conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Segunda época.- Hostilidad a la Revelacion de la Ilustracion al Mundo Actual » Período segundo.- El Siglo XIX: la Iglesia Centralizada en Lucha con la Cultura Moderna » Capitulo primero.- Reorganizacion y Reconstruccion » §112.- Clasicismo, Romanticismo y Restauracion

I.- La Transformacion Intelectual y Religiosa

1. El Romanticismo tuvo para la Iglesia una importancia extraordinaria, pues él fue precisamente el que otorgó la base para la renovación eclesiástico-religiosa, al hacer que la nostalgia de la religión y de la Iglesia se convirtieran en una realidad poderosa en la vida pública. Muchos -y no sólo los pesimistas- pronosticaban el hundimiento de la Iglesia como consecuencia de la pérdida sin precedentes de su influencia en los más elevados estratos sociales, a pesar de que ya se había iniciado el movimiento que atrajo nuevamente a la Iglesia a conocidos y famosos artistas y hombres de cultura que le otorgaron notable relieve en la conciencia pública.

De hecho, en algunos aspectos, esta radical transformación, esta victoriosa actuación de la verdad desde lo más íntimo de sí misma, es como un milagro. La Iglesia, a la que se habían asestado golpes mortales y de la que se afirmaba y se creía que estaba muerta, no sólo estaba otra vez viva, sino que se convirtió de nuevo en uno de los grandes poderes con el que era necesario contar, según lo hemos visto con Napoleón.

2. Esta transformación se produjo a partir de la misma Ilustración. No se trataba al principio de algo específicamente católico, ni exclusivamente cristiano, sino de un movimiento «religioso» general. Se respiraba una atmósfera nueva, opuesta a la arrogante, árida y trivial, aunque intelectualmente rica, de la «Ilustración». En la nueva atmósfera existía sensibilidad para el misterio en todas sus formas. En su creación participa un conjunto de fuerzas de muy distinto carácter: el metodismo inglés, los restos del pietismo de Renania y Würtemberg, la insistencia de Kant en las categorías de lo moral y lo religioso, categorías «prácticas» por encima del pensamiento racional, la religiosidad sentimental de Rousseau, los diferentes brotes de clasicismo, nutridos de sentimiento, religiosidad y sentido histórico, en Winckelmann († 1768, que, al convertirse en 1755, había respirado la atmósfera católica en Roma), Klopstock y Herder.

3. Es cierto que las grandes creaciones de la literatura clásica alemana tienen en su conjunto escasos rasgos cristianos. Pero su importancia es tan superior a la sequedad total de la Ilustración, que su significación dentro del proceso que describimos ha de destacarse de manera relevante. Las guerras de liberación y el entusiasmo nacional que les acompaña muestran también importantes elementos religiosos, según se manifiestan en los cantos a la libertad de E. M. Arndt, M. v. Schenkendorf, Theodor Korner. Se advierte una vinculación, a veces desmedida, por una parte con los restos del pietismo, y por otra, con el nuevo despertar que entonces se produce.

4. En el seno mismo del catolicismo[4], la transformación, en la que también interviene san Alfonso María de Ligorio, muerto en 1787 (cf. § 105), fue preparada e impulsada por hombres y grupos que, en medio del racionalismo, habían conservado fidelidad a la Iglesia y auténtica piedad, en la que sigue actuando la mística francesa del siglo XVII, y que, por otra parte, en contraposición al estéril escolasticismo, habían trabado enérgico contacto con el movimiento cultural y científico de la época.

Mientras en Francia la transformación fue realizada fundamentalmente por una serie de obras literarias que rompían violentamente con el pasado inmediato, según veremos más adelante, en Alemania son una serie de «círculos» los que ponen las bases de la nueva época. Podemos seguir la reconstrucción de la vida católica llevada a cabo en la enseñanza superior, en las escuelas normales de maestros, en los seminarios, en los contactos personales y epistolares entre miembros de la alta sociedad y de las clases inferiores, en la literatura y en el arte. Estos círculos se presentan como un encuentro de tendencias científicas, literarias, ascético-místicas y pedagógicas. La piedad católica se halla en estos círculos fresca y viva y es tomada en toda su importancia[5]. Existe en ellos una sociabilidad ejemplar, iluminada por el arte y por una elevada espiritualidad expresadas con acierto literario. No se adopta una actitud cerrada, sino que promueve un intenso diálogo con el presente y con el pasado y un diálogo sostenido con admirable apertura frente al protestantismo. A esto corresponde una multiplicidad de contactos, tanto literarios como personales, que están por encima de las confesiones. En los numerosos convertidos de estos círculos (la «familia sacra» de Münster, que rodeaba a la princesa Gallitzin, † 1806, educada católicamente; Friedrich y Dorotea Schlegel, † 1839; Friedrich Leopold, conde de Stolberg, † 1819, entre otros) no existía el menor ápice de fanatismo; la mística y la filosofía sentimental protestantes habían influido de manera importante (en el caso de la princesa Gallitzin, por ejemplo) en el apartamiento del racionalismo y el retorno a la religión. En estos círculos se 4 manifiesta, consciente y plenamente comprendida, la riqueza de la religiosidad del corazón.

5. Las posibilidades de un determinado ambiente cultural son realizadas en cada momento histórico por personalidades destacadas, cada una de ellas con sus específicas características. En nuestro caso, las cosas no ocurrieron de distinta manera. Una serie de figuras importante, llenas de fuerza espiritual creadora, cuyas cualidades parecían responder a las necesidades de la época, fueron ejerciendo su poder de atracción sobre los individuos y los grupos y llegaron a convertirse en centro de un movimiento que a veces avanzaba a pasos agigantados. Aparte del círculo, ya mencionado en varias ocasiones, de Münster, que rodeaba a la princesa Gallitzin, son muy importantes el de Dillingen, el de Landshut y Munich; en torno a Johann Michael Sailer, el de Viena; en torno a Clemente María Hofbauer († 1820) y el de Maguncia, con Joseph Ludwig Colmar, más tarde obispo de esa ciudad († 1818); Bruno Liebermann, rector del seminario de Maguncia († 1844); Andreas Räs, profesor en Maguncia († 1887) y obispo de Estrasburgo, los tres últimos procedentes de la región franco-alemana de Alsacia.

a) Sailer[6] es, en teoría y en la práctica, un realizador del cristianismo y, sobre todo, de su piedad. La característica principal de su espiritualidad es fruto de una perfecta vinculación del rigor y la suavidad, muy acordes con la Imitación de Cristo, que tradujo al alemán. En Sailer hallamos una fuerte concentración en lo esencial y lo espiritual, y, al mismo tiempo, una gran actividad religiosa («mejoramiento del corazón»).

b) Culturalmente no es Sailer una personalidad genial. A pesar de ello ejerció una influencia importantísima y muy amplia, tanto en el espacio como en el tiempo. ¿A qué podemos atribuirla? En Sailer, al igual que en Fénelon, Möhler y Newman, se destaca un factor elemental, un presupuesto indispensable del desarrollo de la historia de la Iglesia, que fácilmente pasamos por alto al estudiar las figuras clásicas de la Edad Media: el contacto fecundo con la vida de la época. El Renacimiento demostró que la Iglesia no tiene por qué ser, unilateralmente, la directora exclusiva de la cultura. Pero todas sus épocas de esplendor y todas sus figuras sobresalientes dan testimonio de que la Iglesia sólo puede ser guía de los pueblos mediante un encuentro profundo con la cultura y logrando dominarla interiormente. La consigna es clara: estar a la altura de los tiempos, dominar la cultura y ponerla al servicio de la Iglesia, es decir, luchar, desde la plenitud católica, con las fuerzas de la época y hacerlas fructificar en orden a la expansión del reino de Dios.

c) Actividad de Sailer en el campo teológico: la Escolástica había caído en una total esterilidad, como ya hemos dicho en diversas ocasiones, a consecuencia de su bizantinismo dogmático y escolar y de su moral casuística. Faltaban en ese momento los presupuestos necesarios para hacerla renacer desde sus fuentes más auténticas del siglo XIII. Sailer acercó nuevamente la teología a las fuentes llenas de vida de la Escritura y de los Padres. Esta desvinculación de la teología del estrecho método escolástico constituía entonces una necesidad objetiva. Únicamente por este camino se podía llegar a crear una «vida más viva».

Pero esto era también una necesidad táctica y precisa para lograr una acción fecunda. La Ilustración había acabado por convertirse en incredulidad. Frente a ella, las diferencias confesionales carecían de importancia. Las tradicionales controversias antiprotestantes habían quedado superadas por la evolución de la época, por lo que Sailer las rechazó contundentemente. Parecida era la situación, muy bien conocida por Sailer, de la apologética católica. Frente a la incredulidad no había que poner de relieve esta o aquella doctrina particular; era preciso defender la revelación misma y su realidad, es decir, el elemento cristiano común. El propio Sailer afirmó que la lucha contra la incredulidad era el auténtico objetivo de su trabajo literario, que nada tenía que ver con el indiferentismo. Es cierto que el frente común de protestantes y católicos creó en aquella época una apertura supraconfesional tan amplia que se convirtió en un peligro para los espíritus menos sólidos de ambas partes. Incluso algunos discípulos de Sailer tropezaron en este obstáculo, entre ellos Matrin Boos († 1825), fundador del movimiento renovador de Allgäu, que encontró, por diversos motivos, graves dificultades con las autoridades eclesiásticas, un fenómeno que acontece constantemente en la historia en los campos más diversos del espíritu con la fuerza de una ley implacable de la historia: los epígonos interpretan unilateralmente el principio creador del maestro.

d) Sailer era un católico de pies a cabeza. Y dentro de su catolicidad, fue uno de los más importantes formadores de sacerdotes. La gran línea de desarrollo del catolicismo del siglo XIX no está caracterizada por los epígonos de Sailer, sino, de un lado, por el contacto de Sailer con el Romanticismo, y de otro, por la doble mediación de Bestlin († 1831) y de Hirscher († 1865) como enlaces con la escuela católica de Tubinga. Ambos hechos contienen en germen el florecimiento de la Iglesia alemana en el siglo XIX. También Sailer fue aquí el hombre abierto: ensalzó, defendió, vivió y enseñó la mística. Pero no de un modo unilateral, ni tampoco a la manera de la pseudomística de entonces. «No queremos separar lo que Dios ha unido: la vida interior y la exterior, la fe y la Iglesia».

Pertenecía Sailer a esa categoría de espíritus capaces de realizar tal síntesis. Por eso no se vio libre del destino de los espíritus interiormente libres de aquel tiempo, objeto de las sospechas de sus correligionarios.

Sailer fue motejado unas veces como «oscurantista» y otras como «ilustrado». En el fondo no fue comprendido ni siquiera por un santo de la talla de Clemente María Hofbauer. La santidad no es ninguna garantía de inerrancia.

Desplegó este profesor una actividad extraordinaria para que la Iglesia en la que él creía recuperara, mediante su acción, el prestigio perdido de tiempos pasados. Partió de la indigencia del tiempo y profundizó en sus necesidades, hasta llegar al propio tiempo, que siempre es tiempo de Dios. Luchó por una recuperación cristiana de la filosofía de la época. Por eso era viva la teología que enseñaba.

A lo largo de un cuarto de siglo fue Sailer el profesor más querido y venerado en su Universidad de Landshut. Tal vez el último ejemplo de una facultad de teología católica, que por su propia vocación y sus aportaciones científicas fue capaz de caracterizar a una universidad (Merkle).

La importancia de Sailer en la obra de la restauración católica del sur de Alemania es incalculable: es el guía intelectual, el maestro religioso, el santo de aquella hora de transición, que todavía hoy nos puede servir de indicador del camino (Ph. Funk).

6. Francia: A pesar de la reacción y de la restauración, las ideas de Rousseau y de Voltaire no estaban muertas. Ni el concordato ni la restauración monárquica infundieron suficiente valor a la conciencia católica. El haber creado una atmósfera positivamente católica y haber preparado y en parte llevado a cabo la restauración de una vida católica activa fue mérito de los seglares François Chateaubriand, De Bonald († 1840), De Maistre y del religioso Lamennais.

La fama de su labor está ligada a obras no exentas realmente de parcialidad, de errores de método, pero llenas de una espiritualidad elevada, genial, y que de nuevo (como en el siglo XVII) aparecen como obras maestras de la literatura, escritas con un estilo arrebatador. La forma en que se presenta la verdad tiene siempre mucha importancia y a menudo decisiva.

a) François Chateaubriand († 1848; su obra principal es el Genio del cristianismo, 1802) mostró que la Iglesia es el baluarte y suma de todos los sentimientos elevados, de toda la verdadera humanidad y libertad e impulsora de todo lo bello. Era éste un catolicismo auténticamente romántico, en cuya base aparece un subjetivismo peligroso (por ser teológicamente inexacto), pero desbordante de sentimiento[7]. Por eso precisamente fue tan eficaz: lo que produjo grandes efectos. Este catolicismo hablaba de un modo directo al corazón, hacía impacto en la total personalidad y acrecentaba la conciencia de sí mismo. El sentimentalismo de Rousseau, tan vivo todavía, se encauzaba hacia la Iglesia.

b) Joseph de Maistre († 1821) se dedicó sobre todo al estudio de las épocas en que la sociedad y la Iglesia constituían una unidad. Lo mismo él que De Bonald († 1840) destacaron poderosamente el valor de la tradición: «Hay que renunciar al espíritu del siglo XVIII y, sobre todo, no se debe pactar con la nueva 'ciencia'. La situación anterior a la Revolución francesa demuestra que la Iglesia es imprescindible para el Estado y para la sociedad». De esta manera intenta De Maistre, en su libro Sobre el papa (1819), ampliar la validez de los dogmas católicos más allá del ámbito de la teología, juzgándolos verdades sociales necesarias, «leyes universales» del mundo. El método empleado era peligroso por su falta de claridad y sus exageraciones. Sus ideas desmesuradas sobre el primado del papa tenían una base política y no teológica. La argumentación histórica aducida era más que insuficiente. Por eso De Maistre tuvo muy pronto adversarios: la escuela de Tubinga, especialmente el joven J. A. Möhler (§ 117).

Pero el objetivo, la necesidad de una nueva vinculación entre el papado y Francia se describe de un modo tan enérgico, y la idea de la infalibilidad del papa aparece tan magníficamente en toda su amplitud y belleza, que De Maistre puede ser considerado uno de los más importantes precursores de la unidad de la Iglesia, que culminaría en el Vaticano I. Su libro, con todo, produjo efectos de sentido contrario, es decir, favorables al galicanismo, debido a sus afirmaciones insostenibles. Pío VII y su Secretario de Estado, Consalvi, siguieron desconfiando de este apologeta tan exaltado. Pero en el Vaticano I, el libro de De Maistre fue una de las armas utilizadas por la mayoría.

c) Hugo Felice de la Mennais (1782-1854, Lamennais desde 1834), hermano menor de un santo fundador de dos congregaciones dedicadas a la enseñanza, forma parte de ese grupo de eminencias intelectuales y religiosas que preparan el catolicismo de las últimas décadas del siglo XIX. En Lamennais encontramos ya elementos de una síntesis católica absolutamente moderna, aunque todavía no muy equilibrada, en la que caben tanto la infalibilidad del papa y su poder de jurisdicción en el sentido del centralismo posterior de la curia e incluso del ultramontanismo, como la libertad liberal de pensamiento e investigación e incluso las exigencias de la justicia social.

En su importantísimo «tratado» sobre el indiferentismo (1817) había rechazado Lamennais, uno tras otro, con una brillante crítica, el indiferentismo político, que juzgaba la religión apta únicamente para el pueblo, el indiferentismo filosófico, según el cual sólo hay una religión filosófica y el indiferentismo protestante. La verdad y la justificación del cristianismo católico quedaban expuestas de un modo cautivador.

Su defensa estaba vinculada a la lucha contra los artículos galicanos, que todavía se enseñaban en los seminarios, y contra algunos obispos de tendencia galicana. En virtud de esta labor, Lamennais fue uno de los precursores espirituales más notables de la doctrina de la infalibilidad definida en el Concilio Vaticano I. Por desgracia, también en este punto la argumentación era visiblemente pobre. Lamennais llegaba a ensalzar la bula Unam sanctam como única expresión correcta de las relaciones entre Iglesia y Estado.

Junto con el gran predicador y educador, el dominico J.B. Henri Lacordaire (1802-1861) y el conde liberal Charles Montalembert (1810-1870) realizó Lamennais, a partir de 1830, a través de su periódico «L'Avenir», una intensa labor en orden a la unión entre las ideas católicas y las democráticas, con vistas a crear una poderosa atmósfera católica en Francia.

Por desgracia, los principios liberales y sociales de su doctrina adquirieron un radicalismo que no se compaginaba con sus ideas restaura-cionistas y centralistas en lo eclesiástico, que, en todo caso, chocaron con la resistencia de Roma, en especial la separación de Iglesia y Estado, y la exigencia de libertad de prensa y enseñanza. Lamennais se sometió a una primera condena de sus obras por la encíclica Mirari vos (1832; en 1834 siguió una segunda). Pero no fue posible conseguir que no siguiese radicalizándolas todavía más. Murió sin haberse reconciliado con la Iglesia.

La influencia de Lamennais en todo el catolicismo moderno, además de su aportación a la declaración de la infalibilidad pontificia, fue en filosofía y teología de inmenso alcance no sólo en Francia, sino también en España, Italia, Inglaterra (Newman) y Alemania (Döllinger, Görres, el círculo de Maguncia, Ketteler).

d) Poco después, el partido católico de Francia malogró por su propia culpa gran parte de los frutos alcanzados en esta primera labor de reconstrucción católica. El partido se dividió, y a la ágil dirección del obispo Dupanloup († 1878) se opuso el fanático periodista Louis Veuillot († 1883), redactor jefe del diario «L'Univers», hombre bastante miope y demasiado proclive a la caza de herejes.

Por vez primera nos encontramos en el siglo XIX con la oposición entre un catolicismo «liberal», adicto a la Iglesia, y un catolicismo estrecho e «integral», también fiel a la Iglesia. No puede afirmarse que la segunda postura, la integrista, haya cumplido suficientemente con el mandamiento del amor cristiano ni haya dado respuesta a la necesidad de obrar con audacia misionera. Tampoco puede asegurarse que su poder de irradiación espiritual justificara su rigorismo ni mostrara su utilidad para la Iglesia. Al contrario, su integrismo, que confunde la rigidez esquemática o la ortodoxia doctrinal con la verdad combativa, contribuyó, hasta bien entrado el siglo XX, lo mismo en Francia que en Italia, Inglaterra[8] y Alemania, a que los católicos se encerraran en un ghetto y a que las energías misioneras del mensaje católico sobre el campo de la cultura europea quedaran paralizadas.

7. Italia: La situación de la Iglesia en ésta se caracteriza especialmente por los desmedidos esfuerzos restauracionistas de la curia, cargados de matiz político (Pío IX, cf. § 113,5; para el caso de Rosmini, cf. § 117, II, 1). Mientras tanto, la incontenible unificación nacional de la península italiana entraba lógicamente en oposición con la soberanía temporal de los papas y, por desgracia, con la doctrina de la Iglesia. Fueron pocas las personas con categoría interior capaz de unir ambas cosas: el amor ferviente por la unidad de la patria y el amor, no menos ferviente, a la Iglesia. En todo caso, el apoyo que la curia dispensó al arriesgado sentido eclesial de estas personas fue un apoyo casi insignificante.

8. El problema que acabamos de plantear se daba durante el siglo XIX, con mayor o menor intensidad, en todos los países católicos o que contaban con amplias minorías católicas. Era el problema de cómo podrían los católicos, expulsados de los puestos rectores de la política, la educación y la economía por la secularización y el «pensamiento» anticristiano, dominante en la vida pública, hallar una fórmula de vinculación al nuevo Estado nacional y a su formación, naciendo como nacía cargado de tendencias más o menos hostiles a la Iglesia. En todas partes, pero sobre todo en Alemania, Italia, Francia y España, el desarrollo se caracteriza por la gran cantidad de ocasiones perdidas por falta de valentía de los católicos. Fue necesario llegar a las postrimerías del XIX y principios del siglo XX para que la grave crisis del catolicismo en la sociedad moderna, el problema de la inferioridad de los católicos en los terrenos de la vida nacional, de la educación (universidades, literatura, prensa) y de la economía, sea por fin objeto de consideración y quede superada y las energías del catolicismo puedan recuperar el papel que les corresponde por su calidad, cantidad y tradición, o para que, al menos, se pongan en disposición de conseguirlo (cf. § 117).

Notas

[4] Para el protestantismo, cf., por ejemplo, a Schleiermacher, con su teología del sentimiento.

[5] No conviene olvidar lo siguiente: a) la gran diferencia de las relaciones entre el catolicismo y el Estado en Renania y Baviera, por ejemplo; b) importantes transformaciones en la orientación de estos círculos, por ejemplo, en el de Munich (al cual pertenecía incluso un protestante). En este círculo influyó principalmente la conversión de Joseph Görres de «ilustrado» a católico militante; c) incluso entre personalidades representativas del catolicismo de la Restauración hay restos importantes de la mentalidad de las iglesias estatales de la Ilustración (Luis I de Baviera).

[6] Sailer (1751-1832) fue novicio con los jesuitas. Luego fue profesor en las Universidades de Dillingen e Ingolstadt-Landshut. Después obispo de Ratisbona.

[7] «He llorado, por eso he creído».

[8] Sobre los nuevos brotes de vida eclesiástica y católica en Inglaterra, cf. el 118.

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