Ya el primer humanista, Francesco Petrarca (1304-1374) opuso a la combatida Escolástica un nuevo modo racional de hablar sobre las realidades salvíficas y la doctrina: una «philosophia Christi» de carácter moralizante, basada en Platón. La conjunción de la cultura antigua y la predicación cristiana adquirió una significación peculiar dentro de la historia de la Iglesia, en primer lugar en la Academia Platónica de Florencia (fundada por Marsiglio Ficino [1433-1499] bajo la protección de Lorenzo de Médici).

2. El objetivo de esta Academia fue eclesiásticamente correcto e incluso religioso. Pretendió hacer renacer y profundizar el cristianismo (incluido la jerarquía y la vida sacramental) mediante su conjunción con la antigua sabiduría (estoica y neoplatónica). Quiso retroceder desde la Escolástica hasta las fuentes de la revelación. Pero estos antiguos escritos fueron leídos con el talante de declarados admiradores de la Antigüedad. Lo que se buscaba y encontraba no era simplemente la religión de la redención y la gracia, sino más que nada la sabiduría estoica. La documentación preferida se hallaba, sí, en san Pablo y el sermón de la montaña. Pero ambos eran interpretados más bien en sentido moralista, es decir, como llamada al esfuerzo de la propia voluntad, o bien en sentido neoplatónico, como una especie de auto-sublimación. Se resaltaba también (como los apologistas del siglo II) el contenido humano general y, por el contrario, se postergaban los dogmas bien definidos y la peculiaridad de la Iglesia fundada por el Señor sobre la base de los sacramentos y un sacerdocio especial.

En este proceso de destilación surgió una tendencia que desde entonces no ha desaparecido de la historia del pensamiento cristiano: la tendencia a realzar lo que se supone esencial de todo el complejo «Iglesia», «Escritura» y «Tradición». Lo más importante históricamente (es decir, lo más efectivo) no fueron tanto las tesis presentadas, las opiniones o las interpretaciones exegéticas, cómo el método y el modo del pensamiento. Los elementos en juego y sus relaciones fueron muy diferentes. Podemos mencionar como nota característica un cierto espiritualismo, muy libre en parte y, a veces, espontáneo. En la teología filosófica del joven y genial conde Pico della Mirandola († 1494), cuya oración fúnebre -con cierto tono de censura- corrió a cargo de su amigo Savonarola, este espiritualismo repercutió peligrosamente: Pico della Mirandola está de tal manera embriagado de la fuerza y dignidad del espíritu y la voluntad del hombre, que sus expresiones ambiguas parecen a veces identificar la redención con la autorredención y la virtud con el conocimiento (el «error socrático»). La idea del logos spermatikós es subrayada con vistas a la unidad de todas las religiones, de tal manera, que no sólo peligra la concepción de la única verdad, sino que también peligra la idea -obvia por demás- del cristianismo como única religión verdadera.

Esta tendencia espiritualista pasó por el cardenal Bessarion (§ 66) y Rodolfo Agrícola y llegó hasta Erasmo. Fue una expresión anticipada del naciente subjetivismo, y ello mediante una forma dogmática peligrosa.

3. De acuerdo con la caracterización apuntada antes (II, 3), es explicable nuestro interés por pasar en seguida a contemplar el Renacimiento y el Humanismo encarnado en personalidades individuales pletóricas de vida, en su actuación, su genio y su figura. Genio y figura que nada tienen de sistemático, consecuente y unitario y sí mucho de arbitrario. Un ejemplo notable fue el fundador de la Academia Platónica de Florencia, el llamado Lorenzo de Médici († 1492), perteneciente a una familia de banqueros florentinos. Este magnate pasó de los negocios pecuniarios a la vida pública y supo rodearse de todos los grandes espíritus y talentos artísticos del tiempo. Hizo de su biblioteca privada la primera biblioteca pública y mandó construir la soberbia Laurenziana según los planos de Miguel Ángel. Conjugó en su persona tantos y tan diversos elementos de orden ideológico, de piedad, poderío, afán de saber y placer tranquilo, que constituyó el mejor espejo del ideal renacentista, y en este sentido resulta imposible definir armónicamente tan confusa multiplicidad de luces y sombras. El hecho de que los futuros papas León X y Clemente VII, hijo y nieto de Lorenzo, respectivamente, crecieran en el seno de aquella corte no dejó de tener su importancia.

4. El Humanismo penetró en Alemania con mayor fuerza en la segunda mitad del siglo XV[21]. Esto dependió del crecimiento experimentado por el humanismo italiano (fecundado por los autores griegos después de 1453), del florecimiento económico de Alemania en aquella época y del consiguiente desarrollo de los colegios (Deventer, Münster, Schlettstadt) y de las universidades[22].El florecimiento del Renacimiento artístico, que en Alemania no dejó de ser cristiano, tuvo lugar a comienzos del siglo XVI[23].

5. Pero el Humanismo no había nacido en suelo alemán. El entusiasmo por la Antigüedad romana, en cualquier caso extranjera y extraña, fue al principio muy retraído, como es fácil comprender. Ni la forma ni el contenido pagano de esta Antigüedad influyeron en Alemania tan directa y, por lo mismo, tan fuertemente como en el sur. En el estudio de la Antigüedad pagana los alemanes no olvidaron tanto como los italianos la absoluta inviolabilidad de la única verdad cristiana, tanto en su doctrina como en sus preceptos morales. La crítica a la Escolástica y a los defectos eclesiásticos nunca fue al principio, incluso en sus momentos más agudos, un ataque radical a los fundamentos ni cayó en el escepticismo paralizante. Tampoco se olvidó la instrucción cristiana. Especialmente en la educación se supo sacar fruto de los nuevos estudios, mejorando los métodos y depurando el lenguaje. Uno de los aspectos del Humanismo alemán más decisivos para la historia de la Iglesia fue que hizo surgir la conciencia nacional con sus múltiples divergencias respecto a Roma (en la lengua, el derecho y la historia). El desarrollo de la Reforma protestante, indudablemente, quedó desde este momento prefijado en buena parte.

6. Ese estilo «sosegado» de renovación espiritual fue cultivado principalmente por el primitivo Humanismo alemán, que floreció a orillas del Rin. Algo más libre fue el círculo de humanistas del sur de Alemania. El joven Humanismo alemán del círculo de Erfurt se tornó abiertamente revolucionario a comienzos del siglo XVI (Mutianus Rufus, † 1526). En él encontramos una vida más liviana, mayor incredulidad y retórica más ampulosa. La crítica no sólo se dirigió contra las irregularidades (reales o arbitrariamente supuestas, o descaradamente exageradas), sino que llegó a convertirse en una hostilidad radical hacia la Iglesia y el cristianismo. A este círculo perteneció durante algún tiempo Ulrico de Hutten (1488-1523). a) Este fue también el terreno abonado del que brotaron las célebres Cartas de los hombres oscuros. Tales cartas surgieron en plena discusión en torno al famoso helenista y primer hebraísta alemán Johannes Reuchlin (tío de Melanchton), que por su decidida intervención en favor de la escritura judía había sido difamado en materia de fe por el antipático y fanático Pfefferkorn, antiguo seguidor del judaísmo (tomo I, § 72). En esta polémica, la hostilidad del sector radical del Humanismo alemán contra la Iglesia llegó a su expresión más extrema. Se evidenció un espíritu de burla tan disolvente y un gusto por la crítica, especialmente contra el monacato y la Escolástica, tan radical y desenfrenado (gusto que adquirió un tono fuertemente aeclesiástico e incluso antieclesiástico), que esta disputa llegó a constituir el preludio inmediato de la Reforma. A base de la burla y tergiversación más descarada, un puñado de espíritus destructivos se erigió ante la opinión pública en portavoz de la modernidad e incluso se granjeó la consideración de los monjes, desfasados y sin esperanza, además de hipócritas e imbéciles. La literatura satírica tuvo profundas repercusiones en la realidad de la vida.

b) Un humanista verdaderamente cristiano fue, en cambio, el erudito abad benedictino Johann Trithemius († 1516), personalidad religiosa irreprochable. Este abad emprendió con verdadero celo reformador la tarea de elevar el espíritu de su monasterio de Sponheim. Al no poder llevar a cabo sus propósitos en dicho monasterio, vino a Würzburgo, al monasterio de Schotten, llegando a ser después abad del mismo (1506). Fue un erudito de amplios conocimientos, si bien tal vez no muy crítico[24]. Sus escritos ascéticos tienen un valor permanente. Pero, aparte esto, también se da en él una rara predilección por las ciencias ocultas de todo tipo, e incluso mucho de superstición y brujería.

7. Desiderio Erasmo de Rotterdam (1466-1536) fue el rey en este nuevo imperio espiritual del Humanismo. Erasmo fue un holandés, perteneciente al Imperio alemán, pero ante todo un europeo. Fue el mayor latinista del Occidente y dio al Humanismo una vigencia universal.

No pueden concebirse sin sus obras ni la historia de la filología, ni la historia de la crítica histórica, ni la historia de la teología. En todos estos campos sus logros fueron decisivos. Erasmo fomentó enormemente la teología con la edición de muchos Padres de la Iglesia, pero, sobre todo, la fecundó básicamente con su enérgica vuelta al primitivo texto griego de la Biblia (que también publicó por vez primera en 1516). Combatiendo durante toda su vida el mecanismo rutinario de la religión (exigiendo una justicia mejor, la justicia interior, y la adoración en espíritu y en verdad) y debelando todo tipo de justicia basada en las obras (si bien a veces en esto fue demasiado lejos, como veremos en seguida), contribuyó a la revitalización de la piedad cristiana, y criticando los defectos de la Iglesia, al mejoramiento de la situación. Su celo por la reforma fue las más de las veces plenamente auténtico.

a) Pero tanto la historia de las sanciones de que Erasmo fue objeto desde comienzos del siglo XVI como el inventario de sus escritos testimonian fehacientemente la dificultad que entraña hacer la valoración correcta y la catalogación adecuada de este gran hombre en el aspecto eclesial. Relativamente más fácil es rechazar por injustificado el juicio extremo, según el cual Erasmo había dejado de profesar la fe católica.

Por otro lado, no podemos pasar por alto los daños que causó a la Iglesia. En la vida de Erasmo, lo mismo que en su doctrina, la debilidad fundamental del Humanismo produjo sus más perniciosos efectos: cierto desinterés por el dogma (y clara tendencia al espiritualismo). Erasmo compartió con la crítica del Humanismo a la Escolástica y su certidumbre conceptual su menosprecio por el dogma fijado taxativamente. Es de alabar, sin embargo, su rechazo frente a la enojosa tendencia de muchos escolásticos tardíos de explicarlo todo teológicamente. Pero Erasmo fue mucho más lejos. Tanto en su vida como en su doctrina se mostró muy interesado por la vida moral y religiosa práctica (aunque luego ni en sus palabras ni en sus obras lograse presentar un ejemplo orientador de ascetismo), pero no se interesó tanto por el dogma y por el fervor y la plenitud de la fe. No negó el dogma ni la Iglesia como institución, pero ni el uno ni la otra fueron para él un motivo determinante. En la lucha de la Reforma, Erasmo se confesó partidario de la Iglesia católica y de su doctrina, pero no puede decirse que viviese de ella. En la década de los treinta pensaba todavía que era posible superar la escisión provocada por la Reforma, si tanto los papistas como los luteranos seguían sus orientaciones. Semejante «a-dogmatismo» acarreó especialmente entonces un debilitamiento de la Iglesia, pues en aquella situación lo que se necesitaba era precisamente una nueva reflexión sobre el centro del dogma y una presentación clara del mismo[25]. Lutero descubrió certeramente la insuficiente vinculación dogmática de Erasmo, aunque al mismo tiempo, en lo relativo al dogma de la gracia, lanzó contra él acusaciones completamente injustificadas. b) Tampoco la piedad de Erasmo fue un modelo de espíritu eclesiástico, pues este gran hombre, con su insólito poder de atraer y repeler distintas fuerzas, estuvo inmerso en la problemática, tan relevante para la historia universal y eclesiástica, de las «causas de la Reforma». A este respecto hemos de afirmar lo siguiente: lo que en el marco de una situación segura y dentro de una evolución tranquila puede resultar tal vez irrelevante, en vísperas de una gran ruptura puede cobrar, en cambio, una importancia decisiva, convirtiéndose incluso en una de sus fuerzas más poderosas.

De hecho, la dificultad de definir exactamente la calidad eclesiástica de Erasmo estriba, en definitiva, en la cuestión del derecho del (punto) medio y, tal vez, hasta mediano o mediocre dentro del mensaje cristiano. Desde el principio de su historia la Iglesia nunca ha tomado partido a favor del rigorismo, sino contra él. Siempre ha mantenido la opinión de que el Señor tiene también preparado el reino para los hombres de categoría espiritual modesta.

Pero la Iglesia tampoco ha renunciado jamás al mandato «¡Ama a Dios sobre todas las cosas!» ni a la salvación que viene de la cruz. Es importante advertir el tratamiento de que fueron objeto en el círculo del Humanismo piadoso los temas de la perfección, del amor Dei, de los consejos evangélicos y del gozo de la oración (Giustiniani). Y se debe considerar, además, que precisamente esta cuestión del «amor a Dios sobre todas las cosas», como mandamiento fundamental para todos los cristianos, fue central en el planteamiento reformador de Lutero. Es entonces cuando el análisis que hemos hecho de Erasmo cobra todo su significado.

Ya hemos indicado que el juicio de valor sobre la piedad de Erasmo ha oscilado notablemente a lo largo de la historia. Hubo personas devotísimas de la Iglesia que celosamente leyeron, veneraron y recomendaron sus obras. Pero precisamente entonces se ve uno obligado a volver otra vez sobre la «medianía» de Erasmo como su principal defecto. Erasmo fue un hombre del centro, pero del centro débil. Ingredientes de esta «medianía» fueron ante todo su indecisión y su repugnancia a comprometerse. Lo ha destacado justamente su mejor conocedor entre los investigadores modernos, Huizinga. Y esto, teniendo en cuenta la situación de la Iglesia y los formidables recursos de Erasmo, constituyó un agravante. Sólo la santidad podía salvar aquella época, no la simple corrección.

La obra y la personalidad de Erasmo son sumamente complejas. No es difícil emitir un juicio claro sobre el puesto que ocupa en la historia de la cultura. La riqueza de sus múltiples y admirables obras no nos permite sino una alabanza superlativa. Pero su figura, considerada dentro de la evolución eclesiástica del siglo XVI, resulta mucho menos clara.

De él tenemos testimonios de una piedad infantil. No es seguro, en mi opinión, que dentro de ella se deba contar su devoción a santa Ana (comprobable a lo largo de toda su vida), a la cual dedicó un «Rithmus iambicus», puesto que él no tuvo gran estima del catolicismo popular[26]. En cualquier caso, tal devoción no representa nada decisivo para un entendimiento tan agudo, sobre todo cuando se atribuye tan escaso valor al simple sentido literal de la Escritura y se intenta un insuficiente alegorismo platonizante de san Pablo, tanto en la oración como en la fe.

Erasmo fue y quiso ser un intelectual en su faceta de teólogo (teólogo que no siguió las huellas de la Escolástica). Estaba en su derecho. Pero, como Lutero, no se resignó a ser un puro biblicista. Ahora bien, mientras Lutero se tomaba en serio las palabras del evangelio tal como aparecían y se sentía responsable de cualquier palabra vana, en el caso de Erasmo era la misma palabra (una palabra aún no vinculante, aun tratándose de la confesión de la fe) la que le incitaba a ir más allá. Erasmo no fue un vulgar escéptico, pero su estilo espiritualista y anti-intelectualista tampoco subrayó con el debido respeto el misterio revelado en su indisoluble racionalidad. Lo que caracteriza toda su persona y su obra es, más que nada, ese estilo ambiguo del Elogio de la locura, esa insuficiencia ingeniosa que, aun dentro de la confesión correcta de la fe, acaba creando la conciencia de que algo no está determinado con exactitud, de que, sencillamente, no es obligatorio.

Erasmo criticó y censuró mucho. Escribió tratados de moral e hizo propuestas para lograr el mejoramiento de la Iglesia. Vivió personalmente con pureza de costumbres. No fue un glotón. Se entregó apasionadamente al trabajo espiritual durante toda su vida. Pero Erasmo no fue propiamente un héroe moral y religioso. No anduvo ramplonamente a la caza de prebendas, pero la fama de su nombre (y anteriormente la conciencia del valor de su saber y de sus puntos de vista), buscada de modo nada ingenuo, sino totalmente consciente, se constituyó en el centro de su pensamiento. En ocasiones mendigó el dinero de los ricos y de los príncipes de manera no muy digna. A menudo se sintió inseguro y jamás se atrevió a poner en juego su fama y su vida por defender un ideal o a sus amigos. No nos da la sensación de una certidumbre decidida y vigorosa, como tampoco de una armonía sistemáticamente estructurada. Le caracteriza la indecisión. Esto constituye una dificultad a la hora de reconocer su justo valor. Para ser objetivos con él, no debemos olvidar que su infancia de hijo ilegítimo fue dura y sin amor, que se le obligó a abrazar la vida conventual y que durante toda su vida fue un hombrecillo tímido y débil, de constitución poco robusta. Pero para un genio como Erasmo, dados los grandes problemas universales en los que se vio implicado y a la vista del papel dirigente que desempeñó en el campo teológico, no era suficiente una vida religiosa, no bastaba con rezar una oración. Esto merece a lo sumo -ya lo hemos dicho- el calificativo de «correcto». Como escala de valores se imponen aquí las categorías de plenitud y de fuego abrasador. Es legítimo y necesario preguntarse por el fervor de su fe. Desgraciadamente, uno no lo encuentra. Erasmo no perteneció al grupo de los grandes hombres de oración o de fe ardiente.

c) En Oxford, por mediación de John Colet (1467-1519), discípulo de Marsiglio Ficino, consejero espiritual de Tomás Moro y crítico de la piedad popular, conoció Erasmo el moralismo cristiano y se entusiasmó por los dos elementos que caracterizan su teología: el estoicismo de Cicerón (que generalmente se califica de platónico) y el Nuevo Testamento. A diferencia de la vituperada Escolástica tradicional, se trataba de una teología expresada en términos nada abstractos, de gran variedad y vitalidad (y pertrechada, además, de un formidable conocimiento de los antiguos Padres). Por la conjugación de la Antigüedad y el cristianismo debía lograrse un renacimiento del segundo.

d) El resultado de esta conjunción fue una pluralidad difícil de captar. Lo que Erasmo subrayaba un día con fuerza, no lo sostenía al día siguiente con la misma seguridad. Volvemos a advertir, una vez más, que en su núcleo más íntimo Erasmo fue adogmático. No le iba bien la tajante certidumbre del dogma, la doctrina fijada de una vez para siempre, que alimenta nuestro espíritu.

Su teología no fue tampoco expresión de un pensamiento sacramental. Resulta, de hecho, muy difícil de demostrar que el sacerdocio particular del presbítero Erasmo llegase a adquirir la plena dignidad que le reconoce la fe católica. Tanto es así, que esa acentuación (central en el cristianismo) de una justicia mayor, interior, y de la adoración en espíritu y en verdad, si se toma en sentido exclusivo y se separa del culto sacramental, desemboca fácilmente en una concepción moralista o espiritualista del mensaje cristiano. Y esta concepción fue la que se introdujo e inició en parte con Erasmo. Sus requerimientos a vivir del espíritu y a imitar la vida de Cristo no fueron entendidos en el sentido pleno de Pablo, sino más bien (de manera semejante a los apologistas del siglo II) quedaron debilitados dentro de un contexto moralizante. Su contenido se centró en llevar una vida piadosa y moral, acompañada de una cultura devota adecuada, pero ésta no siempre fue lo bastante profunda como para pronunciar un claro a Cristo y a toda la Iglesia y un claro no a todo lo no cristiano. Se ha dicho, y con razón, que con Erasmo no se llega a la realización de una religiosidad seria en medio del mundo, sino a un ascetismo secularizado, para el cual la independencia del erudito en su mansión está por encima de todo (Iserloh). El tono más edificante del último Erasmo tampoco difiere esencialmente de lo dicho. A pesar de su catolicismo ortodoxo, no dio con la afirmación redentora y liberadora de todo el dogma como confessio, es decir, con la afirmación de la Iglesia, que nos transmite la fe y la redención.

e) Tal simplificación trajo consigo un tremendo empobrecimiento de la predicación cristiana en el sentido indicado. Pero la amenaza mayor, el peligro de la disolución interna, consistió en que esta religión fue presentada como más o menos idéntica con cualquier otra religión o moral sincera que haya existido. La severa antigüedad representada por un Cicerón o un Séneca no sólo apareció emparentada pasajeramente con el cristianismo, sino que acabó identificándose propiamente con él, al ser fuertemente subrayada la idea del logos spermatikós. Llevadas a sus últimas consecuencias, estas tendencias desembocaron en concepciones que afectaron el corazón del cristianismo. No fue Erasmo quien sacó estas consecuencias; más aún, las evitó gracias a su confesión católica ortodoxa. Pero llegaron los ilustrados del siglo XVIII y, remitiéndose a él, sacaron las conclusiones lógicas de todas sus premisas, premisas que él mismo había establecido abundantemente, pero sin indicar las posibles defensas.

f) Como fruto positivo quedó la seria profundización personal de la actividad religiosa exigida por Erasmo. Con frecuencia Erasmo supo encontrar palabras conmovedoras para sus argumentos. Por medio de ellas, una personalidad tajante podía haberse presentado legítimamente como modelo a seguir. Erasmo no. Le faltó la realización de las categorías cristianas: la vida desbordante, la fe de Juan, el saberse edificado en la cruz de Cristo como Pablo, y todo ello en la medida que le hubiera correspondido dado el poderío de su formidable genio, la capacidad de su lenguaje y la tarea propia de la situación histórica. Erasmo fue un genio. Fue teólogo. En orden a la situación espiritual del mundo fue, sin duda, el especialista de la discusión de su tiempo. Debiera haber sido el genial controversista capaz de congeniar con Lutero. Su actitud religiosa ante el evangelio fue correcta. Pero no alcanzó su plenitud religiosa, como tampoco pudo arrogarse la prerrogativa del primitivismo. Por eso Erasmo fue un expositor correcto de la doctrina católica desde fuera, no su proclamador profundo, ardiente y carismático. Su independencia interior frente a las tesis dogmáticas católicas y su visión de las posibilidades de reforma implícitas en ellas le dieron la oportunidad de comprender la postura de Lutero sin tener que sostener sus tesis. Pero no se apresuró a comprender el verdadero núcleo de la Reforma.

También su tipo de crítica a las calamidades de la Iglesia infunde desconfianza. Nunca se expresó en el tono religioso que encontraremos en un Savonarola o en un Adriano VI. Exageró sin medida los defectos existentes, para sacarlos después a la luz en son de burla y sarcasmo (en lugar de condolerse de ellos). Para los valores religiosos que todavía se daban en abundancia, y especialmente para los de la piedad popular, no tuvo comprensión ninguna, a pesar de su devoción a santa Ana, a la que ya nos hemos referido. Se afanó excesivamente por liberarse de la «carne» (por «descorporizarse»; Alfons Auer), mientras que su espiritualización, como ya hemos dicho, no sobrepasó la alegoría ni alcanzó la plenitud exigida por san Pablo. Sólo más tarde, la tempestad reformadora abrió los ojos al gran humanista para ver el peligro que encerraban muchas de sus expresiones. Entonces confesó que, si hubiera previsto los efectos, no habría empleado tales expresiones.

Su vida mostró, finalmente, hasta qué punto el dogma y el sacramento fueron extraños a su más honda intimidad. Erasmo fue sacerdote, pero así como los sacramentos rara vez aparecieron en sus exposiciones y raramente celebró la misa, también se despidió de esta vida sin sacramentos.

g) Especial crítica merece lo que podríamos llamar el principio bíblico de Erasmo. Este principio encierra un auténtico peligro para la unidad de la doctrina cristiana. Como tantas veces al interpretar a Erasmo, también aquí lo decisivo es distinguir, de una parte, la corrección de su confesión católica, y de otra, lo que supone vivir y pensar desde la plenitud del catolicismo. No cabe duda de que Erasmo reconoció la Iglesia y su magisterio como instancia suprema en la interpretación de la Escritura y se mostró dispuesto a someterse a sus decisiones. Pero de la praxis de su método exegético-filológico se deduce que quien decide como experto es, en definitiva, el docto lingüista. El católico Erasmo desconoció el principio bíblico de los reformadores. Pero a su vez lo preparó. Sus mismos contemporáneos advirtieron la relación entre la exégesis erasmiana y el principio bíblico de la Reforma.

h) El influjo de Erasmo fue universal. Sin él es inconcebible la vida espiritual de los siglos XVI, XVII y XVIII. Por el rasgo individualista de su actitud espiritual y de su religiosidad, por la edición del Nuevo Testamento griego, por su crítica textual de la Biblia y por su crítica muchas veces destructiva contra la Iglesia, Erasmo constituyó, además, una de las causas más inmediatas de la Reforma.

Naturalmente, dada su actitud teológica fundamental, tuvo por fuerza que chocar con ella en puntos decisivos. Erasmo subrayó la fuerza propia del hombre, su voluntad, su inteligencia. De acuerdo con la tradición católica, sostuvo la cooperación de la gracia divina y la voluntad humana en el proceso salvífico. Por desgracia, tampoco en esta cuestión particular fueron uniformes sus expresiones. Por una parte dijo que la «Filosofía de Cristo», a la que denominó renacimiento (Jn 3,3), «no es otra cosa que una renovación de la disposición natural, de suyo ya bien dotada». Pero en su escrito «Sobre el libre albedrío» se separó claramente de Pelagio e incluso de Duns Escoto, atribuyó la mayor parte (incluso de los méritos) a la gracia de Dios y exigió que el hombre no se gloríe del bien que hay en él. Por supuesto que con buen sentido católico se opuso a no ver en el hombre más que pecado. En su famosa réplica De servo arbitrio, Lutero caricaturizó injustamente las tesis de Erasmo.

8. Frente al peligro que para el dogma y para la Iglesia suponía la actitud de espíritus como Erasmo, la misma Iglesia no tomó ninguna medida[27]. Hecho profundamente significativo para aquella época, en la que muchos jerarcas eclesiásticos estaban en la práctica tan enredados en la confusión teológica que no tomaban a mal a los cultos, los eruditos, los sabios y los poetas el que en sus obras pusieran en peligro los fundamentos mismos del ser de la Iglesia, o también ni siquiera atisbaban el peligro que les amenazaba. El relativismo debilitador («la tibieza» de que habla el evangelio) había penetrado profundamente en la misma Iglesia. Se echaba encima el peligro de una descomposición general desde dentro. El influjo efectivo de Erasmo fue también por esta dirección.

Visto desde esta perspectiva, el tremendo golpe de la Reforma, que escindió el Humanismo en dos y obligó a muchos hombres de Iglesia a despertar de su despreocupación humanista, de su indiferencia relativista y de su sobrevaloración de la cultura frente a la fe, forzándoles a ponerse en actitud de vigilia, cobra una significación estremecedora y positiva en la redención obrada por Cristo y dentro del plan salvífico de Dios.

Notas

[21] Los primeros gérmenes prendieron en la cancillería del Estado de Praga bajo el reinado de Carlos IV (1347-1378). Allí vivieron Rienzo y Petrarca y, de 1442 a 1450, Aeneas Silvio Piccolomini (posteriormente papa con el nombre de Pío II).

[22] Las universidades de Praga, Heidelberg, Viena e Ingolstadt, que en conjunto se caracterizaban por el espíritu de la baja Edad Media, se vieron también fecundadas por el primitivo Humanismo.

[23] Aquí hemos de citar en primer lugar a Alberto Durero († 1521), el representante más completo del Renacimiento alemán, y, junto a él, a otros maestros de Nuremberg, como, por ejemplo, Peter Vischer, Veit Stoss, etc. En cambio, la piedad popular se expresó con más fuerza en las obras de Matías Grünewald (? 1525) o Tilman Riemenschneider (? 1531). No obstante, en estos artistas pueden advertirse también influencias de la llamada pre-reforma, por ejemplo, de Wesel Gansfort (§ 67).

[24] De todas formas, a sus contemporáneos les pareció su saber tan gigantesco, que su fama de «luz del mundo» (expresión de Hegius con ocasión de una peregrinación que hizo para verle) superó con mucho a la del Cusano.

[25] Cf. anteriormente, pp. 74s y luego p. 78, sobre la falta de claridad en el campo teológico.

[26] Sólo a los principiantes concedió Erasmo apoyarse en lo sensible.

[27] Únicamente la Facultad Teológica de París condenó en 1527 treinta y dos proposiciones concernientes al castigo de los herejes, que Erasmo rechazó justamente como anticristianas.

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