conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Periodo tercero.- El Siglo de la Iglesia Galicana. Apogeo y Decadencia » Capitulo segundo.- Las Tensiones en el Siglo XVII. Disputas Teologicas

§99.- El Quietismo

1. Frente a la fuerte acentuación del papel de la voluntad humana en el proceso salvífico, tal como la proponían los jesuitas, se dio también, además del jansenismo, otra concepción extrema: el quietismo, la exigencia de una completa pasividad en la entrega a Dios. Toda mística auténtica, incluida la mística de los siglos XVI y XVII, encierra en sí elementos «quietistas», puesto que la condición previa de la auténtica oración mística, de la contemplación, es siempre la pobreza interior, la «annihilatio» espiritual, el «retraimiento» (§ 69, 3). Pero en aquellas figuras auténticamente católicas no hubo parcialidades de ningún género: ni pensaron que la vida contemplativa sea la única que tiene validez, ni creyeron que en el trato del alma con Dios no sea legítimo ningún deseo propio, ni siquiera el de la propia bienaventuranza. Tampoco cayeron en el espiritualismo de infravalorar la utilización de los habituales medios de santificación de la Iglesia.

2. El quietismo unilateral del siglo XVII, como veremos en breve, condenado por la Iglesia, se basó, visto desde la perspectiva de la historia del espíritu, en múltiples formas anteriores, procedentes de Oriente y Occidente. La estima, muy plausible, pero también unilateral, de la contemplación de la luz divina en la Iglesia oriental acusaba ya peligrosos rasgos quietistas. En Occidente había sucedido algo similar durante la Edad Media con los «Hermanos y hermanas del libre espíritu». Este grupo había rechazado las principales doctrinas cristianas, así como las leyes morales. Sus orígenes se pierden en las sombras. Por vez primera se tienen noticias de ellos en el siglo XVIII

a) En España, en el siglo XVI, se registró el fenómeno de los alumbrados («illuminati»), que también representaron tendencias quietistas, aunque muy mitigadas. También en el caso de los alumbrados la «visión de Dios» fue de la mano con la laxitud moral. En la mística alemana, en fin, la tendencia panteizante de su concepción de la unión con Dios también había apuntado en la misma falsa dirección.

b) De todos estos peligros (apdo. 1) fue la primera víctima el sacerdote secular español Miguel de Molinos († 1696). De celoso director espiritual, teológicamente ortodoxo y profundamente piadoso, pasó a ser durante su estancia en Roma un quietista del tipo descrito. Molinos enseñó que la perfección cristiana consiste en una entrega a Dios, que no es otra cosa que la completa pasividad del alma. Muchas figuras heroicas de la reforma católica del siglo XVI, incluidos san Felipe Neri, santa Teresa de Jesús, san Francisco de Sales, san Vicente de Paúl (§ 97) y hasta los jansenistas, habían escrito y hablado continuamente del amor a Dios, y aun del amor a Dios perfecto; pero Molinos se refirió exclusivamente a este amor, y de manera absoluta: amour pur. Reprobó no sólo la oración de petición (salvo la petición de sometimiento a la voluntad divina), sino también los esfuerzos personales de carácter moral. Estamos ante un espiritualismo no realista, que pretende resolver el problema del pecado y de la debilidad de la voluntad sorteándolo radicalmente: no exigir nada, no hacer nada, limitarse exclusivamente a la «oración de quietud» (quietis).

En el fondo, de lo que se trataba en el quietismo de Molinos era del peligro del subjetivismo radical, aparecido una y mil veces en la Edad Moderna. Era el problema de si la interiorización personal sólo encerraba valores positivos o también implicaba riesgos anarquizantes. También se trataba de la clarificación del contenido de la fe. En efecto, al diluirse por completo las fuerzas activas del creyente, se estaba a un paso de confundir la voluntad del hombre plenamente «aquietado» con la supuesta voluntad de Dios; pero con ello el concepto mismo de Dios quedaba totalmente desvanecido.

Lo malsano de estos puntos de vista se puso de manifiesto en la dirección espiritual. Las monjas piadosas ya no querían saber nada de las prácticas usuales en la Iglesia ni de los exámenes de conciencia rigurosos. El papa Inocencio XI censuró 68 proposiciones quietistas (1687). De todas formas, estas proposiciones fueron sacadas de cartas pastorales de Molinos que no se imprimieron, por lo que hasta hoy, desgraciadamente, no ha sido posible su comprobación.

c) El quietismo pasó a ser un asunto de gran importancia para la historia de la Iglesia por la circunstancia de que la polémica en torno a él trascendió a los más elevados sectores de la aristocracia espiritual de Francia. En el centro de la polémica estuvo la señora viuda de Guyon († 1717). Como defensor y acusador, respectivamente, actuaron Fénelon, arzobispo de Cambrai (1651-1715) y Bossuet, obispo de Meaux (1627-1704). Fénelon fue una personalidad humanista, extraordinariamente rica, suave, noble, naturalmente sana, de una piedad teológicamente clara y eclesiásticamente robusta, enraizada en la libertad cristiana («Un hombre que era un cristiano», decía de él Matías Claudio). Bossuet, en cambio, fue una personalidad profusamente dotada, segura de sí misma, antipática por su oportunismo, egoísta y calculadora.

El ideal de madame de Guyon no coincidía en absoluto con el de Molinos, lo cual también puede decirse, y con mayor razón, de Fénelon. Para emitir un juicio justo al respecto es necesario tener capacidad e intención de distinguir cuidadosamente. Precisamente esto último no fue la cualidad más notable del orgulloso Bossuet, el «águila de Meaux».

3. La lucha revistió un acusado carácter político. En su desarrollo intervinieron muchos factores humanos, demasiado humanos. Madame de Maintenon († 1719), auténtica rectora de la política del país, cuyo consejero espiritual había sido hasta entonces Fénelon, se apartó de éste para no correr el mínimo riesgo de perder su posición. Bossuet demostró su capacidad de olvidarse de las leyes de la verdad y del amor, que están por encima de la política de poder. Justamente aquí fue donde se reveló la grandeza de Fénelon. Roma resistió largo tiempo a las presiones de Luis XIV (tras el cual estaban madame de Maintenon y Bossuet como fuerzas impulsoras), que pretendía la condenación de las frases discutidas de Fénelon. Cuando sobrevino la condena (1699), el Breve pontificio, a pesar de censurar las proposiciones como «escandalosas y temerarias», adoptó un tono moderado, incluso restrictivo. La sumisión inmediata de Fénelon puso de manifiesto la extraordinaria grandeza de su alma.

4. La piedad de Fénelon estaba basada en algo más que en una mera característica personal, estaba basada en el reconocimiento incondicional de la Iglesia. El mismo anunció inmediatamente desde el pulpito su condena y su sometimiento e hizo destruir los ejemplares que quedaban de su libro. Su declaración de sometimiento terminaba con las siguientes palabras: «No quiera Dios que se hable de mí más que para recordar que un pastor se dio cuenta de que su obligación era mostrar más obediencia que la última oveja del rebaño». Esto no fue más que la puesta en práctica de una de sus concepciones fundamentales: la religión no necesita ser demostrada ni defendida, sino simplemente ser expuesta con pureza y claridad, pues se demuestra y defiende por sí misma. Matías Claudio caracterizó atinadamente al gran obispo: «Para un cristiano tener razón es poca cosa, para el filósofo es algo. Pero tener razón y comportarse pacientemente con aquel que no la tiene y al lado del cual está toda la sinrazón, esto se llama vencer el mal con el bien. Se hace más por la verdad construyendo sobre ella que luchando por ella».

Un último aspecto que conviene resaltar: Fénelon fue también uno de los grandes pastores de la Francia del siglo XVII. Fue un predicador incansable. Sus reiteradas referencias a la Sagrada Escritura, frente a los artificiosos sermones barrocos -género al que pertenecen las Oraisons de Bossuet, literariamente soberbias, pero religiosamente infructuosas entonces como ahora-, constituyen otra de sus ventajas.

En época reciente se ha subrayado en Fénelon -con tanto éxito como interés- su carácter de predicador de la teología de la cruz, logrando con ello obtener un sentido católico de algunas tesis centrales y decisivas de Lutero (P. Manns). Esto es tanto más evidente cuanto que aquí lo católico no se recorta ni oscurece, sino que se profundiza. Por eso el tesoro teológico de las obras de Fénelon podría resultar decisivo para un diálogo ecuménico fructífero.

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