conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Período segundo.- La Escision de la Fe. Reforma, Reforma Catolica, Contrarreforma » Capitulo segundo.- La Reforma Catolica » §87.- Realizacion de la Reforma: el Papado en la Primera Mitad del Siglo XVI

II.- El Giro Decisivo Bajo el Pontificado de Paulo III

1. Al hablar de la cooperación del papado en la reforma interna de la Iglesia durante el siglo XVI y de la reforma del papado mismo, es necesario medir bien el alcance de las palabras. Aquí, salvo de forma incoativa, la reforma tardaría todavía mucho tiempo en llegar al ámbito propiamente religioso, y en especial al ámbito de la santidad. En primer lugar se trataba de superar el predominio exclusivo de las fuerzas mundanizadas en la curia romana y de facilitar el restablecimiento de la correcta relación entre religión y cultura. Esta primera transformación se llevó a cabo con una lentitud extraordinaria.

2. Pero, por fin, la situación de la Iglesia, especialmente en lo que se refería a la curia, a la vida de los obispos y a la administración en general, llegó a ser tan insostenible, el progreso de la callada labor de las fuerzas reformistas internas tan gigantesco y el impulso de los diversos círculos reformadores tan enérgico, que su influjo se hizo notar definitivamente en el estamento más alto de la administración de la Iglesia. Esto sucedió bajo el pontificado de Paulo III (Farnese, 1534-1549). Este hombre, de amplia cultura y grandes dotes, formado completamente en la Roma de Alejandro VI (antes de ser papa tuvo tres hijos y una hija), despertó finalmente de su mundanísima conducta y su corrompido nepotismo. El apoyó las Ordenes de nueva creación, surgidas en los años treinta: los barnabitas, los teatinos, los capuchinos, los somascos, las ursulinas y, más tarde, los jesuitas (§ 88). Y efectuó en 1536 (y luego otras dos veces) el nombramiento de nuevos cardenales, nombramiento de una importancia incalculable en sus repercusiones, gracias al cual entró en el más alto senado de la Iglesia la mayor parte de las figuras más nobles y más significativas en el campo religioso-moral de aquella época: Contarini, Morone, Pole, Carafa, Sadoleto, Fisher de Rochester (mártir). La tensión existente entre el círculo de Carafa (rigorista) y el círculo de Contarini (pacifista) tuvo gran importancia para el desarrollo posterior.

Estos cardenales y obispos (¡Giberti!), a quienes el papa reunió en una comisión oficial de reforma, en la cual no figuraba ningún cardenal de la curia, elaboraron importantes proyectos de reforma (¡el famoso «Consilium para la renovación de la Iglesia» de 1537!), que acabaron teniendo una relevancia decisiva en la historia. En ellos se ponía al descubierto con el máximo rigor y seriedad el deterioro de la Iglesia de Dios, especialmente «en la curia romana» y en el clero secular y regular, y se señalaban caminos de solución: la arbitrariedad y el «mammonismo» debían desaparecer de la curia; la elección de los obispos debía ser más cuidadosa y, para que la dirección de las diócesis fuese siquiera posible, se debía imponer a los obispos la obligación de residencia.

También, entre otras cosas, se declaraba la guerra a la adulación cortesana, así como a su correspondiente teología, en la cual se apoyaba el curialismo. El texto de estos proyectos de reforma es conmovedor y aún hoy resulta muy saludable para hacer un examen de conciencia Se censura, por ejemplo, que al papa se le declare de tal modo dueño de todos los beneficios, que necesariamente se llegue a la conclusión siguiente: «Como el papa no vende sino lo que es su propiedad no incurre jamás en el delito de simonía»; o bien: «Como quiera que la voluntad del papa -sea cual fuere su especie- es la pauta de sus intenciones y actos, de ahí se sigue indefectiblemente que todo lo que él quiera le está permitido...».

El extendido mal de la arbitraria concesión de dispensas, que causaba la destrucción de la comunión eclesiástica, debía ser extirpado de raíz. Aquí se daban casos tan increíbles como las dispensas a los religiosi apostatae, o la exención del celibato a ordenados con órdenes mayores. Una y otra vez se condena la simonía de diferentes maneras, así como el abuso de absolver de este delito a cambio de dinero. Se censura igualmente la suciedad de la indumentaria -cosa difícil de imaginar para nosotros-, pero también la ignorancia de los sacerdotes al celebrar la misa en San Pedro. Se establece en términos generales un principio fundamental, enteramente cristiano y de absoluta evidencia, pero por demás chocante para el mundo curial de entonces: el papa, representante de Cristo, no puede percibir legítimamente retribución pecuniaria alguna por el ejercicio del poder que Cristo le ha confiado. Tal es, en efecto, el mandato de Cristo: «De balde lo recibisteis, dadlo de balde» (Mt 10,8). Se censura, en fin, con gran rigor la falta absoluta de preocupación por las vocaciones sacerdotales, cuyo resultado es la situación deprimente del estamento clerical, con sus escándalos de una parte y su desprestigio de otra.

3. Todo esto era más de lo que Roma había oído hasta entonces. Pero, al mismo tiempo, no era más que un programa. Entre tanto, Paulo III llegó a acariciar la idea de convocar un concilio ecuménico. A pesar de todas las dificultades no abandonó tal idea (si bien experimentó peligrosas vacilaciones, a veces directamente incomprensibles, y desviaciones constantes) y finalmente, digamos en el último momento, cuando ya muchos de los entusiastas más decididos habían perdido las esperanzas, cedió a la presión de las fuerzas políticas y eclesiásticas e hizo que el concilio comenzase en Trento en diciembre de 1545.

A pesar de las importantes lagunas existentes en la composición del concilio (§ 89)[16] el papado concentró decisivamente con esta convocatoria las fuerzas de la Iglesia y asumió, a una con el reglamento, la dirección. Únicamente este modo de actuar correspondía a la esencia de la Iglesia, como hoy podemos deducir de toda la evolución, y únicamente así pudo obtenerse el triunfo en las decisivas luchas posteriores. Pero, sobre todo, y teniendo en cuenta los peligros efectivos (debilidad interna de la Iglesia y ataque exterior en forma de innovación cada vez más difundida), tal concentración de fuerzas en manos del pontificado fue la única solución coherente.

Tras la apostasía de Occhino en 1542, Paulo III, a instancias de Carafa y de Ignacio de Loyola (§ 83), estableció la Inquisición romana y una autoridad central propia, también en Roma, para el mantenimiento de la ortodoxia con un cometido expresamente inquisitorial. Estos organismos aniquilaron los gérmenes de la Reforma protestante en Italia (§ 83, II, 7).

Notas

[16] Que los obispos-príncipes alemanes no abandonasen sus diócesis y Estados, dada la tensa situación política, no podía reprochárseles. Pero que la Iglesia alemana estuviera poco menos que nada representada en el concilio fue culpa de los legados pontificios. Estos legados prestaron sorprendentemente muy poca atención a la situación de la Iglesia alemana (Jedin), por eso tampoco hicieron uso de la posibilidad -autorizada por el papa- de conceder derecho de voto a los representantes de los obispos alemanes.

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