conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Período segundo.- La Escision de la Fe. Reforma, Reforma Catolica, Contrarreforma » Capitulo segundo.- La Reforma Catolica » §85.- Caracterizacion General

I.- Los Inicios de la Reforma en el Siglo Xvi

1. La reforma católica del siglo XVI de la que ahora vamos a hablar, la que habría de tener éxito, brotó de raíces intraeclesiales autónomas; fue una realización católica positiva, no provocada por el ataque protestante. Demostración: prescindiendo incluso de los fenómenos de renovación de la baja Edad Media entre el clero secular y regular y en el campo de la piedad popular (fenómenos que, a pesar de sus defectos, sembraron en muchos lugares ignotos la semilla de una futura cosecha), los primeros focos de los que brotó la reforma católica en un proceso lógico de crecimiento se dieron cronológicamente antes de la Reforma protestante. Otros factores, a los que también esencialmente se debió el renacimiento interno de la Iglesia, aparecieron con independencia de la Reforma (san Ignacio y su Compañía, santa Teresa de Jesús; §§88 y 92). Los resultados de la reforma católica no sólo fueron de tipo negativo, defensivo, sino también, y en su mayor parte, de tipo positivo, constructivo: el renacimiento de la piedad católica.

2. Es cierto que junto a esta primera raíz, como hemos podido ver hasta la saciedad, la obra de reforma interior de la Iglesia durante el siglo XVI también tuvo una segunda raíz, muy profunda, en el ataque protestante. Buena prueba de ello nos da el capítulo entero de las «Causas de la Reforma», causas que habían hecho históricamente inevitable la protesta reformadora. La -para nosotros incomprensible- resistencia intraeclesial, y especialmente curial, a esta reforma vitalmente necesaria (¡el Concilio!, § 89) da a esta prueba un peso todavía mayor. El ataque protestante despertó muchas fuerzas católicas improductivas, provocó y aceleró la reforma católica, la mantuvo constantemente alerta y en algunos aspectos hasta le señaló la dirección que debía tomar. La amenaza de ruina era inminente, y el impulso vital católico reaccionó. En el Concilio de Trento este efecto recíproco es palpable.

3. Dicho impulso vital no es, en el fondo, más que la fuerza de la santidad interior de la Iglesia, que ésta no puede perder; es el auténtico suelo nutricio de toda renovación eclesial, el supuesto por antonomasia de su nacimiento y eficiencia. Como en todos los momentos cruciales de la historia de la Iglesia, también ahora esta fuerza se manifestó en una acentuación nueva y más poderosa de la ascética. Frente al proceso de mundanización se reaccionó con nuevas exigencias y realizaciones de mayor perfección. La palabra ascética debe tomarse aquí en su sentido más amplio y profundo. Así, se llevó a la práctica una theologia crucis católica, con todo el rigor de la expresión y sin mixtificaciones espiritualistas. Una theologia crucis, eso sí, que también conocía al victorioso Resucitado. Debemos, no obstante, admitir que, cuando se logró difundir ampliamente la reforma, otra vez el sacramento -por otra parte bien asegurado doctrinalmente- no fue asimilado plenamente por la espiritualidad[2] mientras que el moralismo tuvo más oportunidades. Igualmente no debemos olvidar que, dada la desolación religiosomoral que desde principios del siglo XVI había ido extendiéndose progresivamente, sobre todo en Alemania, la tarea se planteaba en términos tan elementales, que a menudo (e incluso durante mucho tiempo) no se pudo hacer otra cosa que contentarse con las exigencias más rudimentarias. La necesidad más imperiosa era, otra vez, la instrucción primaria y la praxis elemental, únicas capaces de atajar el desenfrenado desorden.

No obstante, en los círculos creadores de determinadas personalidades, la transformación revistió un carácter distinto y, según sus diferentes planteamientos, llegó pronto a alcanzar unas cotas de verdadero heroísmo de fe. Lo veremos en seguida.

En plena época del Renacimiento, y frente a la crítica a menudo irreligiosa y laxa de los humanistas, se propuso desde el principio este programa: no criticar a los demás, sino mejorarse a sí mismo; no modificar las instituciones eclesiásticas, sino a sus representantes. El mal residía sobre todo en la mundanización del clero. Por ello, el primer lema de la renovación católica había de ser la reforma del clero.

Y, una vez más, también hemos de tener en cuenta en nuestro análisis la realidad de la communio sanctorum: la gran literatura y los respectivos círculos ascético-místicos, las congregaciones formadas en torno a la idea del «amor divino», de los nuevamente ensalzados «consejos evangélicos» y de los «gozos de la vida de oración» (Giustiniani), fueron como una corriente de vida sobrenatural que volvió a fecundar la tierra agostada y reseca.

4. A pesar de las reservas apuntadas y de otras diferenciaciones que aún hemos de señalar, puede decirse que el éxito de la obra reformadora fue extraordinariamente grande, pero muy distinto en los diversos países. Con lo cual se puso de manifiesto, y de forma impresionante, la importancia que la organización eclesiástica reviste para la vida religiosa. Buena prueba de ello nos ofrece la distinta evolución de la reforma católica en Alemania, por una parte, y en Italia y España, por otra. Al sur de los Alpes la mundanización general había llegado mucho más lejos que en Alemania; la curia y el Sacro Colegio Cardenalicio habían sucumbido a ella en la escandalosa medida que ya conocemos. Y, sin embargo, resultó que la renovación religiosa católica en Alemania avanzó mucho más lentamente que en Italia y, en su mayor parte, tuvo que ser llevada a cabo por fuerzas extranjeras. Aclararemos parcialmente estos aspectos:

1) A pesar de toda la mundanización, los italianos, en líneas generales, habían mantenido intacta la Iglesia con sus instituciones, la autoridad establecida por Dios y los medios objetivos de la gracia. En cambio, en Alemania la actitud personal-subjetiva imperaba en el campo de la piedad. Por supuesto que esta actitud «personal-subjetiva» no debe entenderse como simple des valorización. Es verdad que tal actitud, menos vinculada a la autoridad, se expresaba también en una religiosidad preferentemente alitúrgica, con su fe masiva en los méritos. Pero este tipo de piedad también se daba en los países del sur, y con harta radicalidad. Por otra parte, la piedad de los alemanes siempre se ha caracterizado por esa mayor seriedad de que habla Clemente María Hofbauer. No obstante, lo decisivo fue la preponderancia de lo personal, ya que en Alemania la autoridad eclesiástica, representada por la Roma extranjera, había sido en parte desdeñada más enérgicamente que en el sur. Pues los representantes de la jerarquía eclesiástica en Alemania se habían atenido tan exclusivamente a su papel de príncipes, que representaban una autoridad eclesiástica muy imperfecta y de ningún modo atrayente.

2) Una segunda razón: la Reforma anticatólica había ganado para su causa la mayor parte de las fuerzas de la nación; el catolicismo se había agotado en una actitud defensiva, poco segura de sus objetivos; quedaban disponibles muy pocas fuerzas positivas y apenas nada creadoras. Por eso, desde el punto de vista religioso y católico, Alemania estaba mucho más agotada que España, Italia e incluso Francia.

3) A todo esto se sumó a mediados de siglo, como causa inmediata de la debilidad religiosa de Alemania, una inconcebible escasez de sacerdotes, debida en parte a la múltiple confusión que siguió a la Reforma. Y dentro de este presbiterio diezmado, el nivel religioso y moral (por no hablar del nivel teológico) decayó terriblemente. La obra reformadora de los sacerdotes alemanes formados en el Sur (germánicos) y de los sacerdotes extranjeros exigió intervenciones heroicas en una especie de guerra de guerrillas cotidiana y agotadora, con el agravante de encontrarse en una situación con los años cada vez más deteriorada y sin salida. Muchos informes de los visitadores de fines de siglo hablan de esta situación con acentos sobrecogedores.

5. A esto respondía una autoconciencia eclesiástica respectivamente muy distinta en el norte y en el sur de Europa. Fue un factor que constantemente hemos subrayado como decisivo para la evolución de los acontecimientos. En Alemania, la situación de los católicos tras el ataque de Lutero fue muy similar a la de un ejército atacado por sorpresa. Es cierto que se reagruparon algunas fuerzas y comenzó a afianzarse una fidelidad a la Iglesia a veces admirable. Pero la labor efectiva no pasó de ser durante mucho tiempo meramente defensiva, falta de visión global, con más celo que clarividencia y precisión. Faltó esa gran conciencia de sí mismo, esa seguridad en sí mismo que procede de las propias energías en reserva. Además, la curia decepcionó a muchos de sus defensores más fieles. En 1538, el obispo auxiliar de Freising, Marius, precisamente por esta decepción, después de haber dedicado la mayor parte de su vida a la lucha contra la Reforma, no abrigaba esperanza alguna de salvación. El cabildo catedralicio de Basilea también contaba expresamente con la victoria definitiva de la Reforma. Y Cochläus y Eck, al final de una vida entregada a la Iglesia, nos legaban unas frases llenas de resignación y desaliento (§ 90).

¡Cuán distinta la situación en el Sur! Al menos en los círculos rectores de la Iglesia, el papado y la curia. Es cierto que hasta los años treinta, y por lo que atañe a Paulo III y Julio III incluso hasta los años cuarenta y cincuenta, se tuvo muy poca conciencia de los peligros que amenazaban a la Iglesia con la Reforma, y sólo muy insuficientemente se comprendió la seriedad de la lucha religiosa, de la fe y la oración de la parte contraria. Al principio, para León X la cosa no fue más que querella de frailes; de estas querellas acostumbraba él reírse en sus representaciones teatrales. Después, la causa de la fe fue sacrificada de hecho a consideraciones políticas partidistas (Federico el Sabio, candidato imperial de la curia, § 81). Finalmente, se creyó que con la condenación solemne se había arreglado todo. El pontificado de Clemente VII fue, otra vez, un pontificado puramente político. También este papa minimizó tanto el peligro eclesiástico y religioso que amenazaba en el Norte, que se alió con Francia y Milán contra el emperador y obligó a éste a interrumpir la represión de los innovadores. Clemente VII obró de la misma manera que el católico rey de Francia: por razones puramente políticas y con miras egoístas, sólo que de forma mucho menos consecuente. Incluso mucho después de que en la curia se hubiese efectuado un cambio de actitud, todavía Paulo III sucumbió al mismo espíritu, cuando a mediados de enero de 1547 retiró repentinamente sus tropas -a las que ciertamente sólo había contratado por medio año- de la batalla de Esmalcalda y se alió con los franceses. El provecho fue, naturalmente, para el luteranismo. El viraje político del papa significó entonces casi tanto como un salvavidas para la innovación eclesiástica.

6. Pero, una vez más, este trágico cuadro no debe llevarnos a ignorar la otra cara, realmente grandiosa, de la situación. La naturalidad con que en aquel terrible desmoronamiento los jefes de la Iglesia y los defensores teológicos clarividentes mantuvieron su fidelidad a todo lo esencial de la tradición y la naturalidad de su fe ciega en la inconmovilidad de la Iglesia no dejan de ser conmovedoras. Aun en los círculos italianos más profundos y serios, que tenían plena conciencia de la gravedad de los defectos de la Iglesia y conocían verdaderamente el protestantismo, como, por ejemplo, el círculo del cardenal Contarini, faltaba casi por completo la sensación de que el palpable peligro existente pudiera siquiera hacerse realidad. Muchos llegaron a expresar con rasgos vigorosos y hasta gruesos el sentimiento de que la Iglesia estaba muy mal, cuando su cabeza (= León X), en vez de pensar en remediar la necesidad del rebaño, se divertía con el juego, la música, la caza y las bufonadas (Tizio de Siena). Algunos sermones de la época del primer período del Concilio de Trento abundan en este sentimiento.

Y, sin embargo, lo que predominaba en las conciencias era la convicción espontánea del carácter inconmovible de la Iglesia[3]. Cabría decir que esta firmeza y seguridad inquebrantables fueron las que salvaron la vida de la Iglesia. Así se demostró de forma apabullante en el siglo siguiente. Cuando los jefes protestantes de toda especie, incluidos Calvino y su Iglesia, habían empleado toda la fuerza de que disponían, cuando su obra comenzó a padecer bajo las destructoras acusaciones de herejía en su interior, entonces la Iglesia, de la que se decía que estaba muerta, surgió con nuevas fuerzas. La Iglesia no sólo sobrevivió al ocaso de toda una época, sino que, en medio de este ocaso universal y al través de él, volvió a crear obras grandiosas. Partiendo de gérmenes minúsculos, la Iglesia fue capaz de crear dos siglos de santos. Acaso nunca como entonces se ha demostrado tan espléndidamente la fuerza interna e imperecedera de la Iglesia. La fidelidad invariable a todo lo esencial de la tradición estuvo también visiblemente justificada.

7. Todo esto no deja de ser verdad, aunque tengamos que recordar insistentemente que esta grandiosa reforma intraeclesial no llegó ni con mucho a atajar los defectos de la Iglesia, especialmente sus causas en el alto clero, ni fue capaz de facilitar a los fieles católicos en la medida necesaria y posible la predicación del Crucificado y de la fe en él según su santa palabra. En la revolución eclesial muchas veces no se vio más que error. Se prestó demasiada poca atención a las preguntas auténticas planteadas por la Reforma. Los que las atendieron, como, por ejemplo, Seripando o Contarini y unos cuantos más, que leyeron con un sentido nuevo la carta de Pablo a los Romanos, fueron una minoría.

De parte de los innovadores ocurrió lo contrario (motivado en buena medida por la falta de comprensión de los católicos). Se adoptaron posturas de endurecimiento y ofuscación. No se advirtió cómo en la antigua Iglesia los objetivos fundamentales que ahora se perseguían estaban en su mayoría abiertamente asegurados y, por otra parte, cómo ciertas tesis teológicas estaban esperando una interpretación precisa que permitiera descubrir bajo su caparazón el núcleo de la auténtica verdad evangélica.

Notas

[2] Cf. § 75, III.

[3] Con todo, algunos llegaron más tarde a tener una fuerte sensación del peligro: en 1563 el cardenal Capri creía ver ya próximo el entierro de Roma.

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