» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Período segundo.- La Escision de la Fe. Reforma, Reforma Catolica, Contrarreforma » Capitulo segundo.- La Reforma Catolica
§88.- La Compañia de ]Esus
1. Conviene tener siempre presente que la reforma católica interna del siglo XVI fue un proceso sumamente variado, en el que participaron muy distintas fuerzas eclesiales de muy diferentes maneras y no siempre de forma claramente coherente. Ya hemos visto cuán variadamente contribuyó Italia a este resurgimiento. Pero hemos de repetir aquí lo ya dicho, volviendo a resaltar su importancia: España es la que renovó el catolicismo. Su ardor religioso, su sentido católico-eclesiástico, la conciencia de su misión histórica frente a la infidelidad y su Iglesia nacional, no exenta de amenazas y peligros, pero marcadamente fiel a la Iglesia universal, alcanzaron el pleno apogeo de su fuerza al alcanzar también el país la cumbre de su desarrollo político y cultural[17]. ¡El país que regía los destinos del mundo en la época de la Reforma era católico! Se comprende que las fuerzas católicas del siglo XVI fuesen primordialmente españolas. Prescindiendo de otros significativos estadios previos y manifestaciones secundarias, estas fuerzas se alinearon en tres formaciones de distinta relevancia: los jesuitas, santa Teresa de Jesús y la Inquisición, las dos primeras de las cuales pueden calificarse de relevancia fundamental. Toda la piedad discurrió entre dos polos: la vida activa y la vida contemplativa. Únicamente cuando ambas formas de vida, vistas en su totalidad, fecundan juntas y sin parcialismos el desarrollo, puede éste ser saludable y decisivo en el sentido propio de la revelación cristiana. También bajo este aspecto demostró España su esplendor en el siglo XVI, pues en ambas formas de vida produjo personalidades y creaciones extraordinarias, decisivas para la evolución de la Iglesia en la Edad Moderna. Ignacio y su Compañía fueron los representantes de la piedad activa, y aun activista; Teresa de Jesús y su círculo, con su formidable fuerza de irradiación, alcanzaron, en cambio, un punto cumbre de la mística. Pero -advirtámoslo otra vez- también Ignacio estuvo profundamente inmerso en la gracia de la «contemplación» y Teresa, a su vez, efectivamente volcada en una fecunda actividad reformadora.
2. Ignacio de Loyola (nacido entre 1491 y 1495; muerto en 1556) resulta, en cuanto tratamos de entrar en detalles, una figura difícil de describir. Hay en su vida y su obra muchos problemas por resolver, que algunos de sus discípulos, un tanto pusilánimes, han intentado paliar. Pero únicamente la superación de las extraordinarias tensiones internas y externas pudo desplegar la fuerza arrolladora de que da testimonio su obra. En el fondo de todo: ardor y mesura; y, en ambas cosas, voluntad absolutamente indomable. Ignacio es una de las más rotundas manifestaciones de la fuerza de la voluntad humana que la historia conoce. Pero al mismo tiempo hay que dejar bien sentado que su obra constituyó enteramente un servicio y, precisamente, un servicio a la Iglesia. El problema de la humildad del gran santo, que aquí subyace, es un problema muy difícil de comprender racionalmente. En efecto, su humildad coexiste con una terriblemente precisa y fría autoobservación, con una minuciosa comprobación y ponderación de los medios y con una aplicación de ellos sumamente realista, lo cual excluye todo tipo de ingenuidad.
Ignacio (don Iñigo de Loyola) fue un noble vasco, de educación palaciega, residente por largos años en la corte del rey, totalmente despreocupado por entonces de observar una vida ejemplar, más bien lleno de ambición, ansioso de fama y grandes hazañas y apasionado a un tiempo por su «dama». Pero, a sus treinta años, una herida recibida en la defensa de la ciudadela de Pamplona contra los franceses (era capitán en la tropa del Virrey) y la consiguiente permanencia en su lecho de enfermo entre lecturas piadosas fueron la palanca de su conversión interior. Al no haber en el castillo de Loyola las novelas de caballería que quería, el capitán leyó la Vida de Jesús, de Ludolfo de Sajonia (§ 85) y otras vidas de santos (santo Domingo de Guzmán y san Francisco de Asís). Por influjo de estas lecturas, Ignacio comenzó a anhelar la gloria de la santidad en vez de los laureles de la guerra[18]. La Virgen se convirtió en «su dama». De nuevo tenemos aquí el viejo ideal del penitente peregrino, sin un programa concreto (§ 50).
El terreno estaba abonado. Dio sus primeros frutos en Montserrat (1522-1523)[19] y durante su obligada estancia en Manresa (1523) antes de su proyectada travesía a Jerusalén. San Ignacio ejercitó aquí severas prácticas de penitencia y un rigurosísimo control de sí mismo y, bajo el influjo de la mística pedagógica de los Hermanos de la Vida Común, que conoció a través de la obra ascética del benedictino García de Cisneros (reformador de Montserrat) intitulada Exercitatorium y también a través de la Imitación de Cristo, llevó a cabo la primera gran obra de su vida: escribió las líneas fundamentales del libro de los Ejercicios, que poco a poco completaría transcribiendo los resultados de la rigurosísima observación y experimentación de sí mismo.
Los Ejercicios Espirituales se convirtieron en el libro más significativo de toda la Edad Moderna de la Iglesia católica. Su estructura es maravillosamente lógica, y su acertada elección de los medios aptos para dominar las fuerzas del alma, incomparable (lo cual nada tiene que ver con la afirmación -exagerada, evidentemente- de que los «Ejercicios» son un camino infalible de bienaventuranza). Por otra parte, lo más importante para Ignacio nunca fue este libro escrito, sino su transmisión viva en unos ejercicios, que debían ser impartidos por un maestro de ejercicios (y al principio sólo a uno o a unos pocos ejercitantes). En el libro como tal, indudablemente, el método indicado tiene enorme importancia; pero lo principal es su contenido: Cristo, que conduce su ejército, especialmente en la Iglesia romana, a la que pertenece el mundo entero, la misión entre cristianos y entre paganos. (Al igual que el libro de los Ejercicios, también las Constituciones de la Compañía y toda la obra ingente de Ignacio debieron someterse en el transcurso de la vida del santo a importantes modificaciones y sufrir retrocesos. Ni los Ejercicios ni las Constituciones surgieron como fruto de una revelación, como ha querido demostrar en ocasiones el padre Nadal).
Incluso después de la estancia en Manresa y del viaje a Tierra Santa, el proceso de clarificación interna se desarrolló paulatinamente. Graves tribulaciones internas, luchas por la seguridad de la salvación de su alma y escrúpulos agotadores llevaron a Ignacio al borde del suicidio. Precisamente aquí se acreditó la fuerza de su voluntad, capaz de domeñarlo todo. Sin embargo, la verdadera seguridad propia sólo la fue consiguiendo poco a poco. Ignacio llegó a conocer los peligrosos abismos del alma, pero también aprendió a enseñorearse de ellos. Con el tiempo, todo quedó sometido a disciplina. Llegados a este punto, hemos de constatar que Ignacio no solamente llegó a ser, sino que se formó a sí mismo, fue resultado de su propia voluntad. Antes de formar a los demás, Ignacio comprobó en sí mismo su propio método. Y así en todo. Sabemos, por ejemplo, que más tarde llegó a copiar hasta veinte veces sus cartas para corregirlas.
A su regreso de Tierra Santa (enero de 1524), donde Ignacio no obtuvo permiso para quedarse, ejercitó su afán de ganar las almas, lo. que inmerecidamente le acarreó algunos choques con la Inquisición.
Pero, por encima de todo, su programa fue madurando: el rasgo activista y pastoral pasó a primer plano. Mas para poder ser efectivo Ignacio necesitaba poseer la cultura de su época. Y así, a los treinta y tres años, inició el estudio de las disciplinas más elementales. Por lo que se refiere a las disciplinas superiores, al principio no tuvo éxito, Pero a los siete años de estudio en París (filosofía y teología) llegó a obtener el grado de maestro (1535). Se ganaba la vida pidiendo. Muy pronto se puso de manifiesto su gran fuerza de atracción (expresión de una incontenible necesidad de ganar almas) y un extraordinario conocimiento de los hombres. Un pequeño grupo de piadosos estudiantes se agrupó estrechamente en torno a él. En 1534 o 1535 eran ya seis. De caracteres asombrosamente distintos. Y, menos uno, todos españoles. Cada uno fue ganado definitivamente por medio de los ejercicios, dirigidos por don Iñigo. Durante una misa celebrada por uno de ellos (el saboyano Pierre Faber) en Montmartre hicieron voto de pobreza, de castidad (todavía no de obediencia) y de emprender una peregrinación a Jerusalén (una cruzada espiritual para la conversión de los infieles). En el caso de no poder llegar a Tierra Santa[20], se encaminarían a Roma, para ponerse a disposición del papa. Como vemos, el programa era todavía muy general. Jacobo Laínez lo formuló así: «Servir en la pobreza a Jesucristo y al prójimo por medio de la predicación y el cuidado hospitalario».
También los votos fueron desarrollándose progresivamente. En un informe del padre Faber sobre el año 1529 (escrito en 1530) se habla, por ejemplo, de un voto de impartir a los niños, durante cuarenta días al año, cada día una hora de clase de religión. En ocasiones se mencionan cinco votos. Los primeros votos de 1534 los compañeros los renovaron en 1535 y 1536 en Notre Dame. La primera emisión de votos tras la elección de Ignacio como prepósito tuvo lugar en Roma (San Pablo Extramuros) en 1541. El compromiso de pobreza se entendió en un principio con todo rigor: las bulas de confirmación de Paulo III (1540) y Julio III (1550) impusieron también obligación de pobreza a la comunidad. El ejercicio de la caridad, en el que al principio se hizo gran hincapié, pasó a ser en seguida un punto secundario del programa.
Tras una primera etapa de fuerte, tal vez exagerada, insistencia en la ascética, Ignacio fue poco a poco pronunciándose contra las mortificaciones rigurosas. El cuerpo debe convertirse en un instrumento útil al servicio de Dios.
Por lo demás, los compañeros de Ignacio, durante mucho tiempo, ni pensaron siquiera en fundar una nueva congregación religiosa. Fue en Italia donde por primera vez se hizo del grupo un organismo, sometido desde el principio a fuertes tensiones internas. Los propios componentes del organismo se dieron el nombre de «Compañía de Jesús»[21]. El hecho ocurrió en el año 1537 en Venecia, ciudad en la que fueron ordenados sacerdotes y en la que Ignacio se distinguió por su dedicación a los enfermos. Desde 1537 Ignacio vivió en Roma de forma permanente. En 1538 entró en la curia, junto con Laínez y Faber. Los tres decidieron permanecer siempre juntos. El plan de fundar una verdadera orden religiosa surgió en Roma en 1539, fecha en la que nació también el primer proyecto de estatutos. Allí, en unión con el papado, Ignacio y su obra habrían de ejercitarse en su importante labor, de alcance universal, no sin pasar por serias vicisitudes internas y diversos obstáculos externos. El fundador de los jesuitas tuvo también que desarrollar su inmenso trabajo, en el que ha de incluirse una extensísima correspondencia, arrebatándoselo a un cuerpo impedido por la enfermedad (dolencias biliares).
La bula de confirmación de 1540, cuyas primeras palabras aludían expresamente a la «Iglesia militante» y arengaban a los miembros de la nueva comunidad como a un ejército de combate bajo la bandera de Dios, constituyó sólo un comienzo, no un término. Este talante coincidía plenamente con el estilo peculiar de Ignacio, que sabía conjugar muy bien su servicio fiel a la Iglesia con una ponderación y experimentación personal en presencia de Dios. La concreción del objetivo u objetivos, de los medios y métodos de la Compañía fueron aún por mucho tiempo objeto de intensísimos esfuerzos y tentativas. La forma definitiva de la Orden no fue ni mucho menos la definida en la primera bula de confirmación.
En líneas generales, los objetivos de la Compañía (cuyo número de miembros no debía rebasar en un principio la cifra de sesenta) fueron similares a los de la Orden de los teatinos (§ 86). Junto al objetivo de la propia santificación, finalidad obviamente primaria y destacada, la Compañía revistió un carácter marcadamente pastoral: propagación de la fe, en cualquiera de sus modalidades, entre los infieles, entre los herejes, entre los creyentes, en todos los estratos sociales y profesionales[22].
Un cuarto voto especial, que ponía a los miembros más probados de la Compañía a inmediata disposición del papa para que éste los empleara a su arbitrio en esta gran obra -la «misión» en su más amplio sentido-, y una acertada constitución hicieron de la Orden de los jesuitas la tropa escogida del papado en la época siguiente.
3. Los miembros de la Compañía eran seleccionados cuidadosamente[23]. Recibían una formación básica y eran sometidos a numerosas pruebas (incluso a pruebas que podrían parecer sumamente caprichosas). La comunidad tenía una estructuración interna muy variada, de modo que los distintos miembros se clasificaban según sus diferentes tareas, pero, eso sí, todos animados de un formidable espíritu de cuerpo, que les daba una fuerte cohesión interna. Entre los muchos miembros de la Compañía destacó una élite, integrada por aquel círculo más reducido, el cual, dentro del amplio marco de la obediencia, podía moverse con mayor libertad. Este es, por otra parte, el motivo fundamental de ciertas tensiones que entonces y siempre han desembocado en algunas tragedias espirituales personales. Pero, vistas en conjunto, tales tensiones contribuyeron poderosamente a la eficacia del elevado objetivo común. Todo ello, a una con las instrucciones de los ejercicios, es una clara muestra de la defensa que Ignacio hacía del ideal de una personalidad individual recia e independiente. Y no cabe interpretar esta postura desde supuestos psicológicos o filosóficos extrínsecos; debe interpretarse más bien desde categorías teológicas fundamentales. Ignacio exhorta al director de los ejercicios -cuya labor tanta importancia tiene- a que «deje tratar directamente al Creador con su criatura y a la criatura con su Creador».
De todas formas, Ignacio eliminó de este ideal todo tipo de subjetivismo, es decir, formó a sus discípulos primordialmente, y con una tenacidad inexorable, en consonancia con los principios comunes de la Orden y de la Iglesia, ambas dimensiones objetivadas en una forma - como era de esperar- nítida y pura y hasta un tanto rígida. La Compañía supuso la más fuerte reacción contra las tendencias disgregadoras de la época, tanto intraeclesiales como, sobre todo, extraeclesiales y antieclesiales. Con su riguroso sometimiento a un padre general, elegido con carácter vitalicio, en el cual residía un poder casi ilimitado de decisión y gobierno (salvo en lo concerniente a la constitución fundamental de la Orden), la nueva congregación rechazó la forma un tanto más libre de las congregaciones de la Edad Moderna e hizo posible un aprovechamiento más ágil y exhaustivo de todas las fuerzas para los planes del gobierno central, es decir, del papa (desapareciendo todo rastro de stabilitas loci, incluso el ministerio parroquial permanente; y otro tanto la oración coral y hasta el hábito propio). Con esta nueva y rigurosa concepción de la idea religioso-eclesiástica de la obediencia (que Ignacio declaró expresamente la más alta virtud del religioso, ¡y con qué energía en su exposición!) volvió a resurgir la idea de la «obediencia de cadáver» de san Francisco. El mismo Ignacio y más tarde la Compañía (el general Acquaviva) dieron a esta idea un carácter militar (en sentido positivo) y la convirtieron en un punto central de la conciencia jesuítica[24].
Esta concepción absoluta de la obediencia implicaba una clara limitación de la libertad personal. Precisamente superando las tensiones en ella subyacentes fue como la Orden de los jesuitas cobró su extraordinaria fuerza de choque, unitaria y centralizada. Es lógico que aquí también hubiera peligros. Una valoración justa tendrá que distinguir cuidadosamente la excepción de la regla y, sobre todo, indagar los resultados. La Compañía de Jesús surgió en medio del levantamiento reformador subjetivista contra la Iglesia. El abuso de la libertad (una libertad individualista mal entendida) constituyó progresivamente el peligro más grave de la Edad Moderna. Tal peligro únicamente podía conjurarse mediante una vinculación en libertad. De esta manera, frente a la ruina que amenazaba a la Iglesia en el siglo XVI y frente a la arbitrariedad autónoma que brotaba incontenible en los últimos siglos, semejante «no-libertad» se hizo necesaria para todos aquellos que querían salvar la época y, sobre todo, la Iglesia: ¡dejarse dominar a sí mismo, dominarse a sí mismo, dominar a los demás! En la milicia, una orden debe cumplirse sin más. Preguntar la razón es ya una insurrección.
El protestantismo ha visto siempre en esa «entrega de la propia personalidad» algo anticristiano. Ciertamente, desde una perspectiva individualista, tal actitud resulta incomprensible. Pero desde la perspectiva de la comunidad eclesial puede constituir un alto valor. Se trata, obviamente, de un ideal heroico y, como ya se dijo, no exento de peligros. Pero semejantes exigencias deben ser ante todo consideradas en el marco de la relación fundamental de cada individuo: en su relación personal con Dios. Carece entonces de sentido hablar de una «entrega de la personalidad» antihumana; cabe, en cambio, hablar de su configuración y de la tensión dialéctica extrema en que se sitúa.
4. La principal característica de la actitud formal-espiritual de Ignacio es la clara delimitación del fin[25]; la persecución de este fin con todas las energías de la voluntad; la eliminación de todos los obstáculos. Cuando uno está estudiando, todo pensamiento piadoso que no derive de la propia materia de estudio es un estorbo, un inútil consumo de energías. Es preciso enseñorearse de la propia voluntad. A conseguir esto hay que dedicar un trabajo sistemático. Se ha hablado, exageradamente, de una doma de la voluntad, especialmente a propósito de los ejercicios. Pero dentro de la plenitud espiritual de Ignacio esto nada tiene que ver con una «instrucción» externa, matadora del espíritu (al estilo de la instrucción de los reclutas). Tal fue, no obstante, el objetivo inconmovible que Ignacio persiguió esforzadamente para él e intentó realizar en sus discípulos: dominarse a sí mismo y dominar completamente sus impulsos. Todo ello para ser un instrumento lo más perfecto posible de los planes de Dios. El centro, obviamente, siempre lo fue Dios. En el frontispicio de todas las iglesias de los jesuitas, en innumerables libros, en los anuncios de sus disputationes y en sus programas teatrales campea siempre el lema que resume lacónicamente los fines de la Orden: O.A.M.D.G. (Omnia ad maiorem Dei gloriam: «todo a mayor gloria de Dios»).
5. El activismo se convirtió en el signo característico de la Compañía de Jesús y su dedicación apostólica. Ignacio se declaró expresamente partidario de él: no basta la preparación, por importante que ésta sea; lo que vale es únicamente la realización (carta del 18 de agosto de 1554 a Pedro Canisio). La actitud pasiva en la oración es conscientemente combatida. La confianza en Dios ha de ser absoluta, pero debe ser completada con la fuerza natural de la voluntad. No se trata de una simple acentuación de la voluntad, sino de una acentuación preferente: «Puedo encontrar a Dios siempre que quiera» (nótese la influencia de esta enseñanza en san Francisco de Sales y san Vicente de Paúl).
Tal activismo propendía a obtener el provecho más inmediato posible. Esta afirmación es válida tanto en el terreno de la filosofía y la teología como en el terreno de la piedad y la pastoral. Lo cual tuvo consecuencias importantes, pero también peligrosas. En efecto, cuando la búsqueda de la verdad no es «desinteresada», sino que, con un instinto rigurosamente pedagógico, se pretende sacar provecho de la verdad (y lo más rápidamente posible), queda en cierto sentido superada la arrogancia espiritual (¡humanista!), que sitúa el saber por encima de la vida y, sobre todo, se logra dar una magnífica e incomparable educación en escuelas y seminarios, educación que, sin pecar de exagerados, podemos considerar como salvadora de la vida eclesial en los siglos XVI y XVII. Pero también, por otra parte, este estilo cae fácilmente -al menos en el ámbito espiritual- en una actitud magisterial simplista y formulista; se corre el peligro de invertir el conocimiento y la acción. La teoría, la crítica, la ciencia pura resultan fácilmente minimizadas. Esto es lo que, bajo muchos aspectos, ocurrió, para perjuicio de la Iglesia, durante el siglo XVIII.
También con facilidad, el activismo resulta a veces hasta inoportuno. El talante valeroso y guerrero de la Compañía de Jesús ha dado fácil pábulo a esta tendencia. Sin duda, muchos de sus miembros más significativos han realizado personalmente, y en alto grado, la sosegada «quietud» dentro de la obligada entrega total. Pero la Compañía, en su conjunto y en el ámbito de sus objetivos religiosos, no ha dado cabida a tal actitud. El alma inmortal de cada hombre está en peligro[26]; hay que salvarla. Y el tiempo es muy corto. La preocupación por la salvación de los hombres, de suyo, nunca puede ser exagerada. Millones de veces los jesuitas, sonriendo fríamente, han aceptado el reproche de que les falta la serenidad.
6. En lo más hondo del estilo jesuítico desempeñó un gran papel «lo político» en sentido amplio. A menudo este estilo proporcionó a los jesuitas una formidable seguridad y firmeza. En la época de la Contrareforma, los jesuitas constituyeron sin duda la fuente más importante de la creciente autoconciencia católica. Su seguridad fue muchas veces capaz de disipar dudas casi automáticamente y retuvo dentro de la Iglesia a muchos individuos y comunidades[27].
Ciertamente, dado aquel estado de cosas y aquel reparto de fuerzas, para una fuerza operativa católica tan poderosa y extensa como la Compañía resultaba poco menos que imposible no meterse también en el campo de la política concreta, en su sentido más estricto. El peligro de siempre de la Iglesia volvió a presentarse con una nueva cara, y en parte se hizo realidad. Tanto Canisio como Nadal confesaron paladinamente, y con cierta amargura, lo perjudicial que para el prestigio de la Compañía era la intervención de los jesuitas en los asuntos políticos. Una de tantas formas de intervención fue desde muy pronto la enorme influencia de los confesores cortesanos, cuya labor fue a menudo duramente criticada. La lucha del quinto general de la Compañía, el padre Acquaviva, contra el «aulicismo» no tuvo éxito duradero (cf. el § 96, sobre el papel del confesor del rey de Francia).
7. Semejante mentalidad y estilo, como es lógico, no favorecía especialmente a la actitud verdaderamente «católica» de admitir, junto a la propia, también otras formas de piedad, de teología y de vida religiosa con los mismos derechos. El intento de conseguir una situación de monopolio[28] estaba hondamente enraizado en el peculiar modo de ser de la Compañía. Ciertamente, los jesuitas hicieron suyos muchos ejercicios tradicionales de piedad (el rosario, el viacrucis, el escapulario; para la lectura espiritual empleaban preferentemente la Imitación de Cristo). Pero, conscientes de la originalidad de sus métodos, intentaron aplicarlos de la manera más pura posible. El hombre del siglo XVI, por influjo del Humanismo, los descubrimientos de Ultramar y la repercusión de la Reforma, tenía ya una formación muy distinta de la del hombre de fines del siglo XV y de la Edad Media en general. A esta nueva situación, el estilo de los jesuitas en cuanto a formación, ascética y piedad, así como en la nueva organización de la pastoral, respondía mucho mejor que cualquiera de las órdenes antiguas.
a) Hay que tener en cuenta además la gran penuria que padecían las viejas órdenes religiosas y, en muchos casos, su reducido número de miembros. Cuando los jesuitas se encargaban de una universidad, procuraban excluir en lo posible a todo docente no jesuita (Praga). Llegaron incluso a desalojar de su casa a antiguas órdenes al hacerse cargo de ella. Hay constancia, a este respecto, de multitud de quejas de carmelitas, cartujos, franciscanos (el franciscano Juan Nas, educado por los jesuitas) y dominicos, quejas que el mismo Canisio pareció reconocer como justificadas, llegando incluso a hablar de la avidez y el egoísmo de los jesuitas. Da la sensación de que ya aquí se estaba preparando o realizando aquella superbia suprapersonal que más tarde el jesuita Cordara señalará como defecto característico de su Orden (§ 104).
Por lo demás, había sido el propio san Ignacio quien había inculcado como un deber en la conciencia de sus discípulos el sentido del alto valor de su nueva obra. A este sentido obedecía, como ya hemos dicho, un extraordinario espíritu de cuerpo, que muchas veces casi pareció colocar el interés de la Compañía, si no en el mismo plano que la Iglesia como tal, sí al menos en el mismo plano que los intereses eclesiales. A este estilo responde también el hecho de que (sobre todo en los primeros años de la Compañía) a los jesuitas no se les daba a leer obras literarias que no estuvieran en consonancia con el talante peculiar de la Compañía, aunque se tratara de obras altamente estimadas por la Iglesia. Lo mismo ocurría con las doctrinas y sistemas científicos. Pero para emitir un juicio histórico justo es menester plantearse expresamente la siguiente pregunta: desde una perspectiva «realista», tratándose como se trataba de ensayar una nueva formación dentro de una situación tan deteriorada, ¿era humanamente posible siquiera evitar la falta de escrúpulos?
En todo caso, el hecho de que Ignacio no ingresase en ninguna de las viejas órdenes tuvo una enorme importancia positiva. La reforma de la Iglesia sólo podía lograrse si era llevada por nuevos caminos, como lo prueba el fracaso final de tantos y tan valiosos «proyectos de reforma» del siglo XV (§ 85). Así, pues, Ignacio se vio libre de las viejas y paralizantes formas monásticas y de su consiguiente lastre, ante el que habían acabado fracasando hasta entonces todos los intentos de reforma. Una justificación nada despreciable de la Compañía de Jesús es el hecho gozoso de que la reanimación de la vida espiritual en las viejas órdenes fuera en buena parte mérito de la nueva compañía, bien como fruto de su ejemplo, bien por su influjo directo.
b) Por otra parte, los que habían de ser más tarde los maestros de la acomodación (§ 94) ya poseyeron desde muy pronto una característica capacidad de adaptación, índice de gran prudencia y sabiduría. Pedro Canisio, por ejemplo, recomendaba renunciar en determinadas circunstancias a especiales pretensiones reformistas católicas.
c) Era natural que en sus instituciones para la educación de la juventud, la Compañía cultivase preponderantemente la formación dominante en aquella época: la formación humanista[29]. Al elegir esta formación se elegía tal vez lo que, desde el punto de vista filosófico y lógico, tenía menor solidez, pero era lo más vivo. Se trató de una necesidad histórica. La equivocación se cometió más tarde en Alemania, cuando en los gimnasios y alumnados, en contra de lo prescrito por la ratio studiorum, la Compañía optó por aferrarse en exceso al cultivo del latín, que era una lengua muerta, mientras fuera hacía ya mucho tiempo que se trabajaba en una cultura alemana viva. La crítica que luego se ha hecho al siglo XVIII también sirve en este caso: los jesuitas no marcharon en suficiente consonancia con el tiempo; no se preocuparon de superar la Ilustración en un sentido positivo (lo que hubiera exigido el cultivo de la historia y de las ciencias naturales); perdieron de vista el fin primario de todo educador: educar al discípulo para que se valga por sí mismo, de modo que el educador se torne superfluo. En Francia y en los demás países latinos no se dejó sentir esta escisión.
Otro defecto del sistema educativo de los jesuitas consistió en que su enseñanza se redujo en exceso a las necesidades de los futuros clérigos. Para funcionarios, oficiales, comerciantes y futuros padres de familia tal enseñanza no era del mismo provecho.
8. La actitud religiosa, tanto de san Ignacio como de su Compañía, tuvo un carácter acusadamente eclesiástico y pontificio. La pujanza y exclusividad de este carácter quedó bien expresada en la paradójica exhortación de la regla: «Habrán de decir que es negro lo que ellos consideran blanco si la Iglesia jerárquica así lo decide». Las normas particulares que antes hemos mencionado prueban lo que decimos: brotan de aquella misma actitud fundamental. Incluso los Ejercicios la ponen también de manifiesto: el fin del hombre es, evidentemente, su salvación eterna. Pero la causa final que todo lo mueve y el primer punto de partida es la gloria de Dios: una actitud objetiva, primordial-mente católica, una enérgica reacción contra el subjetivismo de carácter humanista y protestante, en suma, una actitud acusadamente teocéntrica[30].
9. Por su carácter de grandiosa «necesidad» histórica, la Compañía de Jesús apareció como contrapunto y contrapartida del protestantismo. Un individualismo insubordinado se había alzado contra la Iglesia papista de la Edad Media. Una obediencia incondicional la salvó y le dio una nueva forma. Y precisamente realizando de nuevo la unidad de la idea y la vida del clero, profundamente escindidas hasta entonces. Frente al relativismo práctico del clero se adoptó una firme postura de fe, tanto en la doctrina como en la vida. La Compañía de Jesús no fue fundada para luchar contra la Reforma. Pero la índole personalísima de Ignacio de Loyola le llevó necesariamente a convertirse en su impugnador.
El primer jesuita que llegó a Alemania fue el moderado Pedro Faber (que rezaba por Lutero y Bucero). En Maguncia, en 1543, acogió al primer miembro procedente del Imperio alemán: Pedro Canisio (apdo. 11). En 1544 apareció en Colonia la primera fundación de la Compañía en territorio alemán; la segunda surgió en Viena, en 1551. El duque Guillermo V llamó a los jesuitas a Baviera y les confió la universidad de Ingolstadt (1556). En el mismo año se hicieron cargo de la facultad teológica de Praga, que había suspendido sus actividades durante las controversias con los husitas. La siguiente escuela superior de los jesuitas sería Dillingen (1563).
El crecimiento de la Compañía en Alemania se debió también a la catastrófica falta de sacerdotes. Muchas fundaciones estaban vacías y pudieron ser entregadas a la congregación. La amplitud y profundidad de su obra, aquí como en los demás países, dependió sobre todo de su labor educadora en los gimnasios e internados y después, progresivamente, de su influencia en la formación de las vocaciones sacerdotales y también, en gran parte, de la literatura polémica y apologética (no siempre de gran valor) redactada por jesuitas.
10. Los éxitos obtenidos por la nueva Orden fueron incalculables. A la muerte de san Ignacio, es decir, a los dieciséis años de su fundación, existían ya provincias hasta en el Japón y en el Brasil, y la congregación contaba ya con 1.000 miembros (cincuenta años más tarde llegó a contar con 13.000). La mayor parte de los movimientos verdaderamente importantes para la historia de la Iglesia durante la Edad Moderna han sido realizados por la Compañía, o al menos se han realizado con su colaboración. La Contrarreforma y las modernas misiones entre los infieles serían sencillamente impensables sin la Compañía de Jesús. Lo más decisivo fue su labor en lo que constituye la raíz de todo devenir histórico: la juventud, incluida también la juventud eclesiástica. Poco a poco casi toda la labor educadora del catolicismo se fue concentrando en sus manos. En este campo, como en el campo de la pastoral general, la Compañía, atendiendo a las necesidades de la época moderna, desarrolló el arte de la pastoral individual y la dirección espiritual propiamente dicha de una manera sistemática[31].
11. A la vista de este ingente programa de reforma no debe olvidarse la multitud de pequeños trabajos que fueron necesarios para traducirlo en hechos. No hay mejor manera de descubrir la profundidad de la descomposición de la Iglesia que fijarse en los detalles del trabajo de reconstrucción, un verdadero trabajo de carreteros. Precisamente es ésta una buena ocasión para captar el núcleo extraordinariamente religioso y heroicamente cristiano de la postura y la labor de los primeros jesuitas.
a) En Alemania hubo un hombre incansable, superior a todos los demás en lo que respecta a la cura de almas, que a lo largo de cincuenta años, haciendo incontables viajes, realizó este «pequeño trabajo»: en sermones, clases, lecciones, conferencias, fundación de escuelas y universidades, en informes y conversaciones, en el confesionario, como diplomático y político eclesiástico, misionero popular y disputador, como consejero teológico en Trento, legado pontificio, consejero de Fernando I y de otros hombres notables de su tiempo, asesor de legados pontificios y políticos alemanes, como organizador de la Compañía de Jesús en Alemania y, sobre todo, como escritor de teología práctica, como veremos más adelante. Nos referimos a Pedro Canisio, nacido en Nimega, el primer jesuita alemán (1521-1597), a quien, no sin razón, se le ha dado el título de «segundo apóstol de Alemania». Pedro Canisio fue una llama ardiente, pero en la misma medida tuvo una suave fuerza de atracción. Procedente del círculo de los cartujos de Colonia, fue a visitar a Faber a Maguncia. Faber, conmovido, «bendijo a quienes habían plantado este árbol».
Diecisiete años antes de morir hubo de retirarse de la escena por diferencias con sus sucesores en el cargo en Alemania. Fue trasladado a Friburgo, en Suiza, donde no tuvo posibilidades de actuación adecuadas a sus características. Allí murió. En 1925 fue canonizado y proclamado doctor de la Iglesia.
b) Para que este incesante trabajo de reconstrucción cristiana pudiese en adelante ser proseguido por otros muchos, san Pedro Canisio escribió para ellos y para sus discípulos sus famosos tres catecismos (de los que se hicieron más de 400 ediciones en Alemania), que contienen una exposición precisa y sucinta del contenido más importante de la fe. Tanto aquí como en otras obras suyas, su piedad está impregnada de un gran conocimiento de la Biblia. Canisio se sintió totalmente comprometido con el destino de la Iglesia alemana (influencia decisiva de la visión de su misión apostólica, visión que tuvo lugar dos días antes de su profesión solemne). Sin embargo, su obra como debelador de la Reforma no fue muy unitaria. Canisio recriminó a Lindanus su violencia en la lucha contra los herejes, cuya represión deseaba que se realizase de una manera esforzada, pero digna y sobria a la vez. No obstante, su pacifismo se vio turbado más de una vez por la violencia. También defendió la utilización del poder de los soberanos contra la innovación y fue partidario de la Inquisición, que el mismo san Ignacio no juzgaba instrumento adecuado para Alemania.
12. El colegio Germanicum (1552) de Roma, que tanta importancia había de tener para la renovación eclesiástica de Alemania, fue un logro singular de la Compañía. En él los seminaristas alemanes eran (y son) formados estrictamente, según el ideal de la Compañía de Jesús, a lo largo de ocho años de educación metódica jesuítica. Su aportación a la obra de reconstrucción de la increíblemente arruinada pastoral católica en Alemania fue, desde las últimas décadas del siglo XVI en adelante, verdaderamente transformadora. De esta institución ha salido un número considerable de obispos. No podía prestarse mejor servicio a la Iglesia alemana del siglo XVII. El valor actual de este mismo servicio depende hoy del juicio que nos merezca cierto monopolio anejo a dicha institución, así como del valor de la formación científica en ella impartida.
Anteriormente, Ignacio había creado el Collegium Romanum (1551), instituto central de la congregación. La Pontificia Universidad Gregoriana, nacida del Colegio Romano y regentada hasta nuestros días exclusivamente por jesuitas, ha tenido la incomparable posibilidad de dar una formación unitaria al clero gracias al amplísimo círculo de sus oyentes de todo el mundo. Comprensiblemente, el valor de esta fundación científica de san Ignacio no ha estado a la misma altura de sus creaciones de tipo espiritual y pastoral.
13. En muchos aspectos, la obra del fundador alcanzó su plenitud, aunque también una cierta orientación unilateral al activismo, durante el largo generalato del P. Acquaviva (1581-1615), quien fijó los límites y los objetivos de cada uno de los cargos, incluido el de director de los ejercicios y el ordenamiento académico. Se pronunció en contra de la actividad cortesana de los jesuitas (aulicismo). Tuvo también gran importancia el generalato de Juan Felipe Roothaan (1829-1853), el primer general después de la restauración de la Compañía.
Discípulos cualificados de la Compañía, aunque no pertenecientes a ella, fueron Descartes, Calderón, Corneille y Voltaire (§ 93).
14. Ninguna otra Orden de la Iglesia ha sido jamás tan atacada, antes y ahora, como la Compañía de Jesús. En los países protestantes o en la órbita cultural del protestantismo, en Alemania, Inglaterra, Escocia, los enemigos de la Compañía han sido los luteranos y los calvinistas. A éstos se añadieron más tarde los jansenistas (Francia y Holanda) y luego, en cierto modo, los enciclopedistas. En todos los casos, la causa de la animosidad contra los jesuitas es fácil de advertir. Los jesuitas fueron la tropa de la Contrarreforma. Sus incansables ataques y defensas fueron los que retardaron y hasta detuvieron el avance del protestantismo. Los jesuitas han sido los defensores de la Iglesia romana y, en especial, los campeones infatigables en la lucha contra el racionalismo de la Ilustración.
También en el interior de la Iglesia los juicios fueron distintos. Las opiniones desfavorables respondieron con mucha frecuencia a una perceptible -y a veces extraña- actitud emocional. Es evidente que el estilo todo de la Compañía de Jesús provoca una y otra vez la contradicción, lo cual se debe con toda seguridad a la mencionada tendencia monopolizadora, pero está muy lejos de construir un punto meramente negativo[32].
No todas las acusaciones fueron infundadas. Pero una Orden que ha realizado obras tan grandiosas puede también soportar un grave mea culpa. Sus sombras representan el reverso de sus luces, como ya hemos visto. Un genio como Ignacio fue capaz de realizar la complicada síntesis viviente de activismo y de ardiente amor místico. Pero en sus sucesores han tenido que darse exageraciones y unilateralidades, por ejemplo, llamativas arbitrariedades, que no siempre han estado en consonancia con las constituciones vigentes en cada momento, o menoscabo de la necesaria libertad, que ha provocado quejas justificadas. Los papas se han visto obligados a intervenir más de una vez. (Sobre la disolución de la Compañía por Clemente XVI, cf. el § 104, II). Tampoco la Compañía de Jesús ha podido impedir la aparición de fenómenos disgregadores que, con excepción acaso de los cartujos, han surgido de tiempo en tiempo en todas las órdenes. Pero semejantes fenómenos, en sí lamentables, han sido también parte del precio que debía pagarse por la gran obra desde la fundación.
Muchísimas de las «leyendas de jesuitas» han sido inventadas por el odio y la envidia. En el correr de los siglos, estas leyendas han tenido una repercusión increíblemente amplia. Hoy parece que su momento ha pasado. Ya es bastante que la Compañía haya conseguido renovarse continuamente con elástica firmeza. Este podría muy bien ser su secreto más íntimo: tener una fuerte estructura interna y ser a la vez flexible. Es la fórmula fundamental de la vida robusta.
Notas
[17] Como para Francia el siglo XVII, para España la época clásica fue el siglo XVI: en España surgió la primera novela moderna, el primer drama moderno, el renacimiento de la Escolástica en Salamanca. Y las repercusiones políticas y económicas de sus descubrimientos y conquistas de Ultramar: España pasó a ser una potencia mundial, y la primera potencia europea.
[18] Anhelada realmente la fama. Este anhelo siguió perdurando después, aun en medio de sus rigurosos ejercicios ascéticos. De todas formas, tal fama revistió caracteres ampliamente objetivos: su ascesis no estuvo motivada tanto por los propios pecados cuanto por la mayor gloria de Dios.
[19] Plan caballeresco de recuperar Tierra Santa por la oración y la vida piadosa. Ignacio realizó su peregrinación en los años 1523-34.
[20] Hasta su ancianidad, Ignacio fue un buen ejemplo de cuán viva se mantenía a pesar de todo la idea de la cruzada.
[21] El carácter militar que revistió la palabra «Compañía» en la designación de los jesuitas no responde a la idea inicial. Ignacio aplicó este término también a otras órdenes en el sentido de «unión», como era usual en la Edad Media.
[22] Ya la segunda bula de confirmación de Julio III (1550) antepuso la defensa y propagación de la fe a la perfectio animarum.
[23] Es difícil, naturalmente, reducir a unas pocas fórmulas todos los criterios que seguía el santo, formidable conocedor y formador de hombres, a la hora de elegir a sus seguidores. Por ejemplo, no elegía exclusivamente superdotados. Uno de los enigmas de su obra es precisamente lo contrario: haberla realizado también con auxiliares mediocres.
[24] Ignacio emplea también la imagen de la bola de cera: el subordinado debe ser en manos del superior tan moldeable como la cera. Algunas formulaciones extremas de la «obediencia en cierto modo ciega» al superior, al que se presenta como representante de Dios (exigencias de obediencia que tal como suenan, apenas exceptúan el caso del pecado mortal claramente advertido en el mandato del superior), encierran especiales dificultades. La invitación al maestro a «no decir nada contra prelados o príncipes» tuvo enorme repercusión en los ambientes de crítica despiadada de los humanistas y reformadores. Pero con ello también pudo correr peligro la veracidad y la libertad del cristiano.
[25] Pero no como fruto de una decisión precipitada, sino como producto de largas comprobaciones, observaciones y oscilaciones hasta bien entrados los años cincuenta.
[26] Esta angustia por el alma de cada individuo se advierte expresamente en Ignacio y en los primeros socios, y también Canisio.
[27] Esto nada tiene que ver con el reproche, cientos de veces rebatido y miles de veces repetido, de que según la doctrina jesuita el fin justifica los medios. A pesar de la gran falta de sistema que se aprecia en numerosos tratados de moral del siglo XVII, hay que decir al respecto que es injusto achacar las deficiencias de principio; cf. § 104.
[28] Precisamente fue en la cuestión de las escuelas donde la tensión con las antiguas órdenes tuvo efectos más contraproducentes, pues éstas a su vez intentaron contrarrestar el «monopolio escolar de los jesuitas». La posterior pérdida de su hegemonía en el campo de la enseñanza fue un rudo golpe para la Compañía.
[29] La instrucción pedagógica fundamental, la ratio studiorum de 1599, tenía un carácter casi totalmente humanista. En el campo de la teología el cuadro era diferente. La Escolástica barroca, que apareció ya en el tercer período de sesiones del Concilio de Trento y alcanzó su punto culminante con Suárez († 1617) y Belarmino († 1621), guardaba poca afinidad con la actitud abierta y humanista de los teólogos del primer período del concilio como, por ejemplo, Cervini. Seripando, a pesar del alto puesto que ocupó al principio, no logró imprimir al concilio su estilo de pensamiento.
[30] En consecuencia, el principio y fundamento, la parte purificativa y la parte constructiva de los Ejercicios se desarrollan contemplando históricamente el dogma de Cristo como centro, meta y Señor del cosmos; así se manifiesta concretamente en la caída de los primeros padres y en la vida de Jesús, que lucha contra la persona de Satanás.
[31] Sobre la decadencia de esta labor en el siglo XVIII, cf. p. 199.
[32] Es verdad que a veces los mismos jesuitas han prodigado a su Compañía elogios tan altos que no podían parecer más que un desafío. En los escritos publicados para conmemorar el primer centenario, la Compañía era celebrada como «un eterno milagro» y como «el mayor milagro».
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