conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Período segundo.- La Escision de la Fe. Reforma, Reforma Catolica, Contrarreforma » Capitulo segundo.- La Reforma Catolica » §85.- Caracterizacion General

II.- El Papado y la Reforma Catolica

1. Si exceptuamos al papa Adriano VI (§ 87), el papado no tomó parte alguna -como ya hemos visto- en los principios de la reforma católica. Hasta la destrucción de la Roma renacentista en 1527 (sacco di Roma, § 86, 7) no se dio el presupuesto negativo para la colaboración de los papas. Con Paulo III, procedente de los medios renacentistas, tan dudosos en el aspecto moral (las relaciones de su hermana Julia con Alejandro VI), dicha colaboración se inició por fin, y algunas de sus iniciativas fueron decisivas para la posteridad: el Concilio de Trento, la confirmación de la Compañía de Jesús. Comparados con todas las demás fuerzas que produjeron algunos extraordinarios frutos y crearon y extendieron la múltiple y fructífera atmósfera de la renovación católica, estos dos factores -Trento y los jesuitas- revistieron una extraordinaria importancia. Por fin, el papado llegó a ser el centro principal de la restauración interna con Paulo IV desde 1555 (aunque precisamente él, por su guerra contra España y sus medios despóticos, causó enormes perjuicios a la causa de la reforma eclesiástica).

2. Y sucedió ahora como en la Edad Media, en que los movimientos renovadores de la religión e impulsores de la historia nunca partieron directamente del papado, y mucho menos de la jerarquía episcopal, sino de círculos no tan elevados de la communio fidelium (Cluny, cistercienses, Ordenes mendicantes, §§ 47, 50, 57). Y, también ahora como entonces, los nuevos movimientos desplegaron sus más profundas energía para bien de toda la Iglesia y adquirieron su organización estable precisamente mediante su vinculación al pontificado y bajo su dirección.

3. Las fuerzas que impulsaron a la realización de la reforma católica fueron de muy diverso tipo; los partidos reformadores, múltiples. Pero si exceptuamos a los que adoptaron una actitud de algún modo «liberal» o francamente inclinada a la heterodoxia (como algunas direcciones del evangelismo, § 86), es decir, si nos ceñimos a los que participaron directamente en la regeneración interna del catolicismo, las notas características comunes a todos ellos fueron: la adhesión plena a la Iglesia y el sometimiento a su autoridad. De ahí que excluyamos el humanismo de tipo erasmista tomado en sí mismo[4]:: su religiosidad cultural-individualista era una pálida sombra de catolicismo, en ella la auténtica actitud católica estaba hasta cierto punto quebrantada. Pues bien, dentro de ese fundamento común, los partidos reformadores ofrecieron todo el abanico de las posibilidades católicas: desde la actitud de tipo conciliarista de los humanistas eclesiásticos (incluido el partido de la expectación, § 90), desde la actitud de Paulo III, oscilante entre su mundanalidad personal y su peligrosamente lábil situación, por una parte, y su celo ministerial religioso-eclesiástico, por otra, y desde la severa actitud teórica de los impugnadores teológico-literarios de Lutero, hasta la laboriosidad polifacética de los jesuitas y hasta la severidad rigorista de la Inquisición. El cardenal Sadoleto, por ejemplo, exigía que contra los innovadores sólo se aplicasen medios pacíficos, y el cardenal humanista Contarini, en su manifiesto de reforma (una muestra de la muy abundante literatura en este campo), en el cual censuraba sinceramente los defectos de la Iglesia, exigía simplemente el retorno a una vida cristiana. En cambio, el papa Paulo IV se pronunció a favor del tormento sin consideración alguna. En la piedad pueden distinguirse dos tipos: la piedad mística (en cierta manera los pequeños círculos de los oratorios, §§ 86 y 92, y algunos ermitaños; santa Teresa y la mística española) y la piedad activista (san Ignacio y su Compañía).

4. Para la comprensión histórica de estos hechos es de especial importancia advertir que la reforma interna de la Iglesia no logró triunfar sin graves entorpecimientos por parte de la misma Iglesia y numerosos retrocesos. En 1555, Ignacio de Loyola aún hablaba en términos radicales y sumarísimos de la necesidad de reformar el papado y la curia. Expresiones de san Pedro Canisio y de algunos proyectos de reforma -en la década de los setenta- suenan como si hasta entonces en orden a la reforma nada se hubiera conseguido. Estos retrocesos no fueron otra cosa que nuevos brotes del espíritu renacentista, aún no superado, del espíritu de la política y del juridicismo existente dentro de la Iglesia. Aquí puede comprobarse hasta qué punto el «mundo» había carcomido la médula del catolicismo.

a) El centro de la resistencia fue, ante todo, la política familiar e internacional de los papas, así como la oposición de la curia al anhelado concilio, cuyas esperadas reformas eran extraordinariamente temidas por los empleados curiales[5]. El espíritu renacentista hizo que al principio no se viese en absoluto el peligro; he ahí la causa de que no se entendiese el animoso celo de Adriano VI, sino que se le opusiera resistencia; de que en 1534 aún pudiese ser elegido papa un hombre como Pablo III; de que el propio Paulo IV, el más riguroso entre los rigurosos, rayase en un indigno nepotismo. He ahí también la causa de que pudiese ser elegido papa en 1550 un hombre de tan mala fama moral como Del Monte (Julio III) y de que incluso el papa más importante del último período del Concilio de Trento, Pío IV (1559-1565), fuese personalmente un hombre de vida mundana.

b) Esta misma impresión de que el mal era poco menos que inextirpable nos da la vida que llevaban muchos cabildos catedralicios católicos nobles de Alemania y un gran número de obispos polacos y franceses, un tanto tibios y no irreprochables moralmente, en la década de los años sesenta y aún mucho más tarde. En muchos lugares, la conducta moral relajada y poco eclesiástica era tal que parecía como si la Reforma protestante nunca hubiera existido y como si la Iglesia, dividida desde hacía mucho tiempo en dos mitades, no luchase por sobrevivir y no estuviese, precisamente entonces, a punto de fenecer. Disponemos de una ingente documentación que corrobora estas afirmaciones. Así se comprende cuán poco se había conseguido aún con la reforma radical - aunque salvadora- del Tridentino y cuán enorme era la tarea que debía llevarse a cabo en los tiempos siguientes para conseguir su implantación.

c) Por desgracia, esta debilidad no quedó definitivamente superada pasado el siglo XVI. Urbano VIII (1623-1644) se preocupó ante todo del esplendor principesco de su propia familia (la familia Barberini) y demostró una dedicación sospechosamente intensa a los preparativos de guerra (construcción de fortificaciones, fábricas de armas, fundición de cañones). ¡Nada digamos de Inocencio X (1644-1655) y de los dos Olimpia! Este mismo espíritu siguió viviendo también en las curias episcopales de los obispos príncipes alemanes y de los «Grandseigneurs» episcopales de la corte francesa. Incluso llegó a sobrevivir el ancien régime; bajo el gobierno de Napoleón, toda una serie de cardenales participaron de tal manera en la vida de la corte, que ninguno de ellos hubiera podido siquiera pensar que su propia cabeza, el papa de la Iglesia universal, hubiese sido hecho prisionero por el mismo usurpador político cuya corte ellos frecuentaban. El propio Pío VI (1755-1799), de gran pureza de costumbres, sucumbió escandalosamente al nepotismo en sus buenos años, antes de convertirse en el gran mártir y desterrado de Valence.

5. La restauración interna de la Iglesia durante los siglos XVI y XVII se presentó, pues, como un complejo proceso de crecimiento. Desde el principio, las fuerzas de la restauración intraeclesial se entremezclaron con las de la Contrarreforma (§ 90), de tal manera que precisamente las fuerzas decisivas de la una llegaron a ser también factores decisivos de la otra (los jesuitas y el papado). Pero, además, el mismo proceso de la reforma interna se apoyó en múltiples fuerzas -ya de suyo entrecruzadas- de diversos centros. El solar más fructífero de la reforma católica fue, sin duda alguna, España (§ 88). España e Italia intervinieron de diferente forma en la puesta en marcha de la reforma católica. Pero en Italia, junto a los propios obispos, laicos y sacerdotes, ejercieron gran influencia las fuerzas españolas, aun mucho antes de que el centro religioso-eclesiástico, el papado, participase decisivamente en la transformación. El papado, a su vez, llevó después a cabo la reconstrucción valiéndose en su mayor parte de las fuerzas españolas de la Compañía de Jesús.

6. Para hacer patente la mutua relación de las distintas fuerzas y la consecuencia de la implantación de la reforma católica, trataremos las cuestiones en tres apartados: 1. El movimiento reformista católico autónomo. 2. La Contrarreforma. 3. La coronación de toda esta obra (los santos; y, además, el arte y las misiones). En el primer apartado (la labor reformista católica autónoma) expondremos en primer lugar la génesis de estas fuerzas (§ 86); después, la realización de la reforma llevada a cabo por la Iglesia con ayuda de tales fuerzas (§ 87ss).

7. Pero, antes de pasar adelante, hemos de señalar una importante limitación del valor de la reforma católica interna. Consiste tal limitación en que dicha reforma, desviándose de uno de sus puntos de partida esenciales (fuerte participación de los laicos), evolucionó decididamente hacia formas de piedad propias de las órdenes religiosas. Las creaciones de san Felipe Neri, de los capuchinos y de san Francisco de Sales complementaron notablemente tal limitación, pero no llegaron a eliminarla.

Notas

[4] Para hacer el inventario detallado es preciso distinguir si era el Humanismo como tal el que constituía una fuerza reformadora de la Iglesia o si más bien se trataba de hombres reformadores no comprometidos que también tenían intereses humanistas; a este grupo pertenecen los cardenales Pole y Seripando; también el cardenal Cervini, aunque éste no como uno de los conciliadores.

[5] Un detalle significativo de este espíritu fue el hecho de que la simple noticia de la convocatoria del concilio trajo como consecuencia inmediata la brusca caída de los precios que se pagaban por la compra de puestos curiales.

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