conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Segunda época.- Hostilidad a la Revelacion de la Ilustracion al Mundo Actual » Período segundo.- El Siglo XIX: la Iglesia Centralizada en Lucha con la Cultura Moderna » Capitulo segundo.- Lineas Definitivas de la Estructuracion de la Iglesia

§113.- Fin de los Estados de la Iglesia

1. Los Estados Pontificios, nuevamente restaurados, eran los únicos Estados de la Edad Moderna regidos por un poder eclesiástico. Sería imposible demostrar que tales Estados no podían subsistir en esta época; pero es fácil darse cuenta de que tropezaban con dificultades fundamentales. Los Estados de la Iglesia estaban amenazados de muerte. En realidad, significaban un anacronismo dentro de un mundo radicalmente laico y tendente a la secularización en ámbitos cada vez más extensos, incluso en la misma Iglesia, cada vez más despolitizada. Ni la caída de Napoleón ni la Restauración habían creado unas condiciones verdaderamente estables. Habría que pasar todavía por los dolores de parto de las revoluciones, que volverían a amenazar seriamente al orden establecido.

2. En cuanto a los Estados de la Iglesia, las dificultades concretas eran dos:

a) En primer lugar, la idea nacional de Italia entera, que tendía a formar una unidad, anhelo que se convierte en un poderoso movimiento de las más diversas tendencias pujantes, ya desde los tiempos de Inocencio III. Ahora se le abría un seguro futuro del brazo del liberalismo y el nacionalismo triunfantes en el mundo entero.

b) En el interior de los Estados de la Iglesia era evidente la tensión abierta entre el papado, ligado a la tradición en los aspectos político, social y económico, y las modernas ideas liberales, que naturalmente también habían llegado a Roma[1]. En la raíz de la soberanía pontificia se encontraban ideas medievales y absolutistas, y superarlas en favor de una concepción más moderna era de por sí mucho más difícil al papa que a los príncipes seculares, pues el pontificado tenía que representar la inmutabilidad absoluta en la doctrina y en las costumbres. Aunque tal inmutabilidad no suponga cesión en el terreno de la verdad ni signifique un «fixismo» cerrado, pero, por su propia naturaleza, connota una dimensión de absoluto. Era lógico que esta pretensión del ministerio en la dirección de la Iglesia -una pretensión de absolutismo- intentara también imponerse más o menos en el campo del poder secular. A esto habría que añadir otra razón poderosa: las fuertes exigencias de libertad política y de modernidad administrativa corrían parejas con el avance de liberalismo[2] duramente reprobado por los papas por anticlerical, anticristiano y antirreligioso.

3. Y así ocurrió que, a pesar de algunas innovaciones liberales, fruto de las tensiones indicadas, los Estados de la Iglesia se habían vuelto ingobernables. Comenzó a desarrollarse un creciente proceso de descomposición interna, a veces con la ebullición de un volcán, que sólo pudo ser reprimido por algún tiempo con ayuda de tropas extranjeras (francesas y austríacas). Este proceso tenía que provocar forzosamente algún día el hundimiento de los Estados de la Iglesia. Un gran movimiento de ideas no puede ser reprimido sólo por la fuerza, y la idea nacional era entonces, efectivamente, una idea que poseía el vigor para dominarlo todo. Además, es indiscutible la justificación y validez fundamental de los objetivos del risorgimento italiano. El mismo empleo de tropas extranjeras robusteció aún más la voluntad nacional y el descontento por el estado de división territorial. Esa voluntad y el descontento contra el papa-príncipe fortaleció el odio contra el papado, la resistencia al pontificado en cuanto tal. Surgió, pues, un peligroso círculo en el que, mediante acciones y reacciones, las fuerzas hostiles al papa se hacían cada vez más poderosas. La unión del papa con el pueblo en los Estados de la Iglesia se fue inexorablemente envenenando: «La Sede de San Pedro se estremece; cada día se debilitan más los vínculos de la unidad. La Iglesia está abandonada al odio, de los pueblos». Tal es el juicio que hacía Gregorio XVI en su encíclica Mirari vos en 1832.

4. Las fuerzas hostiles al pontificado encontraron muy pronto el camino de la revolución violenta. A partir de la Revolución francesa de 1789 estas ideas no habían desaparecido de la conciencia pública. Por los años 1820-1821 habían tenido lugar guerras civiles en España y Portugal y sublevaciones en Italia. En 1830 y 1848 las revoluciones sacudieron a toda Europa. Finalmente, con la declaración permanente de la revolución socialista proclamada por el marxismo, estas ideas han seguido dominando en gran parte del mundo hasta el día de hoy y constituyen una gran amenaza. Como en los Estados de la Iglesia estas ideas gozaban de escasa libertad de movimientos (León XII restableció la Inquisición desde 1824 a 1827), las revolucionarias ligas secretas, especialmente la de los «carbonarios», que procedían del sur de Italia y estaban férreamente dirigidas, fueron excomulgadas ya por el papa Pío VII y realizaron una eficaz labor de zapa. Esa pequeña minoría de ilustrados logró dirigir a las masas incultas. El signo característico de estas sociedades era el odio contra todo absolutismo y contra la «esclavitud» originada por él. Estas sociedades se convirtieron en un gran movimiento, con repercusiones también en el extranjero. La represión fue violenta y poco prudente, siendo castigadas incluso personas inocentes, lo que proporcionó a este movimiento un eco y una resonancia en círculos de la buena sociedad que de otro modo difícilmente habrían apoyado una revolución violenta y mucho menos dirigida contra el papa.

5. Cuando, finalmente, a últimos de 1847 y en marzo de 1848, el papa Pío IX (1846-1878) se decidió a coronar la actitud liberal de sus primeros años con una estructuración moderna de los Estados Pontificios[3] era ya demasiado tarde.

La nueva constitución fue recibida con entusiasmo, pero lo único que logró fue robustecer el movimiento nacional de toda Italia. Un movimiento con una tendencia muy concreta y peligrosa en política exterior: iba en contra de la reaccionaria Austria y pedía que el papa se colocara a la cabeza del movimiento. ¿El papa acaudillando una guerra contra la católica Austria por la libertad de Italia? Julio II, el pontífice eminentemente político, hubiera accedido gustoso al ruego de la nación con su famosa frase «fuori i barbari». Pero ahora, en un mundo minado, según el papa, por ideas y fuerzas anticristianas, una decisión favorable era fácil de adoptar, partiendo exclusivamente del punto de vista de la unidad italiana, pero de ningún modo atendiendo a la situación de la Iglesia universal. Una decisión política unilateral en esta cuestión hubiera tenido consecuencias irreparables. Por desgracia le faltó al papa el elemento más imprescindible: un programa claro. Pío IX vaciló. Una declaración apresurada en pro de la unificación fue interpretada como una declaración de guerra contra los Habsburgos. Un mes después fue suavizada y, en realidad, revocada, pero la vacilación trajo la desgracia. Fue asesinado el ministro Pellegrino Rossi (15 de noviembre de 1848) y el papa fue obligado a llamar a ministros demócratas. Pío IX huyó rápidamente al reino de Nápoles, a Gaeta. La revolución de 1848 avanzó contra Roma, con Giuseppe Mazzini († 1872) entre otros, con sus ideas revolucionarias y pseudorreligiosas de una unidad italiana republicana. En Roma, una Asamblea Nacional suprimió la soberanía secular del papa, proclamó la república, quitó al clero la dirección de la enseñanza y confiscó los bienes de la Iglesia.

6. La soberanía de Pío IX fue salvada por las tropas francesas y austríacas. Tras un período de diecisiete meses de ausencia, el papa regresó a Roma el 12 de abril de 1850. Lógicamente -pero también trágicamente-, las tendencias liberales de la curia fueron ahora reprimidas de un modo radical. Se trató de reinstaurar el anterior régimen absolutista con una dureza inflexible. Para colmo de desgracias, se procedió con el mismo rigor contra todos los que habían participado en la revolución. Y si esto último era una imprudencia, lo primero constituía un error fundamental, que conduciría inevitablemente a la catástrofe. La amnistía parcial que se concedió no pudo tener psicológicamente efecto alguno en aquella atmósfera de descontento generalizado. Los esfuerzos del papa por mejorar la situación en sus Estados mediante una nueva regulación de las finanzas y la elevación del nivel de la enseñanza tampoco cambiaron esencialmente la situación.

7. La causa nacional encontró, aunque no era la primera vez, un nuevo abanderado: el Piamonte, que se convirtió en punto de confluencia de todas las fuerzas revolucionarias y lugar de cita de cuantos habían huido de los Estados de la Iglesia. El hecho de que la revolución de 1848 y la proclamada república romana fuesen aniquiladas por tropas francesas y austríacas le imprimió el sello de lo antinacional, sello marcado tan profundamente que ya no desaparecería del alma italiana. El Piamonte (su primer ministro Cavour, † 1861) pactó en primer lugar con Austria, con la ayuda de Francia, en el norte de Italia en 1859. Después se dirigió contra los Estados de la Iglesia (1860). En 1861 fue proclamado el reino de Italia. Sólo una pequeña parte de los Estados Pontificios fue conservada bajo ocupación francesa (victoria diplomática de Napoleón III). Abandonada por las tropas francesas a consecuencia de la guerra franco-alemana, Roma cayó el 20 de septiembre de 1870, y un plebiscito, celebrado el 2 de octubre, decidió por aplastante mayoría la anexión a Italia.

8. Todo ello ocurría poco después de la proclamación de la infalibilidad pontificia (§ 114). Con este dogma sólo quedaba decidida una parte de la temática eclesiológica propuesta al concilio para su deliberación. Pero, aunque faltaba un importantísimo complemento doctrinal, la declaración de la infalibilidad pontificia era la pieza conclusiva de toda una evolución secular, cargada de unas consecuencias internas tan inmensas y de una significación tan considerable, que la coincidencia de estos dos acontecimientos trascendentales nos sugiere una interpretación histórica de imponente fuerza simbólica: la formación del poder eclesiástico (si se nos permite aplicar un concepto inadecuado para una Iglesia que crece constantemente) había quedado cerrada, rematada; para nada necesitaba ya del poder político. Más aún, para desarrollar eficazmente las fuerzas gigantescas y las posibilidades que se encerraban en ese poder eclesiástico era provechoso que el poder político no estorbase ya a la Iglesia. Así comenzaba una edad puramente eclesiástica en la historia del cristianismo católico de Occidente. Los ámbitos eclesiales y políticos quedarán limpiamente separados en el futuro. Caerán multitud de obstáculos para la actuación de los sacerdotes en el campo religioso, y la acción de los laicos en la Iglesia podrá desplegar sus múltiples posibilidades.

9. En una «ley de garantías» del 13 de mayo de 1871, la Italia moderna[4] reconocía la soberanía e inviolabilidad del papa, ponía a su disposición el Vaticano, el palacio de Letrán (el Quirinal pasó a ser residencia del rey de Italia) y, para el verano, un palacio junto al lago Albano (Castelgandolfo), como posesiones extraterritoriales, y le ofreció una renta anual, libre de impuestos, de 3,25 millones de liras; los diplomáticos acreditados ante el papa fueron equiparados a los de cualquier Estado soberano. El papa, con todo, permanecía encerrado en el Vaticano. Protestó contra la injusticia que se le había hecho, rechazó la «ley de garantías» y no aceptó la renta, protesta que reaparecerá innumerables veces en los decenios siguientes. La «cuestión romana» se convierte así en uno de los grandes problemas del cristianismo católico. En folletos, tratados eruditos, congresos, memoriales, discursos parlamentarios y sermones se protestó incansablemente en favor del «prisionero del Vaticano».

Esta nueva situación trajo grandes beneficios tanto para el papa como para la Iglesia. Y no porque hubieran desaparecido las múltiples resistencias existentes contra el pontificado, y en especial contra Pío IX. Austria y Polonia se opusieron a la curia por la publicación del «Syllabus». Inglaterra no ocultaba sus simpatías por el reino italiano, pero lo cierto era: a) el papa se había convertido en un soberano injustamente despojado de sus territorios; b) al ser privado de todo poder político, desaparecían todos aquellos obstáculos que, durante la Edad Media y la Moderna, habían perjudicado de un modo tan poderoso y a menudo decisivo el sentimiento religioso de la cristiandad hacia el sucesor de Pedro.

Se reconoció como dato indiscutible que el papa estaba en su derecho y, como ya hemos dicho, se optó por defenderle. Pero esto no era lo más importante. De hecho, el papa ya no era un soberano igual a los otros, sino algo totalmente distinto; estaba separado de la política y de las maneras de pensar y de obrar propias de la política. Una aureola mística y religiosa, intensificada por la prisión, parecía irradiar nuevamente de la persona del papa único, surgiendo de nuevo la primitiva relación, esencialmente religiosa, entre el pastor y el rebaño. La pérdida del poder político creó, efectivamente, la única atmósfera en que el poder religioso (infalibilidad) del papa podía ser comprendido y aceptado.

10. Pero todo ello no cambia en nada el hecho de que para el papa, para la Iglesia y, por ello, para todos los católicos, esta situación constituía una carga indigna. Era lógico, y estaba en correspondencia con todas las tradiciones de la curia, que en un principio se dijese que el restablecimiento de los Estados de la Iglesia era una conditio sine qua non para la reconciliación. En cambio, no fue prudente (y se ha demostrado teológicamente insostenible) que una teología más celosa que ilustrada, exageradamente curialista, pretendiese hacer de esta hábil postura diplomática un dogma inmutable[5].

11. Con el tiempo -y ante la multitud de preocupaciones inmediatas de índole religiosa y eclesiástica-, la situación se fue haciendo menos tirante. Los hechos consumados adquirieron poco a poco la legitimación que proporciona el hecho consumado. Cada vez se fue viendo con mayor claridad que era imposible romper nuevamente la unidad de Italia. León XIII (1878-1903) no pudo hacer nada en este problema, a pesar de su moderación[6] y de haber reducido sus exigencias al mínimo. El compacto liberalismo anticlerical, aliado con una masonería extraordinariamente fuerte (celebración de la memoria de Giordano Bruno en 1889), impidió que se llegase a una solución. Para Pío X (1903-1914), cuya actitud era puramente religiosa, lo político tenía tan poca importancia que estaba dispuesto a condescender más todavía con el Estado italiano. En todo caso trató de allanar siempre el camino que llevase a una coexistencia pacífica. La Primera Guerra Mundial (Benedicto XV) puso de manifiesto con toda claridad el perjuicio inmenso que habría supuesto para el pontificado, en la lucha fratricida de las potencias cristianas, haber dispuesto de un poder político importante. El fin de la guerra resquebrajó también la vida económica de todas las capas sociales. La inflación de los años veinte puso al borde de la ruina económica a la curia no menos que a otros cuerpos de la administración.

Por otra parte, el campo de trabajo espiritual y religioso del pontificado había aumentado, tanto intensiva como extensivamente (cf. Misiones, § 119), de un modo ingente. El gobierno eclesiástico del mundo entero fue realizado, con sentido centralista, de una manera tan segura, hasta entonces jamás experimentada, que la existencia de los Estados de la Iglesia fue perdiendo importancia e interés.

12. Vino finalmente Pío XI (1922-1939). Como historiador, había estudiado la aparición y desaparición de diversas formas políticas en el curso de los siglos y sabía que el poder político de la Iglesia y, sobre todo, del pontificado tenían un carácter condicionado y temporal. No sin tener que vencer fuertes resistencias de la curia, Pío XI, juntamente con Mussolini, el desenvuelto político realista, llevó a cabo la solución del problema (Pactos de Letrán, febrero de 1929). Esta solución consiste en la creación del «Estado Vaticano», que carece de importancia política, pero que posee todos los signos y garantías de la plena soberanía y, en concreto, con la auténtica libertad que había sido reivindicada secularmente.

13. La coronación de los Pactos de Letrán se encuentra en el nuevo concordato italiano que va unido a ellos. El mismo Pío XI subrayó esto repetidas veces. La orientación religiosa del pontificado actual se destaca en este concordato con mayor claridad aún que en la limitación material del nuevo Estado eclesiástico. La Iglesia accede con plena conciencia a su despolitización, que primero le fue impuesta con una violencia injusta, pero que después fue recomendada e insinuada por el amplísimo y profundísimo cambio estructural operado en la existencia espiritual de la humanidad. Este nuevo concordato significa textualmente una renuncia completa, por parte del Estado, en puntos decisivos, al espíritu de la iglesia nacional y del liberalismo anticlerical. Con los Pactos de Letrán, este concordato podía iniciar una nueva época. El Estado había de colaborar nuevamente con la Iglesia de un modo positivo en la enseñanza, en el ejército y en la vida pública general. Al matrimonio canónico se le reconocen de nuevo sus efectos civiles. El hecho de levantar la cruz sobre el Capitolio y el Coliseo pudo haberse transformado de un gesto propagandístico sin trascendencia en un símbolo cargado de significación. Pero ya durante el período fascista, a pesar de lo dicho, el relativismo oportunista y el peligro de la iglesia estatal fascista impidieron que el concordato produjese los efectos previstos. La nueva República Italiana ha introducido a partir de 1946 los párrafos correspondientes del Concordato dentro de la Constitución[7]. El problema de cuál ha de ser el espíritu que dé carácter a la nación italiana ha suscitado una encendida polémica. El abandono pastoral, los problemas sociales no resueltos (en el sur de Italia, sobre todo) y las consecuencias de la ciencia liberal hacen que todavía falte mucho para determinar en qué medida el Concordato ha influido en la vida entera de la península italiana, tanto con su letra como con su espíritu. Al igual que en España, la Iglesia no ha acertado a expresar el contenido inmutable de su doctrina y realidad de un modo misionero dentro de un mundo en acelerado proceso de secularización y hasta se dijera que no ha advertido suficientemente esta necesidad de acomodación. En cambio, también en Italia crecen las fuerzas del liberalismo moderno secularizado, del laicismo y del ateísmo comunista, hecho que obliga a la Iglesia a plantearse la idea de si los creyentes han llegado a constituir en el propio Occidente «cristiano» una minoría, de que su vida es constantemente cruz y sin victoria completa hasta la vuelta de su Señor.

Notas

[1] Era consecuencia tanto de las corrientes generales de la época como de las nuevas ideas y métodos de la administración francesa de entonces.

[2] Cabe recordar la lucha de Gregorio XVI contra el indiferentismo y la «locura de la libertad de espíritu», de la «ilimitada libertad de pensamiento y expresión y la búsqueda de novedades» (Mirari vos, cf. § 117). El hecho de que una personalidad católica tan fiel a la Iglesia como Manzoni perteneciera al grupo liberal nos da una idea de la funesta confusión de la situación y el juicio que merecía a la curia. Muchas de las declaraciones hechas durante esta lucha estaban fuertemente condicionadas por el momento y hoy han quedado superadas.

[3] Monarquía constitucional con dos cámaras. Los seglares podían ser nombrados ministros, a excepción del secretario de Estado.

[4] La Italia de entonces adoptaba una actitud liberal y masónica; su odio hacia la religión, la Iglesia y los sacerdotes fue muy marcado y violento hasta la Primera Guerra Mundial. Para la época más reciente, cf. § 125.

[5] A la misma actitud responde la moción presentada por el cardenal Manning en el Vaticano I solicitando que se definiera como dogma que los Estados de la Iglesia son de derecho divino (!).

[6] Vuelven a aceptarse las ideas políticas de Rosmini († 1855) y Gioberti († 1852). Los proyectos de Rosmini para la reforma de la Iglesia fueron condenados por el papa en 1887.

[7] De todas formas, esto supone también en algunos puntos un perjuicio para la Iglesia. La validez de determinados artículos de derecho canónico en la vida pública, como la disposición que priva prácticamente a los sacerdotes que dejan el ministerio toda posibilidad de ganarse la vida o el derecho matrimonial católico, acarrea notables complicaciones.

Ahora en...

About Us (Quienes somos) | Contacta con nosotros | Site Map | RSS | Buscar | Privacidad | Blogs | Access Keys
última actualización del documento http://www.conoze.com/doc.php?doc=5154 el 2006-07-21 11:59:25