conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Segunda época.- Hostilidad a la Revelacion de la Ilustracion al Mundo Actual » Período primero.- El Siglo Xviii: la Ilustracion » Capitulo segundo.- Influencias de la Ilustracion en la Iglesia » §104.- El Estado Omnipotente y los Derechos de la Iglesia

III.- El Josefinismo

1. Ya María Teresa (1740-1780) había introducido por su cuenta una serie de reformas en los asuntos eclesiásticos, pero en lo esencial intentó llegar a un acuerdo con el pontificado. La situación cambió bajo el reinado de su hijo José II (1780-1790, emperador desde 1765 a 1790). Es verdad que José II quería ser hijo fiel de la Iglesia y que muchas de sus disposiciones fueron profundamente cristianas, favoreciendo una mejor formación de los seminaristas y una pastoral mejor organizada, pero las ideas del Estado omnipotente y del «despotismo ilustrado» aparecieron también en él con toda claridad.

La educación del emperador, influida por las ideas de la Ilustración -conoció muy pronto los escritos de Voltaire-, al igual que la influencia de su ministro de Estado, príncipe Kaunitz (†1794), librepensador antipontificio, surtieron sus efectos. La Iglesia quedó sometida a la legislación del Estado en todo lo que no fueran «asuntos dogmáticos y concernientes exclusivamente al alma». La Iglesia protestante, que venía siendo tolerada desde 1781, se vio afectada también por esta medida. En su tendencia descentralizadora de la Iglesia, las disposiciones de José II, tomadas precipitadamente, se manifiestan ser expresión del febronianismo (§ 105). El papa no debería tener jurisdicción directa sobre las naciones del Imperio. Para la entrada en vigor de cualquier disposición pontificia se necesitaba un placet. El trato entre el episcopado y Roma quedaba limitado. Las normas aludidas, con su sequedad racionalista y pragmática, pusieron de manifiesto su esterilidad en el aspecto religioso. La nueva delimitación de las circunscripciones eclesiásticas, a veces muy necesaria, así como la jurisdicción matrimonial, fueron consideradas como asuntos de exclusiva competencia del Estado (fue permitido el divorcio y se toleraron las nuevas nupcias). Las Ordenes religiosas, los monasterios, la liturgia, el número y ornato de los altares, los seminarios, el Breviario, las peregrinaciones, las procesiones, las hermandades, las Ordenes terceras, el culto de las reliquias, etc., fueron «reformadas» con espíritu «ilustrado» de iglesia estatal, mediante la nacionalización (las Ordenes religiosas eran desvinculadas de los superiores extranjeros y sometidas a la jurisdicción de los obispos austríacos), la limitación, la simplificación y la concentración. A partir de 1783, José II creó seminarios generales en los que se daba una enseñanza de escaso espíritu religioso y el clero era educado de modo especial para el servicio del Estado. Centenares de conventos fueron suprimidos de un plumazo, por no ser considerados útiles a la sociedad civil.

Con todo, también es cierto que fueron erigidas al mismo tiempo centenares de nuevas parroquias y cargos pastorales. Es preciso afirmar igualmente que, desde el punto de vista metodológico y didáctico, los seminarios generales supusieron un considerable progreso sobre los seminarios diocesanos, a veces muy reducidos, y sobre las instituciones docentes de las Ordenes y congregaciones religiosas. Esto último explica también el que un sector importante del episcopado apoyara positivamente estas reformas y que fueran muy pocos los obispos que se defendieran contra la intromisión abusiva del Estado policial en la esfera eclesiástica.

2. Ni el extraordinario esfuerzo que supuso para el papa Pío VI su visita a Viena en 1782, ni la devolución de la visita por el emperador al año siguiente en Roma modificaron en lo esencial las disposiciones tomadas, ni mucho menos el espíritu «ilustrado» y febroniano que se mantuvo en Austria hasta mediados del siglo XIX (más tiempo, por tanto, que en otros países católicos).

El «sacristán mayor del Sacro Romano Imperio», como llamaba al emperador en son de burla Federico II, recortó con sus reformas la vida de la Iglesia. Su modo de realizarlas era bienintencionado, pero desacertado. Por eso sólo cosechó desengaños. Sus desavenencias con el episcopado de Bélgica, fiel a la Iglesia, a raíz de la revolución belga (1776) le ocasionaron la pérdida de esta nación, hereditariamente católica. Cuando el propio José II intentó eliminar los excesos en Hungría, y luego su hermano y sucesor Leopoldo II (1790-1792) en todo el Imperio, era ya demasiado tarde. Las consecuencias de la Revolución francesa situaron la vida de la Iglesia bajo nuevos condicionamientos.

3. La concordia entre el episcopado y el pueblo católico no era entonces un hecho normal. En Alemania se había abierto una sima entre el episcopado reformista e «ilustrado» de los Hontheim, Dalberg, Wessenberg y otros más por una parte y el clero inferior, con la mayoría de los católicos, por otra. Estos sectores tomaron como un gesto de tendencia protestante la poda a que se sometieron las ganancias obtenidas en el culto de las reliquias y de los santos y en las peregrinaciones. Los nuncios, no excesivamente inteligentes como para captar el fenómeno, sobre todo Bartolomeo Pacca († 1844) y Annibale della Genga († 1829), informaron a Roma en este sentido, por lo que se explica la reacción, completamente falta de comprensión, del papa Pío VI en 1775 contra los proyectos de reforma, sin exceptuar los del abad Gerbert de St. Blasien, tan fiel a Roma[3].

Notas

[3] Al mismo tiempo se advierte en esta actitud una de las raíces del nuevo centralismo pontificio del siglo XIX, centralismo basado, en buena parte, en la relación papado-pueblo cristiano católico.

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